Claudia

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Claudia

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Cumplidos ya los 65, el tano Antonio empezó a sospechar que, al paso que iba, nunca iba a llegar a cumplir el sueño de su vida: hacerse millonario.

Tampoco es que fuera pobre. Había llegado al país siendo un muchacho, sin un peso en el bolsillo, y con el tiempo se fue armando de una buena posición. Tenía una linda casa, un par de camionetas, la despensa... Pero guita, lo que se dice guita de verdad, nunca había llegado a tener.

Siempre estaba metiéndose en algún negocio nuevo. Fue verdulero, contratista de obras, repartidor de vino en damajuanas. Llegó a tener una parada de diarios en Rafael Castillo, fue dueño a medias de una parrilla para camioneros en Ciudad Evita y de un copetín al paso frente a la estación de Laferrere.

El Tano ponía todas sus energías en cada nuevo proyecto. Era capaz de trabajar veinte horas al día, y de privarse hasta de lo indispensable para hacerlos funcionar; pero, cuando parecía que al fin empezaba a levantar cabeza, siempre algo le pasaba: un socio lo traicionaba, o el dueño le aumentaba el alquiler; lo sorprendía un estallido inflacionario, el desvío de una ruta, o un incendio...

Nunca había tenido suerte, ésa era la verdad. Antonio conocía a muchos que, sin sacrificarse tanto, la habían pegado de entrada y se habían cansado de hacer guita. Paisanos suyos, sin ir más lejos, que empezaron igual de pobres y ahora tenían semejantes propiedades, negocios prósperos, obreros a patadas... Ahí estaba Pietrantuono, por ejemplo, que era dueño de la panificadora más grande de la Zona Oeste, con sucursales en todo el Conurbano; o Di Pietro, el de la distribuidora de bebidas, que tenía esos galpones gigantescos en el cruce de la ruta 3. A Antonio le hervía la sangre cada vez que pasaba con el Rastrojero frente a la distribuidora de Di Pietro y veía los Scania último modelo entrando y saliendo cargados hasta la jeta. A Di Pietro él lo conocía de cuando repartía verdura con un carro, cuando le decían Chichito. Ahora se había vuelto todo un potentado: hacía operaciones por miles de pesos todos los días, se trataba de che con todos los peces gordos del país. También a Antonio le vendía. No personalmente, claro. Antonio metía el Rastrojero de culata por la entrada del costado (reservada para los clientes más ratas) y esperaba a que los pibes le cargaran la caja con el pedido de todas las semanas: treinta damajuanas de tinto, veinte de blanco seco, quince de abocado...

Antonio rabiaba contra su suerte, estaba seguro de merecerse algo mejor. Porque si él, digamos, se hubiera dedicado al escabio, o la timba, vaya y pase. Si se hubiera pasado la vida corriendo atrás de las minas, un suponer, o si hubiera entrado en un puesto del gobierno, a rascarse las bolas treinta años seguidos, bueno, ahí sí, no tendría de qué quejarse. Pero a su edad, y después de todo lo que había cinchado, tener todavía que seguir levantándose a las seis de la mañana y andar corriendo todo el día atrás de un peso miserable...

La familia, eso también es cierto, jamás lo había acompañado. Su primera mujer murió al poco tiempo de casados y su único hijo, Darío, era un muchacho débil y enfermizo, que a los siete años se quedó tuerto jugando a los dardos con unos amiguitos. Antonio se había vuelto a casar. Su segunda mujer, Angélica, también era viuda cuando él la conoció, y tenía tres hijos: dos varones y una mujer. Antonio le había echado el ojo de hacía tiempo, desde antes de que terminara de morirse su primera mujer. La Viuda estaba en muy buena posición, tenía una casa de dos pisos en pleno centro de Laferrere, en la Avenida Luro, con dos locales comerciales que le dejaban flor de renta.

El noviazgo duró varios años. La Viuda no fue fácil de convencer, pero al final aflojó. Antonio se la llevó a vivir a con él a la calle Estanislao del Campo, un tierrerío al otro lado del arroyo que dos por tres se inundaba. Ahí nomás empezaron las desilusiones. La propiedad de la Avenida Luro estaba en sucesión y hasta que los hijos no fueran mayores no se podía tocar ni un zócalo. En su ingenuidad el Tano había pensado en poner a los muchachos a trabajar con él en el reparto de bebidas, y a la piba en la despensa, pero no hubo caso. Eran todos una manga de pendejos vagos y mal llevados. Cualquier cosa que les pedía que hicieran la hacían mal, o directamente no la hacían. Si los retaba, la madre se metía a defenderlos.

La peor de todas era la guacha, que nunca quiso abandonar la casa paterna, y desde allá metía púa contra él. Decía que el Tano era un tacaño y un bestia, le hacía burla por la manera de hablar; lo comparaba con su finado padre y le echaba en cara a su madre que se hubiera vuelto a casar.

Tanto rompía las pelotas que a veces la convencía, y Angélica terminaba armando el mono y yéndose con ella, de vuelta a la Avenida Luro. Antonio entonces tenía que largar todo para ir a buscarla y convencerla de que vuelva. Para qué me habré vuelto a casar, se lamentaba su mujer, si estaba tan bien así...

Él también se arrepentía, algunas veces. Su casa era un verdadero quilombo, había discusiones todo el tiempo. El único que la pasaba más o menos bien era su hijo, el tuertito Darío, que tenía un carácter especial y nunca se calentaba por nada.

Con el tiempo los hijos de Angélica se fueron yendo, formaron sus propias familias, pero cada tanto volvían a traer problemas y a pedir plata. El Tano tuvo un pre-infarto y el médico le dijo que, si no quería irse derecho para el jonca, tenía que bajar de peso, largar el faso y, sobre todo, alejarse de ese infierno de casa que tenía.

Así que Antonio liquidó todos sus negocios en Laferrere y se mudó con Angélica a un loteo que habían trazado hacía poco cerca de Cañuelas, en una zona semi-rural, al lado de la ruta 3.

 

* * *

 

Fue un gran cambio, y para bien. Todo era mucho más tranquilo que en la ciudad. El aire era más puro y no había tanto ruido. Cuando hacía calor la gente se iba a dormir dejando la puerta y las ventanas abiertas. Los chicos jugaban a la pelota en la calle. Por las mañanas pasaba el lechero con leche recién ordeñada y queso de los tambos. Había un verdulero que venía dos veces por semana en una chata y también un garrafero, porque en la zona no había gas natural. Por las tardes, después de la siesta, pasaba de vez en cuando un viejito con una canasta ofreciendo longaniza y salamines caseros.

Antonio se consiguió un ayudante y en un par de días levantó dos piezas, comedor, baño y cocina. Nunca había aprendido a usar muy bien el nivel ni la plomada, pero igual trabajaba a toda máquina, sin fijarse en los detalles. En la parte de atrás del terreno hizo un galponcito para las herramientas y un gallinero. Con unos elásticos de cama viejos armó un cerco para el huerto. Había aprendido de chico a cultivar la tierra y todas las mañanas salía a trabajarlo un rato antes de empezar con su jornada habitual.

Aunque nomás se había buscado un lugar para pasar tranquilo sus últimos años, el Tano pronto se encontró otra vez haciendo negocios. El barrio estaba en pleno crecimiento y ofrecía excelentes oportunidades. Todas las semanas se vendía algún terreno y se empezaba a construir una casita nueva. Al otro lado de la ruta se puso en marcha un plan de viviendas del gobierno: veintisiete monoblocks tres pisos, uno al lado del otro. La calle Pío XII se volvió un hormiguero de gente. Todo el día pasaban obreros de la construcción, peones que trabajaban en el horno de ladrillos, en la fábrica de dulce de leche, en los tambos o en las chacras. El Tano vio la oportunidad y con su habitual energía puso manos a la obra. Levantó en dos patadas un local en el frente del terreno y poco después inauguraron la despensa. Vendían fiambre, bebidas, comidas para llevar. Angélica atendía el mostrador y él iba dos o tres veces por semana a los mayoristas de Laferrere a conseguir ofertas. Cuando abrieron no tenían casi nada, de a poco fueron agregando mobiliario y mercadería. En un remate el Tano compró una heladera mostrador en estado bastante aceptable, un horno pizzero, dos balanzas. Angélica preparaba matambre casero y freía las milanesas para vender después los sánguches en el mostrador.

Fue un golazo. La comida era fresca, la atención buena, y como en la zona no había competencia podían hacer una buena diferencia con los precios. Al mediodía los obreros de los monoblocks cruzaban la ruta y venían a buscar vino en damajuana, choripán, sánguches de toda clase. Los viernes por la tarde, después de cobrar, los bolivianos del horno de ladrillos llegaban y les pelaban el boliche: fiambre, pan, prepizzas, cajones enteros de cerveza... A pesar de tanto movimiento, cuando el horario de trabajo terminaba el barrio volvía a quedar tan tranquilo como antes. Era un poco como vivir en el campo, porque haciendo un par de cuadras la urbanización se terminaba y se salía a campo abierto, a unos pastizales repletos de perdices y a una lagunita que dos veces al año se llenaba de patos. Antonio era un apasionado de la caza, se había traído de Buenos Aires una carabina del 22 que era una maravilla, una escopeta Sabatti de dos caños y una perra de caza que él mismo entrenó. Angélica se trajo solamente a Claudia, una chica sordomuda y media retrasada que la ayudaba en las tareas del hogar.

 

* * *

 

Los primeros años fueron muy buenos. Antonio se compró una F-100 usada, renovó las instalaciones, consiguió una balanza electrónica y una heladera para bebidas con mayor capacidad. Sabía que nunca iba a llegar al nivel de un Pietrantuono o de un Di Pietro, pero le alcanzaba como para ir tirando, y hasta para ir guardando unos verdes abajo del colchón.

Después llegó la crisis y se vino todo abajo. Se paró la construcción. La fábrica de dulce de leche se fundió y los tambos fueron cerrando uno tras otro. Las chacras dejaron de ser rentables. El horno de ladrillos quedó abandonado y los bolivianos se dispersaron por los cuatro vientos. Para entonces la despensa no dejaba mucho que digamos. La gente andaba sin un peso, y además se habían abierto en el barrio un montón de boliches nuevos. En la esquina de la ruta, a media cuadra nomás, se inauguró un supermercado que terminó de robarles toda la clientela. Eso sin contar que muchos ya ni se molestaban en hacer las compras en el barrio. Se tomaban el 88 y se iban a dejar el sueldo entero en los hipermercados de Casanova o San Justo. Recién a fin de mes, cuando andaban sin un peso, aparecían a comprar dos o tres pavaditas, o caían a pedir fiado y no volvían nunca más.

La salud del Tano se empezó a desmejorar. Le hicieron hacer unos estudios que no salieron nada bien. Dos veces lo dejaron internado en el hospital de La Plata y las dos veces se escapó. Angélica tuvo que encargarse personalmente de cuidarlo. Le preparaba las comidas recetadas por el médico, le andaba atrás para que tomara los remedios. Dos veces por semana tenía que llevarlo a terapia. Era flor de viaje: había que levantarse a las cinco de la mañana, tomar dos colectivos para ir y otros dos para volver. Ya no podían atender la despensa y tuvieron que cerrar. Al local se lo alquilaron a un tipo que vendía artículos importados: ollas, juguetes, relojes y porquerías chinas de toda clase.

Los primeros tiempos el Tano no quería saber nada. Se rebelaba contra todo y contra todos, era de lo más difícil de aguantar. Lo volvía loco tener que quedarse todo el día ahí quieto, sin poder hacer nada. Por la noche no podía dormir, se pasaba las horas mirando una grieta en el techo o una mancha de humedad. Tenía tantas cosas dando vueltas en la cabeza, tantos proyectos. De a poco se empezó a acostumbrar. Por las tardes, cuando no hacía tanto calor ni tanto frío, sacaban una reposera al patio y ahí se quedaba Antonio, con la nariz embadurnada de protector solar, anteojos negros y las piernas tapadas con una frazada. La sordomuda se quedaba para hacerle compañía. Le cebaba mate, le alcanzaba alguna cosa que le hiciera falta. Con la vista perdida en la lejanía, el Tano se entibiaba al sol como un lagarto y evocaba el sol de su infancia, el color de las montañas de aquel pueblito al que la guerra casi había pasado de largo. Una sarta de imágenes le venían a la mente en esos momentos. Recuerdos inconexos, cosas que, si le hubieran preguntado, no hubiera sabido cómo explicar.

Se volvió más espiritual. Aunque siempre había pensado que las religiones eran sólo un curro para sacar guita, empezó a interesarse él también por las cuestiones eternas, por el destino de su alma y el Más Allá. Escuchaba por televisión los mensajes del Pastor Giménez. Empezó a leer la Biblia, o mejor dicho a descifrarla, porque nunca había aprendido a leer bien el castellano, ni siquiera a hablarlo. Empezó a ir a misa los domingos, a una capilla sin terminar que un cura joven estaba construyendo al otro lado de la ruta. El Tano oía los sermones entre bolsas de cal y de cemento, se daba el beso de la paz con sus vecinos, comulgaba. Hasta se hizo amigo del curita, a quien dio algunos consejos acerca de cómo aprovechar mejor los materiales, o cómo resolver de manera sencilla alguna terminación complicada.

En la última semana tuvo una repentina mejoría. Se sintió otra vez lleno de energía y se puso a hacer nuevos planes y proyectos. Puso en marcha otra vez el Rastrojero —a la Ford la había tenido que vender— y se fue al corralón del 35 a buscar cal, ladrillos y otros materiales. Se consiguió al boliviano Lorenzo y juntos empezaron a levantar otro local al lado del que ya estaba, dejando un pasillo en el medio para entrar la camioneta. ¿Lo hacía para dejarle otro ingreso a Angélica, o porque realmente pensaba que se iba a salvar? De todos modos no llegó a terminarlo. Antes de la última recaída le pidió a su mujer que lo acompañara a Luján. Se fueron en remís hasta la Basílica y ahí el Tano le pidió a la Virgen que lo ayudara a zafar. No lo consiguió, pero al menos murió tranquilo. Sin dolor, en paz. En paz consigo mismo y con los demás, sin el veneno de la envidia que durante tantos años había sentido hacía quienes habían tenido mejor fortuna que él.

 

* * *

 

Las mujeres se quedaron solas. Les costó acostumbrarse, al principio. Angélica la pasó mal las primeras noches. Tenía miedo de soñar con el finado, se despertaba asustada. Claudia dejó su pieza en el fondo y se fue a dormir a la cama grande con ella. Su habitación pasó entonces a usarse como depósito de cachivaches. Ahí fueron a parar la heladera mostrador, las dos balanzas, las bandejas para pizza, los envases.

Tuvieron que acostumbrarse a vivir de otra manera. A cambiar algunos hábitos, adaptarse a sus pocos ingresos. Se iban a dormir temprano y se levantaban temprano también. Por las mañanas, si hacía mucho frío, se lavaban por turnos en un fuentón en la cocina, que era menos fría que el baño. Claudia elegía la ropa que se iba a poner ese día, se cepillaba el pelo. Le gustaba cambiar de look, copiar el peinado de alguna cantante o modelo de moda. Cuando al fin terminaba de arreglarse salía a darle de comer a las gallinas, que ya la esperaban impacientes, amontonadas contra la puerta de atrás. Angélica se levantaba un poco después y preparaba el desayuno: mate para ella, café con leche para Claudia. Cortaba en rebanadas el pan del día anterior y ponía a hacer las tostadas sobre la planchita. Angélica las comía así nomás, y se fijaba que la Mudita no le pusiera a las suyas demasiada manteca y mermelada. A Claudia le encantaba lo dulce, pero el médico había dicho que había que cuidarla porque tenía tendencia a la obesidad.

El invierno llegaba a su fin, los días se volvían más largos. Cada mañana, mientras remendaba alguna ropa o tejía a dos agujas, Angélica escuchaba las noticias en la radio. Claudia pegaba una barrida, hacía la cama. Las dos iban de compras juntas, preparaban la comida. A la hora de la siesta Angélica se iba a echar una horita mientras Claudia se quedaba lavando los platos y mirando la telenovela. Entendía todo lo que pasaba, aunque no pudiera oír los diálogos, y cuando la muchacha abría la puerta y encontraba al galán besándose con otra, Claudia se quedaba paralizada, con la boca abierta, la esponja todavía en la mano y los guantes de goma chorreando espuma sobre las baldosas.

Los domingos se ponían bien pitucas y se iban a la iglesia. Habían agarrado la costumbre de cuando acompañaban al Tano, ayudándolo a cruzar la ruta una de cada brazo. Los sermones del cura era bastante petardistas. Criticaba a los políticos y al modelo económico, que dejaba cada vez a más gente sin trabajo. Les daba con un caño a los ricos y a quienes se negaban a ayudar a los más necesitados. A Angélica no le gustaba esa palabrería. En el fondo seguía teniendo alma de comerciante, y pensaba que si uno trabaja no tiene por qué regalarle la plata a los demás. Un cura no debía meterse en política, pensaba: tenía que dedicarse a dar la misa y nada más. No es de extrañar que lo hubieran trasladado a este rincón perdido, aunque había que reconocer que hacía cosas buenas también. Mantenía un comedor para la gente más pobre del barrio, un hogar para madres solteras, y estaba construyendo una casita para los viejos abandonados. Claudia empezó a ir dos veces por semana a dar una mano en el comedor, a preparar el arroz o la polenta, a lavar las ollas. Cuando recibían una partida de ropa usada ayudaba a clasificarla, a coser algún botón si hacía falta. Era muy voluntariosa. Enseguida se hizo amiga de la señora que dirigía el grupo de mujeres, que le ayudó a tramitar un pase para viajar gratis en el colectivo y una pequeña pensión por discapacidad. Por consejo suyo Angélica la anotó en un centro para sordomudos que se había abierto en el centro de Cañuelas. Claudia hizo grandes progresos. En poco tiempo aprendió lo básico del lenguaje de señas, mejoró mucho su nivel de lectura y de escritura. Empezó a tomar más confianza en sí misma, a salir sola. Los viernes por la tarde se iba a dar una vuelta por la plaza principal de Cañuelas. Tomaba un helado, miraba las vidrieras. También Angélica salía por su cuenta. Una vez por semana se iba a Laferrere a hacer alguna compra y a ver a los nietos. Era todo un viaje. Tenía que tomarse el 88 hasta el cruce del 29 y de ahí esperar el 378 ó el 620. Sus salidas nunca coincidían con las de Claudia. Siempre buscaban que una de las dos se quedara para no dejar la casa sola. En el barrio había mucho robo. Los pendejos de los monoblocks cruzaban la ruta y daban vueltas todo el día por la calle, viendo qué se podían afanar. Choreaban los estéreos de los autos, las bicicletas, lo que sea. A una familia que salió el fin de semana le dejaron la casa pelada. Al viejito de la longaniza le pegaron un palo en la cabeza y le robaron hasta la canasta. Cualquier día, Dios no permita, se las daban a ellas. Todo el mundo sabía que en esa casa había dos mujeres solas que no tenían cómo defenderse. ¿Qué podía pasar si llegaban a enterarse de que aún tenían la plata de la venta del Rastrojero? Angélica no quería ni pensar. Por las noches dormía sobresaltada, se despertaba de cualquier ruidito. A veces sacudía a Claudia para avisarle que alguién trataba de entrar a la casa. ¡Esta vez era en serio! Para dejarla contenta la Mudita se levantaba y se iba caminando medio dormida a la cocina. Descolgaba la escopeta, abría la ventana de atrás y tiraba dos o tres tiros para el lado del descampado. Después volvía, se tapaba hasta la cabeza y seguía durmiendo como un tronco.

Angélica la encontraba distinta. Aunque creía conocerla muy bien, a veces se sorprendía al notar en ella un aire soñador que nunca le había visto. De pronto dejaba lo que estaba haciendo y se iba a jugar al patio con la perra, o daba vueltas descalza por el jardín, tarareando una especie de canción que ella misma se había inventado. Angélica la observaba desde la ventana de la cocina y se preguntaba si la Mudita no estaría enamorada.

 

* * *

 

Poco después las cosas se complicaron. Los ingresos se redujeron de manera abrupta porque el único inquilino, el gordo de los artículos importados, dejó de pronto de pagar el alquiler. Primero se atrasó unos días, ganó tiempo con un cheque sin fondos y al fin se negó lisa y llanamente a seguir pagando más. Dijo que el local estaba en malas condiciones, que había tenido que gastar una fortuna en arreglos y que si querían sacarle un peso iban a tener que proceder por vía judicial. Todo esto resultó un dolor de cabeza para Angélica, que no entendía nada de abogados ni tenía con qué pagarlos. Hasta entonces habían sido siempre sus maridos los que se ocupaban de esas cosas.

Fue una época difícil. La pensión de Claudia no daba para mucho, si es que se la pagaban, y Angélica no cobraba jubilación porque nunca alcanzó a completar los aportes. Tuvieron que achicar los gastos: dejar de ir cada dos semanas a la peluquería, dar de baja el cable, no comprar más revistas con chusmeríos de los artistas. Para conseguir un mango Angélica empezó a hacer pastelitos y a venderlos por la calle. Claudia consiguió unas changas cuidando bebés y haciendo la limpieza en casa de una vecina. No se quedaban quietas ni un minuto. Por las noches la Vieja tejía escarpines y gorritos para bebés que Claudia después colocaba en los negocios de la zona. La Mudita era una excelente vendedora, persuasiva e insistente, aunque Angélica sabía que muchos le compraban nomás por lástima, porque era sordomuda o porque sabían la situación por la que estaban pasando.

Tenían que arreglarse como fuera, no tenían a quien recurrir. Los hijos de Angélica (que cuando el Tano vivía venían de visita todos los fines de semana, y en las vacaciones les dejaban los nietos semanas enteras) se borraron olímpicamente. Es verdad que tampoco tenían mucho con qué ayudarla. Uno estaba desocupado desde hacía dos años y el otro, con el kiosquito, apenas si sacaba para ir tirando. Con la hija directamente no contaba, hacía años que no se hablaban. Una vez que vino a verla se pelearon y no volvió nunca más.

Un estudio jurídico de San Justo se hizo cargo de su caso, prometiéndole expulsar al inquilino y cobrar la deuda cuanto antes. Los honorarios, por supuesto, correrían por cuenta del demandado, pero por el momento les iban a hacer falta mil quinientos dólares para empezar los trámites. A Angélica no le quedó otra que echar mano a las reservas, que de todos modos no iban a durarle para siempre. Pero expulsar al Gordo no resultó tan fácil, y menos aún cobrarle. El tipo era flor de bicho, se conocía todas las triquiñuelas para esquivar las citaciones judiciales y conseguir una postergación atrás de otra. De los dos garantes que presentó en el contrato de alquiler uno ya estaba embargado hasta las tejas, y el otro directamente no existía.

El tiempo pasaba y el asunto no se movía. Angélica iba todas las semanas a pinchar al abogado. Se tomaba el 88 hasta la rotonda de San Justo y se le instalaba en la sala de espera, por más que la secretaria le dijera que no estaba o que no la podía atender. Dos años tardó el caso en llegar a manos del juez, y cuando parecía que estaba por salir la sentencia desapareció el expediente. Hubo que empezar todo de nuevo. Otra vez de acá para allá, gastando plata en sellados, en cartas documentos, en boletos de colectivo... El abogado pidió dos lucas más pero Angélica ya había tocado fondo. Con Claudia hacían malabares para sobrevivir. La Mudita se iba casi todos los días al comedor de la iglesia, y no sólo a ayudar. Aunque por regla general nadie podía llevarse nada a la casa, a Claudia la dejaban irse con un táper con comida para Angélica, que prefería morirse de hambre antes que dejar que la vieran comiendo de favor.  Lo que más la envenenaba era que el culpable de todas sus desgracias estuviera ahí mismo, tener que verle la cara cada vez que entraba y salía de su propia casa. No todo el tiempo, a decir verdad, porque el Gordo tenía varios locales más que controlar. Uno en el centro de Cañuelas, otro en Virrey del Pino y otro en el kilómetro 38, en la rotonda del Barrio Esperanza. Era toda una cadena, El Barato del Oeste, se llamaba: siempre estaban pasando la propaganda por la FM de Cañuelas o por el Canal 26. Compare nuestros precios, decía, no lo va a poder creer. También, si a todos los provedores les pagaba como a ella... A la sucursal de la calle Pío XII venía una o dos veces por día, aunque siempre a una hora diferente, para que no lo pudieran marcar. Angélica de todos modos lo espiaba desde la ventana, y cuando veía que el Gordo estacionaba el Chevy amarillo (tenía otro auto más nuevo, pero no lo traía desde que la Mudita se lo rayó de punta a punta con un clavo), apenas lo veía llegar, Angélica salía y le cantaba las cuarenta. No le da vergüenza, le decía, pedazo de estafador, sinvergüenza... La Vieja le citaba párrafos enteros de la Biblia. Tuercen el derecho y se burlan de la justicia, le decía, roban el pan a la viuda y al huérfano... Angélica lo amenazaba con el Castigo Divino en forma de fuego y azufre, pero al Gordo no se le movía un pelo, y cuando escuchaba lo del fuego y el azufre se reía a las carcajadas.

 

* * *

 

Pero el Castigo Divino, si eso es lo que fue, se manifestó de manera mucho más modesta. Una mañana se apareció por allí su hijastro Darío, al que no habían vuelto a ver desde el entierro de Antonio. Angélica no le tenía ningún aprecio porque Darío había sido siempre un vago y un vividor. En los treinta y pico de años que tenía nadie lo había visto nunca agachar el lomo. Con la excusa de que era débil y le faltaba un ojo su padre lo había malcriado, dándole todos los gustos sin pedirle nunca nada. Darío vivió siempre a costillas del viejo, y ahora que Antonio no estaba nadie sabía muy bien cómo se las rebuscaba. A la casa de la calle Estananislao del Campo la había convertido en una especie de conventillo, un aguantadero de gente de la peor calaña. Todo el día entraban y salían elementos de lo más sospechosos. Por las noches se jugaba a las cartas por plata, a los dados y vaya a saber qué más. Los autos llegaban en mitad de la noche. Cualquiera era bienvenido si se aparecía con un par de botellas de cerveza o un atado de puchos. Se escuchaban ruidos hasta cualquier hora, música a todo volumen, risotadas. No dejaban dormir a nadie, y si algún vecino iba a quejarse enseguida lo invitaban a participar. A más de uno lo habían llevado por el mal camino de esa forma. Hombres de trabajo, chicas de su casa que empezaban a juntarse con ellos y caían en el descrédito, la bebida y la vagancia.

Todo eso no lo vio Angélica con sus propios ojos, pero una vecina le contó, una vez que se encontraron haciendo compras en el centro de Laferrere. Le dijo que Darío vivía con dos mujeres, hermanas para colmo, la mayor ya casada y con hijos, que a su vez tenía al marido acovachado en la piecita de atrás.

Al Tuerto, sin embargo, las habladurías parecían tenerlo sin cuidado, y se apareció por lo de Angélica casi al mediodía, con todas las intenciones de quedarse a comer. Angélica no pudo haberlo recibido de manera más fría, pero la Mudita estaba loca de contenta. Se puso a hacerle fiestas, preparó mate y le ofreció los últimos bizcochitos que quedaban. Cómo hará el espantapájaros para tener semejante efecto sobre las mujeres, se preguntaba la vieja. Era feo hasta decir basta. Flaco, arrugado como un mono, encima tuerto. Claudia estaba copada con él, Mushi mushi mushi, le decía, y le explicaba por señas un montón de cosas que él sólo fingía entender. Angélica tuvo que intervenir para pedirle que se tranquilizara. En realidad desconfiaba. Conocía muy bien a su hijastro y sabía que si se había aparecido así de la nada, después de tanto tiempo, por algo era.

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