Claudia

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Claudia

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Todas las noches miraban las noticias mientras comían. Sin dejar de masticar la Viuda decía Qué barbaridad, Cómo está el mundo, Yo no sé dónde vamos a parar... El Cerrajero decía chistes del tipo: ¿Dónde está la otra mitad de Medio Oriente?, o: Los turcos esos ¿Pa qui’stán?, y se reía él solo. A Claudia el noticiero no le interesaba para nada. Sólo esperaba que termine para poder ver Verano del ‘98, la novela que venía a continuación. Se olvidaba de todo mientras la miraba, y cuando la chica estaba por tomar el avión y su ex-novio aparecía en el aeropuerto, Claudia se tapaba la boca, decía Mushi mushi mushi y se daba vuelta hacia Angélica y el Cerrajero para pedirles que no se perdieran lo que pasaba en la pantalla.

Fidel siguió viniendo después de aquella noche. A cenar, casi siempre, después de cerrar el negocio. Primero una vez por semana, después dos o tres veces, y al fin todos los días. Angélica fue la que más insistió. Dijo que para ellas era lo mismo cocinar para dos que para tres, sin contar que él comía tan poco. Además mientras comían podían charlar y distraerse un poco. En el fondo tenía que admitir que le daba lástima.

Se le partía el alma nomás de pensar que, después de un día de trabajo largo y agobiante, el pobre hombre tenía que volver a su departamento vacío, a prepararse la comida para él solo. Como contrapartida Fidel se ocupó de los arreglos de la casa, que no eran pocos: canillas que perdían, filtraciones, ventanas que necesitaban burletes o un cambio urgente de bisagras... Una multitud de desperfectos que se iban produciendo todo el tiempo en esa casa construida a la bartola, sin el menor cuidado por los detalles.

Fue un arreglo conveniente para los tres, y cada uno cumplía con gusto la parte que le tocaba. Por las noches, después de cenar, Angélica y el Cerrajero se quedaban hablando de un montón de cosas. Ella le contaba de cuando era chica, allá en su pueblito de Santa Fe. De sus comienzos en Buenos Aires. Le hablaba de los nietos, de los hijos. En los últimos tiempos había arreglado bastante su relación con los dos varones, pero con la hija no había caso. Nunca venía a visitarla, y ella tampoco iba a verla porque vivía en la loma del quinoto. Si hablaban por teléfono, para Navidad o para algún cumpleaños, a los dos minutos ya se estaban peleando. Siempre se habían llevado mal. Desde chica ella había sido más pegada con el padre, y nunca le perdonó que se volviera a casar; pero ¿acaso una no tiene derecho a rehacer su vida, una vez que perdió a su compañero? El Cerrajero era de la misma opinión.

Al despedirse Angélica casi siempre acompañaba a Fidel hasta la tranquera, no sea que esa perra ladina le jugara una mala pasada otra vez. La Viuda miraba el cielo y comentaba lo fría que estaba la noche, si había muchas estrellas o si estaba por llover. Fidel prendía un cigarrillo (por delicadeza no fumaba nunca adentro, aunque las mujeres no se lo hubiesen prohibido) daba una pitada y mirando hacia arriba decía que, en efecto, había refrescado o estaba como con ganas de largarse.

Era un hombre de lo más correcto. Nunca una palabra de más o un comentario fuera de lugar. Cuando comían siempre decía por favor o permiso. Sus modales eran excelentes. Jamás lo había visto hacer ruido cuando tomaba la sopa, o poner los codos encima de la mesa. Desde la muerte de su último marido, —e incluso mucho antes—, Angélica había tenido que pararle el carro a más de un atrevido, que a los dos minutos de conocerla ya se le tiraba un lance. Pero con Fidel nunca le pasó nada parecido. Era lo que se dice un hombre serio. Ubicado, correcto... Algunas veces, sin embargo, cuando se estaban por despedir, Fidel parecía cohibido. Como si estuviera a punto de decirle algo y no se animara.

 

* * *

 

El Cerrajero pasó a ser casi de la familia. Se acostumbraron a verlo todos los días y los domingos, cuando no venía, lo extrañaban. Cualquier problema que surgía enseguida lo consultaban con él. ¿Había que aprovechar la última moratoria de Rentas o seguir nomás sin pagar? ¿Convenía sembrar los rabanitos ahora o esperar más adelante? ¿Cómo se sacaba el 3 por ciento de 215? Fidel se encargaba de arreglar el lavarropas cuando se descomponía y a Claudia la ayudaba con los deberes del colegio. Siempre se les aparecía con algún regalito diferente: un pelapapas anatómico para Angélica, alguna hebilla para la Mudita, un decodificador trucho para ver los partidos. A la Mudita le encantaba el fútbol. A veces miraba los partidos con él, y lo gastaba si perdía San Lorenzo. Ella era fanática de Boca, tenía la pieza llena de banderines y fotos de los jugadores. Una vez lo hizo pasar a Fidel y se los mostró. Se sentaron los dos en el borde de la cama y ella le enseñó el álbum de fotos de la familia. Había fotos de ella de cuando era chica, jugando con un patito de goma en una Pelopincho, o comiendo un algodón de azúcar en el Ital-Park. Otra imagen más reciente, junto a los compañeros de la escuela de sordomudos, y una de cuando tendría unos doce o trece años, en las sierras de Córdoba, junto a Angélica y a un señor gordito de bigotes. Claudia le explicó que era Antonio, el finado marido de Angélica, y ahí Fidel se acordó de haber visto alguna vez un retrato suyo en el comedor, en el mismo lugar donde ahora estaba el almanaque con los turnos de las farmacias.

Todo marchaba a las mil maravillas, o eso parecía, hasta que una noche Fidel anunció que se iba a tener que ir. El trabajo había disminuido demasiado, explicó, y ya no iba a poder seguir pagando el alquiler. Había hecho todo lo posible para seguir adelante: extendió el horario de atención al público, bajó los precios a niveles ridículos, hizo publicidad en la FM local. No había nada qué hacer. La situación estaba muy mala, la gente no tenía un peso partido a la mitad. Aparte el barrio estaba cada vez más peligroso. Al mercado de los coreanos ya lo habían asaltado dos veces. A Aldo, el remisero, le encajaron un culatazo para robarle los dos pesos que llevaba encima, y al petiso de la gomería le pegaron un tiro en la pata. Fidel estaba intranquilo, en cualquier momento podían venir y dársela a él. ¿Valía la pena arriesgarse? Si había días que apenas si sacaba para los fasos.

Dio la noticia una noche, después de cenar. Dijo que había postergado su decisión lo más posible, y debía ser cierto, porque desde hacía varios días traía la cara larga, no parecía el mismo de siempre. Claudia le había preguntado varias veces qué pasaba. ¿Se sentía mal? ¿Quería que le alcance una aspirina? Al fin se animó a largar el rollo. A la Viuda no le hizo ninguna gracia. No dijo nada pero se quedó muy seria, con el rostro endurecido. Claudia, que ese momento estaba absorbida con la tele, no se dio cuenta de nada hasta que llegó la propaganda. Estaba lo más contenta, pero al ver las caras de velorio quiso saber qué pasaba. La Vieja se lo explicó con un par de gestos secos, como si el asunto no le importara en absoluto; pero Claudia, que no sabía disimular, preguntó Por qué, dijo Mushi mushi mushi e hizo unas señas que Fidel no entendió. Cuando el Cerrajero bajó la cabeza ella lo agarró del brazo y lo miró a los ojos para ver si era cierto. Fidel miró la mano que tomaba la suya y miró a Claudia de manera tan patética que en un segundo la Viuda lo comprendió todo. ¡Se había enamorado de la Mudita!

El descubrimiento le cayó como un balde de agua fría, y se llamó a sí misma estúpida y otras cosas peores. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si estaba más claro que el agua... Después de contemplar la enternecedora escena unos segundos Angélica perdió la paciencia y puso las cosas en su sitio. Le ordenó a Claudia que terminara con los espamentos y retirara los platos de una buena vez. Por un rato no se escuchó más que el ruido de la vajilla en la pileta. Está bien, dijo al fin Angélica. No tenía por qué hacerse tanto problema. Si quería irse, a ella le parecía bien. Si había encontrado otro local más barato, o mejor ubicado... Fidel se apuró a decir que no, no era eso. En cuanto terminara el mes iba a volver a instalarse en su departamento, como estaba antes. Y usted cree, le preguntó la Viuda, que en un lugar tan escondido va a tener la misma clientela que acá en la calle Pío XII, que es una calle de tanto paso. Pero antes de que él pudiera responderle ella misma dijo Claro, ahora que ya se hizo conocido y dejó su tarjeta por todas partes, puede quedarse sentado nomás en su casa esperando que lo llamen. ¡Sí que había sabido aprovecharse bien todo ese tiempo, pagando dos pesos de alquiler por un local en la calle principal del barrio!

Fidel no supo qué decir. Esa noche la Viuda no lo acompañó hasta la tranquera ni le hizo ningún comentario acerca del clima. El Cerrajero se quedó todavía dos semanas, hasta terminar el mes, pero ya no volvió a cenar con ellas después de aquella noche. Una mañana cargó todas sus cosas en la camioneta de un fletero y se mandó a mudar. Antes de irse abrió la tranquera y cruzó el jardín por última vez. Venía a dejar la llave y a traer unos regalitos de despedida: un pañuelo de seda para Angélica y una hebilla en forma de mariposa para Claudia. La Viuda no lo hizo pasar. En la puerta nomás le recibió la llave y los paquetes sin mirarlos. Fue una despedida de lo más fría, sin un beso ni un apretón de manos. A Claudia no la vio. Capaz que estaba en el patio de atrás, colgando la ropa o dándole de comer a las gallinas.

 

* * *

 

A Dios gracias el local no estuvo desocupado mucho tiempo. Pocos días después cayó un panadero de Cañuelas que tenía ganas de poner una sucursal en el barrio. A Angélica le vino al pelo. El pan que vendía no era de muy buena calidad, y las facturas estaban siempre medio gomosas, pero con tal que el tipo pagara el alquiler... Al final todo había sido para mejor, pensaba la Viuda. Por lo menos no iba a tener que verle más la jeta al viejo ridículo ése. No iba a tener que escuchar todo el día sus opiniones estúpidas, repitiendo como loro todo lo que oía por la radio, ni hacerse la que se reía con sus chistes imbéciles. Se debería creer quién sabe qué, el tipo. Viejo verde, venir a hacerse el galán con una chica discapacitada, que encima tenía edad como para ser su nieta. Y ella también, putita desagradecida, después de todo lo que había hecho por ella. Va a decir que no se daba cuenta de nada, que no ponía carita de inocente y no se le paseaba por delante todo el día con las tetas bien paradas. No señor, esas cosas ella no las iba a permitir. No en su casa. Ahí se hacía lo que ella decía, y al que no le guste, ya sabe.

Ese invierno debió ser el más frío de los últimos diez años, desde que vivían en Cañuelas. Por las mañanas el pasto amanecía con una capa de escarcha gruesa como un dedo. En el barrio hubo una epidemia de gripe que no perdonó a nadie. Todo el mundo cayó en cama. Claudia se recuperó enseguida, pero Angélica estuvo mal varias semanas. Casi pasa para el otro lado, se ve que andaba con las defensas bajas. La Mudita se encargó de cuidarla. Preparaba la comida, iba a la farmacia a buscar los remedios, le hacía nebulizaciones. Ayudaba a Angélica cuando tenía que a ir al baño, y cuando le agarraban calambres en las piernas le hacía friegas con Átomo Desinflamante. Era la primera vez que la Mudita quedaba a cargo de la casa, y la verdad que se portó muy bien. Hacía todo todo lo que Angélica le había enseñado. Buscaba los precios más baratos, pagaba las facturas del gas y de la luz, iba a chicanear al inquilino cuando se atrasaba con el alquiler.

La gripe pasó pero la salud de Angélica quedó muy deteriorada. En el hospital de Cañuelas no estaban preparados para casos de gran complejidad así que la derivaron un hospital más grande. La primavera llegó al fin. El cerezo se llenó de pétalos rosados. La perra volvió a tener cría. Regalaron todos los cachorros, menos una hembrita que había salido igualita a ella. Claudia se encariñó terriblemente con el animalito; lo bañaba, le daba la mamadera, correteaba descalza con la perra por el patio. Angélica la miraba desde la ventana de la cocina. Sí, la verdad es que ninguno de los hijos de su vientre le había dado tantas satisfacciones, ni se había portado tan bien con ella como esa chica a la que encontró prácticamente en la calle. Los primeros tiempos, cuando saltó lo del Cerrajero, Angélica estaba rencorosa. Retaba a Claudia por cualquier pavada, una vez hasta la hizo llorar. Se imaginaba las peores cosas, vaya a saber de dónde las sacó. Pero después terminó por ser más comprensiva, con ella y con el otro payaso. Tampoco él tenía la culpa. ¿Cómo dice el dicho? A caballo viejo, pasto tierno. La Biblia estaba llena de casos así. El rey David también se había enamorado de una jovencita y por ella pecó. Judá se dejó engañar por Tamar, que lo esperó disfrazada de prostituta debajo de la higuera. Y después estaba Rut, la moabita, que se buscó un hombre mayor para que se cumplieran las promesas de Yavé.

Todas las semanas Angélica tenía que ir a hacerse ver al Hospital Posadas. Era todo una movida. Tenía que tomarse el 88 hasta la estación de Ramos y de ahí el tren hasta Haedo. Para ahorrar parte del viaje a veces se quedaba a dormir en lo del hijo mayor, en Laferrere. Pero entonces se sentía inquieta por Claudia, que tenía que quedarse solita allá en Cañuelas. Si los malandras llegaban a enterarse, si llegaban a meterse de noche, Dios no permita, ella ni los iba a oír, ni iba a poder gritar pidiendo ayuda.

Le hicieron un chequeo completo. Presión, colesterol, nivel de azúcar en la sangre. El médico no fue muy optimista. Se había dejado estar mucho tiempo, le dijo, y era cierto. Tantos años cuidando la salud de su marido, nunca se le había ocurrido prestarle atención a la de ella. Sí, había sentido dolores alguna que otra vez, molestias más que nada, pero nunca pensó que fuera para tanto. ¿Por qué? ¿Tan grave estaba?

A fin de año Claudia rindió los exámenes y pasó al último año del secundario. En la escuela de sordomudos la pusieron a que le enseñara a los nenes más chiquitos. Ad honorem, por supuesto, ahí nadie cobraba un peso. Angélica se alegró por ella, aunque por otro lado se sentía inquieta. Sabía que Claudia nunca iba a poder vivir de eso, ni de la pensión miserable que recibía del Estado. Una tarde, después de darle muchas vueltas al asunto, la Vieja tomó una decisión. Hizo que Claudia se vistiera de punta en blanco, se peinara bien y se maquillara como para ir al baile. Ella también se arregló un poco, cosa de no parecer un espantapájaros, y tomadas del brazo cruzaron la ruta y se fueron para el lado de los monoblocks. Recorrieron patios y pasillos, pasaron junto a muros pintados con aerosol. Era fácil perderse en esas conejeras, no había ni un cartel indicador. En un estacionamiento Angélica preguntó por el edificio 23. Fueron a parar a un patio igual a los demás, y a un hall oscuro que apestaba a orín. En una de las puertas había una tarjeta clavada con chinches: FIDEL LÓPEZ — CERRAJERO. Casi no lo reconocieron: encorvado, canoso. Los años parecían habérsele venido encima todos juntos. Estaba vestido que daba lástima: un pantalón de corderoy grasiento, un chaleco hecho hilachas. Llevaba por lo menos tres días sin afeitarse. Una de las patillas de sus anteojos se había roto y la había pegado con cinta scotch. Su aspecto era el de un hombre vencido, alguien que ya no espera nada bueno de la vida, pero al ver a la Mudita pareció cambiar por completo. Se enderezó todo lo que pudo, se pasó la mano por el pelo, amagó a acomodarse la camisa. ¡Claudia! exclamó, y se la quedó mirando embobado. No lo podía creer. Recién después se dio cuenta de que Angélica venía con ella. Les dijo Pasen, pasen, tanto tiempo.

La sala de estar estaba dividida al medio por un mostrador. De un lado estaban instaladas las máquinas de la cerrajería, las estanterías y los muestrarios; detrás había un sillón con un siete en el respaldo, varias botellas y un pulover hecho un bollo en un rincón. De un clavo colgaba un banderín grasiento de San Lorenzo. Por la puerta de atrás se asomaban los pies de una cama deshecha. El lugar apestaba a cigarrillo, a cerveza desvanecida, y pedía a los gritos que le pasaran un plumero. Fidel pidió disculpas por el desorden. Cerró la puerta del dormitorio, hizo desaparecer las botellas. ¿Gustaban algo para tomar? ¿Café, té? Claudia estaba preciosa, y se había puesto la hebilla que él le regaló. Angélica dijo que por desgracia no tenían mucho tiempo. Habían venido nomás a hacer la copia de una llave, pero ya que estaban aprovechaban para invitarlo el domingo a almorzar. Si a él le parecía bien, claro, y no tenía nada mejor que hacer.

 

* * *

 

Fidel llegó pasado el mediodía, con una Coca de dos litros y una bandeja de masas. Esta vez estaba bien limpio y afeitado, con los mocasines brillantes y un chaleco que no le conocían. Claudia corrió a abrirle la tranquera. Mushi mushi mushi, le dijo mientras cruzaban el jardín, y le contó por señas algo que él no entendió. Alguna vez la misma Claudia le había enseñado algunos signos del lenguaje de los sordomudos, pero él ya no se acordaba de ninguno.

Las mujeres acababan de llegar de misa. Habían dejado el tuco hirviendo en mínimo desde la mañana, y ahora nomás tenían que poner los fideos un rato a hervir. Claudia revisó con curiosidad infantil el paquete que había traído el Cerrajero. Cuando vio las masas dio una palmada de entusiasmo, pero Angélica le advirtió que esas eran recién para después de comer.

Era un día soleado, pero no tan caluroso. Estaba lindo para comer en el patio, a la sombra del alero. Claudia sacó ella sola la mesa afuera. Aunque era pesada la levantó como si fuera una pluma, y sólo aceptó la ayuda del Cerrajero cuando hubo que pasarla por la puerta. Comieron los tres juntos, como en los viejos tiempos. Angélica era casi la única que hablaba. Fidel le decía Sí, claro, Mire usted, mientras maniobraba con el tenedor y los tallarines. Trataba de prestar atención a lo que la Vieja decía, pero no podía evitar que su mirada se deslizara todo el tiempo hacia Claudia. Vista así, medio de perfil y con la luz dándole en ese ángulo, la Mudita parecía propiamente una muñeca: las pestañas, la nariz, la curva de los labios... En cierto momento ella sorprendió la mirada del Cerrajero y le devolvió una sonrisa tan encantadora que Fidel sintió que el corazón se le derretía como cera.

¿Se había dado cuenta Angélica? Seguro que sí, aunque siguiera charlando como si nada. La verdad es que se lo extrañaba en el barrio, decía. Siempre tan servicial con los vecinos, tan atento. Nada que ver con el inquilino que tenían ahora. A ése lo único que le interesa es la plata. En el negocio tenía una empleada de lo más antipática, y él cuando venía apenas si saludaba. El pan que vendía dejaba bastante que desear, y encima a veces había que andarlo persiguiendo para que pagara en fecha. Fidel estuvo a punto de preguntarle si no había probado amenazarlo con la escopeta, pero no quiso quedar como un impertinente.

El reflejo del sol se fue haciendo más fuerte. En el descampado metían ruido las chicharras. Allá lejos, un carancho planeaba sobre el montecito de eucaliptus. Por la ruta los autos pasaban casi todos para el lado de Provincia. Familias que iban a pasar un día en el campo, seguramente, o a la laguna de Lobos, como indicaban las cámaras infladas sobre el techo de los coches.

Terminado el almuerzo fueron a tomar mate abajo del cerezo. Angélica se sentó en la reposera, Fidel y la Mudita sobre unas banquetas. Claudia era la encargada de cebar. Sobre una silla colocó la azucarera, el termo de Villa Carlos Paz y el paquete con las masas. En un rato se zampó tres o cuatro. Las de dulce de leche eran las que más le gustaban. Angélica tuvo que llamarle la atención, y como Claudia protestó la mandó adentro a lavar los platos.

 

* * *

 

Unas nubes aplacaron un poco el calor de la tarde. De a ratos soplaba un viento suave. Las ramas del cerezo se movieron y unos pétalos bajaron aleteando como mariposas. La Vieja levantó uno que había quedado sobre su falda y aspiró un instante el aroma. A este arbolito lo plantó mi marido cuando recién nos vinimos para acá, le dijo al Cerrajero. Queríamos alejarnos de los problemas, empezar una vida distinta... En ese tiempo Claudita tendría unos 16 ó 17 años. La tenía con ella desde los siete, prácticamente la había criado. Era una chica muy buena y dulce, nunca le había dado motivo de queja...

El barrio se preparaba para la siesta del domingo. Todo estaba más tranquilo y silencioso. Por la ruta casi no pasaban autos, y hasta las chicharras parecían haberse tomado un descanso. Como si supiera que estaban hablando de ella, Claudia volvió de la cocina y se sentó otra vez en su banqueta. Se había sacado el vestido dominguero y ahora tenía puesta una remera de entrecasa escrita en norteamericano y unos shorts. Estaba descalza, con el pelo suelto; tenía las manos todavía húmedas de lavar los platos y con un gesto de contrariedad comprobó que se le había quebrado una uña.

Muy inteligente, además, siguió diciendo la Vieja. En la escuela de sordomudos la querían muchísimo, y en la capilla del barrio también. Dijo que Claudia iba dos veces por semana al comedor de Cáritas. Armaba empanadas, ayudaba a clasificar la ropa de las donaciones, salía a vender rifas. El Cerrajero reconoció que él no era de ir mucho a la iglesia. La última vez había sido unos cinco años atrás, cuando bautizaron al nene de su hijastra. Nunca fue muy religioso, aunque respetaba a la gente que lo era. Angélica dijo que ella antes tampoco iba, pero las dificultades de la vida la habían ido acercando al Señor. Es que es así, dijo la Vieja, mientras a uno le va bien se piensa que puede hacerlo todo solo, pero es en la angustia cuando se da cuenta que no puede vivir lejos del Señor. Cuando mi marido se enfermó...

Fidel procuró no distraerse. Cada tanto intercalaba algún ¿Ah, sí? en el monólogo de la vieja, para no dejarla pagando, aunque toda su atención estaba puesta en la Mudita. No podía dejar de mirarla, de reojo al menos. Estaba hecha lo que se dice un bombón, y la remera que se había puesto le marcaba el busto de manera impresionante. Era un infarto, como dicen los pibes de ahora.

La yerba ya se fue lavando, aunque ninguno tenía ganas de seguir con el mate. Unas gallinas se acercaron a picotear debajo de las sillas. Con la vista perdida en la lejanía, Claudia se urgaba los dientes con el dedo meñique. De a ratos jugueteaba con un mechón de su pelo. Debe aburrirse como una ostra, pensó Fidel. No es para menos. ¿Qué podía sacar de bueno de la conversación de un par de vejestorios, que encima no podía entender? A pesar de tenerla ahí al lado Fidel empezó a sentir a la Mudita más lejana que nunca, y sin darse cuenta se dejó ganar por el desaliento. ¿Cómo podía haber pensado siquiera en hacerse ilusiones con ella? Ojalá nunca la hubiera vuelto a ver, pensó. Ojalá no se hubieran abierto de nuevo las heridas que tanto le habían costado... ¿No le parece, Fidel? le preguntó la Vieja y él dijo Sí, sí, claro, aunque no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.

Además yo ya estoy grande, siguió diciendo Angélica, no me queda mucho hilo en el carretel. ¿Qué voy a hacer cuando el Señor me llame a rendir cuentas? Mis hijos ya están grandes, tienen su propia vida. Yo hice todo lo que pude, para mal o para bien. Mi única preocupación, ahora, es Claudita. ¿Qué va a pasar con ella cuando yo no esté? En alguna parte tiene hermanos y hermanas más grandes, sin contar tíos y primos, pero nunca se ocuparon de ella. No serían capaces de reconocerla si se la cruzaran por la calle. ¿Quién va a hacerse cargo, entonces? Es una chica muy buena y obediente, pero no puede arreglarse sola. Le hace falta alguien que la guíe cuando yo no esté para cuidarla.

Fidel sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. ¿A dónde pensaba ir a parar? En menos de un minuto la expresión de abatimiento del Cerrajero desapareció por completo. Era todo oídos.

Si Claudia llegara a quedarse sola, Dios no permita, lo más probable era que terminara en un asilo. Angélica no quería ni pensar. Una chica como ella, en un lugar así... No señor, eso no podía pasar jamás. Claudia se merecía algo mejor. Era una chica con problemas, es verdad, pero muy despierta y sanita. Fuerte como un roble, además. Seguro iba a ser una buena madre. Los hijos no tenían por qué salirle sordomudos también.

Angélica extendió una mano hacia Claudia y le acarició el pelo. Claudia sonrió y levantó un poco los hombros, como un gato cuando le hacen cosquillas. ¿Tenía idea acaso de lo que decía la Vieja? Cansada de estar en la misma posición, la Mudita se puso de pie y se desperezó, estirando de punta a punta su abundante belleza. La remera se le levantó unos centímetros y el Cerrajero pudo ver por un momento la piel blanquísima de su espalda, cubierta de una pelusa casi imperceptible. A falta de algo mejor que hacer, Claudia se fue a jugar con la perrita, a hacerle cosquillas en la panza y a tirarle las orejas.

Lo que a ella le hace falta, dijo Angélica, es un marido. Pero no un muchacho tarambana, de estos que hoy dicen una cosa y mañana hacen otra. No, no. Ella lo que necesita es un hombre maduro, hecho y derecho, que la respete y la quiera así como es. Un hombre bueno, dijo la Vieja. Algo así no se consigue todos los días.

El Cerrajero tragó saliva y con un hilo de voz dijo que, en efecto, un hombre bueno no era tan fácil de encontrar. La Viuda se inclinó hacia él, le dio una palmada en la rodilla y le dijo: Usté es un hombre bueno.

Ya había dicho todo lo que tenía que decir. Acto seguido bostezó, dijo que estaba cansada y que se iba a un rato a recostar. Pero usted quedesé, le dijo a Fidel. Quedesé con Claudia acá charlando, haciéndole compañía. Ella necesita estar también con alguien más.

Se aburre, pobre, todo el día acá conmigo.

 

* * *

 

Por la ruta pasó zumbando un camión cisterna de La Serenísima. En un rato se nubló, como amenazando lluvia. Claudia dejó en paz a la perra y vino a sentarse en la reposera que había dejado libre Angélica. Estaba ahí, al lado suyo, como siempre la había soñado. Fidel, sin embargo, no sabía cómo encararla. ¿Cómo se charla con una chica que no habla ni escucha? Era una pena, podría haberle contado un par de chistes buenísimos. Algo había que hacer, urgente, antes de que ella empezara a aburrirse. Al Cerrajero le entraron unas ganas locas de fumar, pero se contuvo porque sabía que a ella el olor a pucho no le gustaba.

Si no podía hablarle, qué podía hacer. Agarrarle la mano, capaz, o chantarle un beso, como en las películas. Pero no quería arriesgarse a que ella lo rechazara o, peor aún, que lo mirara con asco. Estaría en todo su derecho, después de todo. A ella deberían gustarle seguro los chabones más jóvenes, con más pinta. Angélica se la había dado servida en bandeja, es verdad, pero ella ¿tenía idea lo que la Vieja había dicho un rato antes? ¿Estaba de acuerdo, lo aceptaba? Eso es lo que al Cerrajero le hubiera gustado saber.

De ratos se levantaba un poco más de viento. Volaron algunas briznas de pasto y algo de tierra; las ramas del cerezo se mecieron sobre sus cabezas. Fidel estiró los brazos y cortó delicadamente una flor. Se la colocó a Claudia en el pelo y ella, un poco sorprendida, se lo agradeció con una sonrisa. Fidel la miró a los ojos y ella bajó la vista, como avergonzada. Animado, el Cerrajero acercó un poco más su banqueta y le pasó una mano por el brazo, preguntándole con un gesto si no tenía frío. Ella dijo que no y se echó un poco para atrás. Tal vez para poner distancia le señaló a Fidel el mate y le preguntó si gustaba otro. Fidel dijo que sí, aunque la verdad no tenía ganas. El termo estaba vacío. Claudia le indicó que lo esperara y se fue adentro a buscar más agua. Fidel la observó mientras se alejaba. ¡Por Dios, qué buena estaba! Era un forro si la dejaba escapar.

Estaba una situación completamente inesperada. Si alguien, un par de días atrás, le hubiera dicho que... Hasta que las dos mujeres fueron a verlo, con la excusa de la llave, Claudia no había sido para él más que un sueño lejano, perdido para siempre. El último eslabón de su larga cadena fracasos, como dicen en los tangos. Fidel nunca había dejado de pensar en ella, y tal vez porque no tenía ni una foto suya, la imagen de Claudia se le había ido desdibujando en la memoria, terminando por convertirse en una especie de abstracción: una mirada, una sonrisa; un ángel que llenaba sus recuerdos y se amoldaba a sus más locas fantasías. Pero la Claudia que hoy estaba al lado suyo no tenía nada de irreal. Respiraba, se movía y meneaba sus rollizos encantos, invitándolo a actuar. ¿Lo invitaba, sí o no? ¿Qué era lo que ella pensaba realmente? Fidel no se explicó por qué tardaba tanto en volver de la cocina. Se puso de pie, dio un pequeño paseo por el patio. Estaba decidido a actuar, a jugarse entero y aguantarse lo que venga. No podía dilatarlo más, pero ¿y si ella lo sacaba carpiendo? Volvió a sentarse, carcomido por la ansiedad. Parecía increíble, un hombre de su edad, comportándose como un adolescente... Los años no le habían enseñado nada, por lo visto. Del cielo cayeron unas gotas aisladas pero él ni las sintió. El viento le despeinaba el flequillo. Una gallina que pasaba lo miró de perfil.

Claudia volvió finalmente. Se sentó otra vez delante suyo con el termo. Se cebó un mate, lo probó, le pasó el siguiente al Cerrajero. Fidel lo tomó muy despacio, preguntándose cuál sería su próximo movimiento. Se hacía todo tan difícil si no podía usar la parla, ese fue siempre su fuerte. Fidel le dio una enérgica chupada a la bombilla y miró a Claudia a los ojos de manera inequívoca. Ella bajó la vista otra vez, pero volvió a levantarla, y le lanzó al Cerrajero una mirada cargada de desafío. A Fidel se le cayó el mate. Parte de la yerba le salpicó el pantalón, y el resto quedó desparramado por el piso. Pero qué imbécil, dijo en voz alta, tratando de arreglar el estropicio. A Claudia le pareció divertido. Fidel sonrió, como pidiendo disculpas, y ella le dio a entender que no tenía importancia. Se quedaron quietos otra vez. En un rapto de osadía, Fidel la tomó de la mano y esta vez ella no la retiró. Con la vista clavada en el piso, la Mudita dejó que el Cerrajero se la acariciara muy despacio y le recorriera cada uno de los dedos. Ahora sí, pensó el Fidel, y arrimó un poco más su banqueta. Le pasó la otra mano por detrás de la cintura y la deslizó lentamente. Pero cuando ya estaba por rodearla Claudia se puso de pie de un salto. Fidel se echó para atrás y tragó saliva, aunque ella no parecía enojada. Nomás le hizo señas de que la esperara y corrió adentro a buscar algo.

 

* * *

 

Esta vez volvió enseguida. Traía la revista del domingo del Clarín, pero no se sentó donde estaba antes sino en la banqueta de enfrente. Puso la revista sobre sus rodillas y pasó varias hojas hasta encontrar lo que buscaba. Era una foto a doble página de una morocha en pose sugerente. Sin los lentes Fidel alcanzó a leer sólo el título: Jennifer López, la Bomba Latina. Claudia le explicó por señas que era una cantante y dibujó en el aire un cuadrado. ¿La televisión? Sí. Siempre la veía por televisión. El Cerrajero suspiró, preguntándose a qué venía todo eso. Se le hacía difícil retomar el asunto donde lo habían dejado, más ahora que se había sentado más lejos. De pronto Claudia le dijo Mushi mushi mushi, se levantó y caminó hasta la mitad del patio. Cerró los ojos, levantó los brazos y lentamente comenzó a balancearse al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. La Mudita se inclinó, dio unos pasos felinos y entró a sacudirse con unos movimientos que amenazaban con hacerle saltar en cualquier momento las costuras. Aferrado a su banqueta, Fidel no se atrevía ni a respirar. Está loca, pensó. Era un bochorno: blanca y carnosa, meneándose como una desquiciada, la imagen de Claudia no podía ser más diferente a la de la chica de la revista, a la que, por otra parte, no tenía por qué parecerse. Era  algo que daba risa aunque él, por supuesto, no se reía para nada. Está mal de la cabeza, pensó. O por áhi no. Tal vez lo que pasaba era que tenía la mente de una nena de diez años. La culpa era de él, por no haberse dado cuenta. Sí, a lo mejor era eso lo que en realidad había detrás del encanto y del aire misterioso de Claudia: un retraso mental tan evidente que sólo un imbécil como él podía haber ignorado. Todo es un error, pensó, una pérdida de tiempo. Fidel lamentó haber venido esa tarde, haberse enamorado de ella, haber nacido. La Mudita terminó su número con un salto que espantó a las gallinas y se quedó estática, con los brazos cruzados frente al pecho y la cabeza inclinada. Al fin abrió los ojos y miró a Fidel para ver qué le parecía. El Cerrajero ensayó una sonrisa para no decepcionarla.

La función había terminado. Claudia se dejó caer pesadamente sobre la reposera, tratando de recuperar el aliento. Su pecho subía y bajaba pero a Fidel ya no le pareció tan atractivo. No sabía dónde meterse. Sentía vergüenza ajena por el espectáculo que acababa de presenciar y en su confusión sólo buscaba una excusa para tomarse el buque y no volver nunca más.

La Mudita buscó el termo y le cebó otro mate. Fidel hizo un gesto negativo, tal vez un poco brusco. Claudia pareció confundida. Le preguntó con un gesto qué le pasaba pero Fidel miraba para otro lado.

Por la ruta ya empezaban a pasar de nuevo los autos, esta vez para el lado de Capital. Por un momento los dos se quedaron mirándolos, era lo único que se movía en el paisaje monótono de la llanura. Claudia también parecía abstraída en sus pensamientos, vaya a saber qué pasaba por su cabecita hueca. Era imposible saberlo, igual que con los perros. Vista así, pensó Fidel, Claudia parecía una chica como cualquier otra. Angélica le había dicho alguna vez que tenía un pequeño retraso madurativo. Era lo que pasaba con los sordomudos cuando no se les enseñaba desde chiquitos a comunicarse con el lenguaje de señas, como en el caso de ella. Enamorado como estaba, Fidel había terminado por olvidarlo, aunque ahora no sabía qué pensar.

Claudia volvió a incorporarse de un salto. Le indicó a Fidel que lo esperara y volvió a meterse en la casa. ¿Y ahora con qué pensaba descolgarse? Fidel ya no quería ser testigo de otra función lamentable, y seriamente pensó en ganar la tranquera y tomarse el palo. Sabía que no iba a hacerlo, sin embargo. No era del tipo de personas que toman decisiones osadas, o que hacen algo que pueda ofender a los demás, aún cuando le estén rompiendo las pelotas. Claudia volvió lo más contenta, con el paquete de masas: había descubierto el escondite. Se sentó, puso el paquete sobre sus rodillas y lo abrió. Le ofreció una masita a Fidel, que dijo que no quería. Trató de explicarle que no le gustaban las cosas dulces, pero se dio por vencido. Ella, por su parte, se comió un gratinado, una bombita y dos pañuelos de dulce de leche. Los saboreó muy despacio, cerrando los párpados, como si disfrutara de un placer imposible de comparar. Las aletas de la nariz le temblaban, el Cerrajero estaba tan cerca que podía contarle una a una las pecas. Sus sentimientos habían cambiado otra vez. Iba y venía de la depresión a la euforia. ¿Y qué? Era una mujer como cualquier otra, nomás un poco distinta. Fidel le acarició la sien y dejó resbalar los dedos sobre su mejilla. Cuando ella al fin abrió los ojos y lo miró de frente él exclamó ¡Dios mío, es hermosa! Ella se río, como si hubiera entendido lo que había dicho. Fidel se inclinó muy despacio hacia su boca. Un poco más, un poco más... Claudia lo dejó venir pero a último momento se echó para atrás. Hasta acá llegué, pensó el Cerrajero, ahora llama a la Vieja y me sacan a patadas en el orto. Pero la Mudita simplemente sonrió y le volvió a ofrecer una masa. ¿Es que no se daba cuenta o lo estaba provocando? Fidel naufragaba entre la duda y el deseo. Vamos, le decía ella con un gesto, una masita nomás, para darle el gusto. Fidel eligió una que no parecía tan dulce, pero al morderla el relleno salió como a presión: con razón le decían bombitas. La crema se le desparramó por los dedos y la Mudita se rió con ganas al ver el gesto de contrariedad del Cerrajero. Fidel se miraba la mano enchastrada sin saber qué hacer. Claudia le hizo señas de que se lamiera la crema pero él no quiso, y con la otra mano se puso a buscar torpemente un pañuelo en el bolsillo del lado contrario. Claudia entonces hizo algo inesperado: lo agarró de la muñeca, acercó la mano de Fidel a su boca y le pasó ella misma la lengua por los dedos. Al Cerrajero se le cortó el aliento, y sintió que iba a morirse si no le daba un beso en ese mismo instante. Tenía que contenerse, sin embargo. Era un hombre grande, sabía cómo dominar sus impulsos.

 

* * *

 

Fue una ceremonia íntima, sin muchos invitados. Claudia llevaba un traje de dos piezas color beige, sencillito y elegante. Alguien dijo que parecía una azafata. El Cerrajero tenía puesto un saco bordó que él mismo planchó la noche anterior, una corbata verde con caballitos de mar y uno de sus infaltables chalecos. A las once fue el casamiento por civil en el Registro de Cañuelas. Los testigos fueron Angélica y su hijo mayor, un hombretón de unos cuarenta y tantos años, que se había venido peinado a la gomina y con un traje azul impecable: la secretaria al principio lo confundió con el novio. Él mismo los llevó después con el Falcon de vuelta al barrio, donde el Cura de barba ofició la ceremonia religiosa. Las señoras de la iglesia le adaptaron a Claudia un vestido blanco que debió haber sido un par de talles más chico. Igual estaba lindísima, y cuando el Cura le preguntó, por medio de la intérprete, si aceptaba a Fidel por esposo para siempre, ella dijo que sí con tanto entusiasmo que al Cerrajero se le hizo un nudo en la garganta, y apenas si pudo contestar cuando le tocó el turno a él.

Los festejos tuvieron lugar en el patio de atrás de la casa. Hicieron un asadito y un par de pizzas. Hubo música pero no baile, y al final partieron la torta con los dos muñequitos. Como no alcanzaban las sillas trajeron las banquetas de lona e improvisaron unos bancos con cajones vacíos de verdura. Los hombres, casi todos, prefirieron quedarse de pie, junto a la parrilla, para ir atacando los cortes apenas iban saliendo. Un vecino medio copeteado se puso a hacer bromas acerca de la diferencia de edad entre los novios. Dijo, entre otras cosas, que el Cerrajero iba a tener que esforzarse para seguirle el tranco a su joven esposa. Fidel puso su mejor cara y trató de seguirle la corriente, porque no lo decía con mala intención, aunque se sintió aliviado cuando alguien con un poco más de tacto cambió el tema de conversación. Por supuesto que él también había pensado en eso, antes de dar el gran paso. No era un tema menor, pero qué podía hacerle. Las cosas eran así. Él la quería con locura, y al parecer ella lo quería también. Aparte que Fidel no parecía de cincuenta y cinco, todo el mundo se lo decía. Tenía sus buenas patas de gallo, es verdad, pero conservaba toda su cabellera, y no había criado semejante panza, como algunos. El problema era que Claudia, que acaba de cumplir los veintisiete, tenía una carita tan infantil que parecía una adolescente. ¿Iba a hacerse problema por eso? Si los otros eran envidiosos, peor para ellos.

Hacia las tres de la tarde los invitados comenzaron a retirarse. También Angélica. Antes de subirse al auto les pidió que no se preocuparan por ella; iba a quedarse unos días en Laferrere, en la casa del hijo, y de paso iba a aprovechar para hacer algunos trámites. La Vieja abrazó a Fidel, y a Claudia le hizo la señal de la cruz en la frente. La Mudita se quedó en la vereda diciéndole adiós con la mano hasta que el Falcon dobló por la ruta y quedó tapado por las casas.

Entraron. La casa estaba al fin tranquila y en silencio. Claudia le pidió al Cerrajero que la esperara mientras iba a cambiarse. Todo había quedado bien limpio y ordenado; unas vecinas se encargaron de lavar la vajilla y acomodar todo para no dejarle el trabajo a la joven esposa. Fidel se aflojó el nudo de la corbata y cerró la canilla de la cocina, que había quedado goteando. No se movía con comodidad en esa casa que conocía de memoria, pero que por primera vez pisaba como dueño. O casi. Angélica la había puesto unos días atrás a nombre suyo y de Claudia. Firmaron el boleto de compra-venta delante de un escribano, pagaron las comisiones y sellados. Así, cuando la Vieja muriera la casa no iba a entrar en sucesión. No tenía por qué, tampoco, ya que los hijos habían recibido su parte antes de que ella y el Tano se mudaran a Cañuelas. El trato fue que Angélica iba a quedarse ahí con ellos, en el tiempo que le quedara de vida, aunque sin molestarlos para nada. Iba a acomodarse en la piecita del fondo, la que antes había sido de Claudia y después sirvió para guardar los cachivaches.

Claudia volvió, vestida de shorts y remera, aunque no los mismos de la otra vez. Estaba descalza, y al llegar junto a Fidel puso el pie encima de una silla para mostrarle las ampollas que le habían sacado los zapatos. No parecía nerviosa para nada. ¿Tenía idea de lo que venía ahora que estaban solos? Él mismo no estaba seguro de saberlo. Nunca se había visto en una situación parecida. Su anterior mujer ya era separada cuando él la conoció, y sus otras relaciones habían sido siempre con mujeres experimentadas: cuando era soltero, con prostitutas y después, ya de viudo, con yeguas viejas de ahí del barrio, algunas ya casadas y con hijos, incluso nietos.

Afuera el barrio seguía con su actividad cotidiana. El tráfico era un poco más intenso a esa hora de la tarde, pero los ruidos llegaban amortiguados a través de las cortinas. Claudia se arrimó a la ventana y se asomó apenas, como para pizpear discretamente. Se quedó con la frente pegada al vidrio, mirando vaya a saber qué. Fidel sintió que ya había llegado el momento. Se acercó muy despacio por detrás, colocó las manos sobre los hombros de su esposa y la acarició delicadamente. Apoyó los labios contra su pelo y la abrazó un poco más. Claudia no se movió, pero su respiración se fue haciendo más marcada. El Cerrajero se inclinó para besarla en la sien, en la mejilla, fue buscando poco a poco sus labios... Pero antes de que llegara Claudia se dio vuelta hacia él y se le colgó del cuello para darle un beso y un mordisco.

 

* * *

 

Por la noche todo estaba más tranquilo. No pasaba un alma por la calle y el silencio era tal que el reloj del comedor podía oírse con toda nitidez. Claudia dormía atravesada sobre la cama de dos plazas, despatarrada y serena. En la cocina, frente a la ventana que daba al descampado, Fidel fumaba. Daba una pitada tras otra, y cuando se le terminaba un cigarrillo prendía otro con la colilla del anterior.

Claudia no era virgen. Nunca lo hubiera pensado, pero sí. Fue ella la que tomó la iniciativa, algo sorprendida por los escrúpulos del Cerrajero, y se descolgó de entrada con un montón de herejías que él ni se hubiera imaginado. Cosas que Fidel se había propuesto enseñarle muy de a poco, con el correr del tiempo, preguntándose incluso si eran cosas que uno podía hacer con su legítima esposa.

Por la ruta pasaba cada tanto algún un auto solitario, un 88 vacío o algún camión de hacienda hacia el mercado de Liniers. Fidel miraba las lucecitas rojas alejándose hasta la curva y perdiéndose detrás del montecito de eucaliptus. Todavía no terminaba de reponerse. Fue tremendo. En la penumbra de la habitación, con las cortinas filtrando el sol de la media tarde, Fidel escuchó por primera vez el Mushi mushi desatado de la Mudita, un canto ronco y profundo que lo escandalizó y lo puso a mil al mismo tiempo. Era demasiado. Por un momento tuvo miedo que vinieran a quejarse los vecinos. Fue una suerte que estuvieran en una casa de verdad y no en su departamento de los monoblocks, donde las paredes eran tan finitas.

El cigarrillo casi se había terminado. Fidel lo apagó bien antes de tirarlo a la basura y prender otro. Se pasó una mano por el pelo y se rascó, todavía incrédulo. La culpa era de él. ¿Por qué había estado tan seguro de que Claudia nunca había estado con nadie antes de conocerlo? En las pocas semanas que duró el noviazgo ni se le ocurrió pasarse de la raya. Se comportó como un novio ejemplar, apenas uno que otro toquecito cuando se despedían. Fidel había imaginado su primer encuentro con la Mudita como algo único, inolvidable. Y así fue, en cierto modo.

La puerta del dormitorio se abrió. Claudia salió medio dormida, restregándose las lagañas. Pasó en patas para el baño y cerró la puerta. No lo había visto a Fidel, que seguía fumando junto a la ventana, con la luz apagada. Quién lo hubiera creído, con esa carita de inocente... El Cerrajero dio otra pitada y meneó la cabeza. Ya no podía estar seguro de nada. No es que estuviera arrepentido, pero al menos le hubiera gustado saber. Es verdad que nunca se lo preguntó cuando estaban de novios. Ni se le pasó por la cabeza, aunque con unas pocas señas hubiera alcanzado. ¡A esas señas las sabía cualquiera!

En el baño se oyó correr el agua y después el clic de la llave. Claudia apareció de nuevo en el comedor y en la oscuridad vio brillar la brasa del pucho. Con un gesto le preguntó a Fidel qué estaba haciendo ahí. Le sacó el cigarrillo de la boca y lo apagó en la pileta. Después tomó al Cerrajero de la mano y se lo llevó otra vez para la pieza.

 

* * *

 

Angélica tardó una semana en volver. Justo siete días. Ya tenían su habitación preparada. Sacaron afuera los cacharros, limpiaron bien a fondo. Claudia la pintó de arriba a abajo y cosió unas cortinas nuevas para la ventana. Fidel cambió un vidrio que estaba partido y pegado con cinta de empaque, colocó burletes de goma-espuma para evitar el chiflete e instaló un calefactor de tiro balanceado.

A la Viuda le encantaron los cambios. No esperaba que quedara tan bien. Sin embargo, después de charlarlo un poco con el Cerrajero, quedaron en que era mejor que ella siguiera durmiendo en la pieza grande con Claudia, igual que antes. De esa manera, dijo Fidel, Claudia podía atenderla si llegaba a descomponerse durante la noche, o si le hacía falta algo. El Cerrajero dijo que no tenía problemas en instalarse él en el cuartito de atrás, y hasta lo prefería. Le contó que la Mudita daba muchas vueltas en dormida y lo molía a patadas, y él cuando se despertaba ya no podía volver a dormirse. Aparte que era muy friolento y a Claudia le gustaba dormir destapada, con el calefactor en mínimo. A Angélica le extrañó, pero no dijo nada. Si a ellos les parecía bien así...

No traía muy buena cara. Parecía más delgada que antes, e incluso más pálida. El médico le había recetado unos medicamentos nuevos, sin sacarle los que ya venía tomando. En una hoja tenía todo anotado: dos pastillas por la mañana, otra al mediodía, tres más antes de acostarse. Gotas, supositorios, comprimidos sublinguales. Dos veces al día por lo menos tenía que tomarse la presión e ir variando las dosis.

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