Claudia

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Claudia

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No se equivocó, porque después de algunos mates y un par de frases amistosas el Tuerto mostró la hilacha. Empezó contando una historia complicada acerca de un amigo suyo que cultivaba pomelos en un campo en Entre Ríos. Y le iba todo muy bien, decía, hasta que de repente se aplastó una pata cambiándole la rueda a un tractor. No pudo seguir trabajando en el campo y le embargaron la propiedad; tuvo que venirse a Buenos Aires, donde vivía con una hermana suya que trabajaba de cajera en el Coto de González Catán... Angélica no entendía nada, ni le importaba tampoco. Sabía que la cháchara de Darío era sólo para embarullarla y apenas si le prestaba atención. La irritaba la voz del Tuerto, que parecía el chillido de una gallina que la están acogotando. Una gran desgracia, decía Darío. Ahora estaba por abrir una rotisería en el 24 setecientos, en el cruce de la Carlos Casares, pero le estaban haciendo falta algunas instalaciones. Un horno pizzero, de repente, un par de heladeras, las bandejas... Darió se acordó entonces de las cosas que le habían quedado a Angélica después de cerrar el boliche. ¿Las tenía todavía? Sí, le contestó la viuda, y bien guardadas que están. ¿Y por qué no las vende? le preguntó Darío. ¿Por qué? Porque todos los que aparecen a comprarlas son unos avivados. No le ofrecían ni la cuarta parte de lo que ellos las pagaron diez años atrás. Todos sabían que era un viuda sin recursos, con una criatura enferma que cuidar, y querían aprovecharse. Bueno, dijo Darío, usted sabe que con el tiempo esas cosas se desvalorizan, más ahora que tantos negocios están bajando la persiana. ¡Pero si está todo nuevo, apenas si lo usamos! Mmm, eso dice usted, pero si se fija, se va a dar cuenta que, de repente... No señor, dijo la Vieja, a tu papá y a mí nos costó mucho sacrificio comprar todo esto, y yo no se lo voy a regalar al primer avivado que aparezca.

Darío ni pensó en darse por aludido. Terminó el mate lo más tranquilo y se lo pasó Claudia, que le echó dos cucharadas de azúcar y lo volvió a llenar. No sé, dijo el Tuerto, yo pensé que, de repente, podía arreglar un buen negocio para usted y para el chico éste. Un muchacho excelente, se merece otra oportunidad. ¿Y cuánto ofrece el muchacho excelente? preguntó la Vieja. Ahí está el problema, dijo Darío. El caso es que ahora mismo está sin un peso, pero en cuanto abra y empiece a trabajar... Angélica no lo dejó ni terminar. Ya sabía que algo te traías bajo el poncho, le dijo. Pedazo de tránfuga, ladino. ¿Así que directamente querés que te lo dé todo gratis? No, bueno, gratis no, le dijo el Tuerto, pero yo pensé que, como estaban las cosas ahí abandonadas, de repente... ¿Pero vos no tenés ni una gota de vergüenza, venir a aprovecharte vos también? Vago recalcitrante, sinvergüenza... Angélica le dijo de todo menos que era lindo, y como la Mudita se metió a defenderlo la echó a empujones para el patio.

Cualquier otro se hubiera ofendido y se habría mandado a mudar, pero a Darío no se le movió ni un pelo. La dejó que se despachara a gusto y siguió tomando mate ahí lo más pancho, echado para atrás en la silla. Escuchó una por una las quejas de la Viuda, relatadas de manera más bien inconexa: el momento terrible que estaba pasando, el inquilino que no le pagaba, su situación judicial. ¿Era justo todo eso? le preguntó la Vieja, como si fuera él el responsable. ¿Acaso no se merecía una vejez tranquila, después de haber trabajado como una burra toda la vida? Tener que pasar tantas estrecheces, vivir prácticamente de la caridad... El Tuerto la escuchaba sin hacer comentarios, cebándose cada tanto de un termo que decía Recuerdo de Villa Carlos Paz.

Cuando al fin dejó de hablar Darío siguió un rato más callado. Parecía reflexionar. ¿Así que todo el problema venía por un tipo que no le quería pagar? ¿Por qué no le había avisado antes? Para él era evidente que el abogado se había vendido a la parte contraria. Seguro que él mismo le pisaba el expediente en Tribunales. Por ese lado no podía esperarse nada, dijo el Tuerto. Pero, si ella estaba de acuerdo, él conocía a una gente que, por unos pocos mangos, le arreglaba el problema en dos patadas. Angélica no se hizo ilusiones. ¿Qué influencia podía tener un pelagatos como Darío en el ámbito judicial?

Un rato después, cuando se animó a volver, Claudia los encontró a los dos muy amigos charlando. Angélica parecía mucho más calmada, y escuchaba con atención lo que le decía Darío, gesticulando y moviendo para todos lados sus manos esqueléticas. Intrigada, la Mudita se preguntó de qué podrían estar hablando.

 

* * *

 

Eso pasó un jueves o un miércoles. Al lunes siguiente Darío volvió con un fletero en una Chevrolet ‘68. En la parte de atrás traían varias cajas de cartón, un colchón de dos plazas y una familia de rumanos recién bajados del avión. Cayeron a media mañana, cuando el Gordo no estaba, y en un periquete dejaron a los rumanos instalados con todos sus bártulos en medio del local. La encargada protestó pero no le llevaron el apunte. Al parecer los recién llegados no hablaban ni una palabra de español. Alguien le avisó por teléfono y al rato llegó el Gordo hecho una furia. Venía dispuesto a echar a patadas a los intrusos, pero el Rumano no se dejó intimidar. Era un sujeto delgado, de rostro grisáceo y enormes bigotes. Dueña permiso, nosotros queda, decía. Sentada en el colchón, la mujer lo defendía a los gritos en su idioma. El bebé lloraba con todas sus fuerzas y el nenito daba vueltas por el local toqueteando todo lo que estaba en las estanterías.

Llegó la policía. Sin asustarse, el hombre de los bigotes mostró un pasaporte de Bosnia-Herzegovina que vaya a saber qué decía, y la copia de un comodato firmado por Angélica que los autorizaba a permanecer en el local. Dueña permiso, nosotros queda, repetía. Los canas no quisieron quilombos. Informaron por radio de la situación, se subieron al patrullero y se las tomaron. El Gordo puso el grito en el cielo. Amenazó a los rumanos y trató de hacer de las suyas pero no le dieron bola. Los rumanos —o lo que fueran— parecían gente curtida, quién sabe lo que habían pasado en esos países antes de venir. Instalados en el colchón dormían, fumaban o tomaban té del samovar. La mujer le daba el pecho al bebé. El nene tocaba el día entero la misma melodía lastimera en una acordeón chiquito al que le faltaban unas teclas. No se metían con nadie pero no se iban, y cuando trataron de negarles el acceso al baño amenazaron con hacer sus necesidades en mitad del local. Los clientes que venían a comprar se asustaban. Decían ¡Gitanos!, daban media vuelta y salían disparando. El Gordo iba y venía, fumaba como escuerzo y los amenazaba con terribles consecuencias. No sabía qué hacer. Tratar de arreglarlos con unos mangos no tenía sentido, porque al otro día podían traerle a otros peores. Por primera vez en años abrió la tranquera y tocó timbre en lo de Angélica, para proponer un arreglo, pero la Mudita salió y lo corrió a escobazos.

Dos días tardó en darse por vencido, traer un camión y llevarse todas sus mugres. Angélica corrió a la farmacia y llamó por teléfono a Darío, que volvió con la Chevrolet y cargó en la caja a los rumanos con todos sus petates. Según habían arreglado, el Tuerto volvió más tarde a buscar el horno pizzero, la heladera y las demás instalaciones. Eso iba a alcanzar para cubrir los gastos del operativo, le dijo. Los traslados, el servicio de los gitanos y demás. Seguro que también iba a sacar una buena tajada para él, pensó Angélica, pero bueno, se lo merecía. Antes de irse el Tuerto se encargó también de ubicarle en el barrio a un cerrajero, que sacó las cerraduras de la puerta, se las llevó y volvió a traerlas más tarde con la combinación cambiada. Era de noche cuando el hombre terminó de trabajar. Hizo palmas delante de la tranquera para entregarle a Angélica las nuevas llaves y presentarle la factura. Angélica se sorprendió. Pensé que mi hijastro ya le había pagado, le dijo. No, señora, a mí nadie me pagó nada. Uy uy uy... La viuda reconoció que en ese momento no tenía un peso, pero si pasaba la otra semana, ella sin falta iba a arreglarle. El cerrajero se rascó la cabeza y sonrió desencantado. ¿Qué podía a hacer ahora que el trabajo ya estaba hecho? Ya sospechaba él que en ese tuerto no se podía confiar. Usté no se preocupe, le dijo Angélica. Si yo le digo que la plata va a estar, es porque va a estar. Preguntelé a cualquiera en el barrio quién soy yo y le van a decir.

Y así fue. Diez días después el cerrajero pasó y cobró peso sobre peso. Vio que el local seguía desocupado y sólo por curiosidad preguntó cuánto pedía por el alquiler.

 

* * *

 

El trato fue el siguiente: un precio más bajo del que pagaba (o debía haber pagado) el inquilino anterior, aunque eso sí, esta vez no podía haber demoras ni excusas de ninguna clase. La guita tenía que estar sí o sí antes del 10 de cada mes, llueva, truene o caigan rayos.

Angélica y el Cerrajero firmaron el contrato en la cocina, mientras Claudia pelaba las papas. La Viuda no pudo pedir llave ni dos meses de depósito, como se hacía habitualmente. Tuvo que conformarse con que el Cerrajero le pagara el mes por adelantado y gracias, porque con la malaria que había había locales vacíos por todos lados, no podía andar haciéndose la fina. Pero eso sí, dijo Angélica, si otra vez querían engañarla, si pensaban que iban a volver a aprovecharse de ella porque era una viuda sin recursos y con una criatura a su cargo, ella no iba a andar otra vez perdiendo el tiempo con jueces o abogados. Ahí tenía la escopeta de su marido, y sabía cómo usarla. El Cerrajero miró la Sabatti de dos caños colgando de la correa grasienta y miró otra vez a Angélica. Por un momento pensó que no le hablaba en serio, pero la expresión sanguinaria de la Vieja le dio a entender que no bromeaba.

Esa misma tarde el nuevo inquilino trajo sus herramientas y se puso a trabajar. Tapó con yeso los agujeros dejados por los tarugos, pintó el techo y las paredes, colocó guías para los estantes. Armó con machimbre los mostradores y la vidriera, trabajó a conciencia varios días hasta dejar todo diez puntos. Se hizo instalar una línea de teléfono y, para promocionarse, repartió su tarjeta por todos los negocios del barrio.

Inauguró oficialmente un martes, porque no era supersticioso, y al rato nomás de abrir ya entraba el primer cliente. El lugar había quedado muy bien presentado. Sencillo pero prolijo. Muestrarios de llaves bien acomodados, cerraduras de distintas clases, accesorios. Para facilitar la atención el Cerrajero había escrito con fibrón carteles que decían cosas como BIENVENIDOS, LUNES A SÁBADOS 8 a 13 / 16 a 20hs, GRACIAS POR SU VISITA, VUELVA PRONTO.

Era un hombre de unos cincuenta y tantos años, más bien reservado, que usaba chalecos de lana de colores chillones, gorro a pompón y bufanda, aunque no hiciera tanto frío. Llegaba cada mañana un rato antes de las ocho, con un pucho entre los labios y el diario bajo el brazo. Mientras esperaba a los clientes se lo leía de cabo rabo detrás del mostrador, sentado junto a un calentador a kerosén. Le gustaba estar bien informado. Por las tardes, si el tiempo lo permitía, salía un rato a la vereda a estirar las piernas y a charlar con la gente que pasaba. El Cerrajero saludaba, hacía algún comentario acerca del clima y al rato nomás ya estaban hablando de fútbol, de política o del crimen de la semana. A veces hasta se animaba con un chiste, aunque a decir verdad no tenía mucha gracia. No los sabía contar. Se enredaba en mitad de la historia, o se olvidaba de una parte y tenía que volver atrás. Los que lo escuchaban muchas veces no entendían nada, y se reían nomás por compromiso, pero a él no parecía importarle. Cuando iba a comprar cigarrillos le decía al kiosquero cosas como ¿Tiene caramelos sueltos? ¿Y por qué no los ata? A la coreana del supermercado, que no tenía el menor sentido del humor, le preguntaba ¿No vio quién dobló la esquina? Cuando yo llegué ya estaba doblada... Si pasaba alguna joven del brazo de la mamá, el Cerrajero ponía cara de soñador y les soltaba algún piropo cursi que resultaba igual de halagador para las dos.

Fidel, se llamaba. Pero no tengo nada que ver con el de Cuba, decía. La gente se reía a sus espaldas de sus chistes malos y sus chalecos extravagantes, pero en el fondo lo apreciaban. En pocas semanas se hizo de más conocidos que Angélica en los diez años que llevaba en el barrio, y eso que ella también había atendido un comercio. También con la Vieja se encontraba cada tanto, cada vez que ella salía con Claudia a hacer los mandados o iba a alguna parte. No hablaban gran cosa. Qué tal, Buen día y nada más. Angélica prefería no darle mucha confianza, no sea que el tipo buscara amistad para después hacerse el piola y no pagar el alquiler. Eso era lo mejor, mantener las distancias. Ella ya conocía a muchos que parecían muy buenitos y al final... Sin embargo, con el Cerrajero jamás tuvo problemas. Sea porque se tomó en serio la amenaza de la Viuda, o nomás porque era una persona decente, el tipo nunca dejó de pagar puntualmente. El día 5 de cada mes, el 6 ó el 7 a más tardar, Angélica sentía los ladridos y ya sabía que era el Cerrajero que venía a traer la plata del alquiler. Fidel cruzaba el caminito de ladrillos del jardín, dando un pequeño rodeo al pasar frente a la cucha de la perra, que se le iba encima hasta donde se lo permitía la cadena. Tocaba el timbre y cuando Angélica salía él le daba los buenos días y le entregaba los billetes sujetos con una bandita de goma. Angélica no lo hacía pasar. Lo recibía en la entrada nomás, y mientras el Cerrajero le hacía un comentario sin importancia ella contaba delante de él los billetes y los revisaba a contraluz, no sea que estuviera tratando de enchufarle alguno falso. Recién entonces se iba adentro y lo dejaba esperando en la puerta mientras preparaba el recibo.

Era un inquilino ejemplar, y por suerte el trabajo no le faltaba, porque con el chorrerío que había todo el mundo tenía que vivir encerrado. Metían más cerraduras en las puertas, más rejas, más candados. Era el único lado ventajoso de la inseguridad.

 

* * *

 

También Angélica tuvo que solicitar los servicios del Cerrajero una vez. Lo mandó a buscar con Claudia porque la puerta del frente se trababa. Había que insistir un montón para hacer girar la llave, en cualquier momento se quedaban encerradas. Fidel llegó con su valijita pasado el mediodía. Sacó la cerradura, se la llevó a su casa y la trajo de vuelta más tarde, bien aceitada y funcionando. La colocó en la puerta con dos remaches pop y ya que estaba limó un poco el marco para que el pistillo se deslizara sin problemas. Mientras trabajaba le contó a Angélica algo de su vida. Le dijo que había trabajado muchos años en EnTel, la empresa telefónica del Estado, pero con la privatización lo dejaron de patitas en la calle. Cierto es que había recibido una buena indemnización. Con eso pudo comprarse el departamento y las herramientas para empezar su propio negocio. Hacía seis años ya que tenía la cerrajería en el living de su casa, y ésta era la primera vez que probaba suerte en un local comercial. Fidel contó que él también era viudo, aunque no tenía hijos. Sí una hijastra, ya grande, que estaba casada con un suboficial de la Armada. Cada tanto venían a visitarlo. No tiene de qué lamentarse, le dijo Angélica. Para lo que sirven los hijos. Cuando las cosas andan bien andan todo el tiempo dando vueltas, a ver qué pueden sacar. Cuando uno está mal y los necesita, ni aparecen. A ella no venían nunca a visitarla. Si quería ver a los nietos tenía que ir ella para allá. Mil veces les pidió que vinieran a arreglarle el depósito del inodoro, que perdía y había que andar echando agua con un balde. Sí, vieja, le decían, quedate tranquila que este fin de semana voy. Todavía los estaba esperando.

Una vez terminado el trabajo Fidel le pidió que probara la cerradura. Había quedado perfecta. No quiso cobrar nada por la reparación pero Angélica insistió. No señor, le dijo. Usted vive de su trabajo y no tiene por qué andar haciéndolo gratis. En realidad desconfiaba. No quería que después, por un arreglo mugriento, el tipo buscara excusas para no pagar el alquiler. Fidel terminó aceptando, aunque pasó un precio ridículamente bajo por sus servicios. No sólo eso. El sábado, después de cerrar, volvió con su valijita, tocó el timbre y pidió permiso para ver el baño. Examinó el depósito de agua y resultó que era un pavada: una pieza rota del flotante que Fidel reemplazó por una planchuela que llevaba en la valija. La adaptó de manera que cumpliese la misma función, le hizo dos agujeritos con el taladro y la sujetó con tornillos. Una vez  terminado el trabajo abrió la llave de paso y dejó que se llenara el depósito. Cuando todo estuvo listo el Cerrajero llamó a Angélica y a Claudia y en su presencia tiró de la cadena con un gesto ceremonioso. La descarga bajó como una catarata e hizo un sonoro remolino antes de perderse por el fondo del inodoro. Las mujeres se abrazaron, casi al borde de las lágrimas. No lo podían creer. ¡Todo de manera tan rápida y eficiente! Y pensar que Angélica había esperado más de un año que los vagos de los hijos vinieran a arreglarlo... Seguro que tampoco lo hubieran hecho tan bien. Esta vez Fidel se negó de plano a cobrar un solo peso. No, no, de ninguna manera, le dijo a Angélica. Lo hice como una atención hacia usted, nada más.

Para agradecerle lo invitaron a cenar.

Serían cerca de las nueve cuando el Cerrajero tomó asiento en la cabecera de la mesa. Se sentía un poco incómodo, no sabía cómo acomodarse ni qué hacer con las manos. Angélica le daba los últimos toques al guiso, Claudia ponía los cubiertos y los platos. A Fidel le dieron para que descorchara un Santa Ana tres cuartos. Lo tenían en la alacena desde hacía casi tres años, desde antes de que falleciera el Tano, porque ellas ninguna de las dos tomaba nada de alcohol.

Fue una velada inesperada, una agradable variación en la rutina de todos los días. El Cerrajero estaba un poco tímido al principio, pero después de la segunda copa se embaló. Hablaba hasta por los codos, contaba anécdotas y chistes. Claudia se mataba de risa, aunque no entendiera una palabra, y también Angélica parecía divertise, si bien de a ratos se quedaba pensativa. ¿Qué había querido decir el Cerrajero con eso de Lo hice por usted? ¿Dijo Por usted o Por ustedes? Ahora no estaba tan segura, aunque daba lo mismo, porque la había mirado solamente a ella. ¿Qué intenciones tenía ese hombre realmente? ¿No se habría equivocado invitándolo a cenar? Angélica pensaba que ya era una mujer grande para andar con tonteras. Con dos maridos ya había tenido más que suficiente, y además Fidel era más joven que ella. Diez años por lo menos. Lo hice como una atención hacia usted, Angélica. Eso fue lo que dijo, palabra por palabra.

La sobremesa duró casi hasta las once. Había refrescado bastante, aunque Fidel salió tan contento que se olvidó de abrocharse la campera y ponerse el gorro de lana. Dijo que no hacía falta que lo acompañaran hasta la salida y cruzó él solo el jardín, tratando de no errarle al camino de ladrillos. Iba lo más contento con su valijita, y antes de llegar a la tranquera se dio vuelta para saludarlas por última vez. Pero se olvidó de la perra, que se acercó despacito y le mordió el pie.

 

* * *

 

El noticiero de la noche traía más o menos lo de siempre: la crisis se agudizaba, aumentaba la deuda externa, se prolongaba la recesión. Las fábricas iban cerrando una por una, dejando cada día más obreros en la calle. Muchas se trasladaban al Brasil donde, según decían, había menos impuestos y la mano de obra era mucho más barata. La pobreza y la desocupación alcanzaban niveles alarmantes. Pese a todo, el presidente se proclamaba como el único salvador posible, y buscaba reformar la Constitución para conseguir un tercer mandato consecutivo. En el plano internacional, crecía la tensión en Medio Oriente, se producían violentos choques entre serbios y albaneses en Kosovo y se realizaban más ensayos nucleares en la India y Paquistán. En Francia, la selección argentina de fútbol se preparaba para el Mundial, donde esperaban llegar al menos hasta la final.

Todas las noches miraban las noticias mientras comían. Sin dejar de masticar la Viuda decía Qué barbaridad, Cómo está el mundo, Yo no sé dónde vamos a parar... El Cerrajero decía chistes del tipo: ¿Dónde está la otra mitad de Medio Oriente?, o: Los turcos esos ¿Pa qui’stán?, y se reía él solo. A Claudia el noticiero no le interesaba para nada. Sólo esperaba que termine para poder ver Verano del ‘98, la novela que venía a continuación. Se olvidaba de todo mientras la miraba, y cuando la chica estaba por tomar el avión y su ex-novio aparecía en el aeropuerto, Claudia se tapaba la boca, decía Mushi mushi mushi y se daba vuelta hacia Angélica y el Cerrajero para pedirles que no se perdieran lo que pasaba en la pantalla.

Fidel siguió viniendo después de aquella noche. A cenar, casi siempre, después de cerrar el negocio. Primero una vez por semana, después dos o tres veces, y al fin todos los días. Angélica fue la que más insistió. Dijo que para ellas era lo mismo cocinar para dos que para tres, sin contar que él comía tan poco. Además mientras comían podían charlar y distraerse un poco. En el fondo tenía que admitir que le daba lástima. Se le partía el alma nomás de pensar que, después de un día de trabajo largo y agobiante, el pobre hombre tenía que volver a su departamento vacío, a prepararse la comida para él solo. Como contrapartida Fidel se ocupó de los arreglos de la casa, que no eran pocos: canillas que perdían, filtraciones, ventanas que necesitaban burletes o un cambio urgente de bisagras... Una multitud de desperfectos que se iban produciendo todo el tiempo en esa casa construida a la bartola, sin el menor cuidado por los detalles.

Fue un arreglo conveniente para los tres, y cada uno cumplía con gusto la parte que le tocaba. Por las noches, después de cenar, Angélica y el Cerrajero se quedaban hablando de un montón de cosas. Ella le contaba de cuando era chica, allá en su pueblito de Santa Fe. De sus comienzos en Buenos Aires. Le hablaba de los nietos, de los hijos. En los últimos tiempos había arreglado bastante su relación con los dos varones, pero con la hija no había caso. Nunca venía a visitarla, y ella tampoco iba a verla porque vivía en la loma del quinoto. Si hablaban por teléfono, para Navidad o para algún cumpleaños, a los dos minutos ya se estaban peleando. Siempre se habían llevado mal. Desde chica ella había sido más pegada con el padre, y nunca le perdonó que se volviera a casar; pero ¿acaso una no tiene derecho a rehacer su vida, una vez que perdió a su compañero? El Cerrajero era de la misma opinión.

Al despedirse Angélica casi siempre acompañaba a Fidel hasta la tranquera, no sea que esa perra ladina le jugara una mala pasada otra vez. La Viuda miraba el cielo y comentaba lo fría que estaba la noche, si había muchas estrellas o si estaba por llover. Fidel prendía un cigarrillo (por delicadeza no fumaba nunca adentro, aunque las mujeres no se lo hubiesen prohibido) daba una pitada y mirando hacia arriba decía que, en efecto, había refrescado o estaba como con ganas de largarse.

Era un hombre de lo más correcto. Nunca una palabra de más o un comentario fuera de lugar. Cuando comían siempre decía por favor o permiso. Sus modales eran excelentes. Jamás lo había visto hacer ruido cuando tomaba la sopa, o poner los codos encima de la mesa. Desde la muerte de su último marido, —e incluso mucho antes—, Angélica había tenido que pararle el carro a más de un atrevido, que a los dos minutos de conocerla ya se le tiraba un lance. Pero con Fidel nunca le pasó nada parecido. Era lo que se dice un hombre serio. Ubicado, correcto... Algunas veces, sin embargo, cuando se estaban por despedir, Fidel parecía cohibido. Como si estuviera a punto de decirle algo y no se animara.

 

* * *

 

El Cerrajero pasó a ser casi de la familia. Se acostumbraron a verlo todos los días y los domingos, cuando no venía, lo extrañaban. Cualquier problema que surgía enseguida lo consultaban con él. ¿Había que aprovechar la última moratoria de Rentas o seguir nomás sin pagar? ¿Convenía sembrar los rabanitos ahora o esperar más adelante? ¿Cómo se sacaba el 3 por ciento de 215? Fidel se encargaba de arreglar el lavarropas cuando se descomponía y a Claudia la ayudaba con los deberes del colegio. Siempre se les aparecía con algún regalito diferente: un pelapapas anatómico para Angélica, alguna hebilla para la Mudita, un decodificador trucho para ver los partidos. A la Mudita le encantaba el fútbol. A veces miraba los partidos con él, y lo gastaba si perdía San Lorenzo. Ella era fanática de Boca, tenía la pieza llena de banderines y fotos de los jugadores. Una vez lo hizo pasar a Fidel y se los mostró. Se sentaron los dos en el borde de la cama y ella le enseñó el álbum de fotos de la familia. Había fotos de ella de cuando era chica, jugando con un patito de goma en una Pelopincho, o comiendo un algodón de azúcar en el Ital-Park. Otra imagen más reciente, junto a los compañeros de la escuela de sordomudos, y una de cuando tendría unos doce o trece años, en las sierras de Córdoba, junto a Angélica y a un señor gordito de bigotes. Claudia le explicó que era Antonio, el finado marido de Angélica, y ahí Fidel se acordó de haber visto alguna vez un retrato suyo en el comedor, en el mismo lugar donde ahora estaba el almanaque con los turnos de las farmacias.

Todo marchaba a las mil maravillas, o eso parecía, hasta que una noche Fidel anunció que se iba a tener que ir. El trabajo había disminuido demasiado, explicó, y ya no iba a poder seguir pagando el alquiler. Había hecho todo lo posible para seguir adelante: extendió el horario de atención al público, bajó los precios a niveles ridículos, hizo publicidad en la FM local. No había nada qué hacer. La situación estaba muy mala, la gente no tenía un peso partido a la mitad. Aparte el barrio estaba cada vez más peligroso. Al mercado de los coreanos ya lo habían asaltado dos veces. A Aldo, el remisero, le encajaron un culatazo para robarle los dos pesos que llevaba encima, y al petiso de la gomería le pegaron un tiro en la pata. Fidel estaba intranquilo, en cualquier momento podían venir y dársela a él. ¿Valía la pena arriesgarse? Si había días que apenas si sacaba para los fasos.

Dio la noticia una noche, después de cenar. Dijo que había postergado su decisión lo más posible, y debía ser cierto, porque desde hacía varios días traía la cara larga, no parecía el mismo de siempre. Claudia le había preguntado varias veces qué pasaba. ¿Se sentía mal? ¿Quería que le alcance una aspirina? Al fin se animó a largar el rollo. A la Viuda no le hizo ninguna gracia. No dijo nada pero se quedó muy seria, con el rostro endurecido. Claudia, que ese momento estaba absorbida con la tele, no se dio cuenta de nada hasta que llegó la propaganda. Estaba lo más contenta, pero al ver las caras de velorio quiso saber qué pasaba. La Vieja se lo explicó con un par de gestos secos, como si el asunto no le importara en absoluto; pero Claudia, que no sabía disimular, preguntó Por qué, dijo Mushi mushi mushi e hizo unas señas que Fidel no entendió. Cuando el Cerrajero bajó la cabeza ella lo agarró del brazo y lo miró a los ojos para ver si era cierto. Fidel miró la mano que tomaba la suya y miró a Claudia de manera tan patética que en un segundo la Viuda lo comprendió todo. ¡Se había enamorado de la Mudita!

El descubrimiento le cayó como un balde de agua fría, y se llamó a sí misma estúpida y otras cosas peores. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Si estaba más claro que el agua... Después de contemplar la enternecedora escena unos segundos Angélica perdió la paciencia y puso las cosas en su sitio. Le ordenó a Claudia que terminara con los espamentos y retirara los platos de una buena vez. Por un rato no se escuchó más que el ruido de la vajilla en la pileta. Está bien, dijo al fin Angélica. No tenía por qué hacerse tanto problema. Si quería irse, a ella le parecía bien. Si había encontrado otro local más barato, o mejor ubicado... Fidel se apuró a decir que no, no era eso. En cuanto terminara el mes iba a volver a instalarse en su departamento, como estaba antes. Y usted cree, le preguntó la Viuda, que en un lugar tan escondido va a tener la misma clientela que acá en la calle Pío XII, que es una calle de tanto paso. Pero antes de que él pudiera responderle ella misma dijo Claro, ahora que ya se hizo conocido y dejó su tarjeta por todas partes, puede quedarse sentado nomás en su casa esperando que lo llamen. ¡Sí que había sabido aprovecharse bien todo ese tiempo, pagando dos pesos de alquiler por un local en la calle principal del barrio!

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