Claudia

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Claudia

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Se acercaban las elecciones presidenciales y el clima político se ponía cada vez más caldeado. Los partidos de la oposición se habían unido y llevaban ventaja en las encuestas. Durante la campaña prometían terminar con la corrupción, la marginalidad y el desempleo. Fidel seguía interesándose en las noticias, por supuesto, aunque no tanto como antes. No tenía tiempo. Había tantas cosas por hacer: terminar de mudarse, poner el departamento en venta, trasladar la cerrajería. Eso fue lo que más tiempo le llevó. El local seguía alquilado al panadero, así que Fidel instaló su negocio en la parte de adelante del comedor, junto a la puerta de entrada, y construyó un tabique de machimbre para separarlo del resto de la casa. Armó un mostrador chiquito sobre el que puso las copiadoras de llaves y la piedra circular. Sobre las paredes colocó muestrarios de llaves, cerraduras, picaportes, burletes, trabas. Eso sin contar otros artículos no del todo relacionados con su oficio, como regadores de plástico, pegamentos, herramientas Made in China, tramperas para lauchas... Todo en un espacio reducido pero rigurosamente ordenado. En el alambrado que daba a la calle colocó un cartel que decía Cerrajería - Llaves en el Acto que él mismo pintó. Durante el horario de atención al público dejaba la tranquera abierta, los clientes nomás tenían que cruzar el jardín y tocar el timbre. La perra, que había quedado con la cadena más corta, los anunciaba casi siempre antes de que llegaran. Adentro no cabían más de dos personas a la vez, tres como mucho, aunque casi nunca venían tantos al mismo tiempo. Fidel escribió con fibrón carteles que decían TRABAJOS A DOMICILIO, CUIDADO CON EL ESCALÓN, SU PREGUNTA NO MOLESTA. Apenas abrió cayeron unos inspectores a decir que el lugar no cumplía con las medidas mínimas del código de planificación, y hubo que tirarles un cincuenta para que se dejaran de joder.

 

* * *

 

Las condiciones estaban lejos de ser las ideales, aunque en el fondo eran cosas sin importancia. A fin de cuentas, si se ponía a reflexionar, el Cerrajero tenía que admitir que estaba muy satisfecho de cómo había salido todo. Se sentía mejor que nunca. Sus dolores de cintura habían desaparecido, igual que los calambres que a veces le agarraban en las piernas. Se olvidó del imsomnio, de las migrañas y de sus viejos amigotes, Martinotti y Domínguez. Ya no tenían mucho que decirse. A Fidel ya no le interesaba hablar de los achaques, ni de lo mal que estaba todo, y temas como el fútbol o la política habían perdido toda importancia para él. Ni siquiera estaba seguro del lugar que ocupaba San Lorenzo en la tabla posiciones del campeonato local.

Superado el período de acostumbramiento, en el que ninguno de los tres sabía muy bien qué hacer para no molestar a los demás, todo empezó a marchar a las mil maravillas.

Al menos para Fidel. La mujeres lo atendían a cuerpo de rey. ¿Las tostadas estaban bien así o le gustaban más sequitas? ¿Prefería más café que leche o más leche que café? Angélica le enseñaba a la Mudita a preparar las comidas preferidas del Cerrajero, a hacer los choclos como a él le gustaban. Pero no era entrometida, y cuando le parecía que el matrimonio necesitaba intimidad se borraba del mapa. Se iba a recostar un rato a su pieza o de visita a algún lado.

Por propia iniciativa Claudia empezó a ayudar a su marido en la cerrajería. Aprendió a desarmar y acondicionar cerraduras, a cambiar combinaciones, a dar vuelta los pestillos según la puerta cerrara a la izquierda o a la derecha. No tenía nada de tonta. Le tomó la mano enseguida al copiado de llaves, que no era algo tan fácil como parecía: había que elegir sin equivocarse el perfil adecuado entre cincuenta y pico de modelos, colocarlo en la copiadora del lado correcto; después tallar bien la llave, darle los últimos toques con la lima y el cepillo. Lo que más gustaba a la Mudita era atender en el mostrador. Era muy amable con la gente, y una gran vendedora además. Al contrario de Fidel, que perdía la paciencia enseguida cuando un cliente no se decidía, ella le explicaba —a su manera, por supuesto— la ventaja de cada artículo, y casi siempre terminaba vendiéndoles más cosas de las que venían a buscar. La Mudita prefería arreglarse ella sola en el mostrador, sin recurrir a su marido más que cuando era imprescindible: cuando un trabajo era muy complicado para ella, o un cliente demasiado obtuso para entender lo que le quería decir.

El entusiasmo de Claudia por su nuevo oficio le vino al pelo a Fidel, que de esta manera podía salir a hacer trabajos a domicilio o ir a hacer algún trámite sin necesidad de estar clavado todo el día en el mostrador. Y lo mejor era que esa actividad la mantenía ocupada, tranquila y en casa. Al Cerrajero no le gustaba nada la idea de que su esposa agarrara la calle y él no le viera el pelo en todo el día. Que tuviera otros intereses y se juntara con gente que él no conocía. A veces sucedía que Fidel se iba adentro a hacer algo y la dejaba a Claudia atendiendo, pero en cuanto entraba alguien él se pegaba una corrida hasta el tabique y espiaba por el aujerito a ver quién era. Si se trataba de una mujer o algún viejito no pasaba nada. Pero si el cliente resultaba ser un chabón joven o medio pintón Fidel largaba todo y enseguida intervenía; le inventaba a Claudia algo que hacer adentro y se ponía él mismo a atender al galán.

No se le iba de la cabeza el chasco que se había llevado con su esposa la noche de bodas. O la tarde, mejor dicho. Constantemente le daba vueltas al asunto. ¿Con quién había aprendido Claudia todas esas cosas que sabía? ¿Cuándo había sido, y dónde: acá en Cañuelas, o cuando todavía vivía entre esos negros mafiosos de Laferrere? Si era así tenía que haber empezado de bien chica. Pero con quién, ése era el asunto. Podía haber sido un amigo de la familia, o un vecino... Era fácil, cualquiera podía hacerlo con una muda. Total, ella no iba a decir nada. Pudo haber sido con alguien de la casa, incluso. ¿Por qué no? Los hijos de la Vieja seguro le habían dado una pasada también. Fidel se acordaba del grandote del Falcon y rechinaba los dientes. Hijo de mil puta, degenerado. Venir a aprovecharse... Aunque, pensándolo bien, Claudia no se comportaba como una mina que de chica hubiera sido violada o abusada sexualmente. Todo lo contrario. Parecía conocer el lado bueno del asunto, haberlo disfrutado en cantidad y forma. Pero con quién, eso era realmente lo importante. ¿No habría sido con alguien de acá del barrio? ¿Lo veía ella todavía? Eso era lo que al Cerrajero le hubiera gustado saber.

 

* * *

 

No es que pensara en eso todo el tiempo. Había días que ni se acordaba, pero a veces sí. Entraba a darse manija y se ponía serio, con la mirada ausente, se olvidaba dónde estaba y lo que estaba haciendo. Cuando Claudia lo veía así se acercaba y lo tomaba de la mano. Le hacía algún mimo, le preguntaba por qué tenía esa cara. ¿Había discutido con algún cliente? ¿Se le había perdido plata? No, decía Fidel. ¿Era por ella, entonces? ¿Había hecho mal algo? Él decía que no pasaba nada y hacía un gesto restándole importancia al asunto. Pero Claudia no le creía. Se ponía una mano en el pecho y le explicaba que si él estaba triste, ella estaba triste también. Eso bastaba para que el Cerrajero se olvidara de todos sus recelos. En el fondo tenía que reconocer que su esposa no le daba ningún motivo de queja. Se comportaba de manera muy decente y correcta. Le hacía caso en todo, y casi nunca salía de la casa si no era con él o con la Vieja.

Estaba cada día más hermosa, la Mudita. Daba gusto verla. Sus facciones se habían afinado, y aunque seguían gustándole los chupetines bolita y se había teñido el pelo igual a Jennifer López, su apariencia era ahora la de una mujer hecha y derecha, más madura y más completa. Pasado el frenesí de los primeros tiempos, sus relaciones con Fidel fueron haciéndose más armoniosas y profundas; se encontraban casi siempre en la pieza de él, a la hora de la siesta, que era cuando el Cerrajero estaba más descansado y podía responder mejor a las exigencias de su esposa. Se hubieran sorprendido, esa manga de tarados, que el día de la boda se miraban y se hacían sonrisitas, si supieran lo que era capaz de hacer con una mujer casi treinta años más joven. Si se lo hubiera contado a alguno de sus amigos lo hubieran tomado por un versero, y sin embargo... A él mismo le costaba creerlo, a veces. Nunca le había pasado algo así. A su anterior mujer, que en paz descanse, siempre le dolía algo: si no era la cabeza era la espalda, el pie o el dedo gordo. Siempre estaba cansada, aunque no hiciera un carajo en todo el día, y cuando al fin se dignaba a darle el gusto parecía estar con la cabeza en otra parte. Miraba el techo y resoplaba, como esperando que todo terminara cuanto antes. Con Claudia era muy distinto. Ella siempre estaba dispuesta, aunque la despertara en mitad de la noche, y bastaban unas pocas caricias para ponerla a mil.

Hacían un montón de cosas juntos. Cocinaban, miraban los partidos. Algunos domingos iban a pescar a la laguna de Lobos, o se empilchaban bien y se iban a dar una vuelta por la Capital. Nunca podían ir muy lejos porque no podían dejar a Angélica sola mucho tiempo. Pero planeaban hacer un viaje, algún día, ir de luna de miel a Bariloche, a Salta o a las Cataratas. Se llevaban muy bien, pero no siempre coincidían en todo. Fidel era muy métodico, le gustaba tener todo en su sitio y no podía comprender por qué Claudia cambiaba siempre de lugar los muebles, o por qué renovaba unas cortinas que estaban bien así. Ahora que tenía a su disposición las herramientas de su marido, la Mudita se animaba a ir cada vez más lejos en sus innovaciones. Armó una estantería nueva con caños estructurales, pintó un falso vitraux para la ventanita del baño, y en la cocina colocó una guarda de azulejos iguales a los que tenía en su casa Araceli González. Claudia no tenía miedo de ensuciarse las manos, y cuando no sabía cómo hacer algo le pedía a su marido que le enseñe. Fidel accedía, no siempre de buena gana. Él era así: práctico, pero sin el menor sentido de la estética. Bastaba ver cómo estaba vestido. Aunque gracias a Claudia eso fue cambiando también, empezando por esos antejos que usaba, gruesos y cuadrados como dos televisores. Claudia insistió en que se hiciera unos nuevos, sin marco, como los que usaba una profesora suya en la escuela de sordomudos. También le hizo cambiar sus camisas a cuadros por otras de corte más moderno, los pantalones de corderoy por unos Wrangler prelavados y los mocasines marrones por unos zapatos náuticos Fila. Claudia se encargó de hacerle desaparecer las deplorables medias a rombos y le compró un cinturón Charro igual al que usaba Tinelli. Con lo único que no tuvo suerte fue con los chalecos. Eran como una segunda piel para el Cerrajero, y no hubo forma de hacérselos dejar. Fidel no se acostumbraba a los pulóveres, decía que las mangas le molestaban, no lo dejaban moverse bien. Para remediarlo, al menos en parte, Claudia le pidió a Angélica que le enseñara a tejerle unos chalecos nuevos, que fueran un poco más discretos o que por lo menos combinaran con el resto de su atuendo.

Ni su madre lo hubiera reconocido a Fidel cuando ya llevaban un año de casados. Todos esos cambios, por supuesto, fueron dándose de forma gradual. Claudia nunca se hubiera atrevido a darle una orden directa; más bien le hacía una sugerencia, así al pasar, como si se tratara algo sin la menor importancia. Más tarde volvía a decírselo. Le buscaba la vuelta, insistía y rompía las pelotas hasta que se salía con la suya. Terminaba ganándole por cansancio, o lo ponía delante del hecho consumado, cuando él ya no podía hacer nada al respecto. En ese sentido era igual de hinchapelotas que cualquier mujer. El Cerrajero al final tenía que ceder para no alterar la paz del hogar, y se quedaba masticando bronca un buen rato, aunque a veces tenía que reconocer que era ella la que tenía la razón. Después de todo no eran cosas tan importantes y, si se ponía a pensar, no era tanto lo que hacía falta para tenerla contenta. Él también era feliz, tal vez por primera vez en su vida. Tenía una compañera que lo quería y estaba otra vez lleno de esperanzas y proyectos. Aunque no se olvidaba de la edad que tenía, Fidel se sentía otra vez como si fuera un muchacho: alguien que todavía puede ver el futuro como un lugar lleno de promesas, alguien a quien las malas experiencias de la vida aún no lo han hecho escarmentar.

 

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Sólo una cosa le faltaba al Cerrajero para ser completamente feliz: un hijo. O no para ser feliz, pero sí para darle a su vida cierto equilibrio, o lo que sea que un hombre busca cuando quiere formar una familia. Durante su primer matrimonio Fidel había llegado a convencerse de que no necesitaba tener hijos. Su mujer ya tenía una nena de su pareja anterior y no quería ni hablar del asunto. Con los años Fidel terminó por aceptarlo, aunque ahora pensaba diferente, y se le caía la baba cada vez que las señoras del barrio venían al negocio con los bebés. Fidel les hacía cosquillas en la papada, les regalaba caramelos. No veía la hora de tener él también un mocosito dando vueltas por la casa, aprendiendo todos los días una monería distinta. Pero los meses pasaban y Claudia no quedaba embarazada. Cada vez que tenía su período el Cerrajero se inquietaba, y un presentimiento daba vueltas sobre su cabeza como un buitre. Sería cómico que, después de guardarle rencor durante tantos años a su primera mujer, resultara que no hubieran podido tener hijos por más que ella hubiese accedido. El Cerrajero se preguntaba si de chico no había tenido una de esas enfermedades que lo dejan a uno estéril. No lo sabía, ni tenía a quien preguntarle.

La única manera de despejar dudas era ir a que lo revisara un médico. Le costó decidirse. Ya había visto en el Discovery Channel cómo se hacían esos estudios y le parecía humillante tener que pasar por todo eso. Contar sus intimidades a gente que no conocía, hacerse la puñeta en un frasco, dejar que vieran en un microscopio si tenía o no los bichitos que hacían falta para fabricar los pibes. Todo para que después el médico viniera y le dijera Mire, mi amigo, lo lamento pero usté es un inútil...

Finalmente se animó. Los exámenes resultaron ser menos traumáticos de lo esperado, y revelaron que no tenía ningún problema para procrear. Quedaba entonces Claudia. ¿Cómo era posible? Una chica como ella, tan sana y fuerte... Una tarde le pidió que se cambiara para ir al Centro. ¿Al centro de Cañuelas? No, a Buenos Aires. Claudia se puso loca de contenta. Le encantaba ir a la Capital; ver el tráfico y la gente, tomar el subte. Una sola consulta fue suficiente. Fidel se quedó en la sala de espera, hojeando una revista, mientras el médico revisaba a su esposa. Al rato salió y pidió hablar a solas con él. Esta chica no puede tener hijos, le dijo, tiene las trompas ligadas. ¿Las qué? preguntó el Cerrajero. Sí, le dijo el médico, está esterilizada, por lo visto desde hace varios años. ¿Es que no se había dado cuenta? ¿Nunca nadie se lo dijo?

Después de la consulta Claudia quiso ir a mirar vidrieras por el centro, a pasear por los shoppings y a comer a un Mac Donalds. Fidel se dejó arrastrar sin ofrecer resistencia. Seguía aturdido todavía por las palabras del matasanos, que le había hablado como si él fuera una especie de degenerado. A las doce de la noche tomaron el 88 en Plaza Miserere y viajaron en uno de los últimos asientos. Claudia se durmió enseguida, recostada contra él. Llegaron casi a las dos de la mañana. Angélica los esperaba despierta, con cara de asustada. Parecía más débil y enferma, pero el Cerrajero no se dejó conmover. Ni siquiera le contestó el saludo, y después de dejar a Claudia dio media vuelta y se fue. No quería decir ni una palabra. Sabía que si abría la boca iba a ser para problemas. Vieja de mierda, pensó, vieja puta. Si por lo menos le hubiera avisado, si le hubiera dicho alguna vez... Él no se habría hecho tantas ilusiones como se hizo, y de paso se hubiera ahorrado un montón de plata y de tiempo. Sin contar que lo hizo quedar como un boludo.

 

* * *

 

Pasó la noche fumando y dando vueltas. Cuanto más lo pensaba, más bronca le daba. Una muchacha joven, sana y fuerte como un roble... Eso fue lo que la Vieja le dijo aquella vez, Seguro va a ser una buena madre. Lo engrupió bien engrupido. Quién sabe cuánto hace que venía usando a la Mudita para conseguir lo que quería de la gente. De los hombres, sobre todo. Total, ya había tomado todas las precauciones para no tener inconvenientes.

No quería volver, no todavía. Si veía a la Vieja, así como estaba, era capaz de cualquier cosa. Capaz que terminaba preso.

Cruzó la ruta y pateó sin rumbo por calles por las que casi nunca iba, haciendo ladrar a los perros de las casas. Sin proponérselo llegó a su antiguo barrio y se internó por los laberintos de los monoblocks. Sólo por costumbre entró en el hall del edificio 23. El departamento aún estaba en venta y Fidel conservaba en su llavero una copia de la puerta principal. Tuvo que reconocerla al tacto, porque en el hall no había ni una sola lámpara sana. Acertó al fin y metió la llave en la cerradura, pero en el momento de hacerla girar le vinieron a la mente una sarta de recuerdos. Detalles ya olvidados de lo que había sido su vida antes de casarse con Claudia. Una vida vacía y sin sentido, sin esperanza y sin amor.

Un olor nauseabundo, como a cloaca, lo tomó por asalto apenas entró. Como la electricidad estaba cortada tuvo que caminar hasta el baño tanteando las paredes y alumbrándose con el encendedor. Tiró de la cadena para llenar nuevamente el sifón del inodoro, y el ruido de la descarga se multiplicó en el departamento vacío. Volvió al comedor. El lugar parecía otro sin los muebles, le costaba reconocerlo. Por una rendija en los postigos espió lo que durante tantos años había sido su paisaje de todos los días: el patio rectangular, las paredes descascaradas, los yuyos y la mugre acumulada en los rincones. A pesar de su decepción y su bronca, Fidel no podía dejar de reconocer que había recorrido un largo camino desde que dejó ese agujero repugnante. Sí, casarse con Claudia había sido lo mejor, lo único bueno que le había pasado en la vida.

La colilla le quemaba los dedos. Fidel la dejó caer y la aplastó bajo la suela del zapato náutico. Ni siquiera sabía qué estaba haciendo ahí, y por qué no se iba de inmediato. Estaba por salir cuando algo lo detuvo: un murmullo confuso, unos ruidos. Esperó. En el hall empezaron a oírse de pronto voces y risotadas. Por la mirilla no alcanzaba a ver gran cosa, pero daba la impresión de que los guachos de la patota se habían adueñado del primer tramo de la escalera. Miró la hora: cinco menos cuarto, por eso tenía tanto sueño. Fidel reflexionó. Capaz que, tirándoles un peaje, lo dejaban pasar sin problemas. A algunos pibes los conocía de chiquitos. El griterío seguía, cada vez más fuerte. De uno de los pisos de arriba una mujer salió y les dijo que se dejaran de joder. Los pendejos la putearon de arriba abajo y amenazaron con cagarla a cuetazos. No, pensó Fidel. Mejor no arriesgarse y esperar a que se fueran, si no quería volver a casa con un agujero de más en el chaleco.

El olor fétido del baño se hizo más débil y el departamento fue recuperando de a poco su olor rancio habitual. Un aroma extraño que impregnaba las paredes desde que compraron el lugar, un tufo que el Cerrajero nunca pudo identificar ni hacer desaparecer por completo. Sin hacer el menor ruido, Fidel se sentó sobre las baldosas heladas y prendió otro cigarrillo. Decidió a armarse de paciencia, tarde o temprano iban a tener que irse. Fidel se quedó dormido y cuando abrió los ojos no sabía donde estaba. Los primeros resplandores del amanecer se colaban por las rendijas. El Cerrajero reconoció el techo y las paredes de su viejo departamento y por un momento temió que todo hubiese sido un sueño. Tuvo miedo de no haber dejado nunca ese lugar, de no haber vuelto jamás a ver a Claudia, de no ser su esposo y no haberla besado aquella tarde bajo las ramas del cerezo.

Se puso de pie como pudo, apoyándose en la pared. Estaba entumecido y le dolía hasta el último hueso. Ya no había más ruido afuera, aunque Fidel igual espió por la mirilla. Salió al fin, echó llave y se fue sin perder un minuto. En el estacionamiento saludó a un antiguo vecino que salía para el trabajo. Con la luz del nuevo día pudo ver todo con más claridad. Después de todo, pensó, para qué quería un hijo si ya tenía a Claudia, que era a la vez una esposa y una hija para él.

Cansado y maloliente llegó a la casa de la calle Pío XII, justo cuando el sol empezaba a salir. Se sintió como cuando era muchacho y volvía de alguna milonga, sólo que esta vez era mejor porque alguien lo esperaba. Para no hacer ruido prefirió usar la puerta de atrás. Pegó la vuelta hasta el patio y se sorprendió al ver a Claudia ya despierta, tirándole maíz a las gallinas. La Mudita estaba de espaldas y no se dio cuenta hasta el último momento. Vaya a saber lo que se había pensado, porque apenas vio a Fidel soltó el tacho y se le tiró encima. Lo abrazó muy, muy fuerte, como si acabara de recuperarlo después de quién sabe qué peligros.

 

* * *

 

Las elecciones generales fueron en Octubre, y en Diciembre asumieron las nuevas autoridades. Había muchas expectativas, pero el cambio de gobierno no produjo ningún cambio en la situación del país. La economía seguía en picada, crecía el desempleo y la delincuencia. El tono profético de los discursos de campaña fue reemplazado de un día para el otro por un elogio a la moderación. Se culpaba al gobierno anterior por todos los males y se pedía tiempo para arreglar los problemas. Al terminar el verano la salud de Angélica se volvió a deteriorar. Se puso más flaca todavía. Una noche sufrió una descompensación y tuvieron que salir corriendo al Posadas en el remís de Aldo. Otra vuelta se desmayó y al caer se hizo un tajo en la frente contra el borde de la mesada: otra vez al hospital. Quedó internada un par de semanas, y al volver ya estaba mejor. De nuevo podía caminar sin ayuda y hacer las cosas de la casa. Pero Domínguez, el amigote de Fidel, le contó al Cerrajero que una hermana suya había tenido exactamente los mismos síntomas que Angélica. Le habían hecho el mismo tratamiento y todo, y aunque al principio también se había mejorado, al tiempo se cagó muriendo igual.

Fidel no podía decir que lo lamentara. Cada uno tenía lo que se merecía, y la Vieja se merecía eso y mucho más. Sí señor, por haberle jugado sucio y burlarse de él. Casi podía decir que se sentía satisfecho, si no fuera porque la veía sufrir tanto a su mujer. Claudia se pasaba el día llorando por los rincones, cada vez que la Vieja se descomponía. No comía, empezó a adelgazar ella también. El Cerrajero no podía censurarla por eso. Después de todo Angélica había sido una madre para ella, para mal o para bien. Una noche, cuando volvieron de internarla por tercera o cuarta vez, Claudia, en el colmo de la desesperación, le pidió al Cerrajero que hiciera algo, cualquier cosa con tal que la Vieja no se muriera. Era absurdo, ¿qué podía hacer él? No era como arreglar el cuerito de una canilla o una lámpara que no prende. Sin embargo se puso a averiguar y fue a parar a una clínica donde le dieron esperanzas. El director en persona lo atendió y le dijo que justamente ellos estaban aplicando un tratamiento nuevo que estaba dando muy buenos resultados en Europa. No era nada barato, eso sí, y como Angélica no tenía obra social... ¿Ustedes disponen de fondos como para algo así? Fidel pensó en su departamento. No era gran cosa, pero... Le pidió unos días para pensarlo y el médico le dijo Está bien, pero no se demore mucho. En un caso como éste los minutos cuentan.

Esa noche se la pasó despierto, dándole vueltas y más vueltas al asunto. Sólo él sabía lo que el médico había dicho, y si se hacía el boludo y no decía nada... Había que pensarlo bien. Le había costado tanto tener su techo propio... Al día siguiente se puso en contacto con la inmobiliaria, rebajó escandalosamente el precio del departamento y esa misma semana lo vendió. La misma agencia se lo compró. Si serán bichos... A Fidel se le partía el alma cuando tuvo que firmar los papeles, pero se consoló pensando que lo hacía por Claudia. Por ella nada más.

Sacaron a la Vieja del hospital y la llevaron a la clínica. Su médico de cabecera dijo que era una locura, que mejor la dejaran donde estaba, pero para entonces ya habían arreglado todos los detalles del traslado y habían hecho el primer depósito. Con lo que sobró de la venta del inmueble Fidel se puso en campaña para terminar el otro local del frente, el que el finado Antonio había dejado por la mitad. Al Cerrajero no le gustaba seguir recibiendo gente adentro de la casa. Era peligroso. En el barrio había cada día más afanos, los chorros estaban cada vez más falopeados y violentos. Cada vez que venía alguien que no conocía Fidel no lo hacía pasar, lo atendía nomás por la ventana. Aunque eso tampoco era una garantía, porque si el tipo le ponía un chumbo en la cabeza y le decía que le abriera... Fidel tenía miedo, sobre todo por Claudia.

Para hacer la obra, sin embargo, el Cerrajero se propuso hacer las cosas bien desde el principio. Detestaba la manera de construir del Tano Antonio, empezando por la casa donde ahora vivía: una construcción hecha a la bartola, en la que las llaves de luz quedaban siempre a trasmano, donde se colaba por todos lados el chiflete y, cuando uno abría una canilla, dejaba de salir agua por las demás. Para no caer en las mismas chapuzas Fidel encargó los planos a un maestro mayor de obras, que también debía ocuparse de la dirección técnica. No era mucho lo que faltaba, porque las paredes ya estaban levantadas casi hasta arriba. Sólo había que poner un par de hiladas de ladrillos, revocar, colocar el techo y las instalaciones... Eso no impidió que tuviera problemas desde el principio, porque una de las paredes se pasaba veinte centímetros del retiro establecido en el Código Municipal: había que tirarla y hacerla de nuevo. Un techo de viguetas no le pareció suficiente al Maestro, que le calculó una losa bien cargada y gruesa como un puente. ¿Hará falta tanto? Sí, sí, porque ésta es una zona de tornados. En fierros y cemento nomás se le fue la mitad del presupuesto. Más tarde tuvo problemas con el contratista, que cobró por adelantado y se fue a terminar una obra en otra parte, y con los albañiles, que venían cuando se les daba la gana y hacían todo al revés, o aparecían borrachos y se negaban a recibir órdenes.

Un gasista matriculado se encargó de la instalación del gas, un plomero del agua y las cloacas. Un electricista le diseñó una instalación a prueba de fallas. Llaves de paso por todas partes, cañerías Hidro-3, tomacorrientes de seguridad... Todo era gastos y más gastos. Fidel había pensado inaugurar para antes de las fiestas, e invertir el sobrante en mercadería. Tarde tuvo que reconocer que para llevar adelante el proyecto le hubiera hecho falta la energía insensata del Tano, que le daba para adelante sin fijarse en los detalles. En efecto, lo que al finado Antonio le hubiera llevado como mucho veinte días de trabajo y dos o tres obreros, a Fidel no le alcanzó con tres meses y una tonelada de plata. Sin contar que el inútil del electricista dejó mal puestos los caños, y Fidel tuvo que encargarse él mismo de picar el hormigón y arreglar el desastre.

 

* * *

 

La puerta que daba a la sala de espera se abrió y salió una de las enfermeras, la que tenía el pelo pintado de amarillo. El hijo de Angélica le preguntó si había novedades pero la enfermera le dijo que mejor hablara con el doctor.

Hacía ya varios días que estaba internada. El tratamiento en la clínica no había dado resultado, y cuando la cosa se puso fulera la metieron en una ambulancia y la fletaron de nuevo para el hospital. ¿Vieron? les dijo el médico de cabecera, les dije que no se podía hacer más nada. Esta vez la mandaron a una sala más grande, repleta de camas, donde iban a parar todos los que ya estaban forfai. Cada vez que iban a verla alguien de una cama cercana se había muerto y lo habían reemplazado por otro. En cualquier momento le tocaba el turno a ella.

El horario de visita había terminado, pero a ellos los dejaron quedarse en la sala de espera un poco más. Estaban los dos hijos de Angélica y la mujer del mayor con los chicos; una sobrina nieta que vivía en Aldo Bonzi y una vecina de Cañuelas. A último momento se sumó a la partida la hermana menor de Angélica, una veterana llegada hacía poco de Santa Fe. Todos iban y venían por el pasillo, hablaban en voz baja, opinaban acerca del sepelio. ¿Convenía velarla en una cochería o en la casa de Laferrere? Llevarla hasta Cañuelas quedaba descartado, el traslado iba a salirles un ojo de la cara. El que llevaba la voz cantante era el hijo menor de Angélica, que había manejado seis meses el furgón de una funeraria y parecía conocer todos los secretos del oficio. Solita en un rincón, Claudia rezaba. Murmuraba muy bajito Mushi mushi mushi y pasaba las cuentas del rosario. El Cerrajero también se mantenía aparte. Nunca había hecho migas con la familia de la Vieja y no tenía ganas de empezar ahora. ¿Qué habían hecho por ella todo ese tiempo? ¿La habían atendido alguna vez, se habían ocupado? Cuando hizo falta plata para los tratamientos tuvo que ponerla él. ¿Quién la traía al hospital cada vez que se descomponía, quién la acompañaba a todas partes, quién garpaba el remís?

Ahora habían sacado una nueva moda: no dejaban fumar en los hospitales, ni siquiera en la sala de espera. Algunos se hacían los boludos y daban unas pitadas cuando no los veían, pero al Cerrajero no le gustaba transgredir las reglas, y cuando no aguantó más bajó los tres tramos de escalera y salió a fumar afuera. Ya casi no llovía. Aunque aún era de día los autos tenían casi todos las luces prendidas, y el reflejo de los faros sobre el asfalto mojado dejaba una sensación de tristeza difícil de explicar. Hacía un frío insólito para esa época del año. Fidel se levantó el cierre de la campera bien arriba, lamentó no haber traído la bufanda. Un Volkswagen gris paró frente al hospital. Del lado del acompañante bajó una mujer de unos cuarenta y pico de años, que subió las escaleras corriendo. Iba llorando, con el maquillaje corrido. Fidel pudo verla cuando pasó al lado suyo. No le llamó la atención. En un hospital se ve todo el tiempo gente así. Estaba cansado, con ganas de que todo terminara de una vez. Ya llevaba mucho tiempo yendo y viniendo con este asunto de la Vieja, descuidando sus ocupaciones, atendiendo el negocio en horario reducido. No tenía remordimientos. Había hecho todo lo que estaba a su alcance, y más también, teniendo en cuenta que Angélica se había portado tan mal con él. ¿Para qué lo había hecho ilusionar de esa manera? Se lo hubiera dicho derecho viejo y chau. No sólo lo había perjudicado a él, también a Claudita. Ella también soñaba con tener un bebé, le encantaban los nenitos. Tiempo atrás vino la hijastra de Fidel a mostrarles la última nena que había tenido, y Claudia se puso como loca con la criatura. Se pasó la tarde cargándola a upa y haciéndole morisquetas. Antes de que se fueran le hizo prometer a la hijastra de Fidel que iba a traérsela de nuevo y la otra tuvo que decirle que sí. Esa noche Fidel la encontró llorando mientras preparaba la comida. Trató de consolarla, pero qué podía decirle. Tener un bebé como ése era una fantasía para ellos. Se habían anotado para adoptar uno, pero la lista de espera era larga y una pareja como la de ellos no estaba precisamente al principio. Una sordomuda y un viejo decrépito...

Terminó el cigarrillo, se demoró un rato más en volver. ¿Qué estarían cuchicheando allá arriba? La verdad no le importaba. Le daba lo mismo que eligieran un cajón de pino o uno de quebracho. Que se arreglen. Él ya había hecho suficiente, y además no le quedaba un mango, ni siquiera le alcanzó para terminar el local. Los últimos cartuchos se le fueron en pagar las cuentas de la famosa clínica. Bien que lo habían hecho caer con eso del tratamiento. Podía haberles hecho flor de juicio, si no fuera porque antes del traslado le hicieron firmar un montón de papeles deslindando toda responsabilidad. Se la tenían bien estudiada, los hijos de puta. Manga de carniceros, comerciantes. La culpa era de él solamente. Tendría que haberle hecho caso nomás al médico del hospital, que del principio le dijo que la dejara que espiche tranquila donde estaba.

Ahora todo había terminado. O casi, pensaba el Cerrajero, mientras subía otra vez las escaleras. Tenía la esperanza de que al llegar le dijeran que la Vieja al fin se había ido. Chau, a otra cosa mariposa. Pero al llegar a la sala de espera se llevó flor de sorpresa. Una mina gritaba como descosida, y los parientes de Angélica trababan inútilmente de contenerla. Donde está mi mamá, decía, por qué no me dejan verla. Fidel la reconoció: era la misma que se cruzó un rato antes en la escalera de entrada. Mamá, mamita, decía la mina, quiero ver a mi mamá. Uno de los bebés se largó a llorar. La enfermera de pelo amarillo salió y dijo que si no se quedaban tranquilos los iban a rajar a todos. Después, para calmarla, le dijo a la tipa que en un rato más iba a poder ver a su madre, si el médico lo permitía.

Por un rato hubo paz. La mina se empezó a calmar, aunque de a ratos arrancaba de vuelta. Mamá, mamita, lloriqueaba. Se hacía la desmayada. Cuando se enteró de quién era el Cerrajero fue y lo encaró sin vueltas. ¿Cómo es que él y la sordomuda ésa se habían adueñado de la casa de Cañuelas? ¿Dónde estaba la escritura? Ella quería verla ya mismo. Seguro que la habían engatusado a la pobre vieja y le habían hecho firmar cualquier cosa. Pero yo voy a descubrir la verdad, sí señor, cueste lo que cueste, decía.

Se puso como loca. Hacía un montón de preguntas y no le daba tiempo a Fidel que le conteste. La Mudita estaba muerta de miedo. Apenas la vio llegar corrió a esconderse detrás de su marido. Basta de mentiras, decía la mina. Cuando su madre muriera la casa tenía que ir a sucesión, y ella quería su parte sí o sí.

Sólo la hermana de Angélica trató de contenerla, le dijo que ése no era el momento de hablar de esas cosas. Los hijos de la Vieja se hacían los giles y miraban para otro lado. Acá hay gato encerrado, decía la mina. ¿Cómo podía ser que él, viejo verde, estuviera casado legalmente con esa chica? Una retrasada mental, todo el mundo lo sabía, si hasta habían tenido que esterilizarla como a una perra para que... El Cerrajero sintió que el suelo se le movía, no podía creer lo que escuchaba. Poco faltó para que él, que en su vida le había levantado la mano a nadie, la agarrara del cogote y la ahorcara como a una gallina. Alguien dijo: Pero por qué no te callás, loca de mierda, y te dejás de armar quilombo, de repente... Era una voz extraña, chillona, no se sabía si de un hombre o de una mujer. Fidel se dio vuelta y vio a un tipo chiquito y flaco, con un ojo ciego. Le pareció conocerlo de algún lado.

¿Así que ahora te volviste cariñosa?, dijo el Tuerto. Si en tu puta vida te calentaste por tu vieja, no vengás a mandarte la parte, ahora, y dejá a esta gente en paz, de repente... Claudia corrió a abrazarlo y se largó a llorar de manera compulsiva. Nadie la había visto soltar una lágrima en todos esos días, pero ahora parecía estar desahogando de golpe toda la angustia contenida. El Tuerto le pasaba la mano por la cabeza y le decía Bueno bueno, está bien, como si estuviera consolando a un nene que se raspó la rodilla. A dos pasos de distancia, Fidel miró desconcertado las manos que acariciaban a su mujer, ahí delante de todo el mundo, y se preguntó si ese tuerto repugnante no había sido el mismo que le enseñó a Claudia todas esas cosas locas que sabía de antes de casarse.

 

* * *

 

A partir de ese momento Fidel empezó a atormentar a la Mudita con sus celos. La vigilaba todo el tiempo: cuando se iba, cuando llegaba. El Cerrajero sospechaba ahora que todas las salidas que su esposa hacía (a la escuela de sordomudos, al comedor de Cáritas) eran sólo pretextos para encontrarse con el Tuerto o con algún otro de amante.

No la dejaba en paz un minuto, quería que se quedara todo el día en la casa con él. Si a pesar de todo ella salía, Fidel iba y se le aparecía de sorpresa, para ver qué estaba haciendo y si realmente había ido adonde le había dicho. Una tarde la siguió con el remís de Aldo por el centro de Cañuelas, pensando que ella no iba a darse cuenta. Lo peor es que cosas así lo obligaban a desatender el negocio. Muchos de los clientes de siempre empezaron a irse a una cerrajería nueva que había abierto al otro lado de la ruta.

Ya no era la persona amable y servicial que todos conocían. Ya no contaba chistes, ni se paraba en la vereda a charlar con la gente. Se pasaba el día entero detrás del mostrador, fumando como escuerzo y escribiendo carteles. NO APOYARSE EN EL VIDRIO. CUENTE SU VUELTO ANTES DE SALIR. POR FAVOR CIERRE DESPACIO. Todo el tiempo maquinaba estrategias y le inventaba a Claudia las tareas más absurdas con tal de retenerla junto a él. No es que ella fuera a hacerle mucho caso, tampoco. Tempranito nomás se las picaba. Se levantaba antes que él y se iba cada día a misa de ocho con Angélica. ¿Qué necesidad tenía de ir a la iglesia todos los días, y encima tan temprano? Fidel desconfiaba del ambiente de los beatos. Él conocía muy bien a más de uno ahí adentro, cada hipócrita que iba a cantar y a rezar a los gritos y después... Lo único que lo tranquilizaba al menos era que a la iglesia iba siempre con la Vieja. Fidel las escuchaba dando vueltas por el comedor mientras se preparaban, y no salía de su pieza hasta que no se hubieran ido. Recién entonces pasaba al baño, se pegaba una afeitada y se empapaba la cara con after-shave. A las ocho en punto abría la tranquera y ponía el cartel de abierto en el alambrado, se instalaba detrás del mostrador y prendía el calentador a kerosén. Con la radio sintonizada en el programa de tangos, prendía el primer pucho del día... A eso de las nueve y media las mujeres volvían y se terminaba la tranquilidad. Buen día, gritaba la Vieja, qué lindo sol tenemos hoy. Va a ser un día requete hermoso. ¡Gloria a Dios!

Todos los días lo mismo, o casi. No importaba que el Cerrajero no le respondiera una palabra, que hiciera como que estaba ocupado y mirara para otra parte. Ya no le recordaba que la puerta de adelante era para los clientes, y que a esa hora debían entrar y salir por la de atrás. Se había dado por vencido, no le importaba más nada. ¿Cuánto tiempo hacía que duraba esa situación? Fidel recordaba con nostalgia la tarde aquella que estaban todos en el hospital y el médico les dijo que sólo podían esperar lo peor.

Lo peor finalmente sucedió, y fue que la Vieja no se murió aquel día, ni al siguiente, ni al otro. Siguió tirando nomás, a pesar de todos los pronósticos. Según se supo más tarde, su hermana le estaba llevando una foto suya a un cura sanador de González Catán, y el tipo la estaba curando de palabra, como hacían en el campo los curanderos con las vacas. Pasada una semana el cura pidió que se la llevaran personalmente, y como en el hospital no la autorizaban a salir, entre Claudia y la hermana se la robaron durante el horario de visita. La envolvieron en un tapado y se la llevaron casi en andas. No les costó mucho, si estaba tan flaca que no pesaba nada.

Fidel puso el grito en el cielo cuando se enteró. Dijo que iban a tener flor de quilombo e iban a terminar todos en cana, pero no le llevaron el apunte. La hermana de Angélica se quedó a vivir con ellos por un tiempo en la calle Pío XII. Todas las mañanas se levantaban a las cuatro y se iban a Catán en el remís de Aldo, que aprovechaba el viaje para llevar a la mujer y a otros enfermos del barrio, gente desesperada que se agarraba de cualquier ilusión. Allá el cura les echaba bendiciones o vaya a saber qué. Debería sacarles unos buenos mangos, también, pensaba el Cerrajero, que no creía en supercherías de ninguna clase. A él, por supuesto, no lo consultaban para nada. Claudia se pasaba el día corriendo atrás de la Vieja y ya no lo ayudaba más en la cerrajería. Nunca tenía la comida a horario, y la ropa sucia se apilaba días enteros antes de que la echara al lavarropas. Lo único bueno era que en todo ese tiempo no iba a la escuela de sordomudos, ni a ninguno de esos lugares raros. Fidel sabía al menos lo que estaba haciendo y con quién estaba.

 

* * *

 

De a poco la Vieja empezó a recuperarse. Fue subiendo de peso, le volvieron los colores. Pudo comer sola otra vez, caminar sin que nadie la sostenga. Claudia y la otra vieja vivían cada progreso de Angélica como si se tratara de un milagro. A finales de junio la hermana se fue de vuelta a la casa de su hija, frente al cuartel de La Tablada. Antes de irse acompañó a Angélica al hospital a buscar unas cosas que se habían olvidado al escaparse. Las enfermeras se acordaban de su caso, y también el médico. No podían creer que estuviera viva todavía. Ahí nomás le hicieron un examen y vieron que estaba diez puntos. ¿Cómo había hecho? Jesús me curó, decía la Vieja, me acerqué y pude tocar los flecos de su manto. Acá me tienen, vivita y coleando. Ya no tomo más remedios, ni siquiera una aspirina.

Las enfermeras le dijeron que en el hospital se armó flor de revuelo cuando se escapó. Averiguaron por todas partes, llamaron a la clínica donde había estado internada. Ahí se enteraron que el director se había muerto un par de días atrás, de un ataque al corazón. Sí, ese mismo que la hizo trasladar y después la devolvió como un paquete cuando se le terminó la plata. Parece mentira, hombre joven todavía...

¡Gloria a Dios! ¡Milagro! Fidel no estaba tan emocionado. No era de la clase de personas que se creen una historia como ésa. Tenía que haber una explicación racional para todo, de eso estaba seguro. Sugestión, hipnosis, vaya a saber. O a lo mejor fue el tratamiento de la clínica que actuó con efecto retardado. Puede que Angélica se curara por haber dejado de tomar de golpe tantos remedios, o simplemente porque se tenía que curar. Como fuera, que la Vieja estuviese viva no formaba parte de sus planes. No era ése el trato que hicieron cuando él se vino a vivir acá.

A Fidel lo ponía loco que anduviera todo el día dando vueltas por la casa, levantando polvo con la escoba o haciendo ruido con las ollas cuando él se estaba por dormir. Para colmo, después de aquel supuesto milagro la Vieja se había vuelto recontrabeata. Se pasaba todo el tiempo rompiendo las bolas con las cosas de la iglesia. No perdía oportunidad de contarle a todo el mundo su historia. Esa es mi misión, decía. Ve y cuenta lo que el Señor hizo por ti...

Junto a Claudia organizó un grupo de chupacirios que venían a la casa dos veces por semana, a rezar el rosario y cantar canciones piadosas. Había un pelado que tocaba la guitarra. Una gorda soplaba la quena, y Claudia hacía el acompañamiento con la pandereta. Metían ruido a más no poder, a pesar de las protestas del Cerrajero. ¿Cómo iba a atender el negocio en esas condiciones? Se escuchaba todo al otro lado del tabique. Cada vez que entraba un cliente se moría de vergüenza.

Ya no podía verla ni en pintura, a la Vieja. Lo tenía podrido con sus estupideces, pero no podía decirle nada porque Claudia enseguida se metía a defenderla. Se ponía siempre del lado de Angélica, aunque ni supiera de qué estaban hablando. Para no tener que aguantar a ninguna de las dos, Fidel se propuso terminar el local del frente cuanto antes. Lo más pronto posible, aunque casi no tuviera un mango. Esta vez fue y se buscó al boliviano Lorenzo, el ayudante del finado Antonio, a quien en un principio se había negado a contratar.

 

* * *

 

Quedó bastante bien, después de todo. No perfecto, como a él le hubiera gustado, pero al menos le servía para ir tirando. La vidriera era amplia, y había más espacio para el público. Delante de los mostradores Fidel colocó una reja alta hasta el techo, como en una pulpería, para que no se ganaran los chorros adentro. En el barrio estaban haciendo todos así, con lo peligroso que estaba. La situación económica, de todos modos, no mejoraba para nada. Cada día se vendía menos. La gente cobraba y a los cuatro o cinco días se quedaba sin un mango. Los pocos trabajos que salían eran al fiado, y después había que sudar la gota gorda para cobrarlos. Diga que acá al menos no tenía que pagar el alquiler.

Para ver si conseguía otra entrada, Fidel compró en un remate tres copiadoras de llaves y las puso a trabajar a comisión en otros negocios de la zona: ferreterías, kioscos, lugares que no estuvieran cerca de su propio local, se entiende. Él les enseñaba a usar las máquinas y les dejaba un juego de llaves vírgenes de cada modelo. Dos veces al mes quedó en pasar por cada local a reponer las llaves y cobrar su parte.

La idea no era mala, en principio, pero cada vez que iba a cobrar siempre algo pasaba. Venga mañana, le decían. El dueño ahora no está, justo no tengo la plata... Uno de los tipos cerró el negocio y se mandó a mudar con la copiadora y el set de llaves. Cansado de que lo hicieran dar vueltas, Fidel retiró las otras dos máquinas y se las llevó a la casa. Ahí quedaron, juntando polvo en un rincón. Antes que andar arriesgándolas por nada...

Todo iba de mal en peor. Su propio local seguía vacío y los carteles con fibrón se multiplicaban: HOY NO SE FÍA, MAÑANA TAMPOCO. SEA BREVE. LAS REPARACIONES TIENEN UNA GARANTÍA DE 30 DÍAS, PASADO ESE PERÍODO ¡¡¡NO SE ACSEPTARÁN RECLAMOS!!!

A la noche, después de cerrar, el Cerrajero volvía y comía solo frente a la televisión. Con los codos apoyados encima de la mesa, sorbía la sopa haciendo el mayor ruido posible y masticaba sus choclos como un cerdo. A todo volumen miraba los partidos del campeonato local, de la Copa Sudamericana, el Calcio Italiano o la Bundesliga. Cualquier cosa con tal de no tener que oír a la Vieja dando vueltas y metiendo bulla por la casa.

Su relación con Angélica se fue haciendo cada vez más tirante, y todos los esfuerzos de la Vieja por hacer las paces cayeron en el vacío. Fidel directamente no la miraba, y cada vez que ella le hablaba él le contestaba con un gruñido. O peor, con alguna ironía cargada de agresividad. Discutía con Angélica por cualquier pavada, aún cuando sabía que no tenía razón, nomás por jorobarla. Una vez, sin que tuviera nada que ver con lo que estaban hablando, Fidel le echó en cara que hubiera hecho esterilizar a Claudia. ¿Tanto miedo tenía a que quedara preñada? ¿Por qué tuvo que tomar tantas precauciones? No hacía falta que le contestara, eso ya podía imaginárselo.

La Vieja se quedó callada un momento. Después habló. Dijo que cuando hizo eso no sabía lo que hacía. Yo cometí muchos errores en mi vida, le dijo a Fidel, algunos sin darme cuenta, nomás por ignorancia. En esa época yo era diferente, estaba alejada del Señor. ¿Ah, sí? le contestó el Cerrajero, ¿entonces por qué le hizo creer que Claudia era una chica igual a las demás, por qué le dijo que algún día iba a ser una buena madre y toda esa manga de bolazos? ¿No fue solamente para aprovecharse de él, para hacerle vender el departamento y después dejarlo en la calle? Ahora él no tenía adónde irse. Si no no se quedaría ni un minuto más en esa casa. Angélica se largó a lloriquear. Yo pensé que las cosas iban a ser diferentes, le dijo, creí que ya me quedaba poco. ¡Si hasta les puse la casa a nombre de ustedes! ¿Fue culpa mía si no me morí? ¿Quién puede dar la vida y la muerte sino Dios? Y si el Señor había querido darle más tiempo en este mundo, a lo mejor fue para que remediara tantas cosas malas que había hecho. Para que se arrepintiera del orgullo que siempre había tenido, de la soberbia, la falta de perdón. Porque el Señor sabe lo que hace, dijo la Vieja, por eso yo estoy segura de que el Señor... El señor, el señor, la interrumpió el Cerrajero. Ya me tiene podrido con eso del señor. A ver si cambia la cantinela alguna vez. Fidel se fue dando un portazo y la dejó con la palabra en la boca.

No, no podía perdonarla. No quería, ni tenía por qué hacerlo tampoco.

 

* * *

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