City Life

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Escenas de mi padre llorando

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Escenas de mi padre llorando

Un aristócrata iba calle abajo en su carruaje. Y atropelló a mi padre.

Después de la ceremonia regresé a la ciudad. Intentaba recordar por qué había muerto mi padre. Entonces me vino a la memoria: había sido atropellado por un carruaje.

Telefoneé a mi madre y le comuniqué la muerte de mi padre. Me dijo que creía que era lo mejor. Yo también creía que era lo mejor. Cada vez disfrutaba menos de la vida. Me pregunté si debía tratar de localizar al aristócrata cuyo carruaje le había atropellado. Al parecer había uno o dos testigos.

Sí es posible que no sea mi padre el que esté sentado ahí en el centro de la cama llorando. Puede ser cualquiera, el cartero, el repartidor del colmado, un vendedor de pólizas de seguros, o el recaudador de impuestos, quién sabe. He de admitir, sin embargo, que parece mi padre. El parecido es enorme. No sonríe tras las lágrimas, está enfurruñado. Recuerdo una vez que salimos por el rancho a cazar pecadillos (resultado de un cruce, en las llanuras del Oeste, del pecarí y el armadillo de nueve bandas). Mi padre disparó y erró el tiro. Y se puso a llorar. Aquel llanto se parecía a este llanto.

«¿Tú lo viste?». «Sí, pero sólo en parte. Durante un rato estuve vuelta de espaldas». La testigo era una niña, once o doce años. Vivía en un barrio muy pobre e imaginé que en caso de que testificara nadie la creería. «¿Puedes recordar el aspecto del hombre del carruaje?». «Parecía un aristócrata», dijo.

El primer testigo declara que el hombre del carruaje «parecía un aristócrata». Pero eso puede deberse simplemente al carruaje. Cualquier persona en un elegante carruaje, con un cochero en el pescante y uno o dos lacayos detrás puede parecer un aristócrata. Anoté su nombre y le pedí que me llamara si recordaba alguna otra cosa. Le regalé unos caramelos.

Me detuve en la plaza en que mi padre había sido atropellado y pregunté a los transeúntes si habían visto el accidente o si conocían a alguien que lo hubiera visto. Comprendía al mismo tiempo que el esfuerzo era inútil. Aunque diera con el hombre cuyo carruaje lo había hecho, ¿qué podía decirle? «Tú mataste a mi padre». «Sí», diría el aristócrata, «pero él se metió entre las patas de los caballos. El cochero trató de frenar, pero todo ocurrió con demasiada rapidez. Nadie podría haberlo evitado». Y entonces, quizás, me ofreciese una bolsa llena de monedas.

El hombre que está sentado en el centro de la cama se parece mucho a mi padre. Está llorando, las lágrimas ruedan por sus mejillas. Parece trastornado. Observándole veo que algo va mal. Chorrea llanto como una manguera con la llave rota. Su gemir resuena en todas las habitaciones. En un gesto enternecido me llevo la mano al pecho y digo, «Padre». Esto no le distrae de sus lamentos que escalan hasta el grito y se sumergen hasta el gemido. Su resistencia es firme, su objetivo manifiesto. Digo nuevamente «Padre», pero él me ignora. No sé si es el momento de largarse o no será momento de largarse hasta más tarde. Puede pararse de pronto, adoptar un aire severo. He dejado la puerta abierta y nada entre la puerta y yo, y además la verja con el cierre abierto y, además de todo eso, el motor del Mustang en marcha. Pero quizás no sea mi padre el que está ahí llorando, sino otro padre: el padre de Tom, el padre de Phil, el padre de Pat, el padre de Pete, el padre de Paul. Hagamos algún tipo de prueba, grabar su voz leyendo.

Mi padre lanza el ovillo de lana al aire. La lana naranja cuelga allá.

Mi padre observa la bandeja de pastelillos rosados. Luego hunde su pulgar en cada pastelillo, en el centro. Pastelillo a pastelillo. Una torpe sonrisa cubre el rostro de cada pastelillo.

Entonces un hombre declaró voluntariamente que había oído a otros dos hombres hablar del accidente en una tienda. «¿En qué tienda?». El hombre me la indicó, una tienda de tejidos, en la parte sur de la playa. Entré en la tienda e hice indagaciones. «Era su padre, ¿eh? No veía por dónde iba, si me permite decirlo». Era el dependiente, desde detrás del mostrador. Pero otro hombre que estaba allí, bien vestido, incluso elegante, una cadena de reloj dorada cruzaba su chaleco, intervino. «Fue culpa del cochero», dijo el segundo hombre. «Podía haberlos detenido, si se hubiera molestado en hacerlo». «Qué absurdo», dijo el dependiente, «no había posibilidad ninguna. Si su padre no hubiera estado borracho…». «No estaba borracho», dije. «Yo llegué al lugar del accidente poco después de haber ocurrido, y no olía a alcohol en absoluto».

Y era cierto. Recibí la noticia por la policía que se había presentado en mi habitación y que me condujo al lugar del accidente. Me incliné sobre mi padre, cuyo pecho estaba aplastado, y posé mi mejilla sobre la suya. Su mejilla estaba helada. Y no olía a alcohol, sino a la sangre que brotaba de su boca y que manchó el cuello de mi abrigo. Pregunté a la gente que había allí cómo había ocurrido. «Un carruaje lo atropelló», dijeron ellos. «¿No se detuvo el cochero?». «No, fustigó a los caballos y se lanzó calle abajo y luego dobló la esquina al final de la calle, hacia la Plaza Nueva del Rey». «¿Tienen idea de a quién pertenecía el carruaje…?». «No». Luego me ocupé de los preparativos para el sepelio. Sólo unos cuantos días después se me ocurrió la idea de buscar al aristócrata del carruaje.

Yo nunca había tenido nada que ver con aristócratas, ni siquiera sabía en qué zona de la ciudad vivían, en sus grandes mansiones. Así que aunque localizara a alguien que hubiera visto el accidente y pudiera identificar al aristócrata implicado en el mismo, habría de afrontar la tarea posterior de encontrar su casa y conseguir entrar en ella (y aun entonces, ¿no podía estar en el extranjero?). «Fue culpa del cochero», había dicho el hombre de la cadena de reloj dorada. «Aunque su padre estuviera borracho —para el caso es lo mismo—, aunque su padre estuviera borracho, el cochero podía haber hecho algo más por evitar el accidente. Fue arrastrado, ya sabe. El carruaje le arrastró unos cuarenta pies». Yo había observado que las ropas de mi padre estaban rasgadas de forma peculiar. «Hay una cosa», dijo el dependiente, «no diga a nadie que yo se lo he dicho, pero puedo darle una pista. La librea del conductor era azul y verde».

Es el padre de alguien. No hay duda. Es paternal. El gris en su cabeza. La ternura en su rostro. La inclinación de sus hombros. La flacidez de su vientre. Lágrimas cayendo. Lágrimas cayendo. Lágrimas cayendo. Más lágrimas. Parece que intenta seguir y seguir por este sendero salado. Los hechos sugieren que éste es su programa, llorar. Tiene algo en la mente, más llanto. ¡Oh, qué absurdo! Pero ¿por qué quedarse? ¿Por qué mirarlo? ¿Por qué esperar? ¿Por qué no desaparecer? ¿Por qué someterme? Puedo estar en cualquier otro lugar, leyendo un libro, viendo la tele, construyendo un gran barco en una pequeña botella, bailando. Podía andar por la calle mirando a las muchachas de once años que parecen uniformadas, las hay a miles, tan iguales como centavos, y podría… ¿por qué no se levanta, compone sus ropas, seca su cara? Está intentando aturdimos. Quiere que le presten atención. Pretende hacerse el interesante, quiere que le pongan paños calientes en la frente quizás, que le tomen las manos quizás, que le froten la espalda, que le masajeen el cuello, que le acaricien las muñecas, que les unjan los codos con raros ungüentos, que le pinten las uñas con miniaturas representando a Dios bendiciendo a América. Yo no lo haré.

Mi padre tiene un pañuelo de hierbas rojo en la cara cubriéndole nariz y boca. Extiende su mano derecha en la que sujeta una pistola de agua. «¡Arriba las manos!» dice.

Pero la librea azul y verde no es rara. Un abrigo azul con pantalones verdes, o al contrario, si yo viera a un cochero vistiendo una librea semejante, no me llamaría particularmente la atención. Es cierto que la mayoría de las libreas suelen ser azules y marrones, o azules y blancas, o azules y algún otro azul más oscuro (para los pantalones). Pero en estos tiempos, uno encuentra a menudo a un sirviente imitando las más exquisitas combinaciones de colores, influidos por sus amos. Yo los he visto incluso con pantalones rojos, aunque los pantalones rojos suelen reservarse, por acuerdo tácito, para la aristocracia. Así pues, los colores de la librea del cochero no eran de gran ayuda. Aunque era algo. Ahora podía dar vueltas por la ciudad, especialmente por establos y tabernas y lugares semejantes, echando una ojeada a las libreas de los lacayos allí reunidos. Era muy probable que más de una familia de clase alta vistiera a sus criados con esta librea azul y verde, pero, por otro lado, era también improbable que hubiera más de media docena así vestidos. Así pues, el dependiente de la pañería me había ofrecido una pista muy buena en realidad, si tenía fuerza de voluntad para seguirla.

Ahí está mi padre de pie sobre un perro enormemente grande, un perro por lo menos de diez palmos de alzada. Mi padre brinca sobre la grupa del perro obligando a éste a espatarrarse. Mi padre da patadas con sus talones en las costillas del gran perro. «¡Arre!».

Mi padre ha escrito con sus tizas en la pared blanca.

Estaba tendido en mi cama cuando alguien golpeó la puerta. Era la muchachita a quien había dado caramelos cuando empecé a buscar al aristócrata. Parecía asustada, aunque resuelta; comprendí que tenía alguna información para mí. «Sé quién fue», dijo. «Conozco su nombre». «Dímelo». «Primero tiene que darme cinco coronas». Por fortuna tenía cinco coronas en el bolsillo. Si hubiera venido un poco más tarde, después de comer, nada hubiera tenido para darle. Le entregué el dinero y dijo: «Lars Bang». La miré con sorpresa. «¿Qué clase de nombre es ése para un aristócrata?». «Su cochero», dijo ella. «El nombre del cochero es Lars Bang». Y se largó.

Cuando oí este nombre, que en su sonido y apariencia es ordinario, vulgar, parecido al mío, sentí gran repugnancia, pensé olvidar el asunto, aunque la información que la muchachita me había traído me hubiera costado cinco coronas. Cuando estaba buscándole y carecía de nombre aún, el aristócrata, y por extensión sus sirvientes, parecían vulnerables; después de todo eran responsables de un crimen, o de una especie de crimen. Mi padre había muerto y ellos eran responsables, o al menos estaban implicados en su muerte; y aunque fueran aristócratas, o criados de aristócratas, podían ser perseguidos por la justicia común; podía exigírseles una reparación, del tipo que fuera, por lo que habían hecho. Ahora, sabiendo el nombre del cochero, y hallándome así más cerca de su amo que cuando tenía simplemente la pista de la librea verde y azul, sentí miedo. Porque, después de todo, el desconocido aristócrata debía ser un hombre muy poderoso, no acostumbrado a que gente como yo le llamara a rendir cuentas; además, su menosprecio por personas como yo debía ser tan grande que cuando uno de nosotros estaba tan loco como para aventurarse en el camino de su carruaje, el aristócrata le arrollaba, o permitía que su cochero lo hiciera, le arrastraba por los guijarros cuarenta pies, y luego seguía despreocupadamente su camino hacia la Plaza Nueva del Rey. Un hombre tal, razonaba yo, no era probable que escuchase amablemente lo que yo tenía que decirle. Era muy posible que ni siquiera hubiese bolsa de monedas, ni una corona, ni un ore; lo más probable era que con gesto brusco e impaciente me echara los criados. Sería golpeado, quizás asesinado. Como mi padre.

Pero, si no es mi padre quien está ahí sentado en la cama llorando, ¿qué hago yo frente a la cama en actitud suplicante? ¿Por qué ansío con todo mi corazón que este hombre, mi padre, deje de hacer lo que está haciendo, que tan penoso me resulta? ¿Se debe solamente a que mi actitud es la usual? ¿Se debe solamente a que me recuerdo, antes, deseando con todo mi corazón que este hombre, mi padre, deje de hacer lo que está haciendo?

¡Por qué!… ahí está mi padre… ¡ahí sentado en la cama!… ¡y está llorando!… ¡como si su corazón fuera a estallar!… ¡Padre!… ¿qué pasa?… ¿quién te ha hecho daño?… dime quién ha sido… yo le… le… ¡aquí, Padre, toma este pañuelo!… ¡y este pañuelo!… ¡y este pañuelo!… traeré corriendo una toalla… buscaré un médico… un sacerdote… un hada buena… ahí está… puedes tú… puedo yo… ¿una taza de té caliente?…, ¿un cuenco de sopa caliente?… ¿un trago?… ¿un petardo?… ¿una cazadora roja?… ¿una cazadora azul?… ¡Padre, por favor!… mírame… Padre… ¿quién te ha insultado?… entonces, ¿es que estás comprometido?… ¿arruinado?… ¿te han levantado una calumnia?… ¿una infamia?… ¿te difaman?… ¡vive Dios!…, ¡No lo permitiré!… ¡no lo toleraré!… yo… moveré las montañas… vadearé los ríos… etcétera.

Mi padre está jugando con el salero y el pimentero, y con el azucarero. Levanta la tapa del azucarero y espolvorea pimienta en el azúcar.

O: Mi padre mete la mano por la ventana de la casa de las muñecas. Su mano golpea la silla de la muñeca, aplasta la cómoda de la muñeca, aplasta la cama de la muñeca.

Al día siguiente, poco antes de mediodía, el propio Lars Bang se presentó en mi habitación. «Tengo entendido que me anda buscando». Fue una sorpresa. Yo había esperado un hombre más bien grueso y corpulento, como todos los demás cocheros que uno solía ver sentados al pescante; Lars Bang era, en cambio, delgado, con un aspecto casi femenino, más del tipo de un secretario o paje que del de un cochero. No resultaba amenazador en absoluto, contradiciendo mis temores; era casi agradable, aunque con un ligero tinte de malicia en su afabilidad. Le expliqué tartamudeando que mi padre, un buen hombre aunque sujeto a ciertas debilidades, incluyendo el amor a la botella, había sido atropellado por el coche de un aristócrata, cerca de la Plaza Nueva del Rey, hacía apenas unos días; que según me habían dicho, el coche le había arrastrado unos cuarenta pies; y que estaba deseoso de aclarar ciertos pormenores del caso. «Bien, entonces», dijo Lars Bang con un gesto amable, «yo soy su hombre, pues mi coche fue el del accidente. ¡Un caso triste! Por desgracia no he tenido tiempo hasta ahora de darle detalles, pero si se persona en la dirección escrita en esta tarjeta, a las seis en punto de la tarde, creo que podremos darle una satisfacción». Y diciendo esto, se largó, dejándome con la tarjeta en la mano.

Hablé con Miranda resumiéndole rápidamente lo sucedido. Me pidió que le enseñara la blanca tarjeta; se la entregué, pues la dirección nada significaba para mí. «¡Oh, Dios!», dijo ella, «17 rue du Bac, eso está por Vixcen Gate, una plaza muy especial. Sólo los aristócratas del más alto rango viven allí, y a la gente común ni siquiera se le permite la entrada en el gran parque que hay entre las casas y el río. Si te encuentran vagabundeando por allí de noche, puedes estar seguro de recibir una buena paliza». «Pero yo tengo una cita», dije. «¡Una cita con un cochero!», gritó Miranda. «¡Pero qué estúpido eres! ¿Tú crees que los vigilantes lo creerán, e incluso aunque lo creyeran (tienes cara de persona honrada), piensas que te dejarían merodear por la rica barriada, por la que tantos ladrones sueñan poder darse una vueltecita aunque sea de una hora, en la oscuridad? ¡Vamos!». Me aconsejó entonces que llevara algo conmigo, una cesta de carne o una docena de botellas de vino, de tal forma que si los vigilantes me apresaban pudiera decir que iba a repartir a tal y tal casa y me tomaran por una persona honrada haciendo un trabajo honrado, con lo que me libraría de una paliza. Consideré que tenía razón; y cuando salí compré en la bodega una docena de botellas de vino, un clarete bastante bueno (pues no iba a simular ir a entregar, a casa de aristócratas, un vino que éstos no bebiesen); esto me costó treinta coronas que hube de pedir prestadas a Miranda. Envolvimos las botellas en paja, para evitar que chocaran unas con otras, y las colocamos en una saca que yo podía llevar a la espalda. Recuerdo que pensé que casi rimaban, saco y espalda[1]. De este modo, me puse en marcha a través de la ciudad.

He aquí la cama de mi padre. En ella, mi padre. Actitud de melancolía. Gracioso como un corso, las mismas orejas. Por una millonésima fracción de segundo su rostro muestra una millonésima de sonrisa. ¿Me está vigilando? Recuerdo una vez que fuimos a las colinas del Oeste (más allá de Volture Roost) a cazar. Tiramos primero a gran cantidad de botes de cerveza viejos, después a muchas botellas de whisky, lo cual era más agradable porque se rompían. Disparamos después a ramas de mezquite y a algunas piezas de un Ford que alguien había dejado tiradas por allí. Pero ni un solo animal acudió a nuestra fiesta (fue estruendosa, he de admitirlo). Una larga lista de animales dejaron de acudir, ni un ciervo, ni una codorniz, ni conejos, ni focas, ni leones marinos, ni cocodrilos. Resultaba bastante aburrido disparar a las ramas de mezquite, así que nos parapetamos tras unas rocas, Padre y yo, él parapetado tras su roca y yo parapetado tras la mía, y comenzamos a dispararnos uno al otro. Aquello sí era interesante.

Mi padre está mirándose en el espejo. Lleva puesto un gran sombrero (de paja) en el que se ven unos cuantos juncos de plástico azules y amarillos. Pregunta: «¿Qué tal estoy?».

Lars Bang me coge la saca y, sin pedirme permiso, hurga dentro, sacando una de las botellas de clarete envueltas en paja. «¡Aquí hay algo!», exclama, leyendo la etiqueta. «¡Un regalo para el amo, sin duda!». Luego, sin quitarme la vista de encima, coge una lezna y saca el corcho. Había otros dos hombres sentados a la mesa, vestidos con libreas azules y verdes, y con ellos, una bella muchacha de cabello oscuro, bastante joven, que no decía nada ni miraba a nadie. Lars Bang consiguió vasos, me empujó una silla con el pie, y sirvió vino para todos. «¡A su salud!», dijo (con lo que yo consideré un tono irónico) y bebimos. «Este joven», dijo Lars Bang, señalándome con un gesto, «está aquí en busca de nuestro consejo sobre un complicado asunto. Un asesinato, creo que dijo, ¿no?». «Yo no dije nada semejante. Busco información sobre un accidente». El clarete desapareció pronto. Sin mirarme siquiera, Lars Bang abrió la segunda botella y la colocó en el centro de la mesa. La bella muchacha de cabello oscuro me ignoraba igual que a los otros. Por mi parte, consideraba que había ido demasiado lejos. No había protestado cuando se había sacado el vino (después de todo, ellos estarían acostumbrados a cobrarse una especie de impuesto sobre todo lo que entraba por la puerta trasera). Pero luego no había permitido que se utilizara la palabra «asesinato» estableciendo claramente la palabra «accidente». Y además, estaba allí bastante cómodamente sentado bebiendo el vino para el cual no tenía mucha mejor cabeza que mi padre. «Bien», dijo Lars Bang al fin. «Le explicaré los pormenores del accidente, y podrá juzgar por sí mismo, si es que yo mismo, o mi amo, Lensgreve Aklefeldt, tuvimos culpa». Recibí esta noticia con un ligero escalofrío. ¡Un conde! Había elegido un hombre de muy alto rango realmente para exigirle una explicación. En un segundo, toda la seguridad que había acumulado desapareció. ¡Un conde! ¡Virgen Santísima, ten piedad de mí!

Ahí está mi padre atisbando por una puerta abierta en una casa vacía. Le acompaña un perro (un perro pequeño, no el mismo de antes). Mira hacia el interior de la habitación vacía. Dice: «¿Hay alguien en la casa?».

Ahí está mi padre, sentado en la cama, llorando.

«Era viernes», comenzó Lars Bang como si estuviera contando una historia de taberna. «Era cerca ya del mediodía y mi amo me pidió que le llevara a la Plaza Nueva del Rey, donde tenía algunos asuntos que resolver. Hacia allí nos dirigíamos a medio trote, pues no tenía mucha prisa. Juzgad mi asombro cuando, al pasar por la plaza de los pañeros, nos vemos asaltados por un anciano, completamente borracho, que se lanza hacia los caballos y empieza a golpearles las patas del modo más furioso que imaginarse puede con un bastón. Los pobres brutos se encabritaron, por supuesto, por el susto y el pánico, pues», Lars Bang dijo piadosamente, «están acostumbrados a todas las consideraciones, nunca recibieron ni un solo golpe de mí ni del otro cochero, Rik, pues el conde es especialmente severo en este punto, exige que los animales sean bien tratados. Los animales entonces se encabritaron y saltaron; yo no podía hacer más que intentar sujetarlos; grité al hombre que retrocedió por un instante. El conde se asomó por la ventanilla para informarse de la naturaleza del problema; le dije que un borracho había atacado a nuestros caballos. Su padre, en su ceguera, no contento con el daño que ya había causado, volvió de nuevo a la carga, se pegó a los animales y comenzó a picarles las patas con su bastón. Ante este ataque renovado, los caballos, totalmente enloquecidos, arrancaron las bridas de mis manos y corrieron desenfrenados por encima de su padre que cayó bajo sus cascos. Las pesadas ruedas del carruaje pasaron sobre él (yo pude oír dos golpes claramente diferenciados), su cuerpo se enganchó a un saliente bajo el pescante y fue arrastrado unos cuarenta pies sobre las piedras. Yo trataba con todas mis fuerzas de guardar el equilibrio, pues no había manera alguna de detener a los caballos; ningún poder humano los hubiera podido detener. Volábamos calle abajo…».

Mi padre asistiendo a clase de urbanidad.

«¿Debe un hombre levantarse cuando estando sentado en un banco pase un amigo y le salude?».

«Los hombres no se levantan cuando están sentados en un banco», responde él, «aunque pueden levantarse a medias y disculparse por no levantarse del todo».

«… Los caballos doblaron hacia la calle que lleva a la Plaza Nueva del Rey; y hasta que no llegamos a esa plaza no se detuvieron ni me permitieron tranquilizarles. Yo quería volver y ver qué había sido del viejo loco, su padre, que nos había atacado; pero mi amo, enormemente disgustado e impresionado, lo prohibió. Nunca le he visto tan fuera de sí como aquel día; si su padre hubiera sobrevivido y mi amo llega a ponerle las manos encima, no hubiera salido bien librado, de eso estoy seguro. Bueno, ahora ya conoce todos los pormenores. Confío en que esté satisfecho, beberemos otra botella de este estupendo vino que nos ha traído, y podrá seguir su camino». Antes de que yo tuviera tiempo de idear una réplica, la muchacha de cabello oscuro habló. «Bang es un asqueroso embustero», dijo.

Etc.

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