Claudia

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Segunda parte » Capítulo 10

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PARECÍA QUE 1919, EL AÑO siguiente a la muerte de David, representaba un mal momento para Fergus, la familia Moses, Titán y la industria cinematográfica.

La epidemia de gripe y la tragedia europea vaciaron las salas. La segunda película bélica de Claudia, junto con el resto de las películas de propaganda patriótica, se hundieron en la calma posterior al armisticio. La economía de Titán se había reducido a menos del diez por ciento de sus enormes beneficios de costumbre.

Fergus se vio obligado a despedir a viejos trabajadores de plantilla y Simón le advirtió que quizá todos tuvieran que aceptar una reducción en los salarios.

¿Qué significa el armisticio cuando un hijo no regresará?

Los desfiles, los noticiarios del regreso de las fuerzas expedicionarias norteamericanas, la libertad para las mujeres, los cigarrillos, las melenas cortas, Emma Goldman y el amor libre fueron pasados por alto mientras Simón se hundía en el trabajo con una venganza nacida de la futilidad y Fergus con la necesidad de probarse a sí mismo.

 

—ESTÁS HERMOSA —COMENTÓ FERGUS mientras abrazaba a Esther.

La muchacha llevaba un vestido de tul rosado y Fergus consideró oportuno que la orquesta del Alexandria interpretara Una bella muchacha es como una melodía.

Esther apoyó la cabeza contra la mejilla de Fergus. El joven se sintió satisfecho. La muchacha sabía cuándo convenía guardar silencio.

Había llegado el momento, pensó Fergus, de decir su parte. Jamás encontrarían el modo de persuadir a Simón Moses; tendrían que enfrentarse a la cuestión cuando llegara el momento.

Mientras la acompañaba a casa decidió que, ocurriera lo que ocurriese, hablaría con su padre. Quizás al día siguiente en el despacho.

Simón les esperaba levantado, leyendo el periódico. Se puso de pie.

—Esther —dijo—. Haz el favor de subir.

Fergus se sintió irritado. ¿Qué derecho tenía a vigilarlos si ellos eran adultos y se conocían de toda la vida?

Esther sacó el mentón.

—No, me quedaré —afirmó, sacándose los largos guantes de cabritilla blanca.

Simón miró sorprendido a su hija. Fergus advirtió que los lentes resbalaban por su nariz. Éstos le envejecían, transformaban el hermoso rostro que, hasta hacía muy poco, las mujeres habían admirado.

—De acuerdo, si insistes — agregó Simón—. Tú lo has buscado. Sentaos. Será mejor que hablemos.

Ambos se sentaron. Esther acomodó los volantes de su vestido.

—Fergus —comenzó Simón—, has estado profundamente implicado en mi estudio. Has aprendido mucho. Pero eso no significa que yo permita que te hagas la idea de formar parte de mi familia.

—Creo que eso es asunto mío —señaló Esther serenamente.

—No permitiré que te mezcles con un hombre que no es de mi elección —puntualizó Simón.

—He dicho que yo elegiré —recalcó Esther.

Fergus se puso de pie.

—Un momento. Nadie me ha preguntado cuál es mi elección. Señor Moses, entré a trabajar con usted cuando era un chiquillo. Tengo fotos de cómo quedó mi cara después que el trust me convirtió en carne picada. Soy sordo de un oído. En su momento realicé algunos encargos bastante importantes para usted a lo largo del país. Me arriesgué... —Observó la consternada mirada de Simón, seguida por otra de odio. Levantó la mano—. Todavía piensa que soy un niño. Bien, señor; tengo ahora veintitrés años. Soy uno de los mejores supervisores de la ciudad. Puedo conseguir trabajo en cualquier sitio, a pesar de la calma existente. Conozco los beneficios que obtuvo porque soy parcialmente responsable de ellos. Nosotros podremos resistir. Tengo un futuro en Titán porque eso es lo que elijo. Contribuí a organizaría antes de estar legalmente autorizado para hacerlo. Usted y Abe se apoderaron de lo de Dave y mío. Ahora Dave no está aquí para protegerme...

Hizo una pausa y notó el rápido pestañeo de los ojos de Moses. Se sintió ligeramente avergonzado de sí mismo, pero ésta era la lucha por la vida. Había mencionado deliberadamente a Dave. Continuó:

—No pienso renunciar. Y cuando esté preparado, señor, y usted lo esté, discutiré si quiero convertirme o no en un miembro de su familia. Hasta ese momento ni usted ni Esther, a pesar de que ella me interesa en gran medida, decidirán por mí —giró hacia Esther, que asombrada se había cubierto las mejillas con las manos—

Esther, ya te lo había dicho. Espérame. Yo tomaré las decisiones. Buenas noches a ambos.

Se inclinó —suponía que de modo digno— y salió.

Padre e hija le miraron, mudos a causa de la sorpresa.

Finalmente Esther exclamó:

—¡Mira lo que has hecho! —rompió a llorar y salió corriendo.

Simón sabía que se había enfrentado a una derrota para la que no estaba preparado.

En el primer piso, Esther cerró violentamente la puerta del dormitorio y, mientras se desvestía, miró su cuerpo en el espejo de pared. Era joven, esbelta y bonita.

¿Por qué Fergus no la deseaba realmente? ¿Por qué no deseaba amarla apasionadamente en ese mismo momento, tanto como ella deseaba?

Pensó en él cuando dijo: “Ni usted ni Esther, a pesar de que ella me interesa en gran medida, decidirán por mí” y el impacto de su hombría la llevó a desearlo más que nunca. Oh, Dios, tenía que poseerlo. Los rumores sobre Claudia y otras mujeres habían llegado hasta sus oídos y ahora deseaba más que nunca ser su esposa, tenerlo para ser la única que lo amara.

Apareció Martha. Llevaba una bata de color rojo cereza, se había untado con crema la cara y recogido el pelo. Era realmente la hija de Simón Moses, con su poético rostro en forma de corazón.

—¿Dónde has estado? —preguntó Esther—. Cuando te necesito no estás aquí, y cuando quiero un poco de intimidad siempre apareces.

—¡Exactamente, querida! —dijo Martha—. A veces soy yo quien te necesita y tú no estás aquí. ¿Se te ocurrió pensar en esto alguna vez?

Martha se limpió el rostro con una toalla esponjosa y durante un instante ocultó los ojos.

Esther se puso el camisón.

—Papá acaba de pelearse con Fergus y éste se ha ido.

—Te lo mereces —comentó Martha con la voz apagada por la toalla.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Esther.

—Jamás traigas a tus amantes a casa. ¿Acaso no sabes que los padres jamás pueden aceptar la idea de que somos mujeres? Papá es un caso especial.

—Fergus no es mi amante —aclaró Esther—. ¡Qué desgracia! —Comenzó a llorar de nuevo.

—¿Quién sabe quién tiene razón? —comentó Martha—. Si amas, eres dañada. Si no lo haces, de cualquier modo te dañas. —Volvió a hundir el rostro en la toalla—. Esther... —agregó, levantando la mirada.

~—¿Qué? —preguntó Esther, sonándose la nariz.

Martha la miró.

—Oh, olvídalo por ahora —repuso.

Salió lentamente del dormitorio.

Esther, preocupada, se untó de crema el rostro y se preguntó si Fergus volvería alguna vez a su casa o si ella podría visitarlo en el estudio, tal como hacía frecuentemente.

 

A LOS CUARENTA AÑOS JEFFREY BARSTOW no era exactamente un caballero de brillante armadura, pero su sola presencia salvó a Titán.

La conquista normanda fue preparada por una nueva guionista joven e ingeniosa, Tilly Robards, que la enfocó como la historia de un visionario aventurero con gran cantidad de divertidas emboscadas y diversas batallas feroces que resaltaban la valentía física y la pericia en el manejo de la espada de Guillermo. El estilo romántico y la hermosura de Jeffrey prometían una hombría innata que encantaba a las mujeres. Guillermo el Conquistador

salvó a Titán del mismo modo que Los cuatro jinetes del Apocalipsis de Valentino salvaría a la Metro.

Jeffrey se instaló con los solterones de la élite de la ciudad en el Club Atlético de Los Ángeles, donde podía beber tranquilamente y no ser importunado por la multitud de mujeres que intentaban meterse en su cama.

Jeffrey siempre prefería elegir a sus compañeras de cama, y el nombre de éstas formaba una legión. Cuando se aburría conducía su Stutz Bearcat, transportado al Oeste como parte de este increíble contrato de beneficios marginales hasta el sitio de su elección, donde podía dejarlo cuando le venía en gana.

Para él la vida parecía montada para que disfrutara de los frutos de su trabajo, su talento y sus entusiasmos.

Vagaba con los amantes de los yates de San Diego y Santa Bárbara acompañado por su agente, Seymour Sewell. Seymour poseía un crucero Diesel, el Empress, majestuoso y de lentos movimientos: un dormitorio viajero y un bar para bribones afortunados y mujeres extravagantes. Las mujeres que subían a bordo jamás eran señoras, sino actrices jóvenes y noveles que podían convertirse en una molestia después de la tercera borrachera.

Seymour, un gran bebedor, pero ligero fornicador, se sentía satisfecho con ellas, pues, para él, de noche todos los gatos son pardos.

Jeffrey, con su romanticismo nato y a pesar de las mofas que se prodigaba a sí mismo, deseaba una mujer de sustancia: alguien que pudiera ser alegre, hacer el amor, disfrutar de los atardeceres, permanecer en la cama medio día si él lo deseaba, un mujer que escuchara mientras un hombre leía en voz alta. Pero también debía ser una mujer que, después de sondear el molde, regresara a tierra sin consecuencias desagradables mientras su barco de conquista se abría camino hacia otro puerto.

Por eso necesitaba tener su propio yate. Naturalmente tendría que ser una embarcación romántica, un velero con prácticos motores Diesel auxiliares. Tendría que contar con un camarote como para ser digno de una reina y, por encima de todas las cosas, que las habitaciones de tripulación estuvieran lejos de la vida privada del propietario y sus invitados.

Consiguió el Zahina, una goleta provista de arcones. Lo atracaba en San Pedro y, siempre que podía, anclaba en Isla de Catalina, en el Puerto del Gato, lejos de los niños exploradores y los comerciantes que elegían la zona este de la pequeña península de Bahía Esmeralda para sus encuentros.

Olsen, el capitán, era un sueco taciturno. Él reunió a la tripulación: un italiano, dos mexicanos, un chiquillo irlandés y el cocinero chino de costumbre, a quienes enseñó que no hablaran a menos que se les dirigiera la palabra. El Zahma se convirtió en el hogar espiritual de Jeffrey. Allí podía hacer el amor en privado o estar a solas, leer, estudiar los guiones y entregarse a las alegrías de la bebida y la eufórica atlética de ponerse en forma después de una borrachera y prepararse para que la reivindicada belleza de su persona fuera admirada una vez más. Jeffrey poseía algo del Ave Fénix: se alegraba de surgir como nuevo de los desastres de sus vicios.

En algunas ocasiones, como cualquier luminaria, se veía obligado a asistir a las reuniones relacionadas con el mundo cinematográfico.

Una de éstas, que incluso Seymour Sewell señaló que la asistencia era forzosa, fue una fiesta en casa de los Moses. Simón y su familia se habían mudado a una casa de estuco con columnatas en la parte alta de Hollywood Boulevard, que se completaba con piscina de invierno, canchas de tenis y un enorme solario decorado con estatuas de mármol y helechos entremezclados con muebles de mimbre.

Jeffrey, ignorando a los dignatarios de los bancos neoyorquinos, se acercó a las dos hermosas hijas de Moses. Martha se separó de Punch Weston, a quien Jeffrey consideraba un plebeyo con hoyuelos en el mentón, y conversó con él sobre teatro. Pero éste, experto en estas cuestiones, advirtió que ella hablaba en voz alta y con el perfil vuelto, para beneficio de Weston. La cólera de Jeffrey creció. Estaba acostumbrado a las mujeres que empleaban sus redes con él para demostrar su valor a otro hombre.

El actor se la sacó de encima y caminó hasta la otra hija. Era distinta. Estaba rodeada por cierta delicadeza y tenía la rubia cabellera recogida en bucles alrededor del afilado camafeo de su perfil. Sus ojos azules parecían contener una cálida inocencia y ella no defraudaba ni rechazaba, sino que habló con él de persona a persona.

—Señor Barstow, ¿realmente le gusta estar aquí? —preguntó Esther—. Supongo que se sentiría más feliz en Nueva York o en Londres. Yo estoy harta de escuchar conversaciones profesionales. A veces mi siento atada de pies y manos con cintas de celuloide.

Jeffrey se divertía.

—Entonces usted no es la princesa dorada de la que he oído hablar.

—Señor Barstow —dijo Esther—, ¿cómo una muchacha judía podría ser una princesa dorada de la sociedad de Los Ángeles?

Jeffrey estaba encantado.

—Sin duda alguna, como señora joven usted dirigirá la ciudad. Ya verá. Claro que, con mi disconforme familia, mis antecedentes están tan mezclados que soy afortunado. No tengo la más mínima pretensión social.

Esther se ruborizó.

—Discúlpeme — agregó—, pero quizá no me he explicado correctamente. Yo tampoco tengo pretensiones sociales. Creo que era más feliz tocando el piano en el Litte Diamond del East Bronx.

—Bien, es evidente que no lo pasa bien —comentó—. Querida mía, necesita algunas lecciones para convertirse en un alma libre. ¿Por qué no baja a San Pedro el domingo para que yo la lleve a pasear en mi Zahma? Es una embarcación hermosa, bruñida y poética en las aguas. Como usted, es una dama.

—Sería atrevido —comentó Esther.

La muchacha no se reprimió ni negó, sino que meditó la cuestión.

—Sería un honor — agregó Jeffrey—. A tomar el té y sólo digo a tomar el té.

—¿Cómo la encontraré?

Jeffrey metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta en la que se mostraba cómo llegar hasta el embarcadero del Zahma, en medio de los de las barcas pesqueras comerciales.

—Siempre listo —sonrió—.. Creo que las tres en punto será una hora perfecta si le va bien. No puede ser más temprano porque debo estar en la ciudad para asistir a una reunión con mi agente.

—Realmente no lo sé y no me espere si a las tres no he llegado —explicó—. Pero se lo agradezco, y me alegro de que nos hayamos conocido. Discúlpeme, pero debo hablar con tío Abe que acaba de llegar de Nueva York.

Esther guardó la tarjeta en el puño de la blusa y se unió a un grupo en el que ya estaban su madre y Fergus, saludando a tío Abe con un beso.

Jeffrey la observó, algo resentido por su brusca partida. La muchacha no era lo bastante sofisticada para llevarle la delantera y por esto mismo le intrigaba. Vio la cabeza raleante de Seymour Sewell, alegremente dedicado a las anécdotas y el quinto coñac. Se reunió con él.

—Salgamos de aquí —pidió Jeffrey—. Ya he cumplido con mi deber

—Bien —le dijo Fergus a Esther—, no perdiste mucho tiempo con Jeffrey Barstow. Observé sus movimientos.

Esther lo cogió del brazo,

—Celoso, espero. ¿Qué harás el domingo? —preguntó— ¿Te gustaría dar una vuelta en barco?

—No me hagas reír —respondió Fergus—. ¿Con los intereses creados que hoy están aquí? ¿Por qué crees que tu padre me invitó a esta reunión? Debo poner fin a nuestros desbarajustes de producción de los últimos seis meses. Querida, creo que sabes que ahora Wall Street es nuestro inspector y ellos tienen el látigo. Tu padre no ofrece champán francés de contrabando a cambio de nada. El único modo de controlar nuestra producción es mediante la exhibición. Crearemos nuestra propia cadena de salas. Esther, se trata de hundirse o nadar.

—Escucha —dijo Esther—, te pregunté si te gustaría dar una vuelta en barco, no que me contaras toda la historia de Titán Films.

 

ESTHER APARECIÓ EN EL AMARRADERO el domingo a las tres y media. Jeffrey, sentado en su lugar preferido de la cubierta en forma de abanico, con un vaso de ron en la mano, simuló no haberla esperado. La observó con las gafas caídas en el puente de la nariz, como si intentara recordarla; luego le ofreció su deslumbrante sonrisa.

Esther llevaba una falda blanca y un jersey haciendo juego. Se había recogido el pelo con una cinta azul. Se detuvo a observar el bruñido casco del Zahma, conmoví— da por su belleza.

Jeffrey la miró. Era distinta a la mayoría de las mujeres, las cuales subían a bordo de un modo afectado. Para ellas era semejante a una habitación de hotel.

—Bien —musitó Jeffrey—, ya no la esperaba.

—Llegué tan vergonzosamente temprano —explicó sonriente—, que anduve por la ribera y ahora me he retrasado.

—Suba a bordo —pidió—. Vergonzosamente he dado el día libre a la tribulación, pero igual tomaremos el té.

Esther trepó por la escalera de embarque y se detuvo para observar el brillo del pasamanos barnizado.

—Traeré el té a la cubierta —propuso—. Siempre hay una tetera con ‘agua caliente sobre el hornillo.

Jeffrey regresó tan rápido que ella supo que la bandeja de té había sido preparada de antemano.

Dejó la bandeja sobre una mesa de mimbre.

—Realice la ceremonia mientras yo me ocupo del ron —propuso Jeffrey.

Esther sirvió té, admirando las piezas de peltre, la vajilla y el delicado orden de los bocadillos y los pasteles. Jeffrey retornó con una regordeta garrafa de cristal perteneciente al capitán.

—Si usted tiene la casa así, pobre de la mujer que se mezcle con usted —comentó.

—Oh, no —protestó—, en realidad soy un holgazán terrible. Pero mi serio capitán es sueco, mi cocinero chino gusta dé pavonearse, y esta embarcación es lo más cercano al Nirvana que supongo lograré en la vida.

—Me gusta esta embarcación —afirmó—. El yate de mi padre no es tan... funcional. Mi hermana y yo salimos con nuestro grupo; pero usted ya sabe que él lo usa mucho... en privado.

Jeffrey vio que la muchacha se ruborizaba.

—Sí —comentó—. Lo sé... Todos lo sabemos, no es necesario fingir. ¿Un trago de ron?

—Mejor no —respondió.

—La tarde se pondrá fría —agregó, dedicándole su famosa mirada de soslayo—. Quizá sea mejor que me acompañe con un traguito.

—Si insiste... —repuso.

Jeffrey sirvió una medida, luego otra y ambos bebieron lentamente.

Se le cruzó por la mente la idea de que si se enredaba con ella, esto también incluiría la responsabilidad de dar la cara a Simón Moses. Pero como el padre de la muchacha estaba tan enredado con su hermana, poco sería lo que pudiera hacer.

Le tocó el hombro.

—¿Por qué no bajamos? Está haciendo frío.

Un viento fresco llegaba desde el mar y un pesado paño gris corría en lo alto.

Acomodó a la joven en un acogedor salón, delante de un hornillo Franklin encendido. El salón era cálido gracias a las estanterías de caoba cubiertas de libros pintorescos. Algunas marinas de Currier e Ives decoraban las paredes y las lámparas de bronce y las portañolas brillaban generosamente bajo la luz del atardecer.

—Es maravilloso —comentó Esther.

Jeffrey la observó un momento, disfrutando de su fresca belleza.

“Esto puede ser más profundo de lo que parece”, pensó. Existía algo delicioso en el hecho de calentar a una mujer fría.

—Discúlpeme un momento —pidió.

Jeffrey entró en el camarote principal y quitó el cubrecama de la cama veneciana tallada, dejando al descubierto las sábanas de seda. Se quitó la ropa y la guardó en el armario.

Se observó en el espejo empotrado en la pared. Dio su aprobación. Se hallaba en la flor de la vida y, como de costumbre bajo estas condiciones, preparado para la acción.

Caminó desnudo hasta el salón. Esther permanecía sentada, perfilándose contra el oscuro fondo y apenas consciente de que él había regresado. Jeffrey pensó que Esther tardaba una infinidad en notar su presencia. La joven se giró lentamente y sus ojos se encendieron cuando vio el cuerpo desnudo de Jeffrey.

Mientras se acercaba a ella, Esther se puso lentamente de pie y miró no sólo su cuerpo desnudo, sino su rostro. Esto le excitó.

—Señor Barstow... —jadeó.

—Ah, querida —murmuró—, uno no llama a un hombre amoroso y desnudo por su apellido. Jeffrey irá mejor.

Señor Barstow —insistió—, creo que usted ha cometido un terrible error.

Esther se apartó de él, subió rápidamente la escalera, abrió la puerta y la cerró de golpe.

Jeffrey escuchó sus pasos en la cubierta, en la escalera de embarque y luego en el amarradero. Oyó que ponía en marcha su coche deportivo y se alejaba a toda velocidad.

No podía creerlo. Jamás le había sucedido algo semejante.

Se sentó, con las nalgas heladas sobre el sofá de piel. Terminó la botella de ron y permaneció sentado hasta que el atardecer se convirtió en noche.

Cogió una botella entera mientras se dirigía al camarote y después se echó en la cama, comprendiendo por primera vez que ya había vivido más de la mitad de su vida y que el resto del camino podría ser, en su mayor parte, cuesta abajo.

Encendió una lámpara con pantalla de seda y se estudió en el espejo. En su opinión su cuerpo estaba bien. Quizá tuviera un poco de vientre. Lo metió y levantó ligeramente el mentón para que el perfil Barstow, con toda su belleza, pareciera nuevamente impecable.

¿Qué demonios tenía la muchacha?

Se metió en la cama y bebió directamente de la botella.

 

LA SECRETARIA DE FERGUS, Harriet Foster, entró corriendo en su despacho. Estaba pálida y se cubría el rostro con las manos.

—¡Oh, señor Austin! —gritó con voz temblorosa. —Por Dios, Harriet —dijo Fergus—, cálmate. ¿Qué sucede?

—Se trata de Martha Moses —respondió—. Está muerta.

—¡Qué! —gritó Fergus—. ¿Qué demonios estás diciendo?

—El capitán Wheeler, el del yate, telefoneó desde Long Beach. La encontraron muerta en su camarote.

—¡Oh, Dios mío! ¿Llamaron a la policía?

—No sé. ¿Quiere que lo llame de nuevo o que telefonee al señor Moses?

—Comuníquese por teléfono con el capitán Wheeler —repuso Fergus—. No llame al señor Moses.

Habló con el capitán, escuchó su informe y luego se comunicó con el doctor Wolfrum, en la enfermería.

 

FERGUS Y WOLFRUM BAJARON CORRIENDO por el amarradero en la calurosa mañana. El Gypsy estaba totalmente cerrado. El asustado rostro del capitán Wheeler

les espiaba. Los recibió a bordo y señaló el camarote de Martha mientras entraban.

—No hay nadie a bordo, ni siquiera mi esposa. Nadie lo sabe. La señorita Martha vino anoche —explicó—, dijo que estaba cansada y que deseaba descansar, que quizá más tarde alguien se reuniera con ella. Pero no apareció.

—¿Quién? —inquirió Fergus

El capitán apartó la vista.

—Escuche — agregó Fergus—, sabemos de quién se trata. ya han estado aquí con anterioridad, ¿no es cierto?

Wheeler asintió.

—Ese actor cowboy. Punch Weston. De todos modos, no apareció.. Esta mañana esperé hasta las diez y luego llamé a la puerta de la señorita Martha. No obtuve respuesta y noté que estaba cerrada desde el interior. Tuve que quitar la llave y utilizar un duplicado. ¡Oh, Dios mío!

Fergus espió y el horror del camarote lo enfermó. Martha yacía desnuda sobre la cama. A su lado había una aguja de tejer. Había intentado provocarse un aborto. Su cuerpo y la cama estaban manchados de sangre. Su estómago hinchado destacaba en su blancura contra la sangre.

¡Dios mío! Debía de estar en el quinto mes de embarazo. ¡Increíble que nadie lo haya notado! —comentó Wolfrum. La cubrió con las sábanas ensangrentadas—. Pobre, ¿por qué no vino a verme?

Fergus observó la figura cubierta, recordando su viaje a través del país con Claudia. El mismo olor a sangre seca lo alcanzó y recordó sus temores.

—¿Qué haremos? —preguntó Wolfrum.

—Llamaremos al señor Moses —repuso Fergus—. Lo recogeremos con una lancha en el muelle Venice y nos dirigiremos a Catalina.

—¡Catalina! —exclamó Wheeler—. No puedo hacerlo sin informar a la policía.

—No hará tal cosa —agregó Fergus—. El doctor Wolfrum está aquí. La señorita Moses no se encuentra bien y él aconseja un poco de brisa marina.

Wolfrum, blanco de terror, hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No me mezcles en esto.

Fergus giró hacia él.

—¿Desde cuándo? —inquirió—. Escuche, carnicero, lo protegimos con la ciudadanía suiza falsa durante la guerra, compramos su historial criminal en Reeperbahn y usted firmará la partida de defunción como a nosotros nos dé la gana.

Simón fue recogido en una lancha en el embarcadero Venice y Fergus lo llevó hasta el camarote sin decir palabra. Apartó las sábanas y Simón lanzó un grito de angustia.

—Suficiente —dijo Fergus—. Durante cinco meses ni siquiera se molestó en mirarla. Ahora acéptelo. Vaya a sentarse al salón. Doctor, dele un sedante y más tarde hablaremos.

Wolfrum cogió del brazo a Simón y lo condujo hasta el salón. Se sentó a esperar que el sedante hiciera gradualmente su efecto, mirando ciegamente por la portañola mientras avanzaban por la incómoda entrada más allá del banco de veinte kilómetros hacia las difíciles aguas del extremo lejano de Catalina.

Pasando Churck Rock enfilaron hacia el Sudoeste. La mañana era fría y desapacible. El cuerpo de Martha, cubierto por una sábana y atado, provisto de grandes pesos, prodigo un ligero golpe seco al caer al mar. Simón observó llorando cómo las aguas cubrían el cadáver de su hija. Ningún barco ni embarcación pequeña se hallaba en las cercanías. Los únicos testigos fueron una bandada de gaviotas que se alimentan de carroña y un pelícano merodeador que rastreaba los olas en su eterna búsqueda de alimento.

Dos kilómetros más adentro el colchón y las sábanas ensangrentadas, provistos también de grandes pesos, fueron echados al mar.

Luego el capitán izó el pabellón del propietario. Martha Moses y su padre figuraban en la bitácora.

Wolfrum y Fergus también firmaron el diario de navegación, fechándolo el día anterior.

El yate ancló cerca de Bahía Esmeralda al amparo de la oscuridad. Por la mañana se preparó un informe, con fecha de un día después, de la desaparición de Martha. El capitán colocó un colchón y ropa blanca de reserva en el camarote de Martha, deshicieron la cama y dejaron sus posesiones cerca de la litera, incluido un libro de poemas abierto, como si la muchacha se hubiera levantado casualmente.

El clíper del Servicio de Guardacostas se acercó. Por consideración al dolor del señor Moses, y debido a que estaba bajo el efecto de los sedantes, las autoridades hicieron preguntas al doctor Wolfrum, cuya congoja por la desaparición de una joven tan hermosa, a la que conocía hacía varios años, fue respetada.

—La señorita Moses se había quejado de jaqueca —explicó con tristeza—. Le di un somnífero y dejé otros dos junto a su cama. Debió de tomar otro, pues, como verá, ha quedado uno —hizo un gesto hacia la mesita de noche, donde habían colocado un somnífero junto a su delicado reloj de pulsera de oro.

—Seguramente subió a cubierta para tomar aire —agregó Fergus de pie en el pasillo—. Quizá perdió el equilibrio y cayó por la borda. Si su hermana hubiese estado aquí... Eran muy amigas y siempre compartían el mismo camarote. Estoy seguro de que esto no habría ocurrido. Pero, lamentablemente, Esther y la señora Moses debieron quedarse en la ciudad para asistir a una fiesta de caridad.

El teniente del Servicio de Guardacostas hizo los preparativos para que Wolfrum se trasladara a tierra firme en una canoa automóvil y diera la noticia a Esther y Rebecca antes de que el Gypsy regresara a su amarradero.

Fergus dio las gracias al teniente y le regaló varias botellas de coñac.

—Por favor, infórmenos inmediatamente si se produce alguna novedad —agregó Fergus, mientras estrechaba la mano del joven.

Mientras el clíper se alejaba, suspiró aliviado, pues nadie había reparado en que no toda la tripulación estaba a bordo. Probablemente habían supuesto que se hallaba abajo. De todos modos, ayudaría al capitán a anclar del mismo modo que lo había ayudado a soltar amarras.

Afortunadamente él se encontraba a bordo para dirigir a Simón Moses a través de todo lo que les esperaba.

En la lengua de tierra firme se hallaba Clarissa Pennock. decana de las columnistas cinematográficas, con su sombrero floreado de costumbre, y un delgado, elegante y joven periodista de espectáculos, Andrew Reed, recién llegado de Nueva York. También había un fotógrafo. Fergus supo que lo tenía todo en contra. Se dirigió a Simón, que permanecía junto a las puercas del salón, tambaleante pero todavía en pie.

—Tómelo con calma, señor Moses, y quédese aquí —lo tranquilizó—. Yo me ocuparé de ello.

No tenía idea de cómo lo haría.

Bajó por la escalera de desembarque y estrechó la mano de Clarissa Pennock.

—Bien, Fergus, esto es demasiado, demasiado terrible —comentó—. Sentí que debía venir personalmente a dar el pésame.

Fergus la cogió del brazo.

—Señorita Pennock, le agradezco que sea tan amable con esta maravillosa familia. Ya sabe lo que pensamos todos sobre ella.

Percibió la huraña mirada de Andrew Reed y giró para darle la mano.

—Les agradezco que hayan venido —agregó—. Señor Reed, me alegro que un hombre de su calibre también esté aquí.

—Déjese de idioteces, Austin —lo interrumpió Reed—. Puedo oler las grandes noticias, incluso al aire libre.

—¡Andy! —exclamó Clarissa Pennock—. ¡Realmente, en un momento como éste...! Fergus, cuéntenos ahora todo lo sucedido.

—Por ahora no hay nada que contar —explicó Fergus—. El Servicio de Guardacostas está buscando el cuerpo. Recemos para que lo encuentren.

“¡Oh, Cristo... si lo encuentran!”

—¿Dónde y cómo sucedió? —inquirió Andrew—. ¿No había otro yate por allí cerca?

^Desgraciadamente, ninguno —repuso Fergus.

“¡Si un simple bote hubiera visto al Gypsy entrando desde el otro lado de la isla...!”

—Debo llevar al señor Moses a su casa, con su familia —agregó—. Bajo estas trágicas circunstancias, tendrán que disculparnos. El señor Moses sufre una terrible impresión. Ya saben... sobre todo después de haber perdido un hijo en la guerra.

Andrew pestañeó. Esta táctica dificultaba la posibilidad de que él pudiera lanzar una brusca ofensiva. Sin embargo...

Fergus se dirigió a Clarissa Pennock:

»Señorita Pennock, me ocuparé de que usted pueda hablar con el señor Moses lo antes posible. Ya conoce la estima en que ellos la tienen. Le aseguro que él le estará agradecido en todo sentido.

La columnista sonrió resplandeciente. Fergus acababa de hacerle una gran promesa. Simón Moses se estaba convirtiendo en un hombre poderoso.

—Por supuesto, querido muchacho —repuso—. Puedes llamarme Clarissa. Todo Hollywood lo hace. Dale mis recuerdos al querido señor Moses.

Fergus la acompañó hasta su viejo Pierce Arrow convertible. El conductor negro, vestido con librea de alpaca negra, sudaba a causa del calor.

—Pobre Paul —dijo, sonriendo ante Fergus—, me gustaría poseer una limousine para que él pudiera estar más cómodo. Pero ya sabes cómo pesan los gastos en el salario de una pobre periodista.

Fergus la ayudó a entrar, pensando cuánto tendría que invertir Titán en un coche nuevo. Clarissa saludó con la mano y el coche se alejó.

Notó que Andrew intentaba espiar a través de las portañolas del yate y se alegró de haber cerrado las cortinas interiores antes de atracar. Pero estaba ansioso por alejar a Andrew Reed y caminó rápidamente, interponiéndose entre el periodista y el yate.

—Bien —dijo Andrew—, ¿el amante estaba a bordo? —¿De qué hablas? —inquirió Fergus.

—Ya sabes, el cowboy, Punch Weston. Todos saben que ella se encontraba con él en su choza del Desfiladero Laurel.

—Tonterías —afirmó Fergus—. Ella salía con un simpático joven encargado de los empalmes de Titán, un chico llamado Horace Ingram.

—No supondrás que creeré esa mierda —dijo Andrew—. Sin embargo, por ahora respeto tu intimidad. A propósito, tengo un amigo, un guapo joven al que le fue muy bien en el teatro neoyorquino... Todos coinciden en que es uno de los jóvenes más guapos de los Estados Unidos. Debiera trabajar en cine. Te agradecería que le echaras una mirada. Titán debiera contratarlo. En este momento está aquí.

Fergus le miró, pero terminó bajando los ojos.

—Mañana —agregó Andrew. No era una pregunta.

—Me ocuparé de ello —señaló Fergus.

—Se llama Leslie Charles —agregó Andrew. Hizo una señal al fotógrafo para que se fuera con él.

Durante la semana siguiente Punch Weston abandonó bruscamente la ciudad. Fue anulado de la nómina de estrellas de Titán, debido a problemas de salud, según se informó a la prensa. Para Titán esto supuso la pérdida de medio millón de dólares a causa del espectacular film del oeste que estaban preparando. Weston se retiró a la saludable extensión de su rancho en compañía de su esposa mexicana y sus tres hijos.

Se supo que Simón Moses delegaba cada vez más en su brillante y joven director de supervisión, Fergus Austin, la organización de Titán Films.

Clarissa Pennock tenía la exclusiva sobre las declaraciones de las estrellas de Titán, y basándose en la fuerza y el prestigio que esto le daba, se convirtió en una columnista cuyos artículos se vendían ampliamente a través de los sindicatos. Andaba por Hollywood en un Rolls Royce nuevo, hecho a medida. Explicó que se lo había regalado un admirador secreto.

Leslie Charles fue incluido en la nómina de actores de Titán. Era un joven esbelto y sensible, con gran experiencia teatral, que poseía la elegancia que necesitaban las películas. El departamento de publicidad dio a entender que los actores como Punch Weston eran demasiado burdos para la creciente sofisticación que las películas ofrecían al pueblo de los Estados Unidos.

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