Claudia

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Claudia

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El nenito agarró otra medialuna y la mojó en su taza de leche antes de pegarle un mordisco. A Fidel le dieron al bebé para que lo sostuviera un momento. Usted sí que se sacó la lotería, le dijo la Cordobesa grande, tener una mujer que no habla... En realidad sí habla un poco, dijo Fidel. ¿Ah, sí? Sí. Dice algo así muy despacito, como un susurro: Mushi mushi mushi... Es lo único que le sale. Mire usted. Sí. Lo dice solamente cuando está muy emocionada, cuando se enoja o cuando... Las minas se largaron reír como dos colegialas y no lo dejaron terminar.

Al rato de estar ahí Fidel ya se sentía como de la familia. No necesitaron seguir tirándole la lengua. Él sólo se puso a hablar como si le hubieran dado cuerda, y se encontró diciendo cosas que a él mismo lo sorprendieron; cosas que tenía guardadas desde hacía tanto tiempo, algunas que ya ni se acordaba. Estaba exultante. Dos mujeres jóvenes y encantadoras le festejaban sus ocurrencias, y a él mismo le encantaba escucharse.

Fue así cómo Darío los encontró, meta chacota los tres. Se extrañó de ver al Cerrajero, pero lo recibió muy bien. Mejor de lo que Fidel lo había recibido a él. Vine a traerle lo que me encargó aquella vez, dijo Fidel, y sacó del bolsillo de la campera la cerradura reparada. La trajo envuelta en una bolsa de náilon, como él se la había llevado. Darío la desenvolvió, probó la llave y felicitó a Fidel por su trabajo, aunque por lo visto ya ni se acordaba. ¿Y Claudita, cómo anda? preguntó ¿Todo bien por allá? Sí, dijo Fidel, todo está muy bien. Bah, dentro de todo, como está la situación... Claro, claro, dijo el Tuerto, que puso la pava otra vez a calentar. ¿De Angélica, sabe algo? Sí, se apuró a contestar el Cerrajero, está viviendo con la hermana en Santa Fe. Hace poco escribió, para el cumpleaños de Claudia. Mandó una tarjeta de los pintores sin manos. Ah, mire qué bien, dijo Darío, que cada tanto miraba de reojo al Cerrajero, como preguntándose para qué había ido a verlo en realidad.

 

* * *

 

Salieron al patio y se sentaron en un banco, abajo de la higuera. El nene los siguió pero Darío le dijo que mejor los dejara que tenían que hablar. Fidel parecía incómodo, no sabía por dónde empezar. Darío le cebó un mate y lo dejó tranquilo que largara el rollo. El asunto, dijo al fin el Cerrajero, es que Claudia y yo queremos tener un chico, pero no podemos. Prefirió no entrar en detalles, a lo mejor el Tuerto ya estaba al tanto. Hicimos los trámites para adoptar, siguió diciendo, nos pusimos en lista de espera. Hace años que estamos y no pasa nada. La cosa va para largo, y yo ya no soy ningún pibe... Fidel esperó un momento antes de seguir, a ver qué le decía Darío; pero el Tuerto nomás lo escuchaba.

Yo sé que hay chicas que están en una situación difícil, dijo el Cerrajero, que a lo mejor ya tienen varios chicos y quieren dar en adopción a alguno. A lo mejor él, que andaba por tantos lados, conocía a alguna así, o sabía de alguien que lo podía informar. Como él una vez le había dicho que, si precisaba algo, lo fuera a ver...

Fidel daba una pitada atrás de otra y hablaba en voz más baja de lo necesario. No me malinterprete, siguio diciendo, yo lo que quiero es hacer todo por derecha. Con el consentimiento de la madre, con papeles, todo legal. Por supuesto que no esperaba que nada fuera gratis. Estaba dispuesto a ayudar a la madre con algún dinero, y a darle una comisión a él, desde luego, por hacerle las gestiones. El Tuerto seguía sin decir esta boca es mía. Cada tanto movía la cabeza, nomás, o decía Ajá, ajá, como animándolo a seguir. ¿Lo estaba escuchando, realmente? ¿No habría cometido un error al venirlo a ver, al decirle todo lo que le estaba diciendo? Eso es lo que al Cerrajero le hubiera gustado saber.

El nene salió con una pelota de goma y se puso a hacerla picar al lado de ellos. Debía estar aburrido. Darío volvió a decirle que los dejara solos y le prometió ir a jugar con él más tarde. Se cebó otro mate y volvió a quedarse pensativo. La verdad es que no sé, dijo al fin, cuando le tocó el turno de hablar. Primera vez que alguien me pide algo así, sinceramente. Dijo que era un asunto delicado, y si daban un paso en falso podían ir a parar todos en cana. Sí, dijo el Cerrajero, lo entiendo. Yo, normalmente, ni me metería en un asunto como ese, dijo el Tuerto.

Pero por tratarse de usted y de Claudita, de repente... Deme algunos días para pensarlo, ir tirando algunas líneas, a ver qué le puedo averiguar. No le garantizo nada, eh.

 

* * * 

 

Un mes después del atentado a las Torres empezó el bombardeo de Afganistán. Nadie sabía qué iba a venir después. Se anunciaban nuevos atentados y nuevas represalias en distintos lugares del planeta. En el país la cosa también estaba difícil. A principios de Diciembre el gobierno confiscó los depósitos bancarios. Era una medida temporal, dijeron, para impedir la fuga de capitales. El ministro de economía anució la devolución de los fondos antes de tres meses, pero eso no impidió que el sistema financiero se paralizara casi por completo. Las ventas a crédito se terminaron, ya nadie aceptaba cheques. Los que manejaban grandes cantidades se vieron obligados a guardar el dinero en su casa, con el consiguiente riesgo de que le entraran los ladrones.

Fue el boom de las cajas fuertes. Fidel vendió las dos que tenía de clavo y encargó otras más al distribuidor. Durante el día no daba abasto para instalar las cerraduras nuevas que le encargaban, los pasadores, las rejas. Se compró una soldadora trifásica para poder armarlas más rápido, y después iba con el bolita Lorenzo a instalarlas. Andaba a las corridas todo el día, apenas si le quedaba un rato para sentarse a comer. Un mediodía se prendió la luz del timbre. Claudia dejó de picar la verdura y fue a mirar. No podía creer que fuera Darío. Corrió a abrirle y se le echó encima, le dio un par de besos y uno de sus habituales abrazos. A Fidel no le importó esta vez que lo recibiera con tanta efusividad, o al menos no dijo nada. Invitaron al Tuerto a pasar y a comer con ellos. Después salieron los tres al patio. Claudia estaba encantada con la visita de Darío y lo colmaba de atenciones. No podía explicarse cómo era que había ido a verlos, después de tanto tiempo, ni qué era lo que tanto secreteaba con con su marido. No se creyó ni por un segundo las excusas de Fidel, y andaba todo el tiempo dando vueltas para ver qué tramaban.

La situación, le dijo Darío, es más o menos así. Lo que usted dijo es verdad, hay muchas de estas minas que tienen hijos a rolete y quieren sacárselos de encima, pero no es tan fácil encontrarlas. No se podía entrar así nomás a una villa y preguntarles si querían vender al hijo. Lo más probable es que lo sacaran a patadas. Lo entiendo, dijo el Cerrajero, por más pobres que sean... También podía pasar, dijo Darío, que la mina le dijera que sí para sacarle guita y después se echara atrás. Él no sabía cómo manejar una situación así, y seguro que Fidel tampoco. Pero, dijo el Tuerto, él anduvo haciendo algunas averiguaciones, fue a ver a una pareja que estuvo en la misma situación que ellos y le pasaron un dato que era para tener en cuenta. Le hablaron de una mina que era secretaria en un juzgado donde se tramitaban los casos de adopción. Según le dijeron, la tipa ésta manejaba todo ahí adentro, era la que realmente tomaba la decisiones: el juez iba únicamente a firmar. Será cuestión de ir a verla y hablar con ella, dijo Darío. ¿Esto será legal?, preguntó el Cerrajero. ¿No tendremos quilombos después? Sí, sí, es como cualquier adopción. Lo único que, en vez de hacerlo esperar un montón de tiempo, la tipa ésta lo pone al frente de la lista al toque. Un telefonazo y chau, tiene todo cocinado.

 

* * *

 

Se hizo todo por derecha, como el Cerrajero quería. O casi. Volvieron a llenar formularios, fueron a ver otra vez al psicólogo. Una asistenta social vino a ver cómo era la casa, habló con los vecinos. Les asignaron un bebé que aún no había nacido. La madre era de un pueblito de Corrientes, cerca de la frontera con Paraguay. ¿Por qué uno de otra provincia, si en Buenos Aires había gente pobre a patadas? Es el procedimiento habitual, dijo la secretaria. Así después no hay contacto entre las dos familias, ningún tipo de reclamo. Ellos mismos tenían que ir a buscarlo cuando naciera. Era cuestión de un par de meses, ya les iban a avisar.

Pareció un embarazo de verdad. La Mudita estaba terriblemente ansiosa, cada vez que se prendía la luz del teléfono se ponía como loca y corría a avisarle a Fidel. Le escribieron una carta a Angélica contándole las novedades. La respuesta llegó unos días después. La Vieja se alegraba por ellos, y esperaba ver al bebé algún día, pero no pensaba volver. Estaba bien allá, era todo tan tranquilo. Aparte que ellos eran un matrimonio y necesitaban su intimidad.

En los últimos días del año los acontecimientos se precipitaron. En varias zonas del país empezaron los saqueos organizados. Las hordas atacaban los supermercados y negocios en general, rompían las persianas y se llevaban todo. En Plaza de Mayo las protestas pacíficas derivaron en enfrentamientos con la policía. Hubo más de treinta muertos antes de que el presidente aceptara renunciar. También en el barrio se sintió el cimbronazo. Al otro lado de la ruta llegaron dos micros cargados de monos, que en pocos minutos reventaron varios locales y no dejaron nada sano. En la calle Pío XII hubo bastante intranquilidad. Los vecinos levantaron barricadas en la esquina que daba a la ruta, algunos montaron guardia en los techos de las casas. Por la noche se escucharon gritos y un par de disparos, aunque al otro día nadie sabía muy bien qué había pasado.

Fue la semana de los cinco presidentes, del regreso de la inflación, de los cacerolazos. Fidel no se perdió detalle, vio todo en vivo y en directo por televisión. Esta vez era él el que se pasaba el día pegado al chupete electrónico. Un rato se angustiaba, después tenía esperanzas. Claudia ni se enteró de nada. Lo único que le importaba era el bebé en camino. Le tejió un montón de ropa: enteritos, gorros, escarpines. Aunque todavía no sabían el sexo se jugó que iba a ser una nena e hizo todo de color rosa, y decoró con cosas para nena la pieza nueva que le hicieron construir a Lorenzo. Fidel hubiera preferido un machito, para llevarlo a la cancha algún día y ver juntos un partido. El primer tiempo, al menos, antes de que empezaran a volar las piedras y los gases lacrimógenos.

Arreglaron de ir a buscar al bebé en el remís de Aldo, porque viajar hasta allá en colectivo era toda una movida. Más a la vuelta, con un bebé recién nacido.

El teléfono sonó al fin. Serían las diez de la noche. Ya nació su hija, le dijeron, vénganla a buscar. Fidel le avisó al remisero y prepararon todo para esa misma madrugada. Diecisiete horas de viaje les tomó llegar, contando las paradas. Hacía un calor de morirse, la humedad encima. Firmaron unos cuantos papeles y ahí nomás se llevaron a la criatura. Pasaron la noche en un hotel de la capital provincial. Aldo había aprovechado para cruzar la frontera y llenar hasta el tope el baúl de productos regionales: gilletes platinum plus, cigarrillos y relojes importados. Al día siguiente cruzaron el Paraná y se desviaron un buen trecho hasta San Genaro, un pueblo chiquito del sur de Santa Fe. Angélica se llevó flor de sorpresa, no se lo esperaba para nada. Vuélvase con nosotros, le dijo el Cerrajero. La necesitamos, ahora que tenemos a la nena. Nosotros no tenemos experiencia con bebés, no vamos a saber qué hacer.

La bautizaron en la capilla del barrio con el nombre de Angélica Jennifer. Los tres se pasaban el día dando vueltas alrededor de la bebé, comentaban cada monería que hacía. Claudia le ganó de mano y le compró en Laferrere el equipo completo de Boca: la remera, los pantaloncitos, y las medias. Al Cerrajero no le hizo ninguna gracia, pero se aguantó. En la trastienda del local Fidel le instaló un corralito para tenerla más tiempo con él. La dejaba que jugara con las herramientas, le daba una llave grandota de bronce para que la usara de mordillo. Claudia escribió con el fibrón un cartel bien grande que decía PROHIBIDO FUMAR, y le dejó bien en claro a su marido que iba para él. Fidel le hizo caso, por supuesto. Era otra cosa más en la que iba a tener que ceder.

 

 

 

Escrito en San Carlos de Bariloche, 2004.

 

 

 

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