City Life

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La montaña de cristal

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La montaña de cristal

Yo estaba intentando escalar la montaña de cristal.

La montaña de cristal se halla en la esquina de la Calle Treinta y la Octava Avenida.

Había subido ya el primer repecho.

La gente estaba mirándome.

Yo era nuevo en el vecindario.

Sin embargo ya tenía conocidos.

Había atado a mis pies ganchos trepadores y asía con cada mano un fuerte garfio.

Estaba a 200 pies de altura.

El viento era fuerte.

Mis conocidos se habían reunido al pie de la montaña para darme ánimos.

«Tío mierda.»

«Mamón.»

Todo el mundo en la ciudad conocía la montaña de cristal.

La gente que vive aquí cuenta historias sobre ella.

Se muestra a los visitantes.

Tocando la superficie de la montaña uno siente frío.

Escudriñando el interior de la montaña, se ven centelleantes abismos azules y blancos.

La montaña se remonta sobre esa parte de la Octava Avenida como un espléndido e Inmenso edificio de oficinas.

La cima de la montaña se pierde en las nubes, o, en días despejados, en el sol.

Solté el garfio de la mano derecha, sin mover el de la mano izquierda.

Después extendí la mano derecha y fijé el garfio un poco más arriba, tras lo cual alcé mis pies a nuevas posiciones.

El avance fue mínimo, ni siquiera una braza.

Mis amigos seguían haciendo comentarios.

«Imbécil hijoputa.»

Yo era nuevo en el vecindario.

En las calles había mucha gente con ojos desconcertados.

Búscate a ti mismo.

En las calles había cientos de jóvenes amontonándose a las entradas de las casas, tras los coches aparcados.

La gente más vieja paseaba perros.

Las aceras estaban llenas de cagadas de perro de brillantes colores: ocre, ámbar, amarillo de Marte, siena, verdoso, negro, marfil, rosa pálido.

Y algunos habían sido capturados derribando árboles, una fila de olmos derribados entre los VWs y los Valiants.

Lo han hecho con una sierra eléctrica, sin duda.

Yo era nuevo en el barrio, pero ya había acumulado conocidos.

Mis conocidos se pasaban una botella marrón de mano en mano.

«Mejor que una patada en los huevos.»

«Mejor que una punzada en el ojo con una astilla afilada.»

«Mejor que un garrotazo en la barriga».

«Mejor que un martillazo en el cogote».

«¿No salpicará cuando caiga?»

«Espero estar aquí para verlo. Y empapar mi pañuelo en la sangre.»

«Gilipollas.»

Suelto el garfio de la mano izquierda, sin mover el de la mano derecha.

Y avanzo.

Para escalar la montaña de cristal, uno precisa primero una buena razón.

Nadie ha escalado nunca la montaña de cristal en pro de la ciencia, o en busca de la fama, ni porque la montaña significara un reto.

Ésas no son buenas razones.

Pero existen buenas razones.

En la cima de la montaña hay un castillo de oro puro, y en una habitación en la torre del castillo hay…

Mis conocidos estaban gritándome.

«¡Diez machacantes a que posas el culo en los próximos cuatro minutos!»

… un bello símbolo encantado.

Desprendo el garfio de la mano derecha, dejando la mano izquierda en su lugar.

Y avanzo.

Hacía frío allí, a 206 pies y cuando miré hacia abajo no me sentí animado.

Un tropel de cadáveres de caballos y jinetes cubrían el pie de la montaña, gemían allí muchos moribundos.

«Se está produciendo un debilitamiento del interés libidinoso». (Anton Ehrenzweig).

Unas cuantas preguntas se arremolinaron en mi mente.

¿Puede uno escalar una montaña de cristal, con considerables incomodidades personales, solamente para desencantar un símbolo?¿

Los egos de hoy, más fuertes,

necesitan

aún símbolos?

Concluí que la respuesta a estas preguntas era «sí».

Por otro lado, ¿qué estaba haciendo yo allí, a 206 pies por encima de los aserrados álamos, cuya blanca madera podía ver desde mi altura?

El mejor modo de fracasar en la escalada es ser un caballero con armadura completa, cuyo caballo haga brotar chispas de las laderas de la montaña con sus cascos.

Los siguientes caballeros habían fracasado en la ascensión a la montaña y gritaban entre el gentío:

Sir

Giles Guilford,

Sir

Henry Lovell,

Sir

Albert Denny,

Sir

Nicholas Vaux,

Sir

Patrick Grifford,

Sir

Gisbourne Gower,

Sir

Thomas Grey,

Sir

Peter Coleville,

Sir

John Blunt,

Sir

Richard Vernon,

Sir

Walter Willonghby,

Sir

Stephen Spear,

Sir

Roger Faulconbridge,

Sir

Clarence Vaughan,

Sir

Hubert Ratcliffe,

Sir

James Tyrrell,

Sir

Walter Herbert,

Sir

Robert Brakenbury,

Sir

Lionel Beaufort, y muchos otros.

Mis conocidos se movían entre los caballeros caídos.

Mis conocidos se movían entre los caballeros caídos, recolectando anillos, carteras, relojes de bolsillo, favores de las damas.

«La calma reina en el país gracias a la resuelta prudencia de todos». (M. Pompidou).

Guardando el castillo de oro hay un águila de flaca cabeza con dos resplandecientes rubíes por ojos.

Solté el garfio de la mano izquierda, preguntándome si…

Mis conocidos arrancaban los dientes de oro a los caballeros moribundos.

En las calles había gente que encubría su calma tras una fachada de vago terror.

«El símbolo convencional (como el ruiseñor, a menudo asociado por la melancolía), aunque reconocido sólo por un acuerdo tácito, no es únicamente un signo (como luz de tráfico) porque, además se supone que despierta profundos sentimientos y se le atribuyen propiedades que quedan más allá de lo que el ojo humano ve». (

A Dictionary of Literary Terms

)

Una bandada de ruiseñores con luces de tráfico atadas a sus patas pasó ante mí.

Un caballero con armadura de un rosa pálido apareció sobre mí.

Se desplomó y su armadura rechinó contra el cristal.

Me dirigió una mirada de soslayo al pasar a mi altura.

Pronunció la palabra «

Muerte

[6]» al pasar.

Solté el garfio de la mano derecha.

Mis conocidos discutían cuál de ellos se quedaría con mi apartamento.

Revisé los medios convencionales de llegar al castillo.

Los medios convencionales de alcanzar el castillo son los siguientes: «El águila hundió sus afiladas garras en la carne tierna del joven, pero él soportó el dolor sin un gemido y agarró las dos patas del ave con sus manos La criatura aterrorizada le alzó en el aire y comenzó a describir círculos sobre el castillo. El joven se sujetaba con bravura. Vio el resplandeciente palacio que a la pálida luz de la luna desprendía un resplandor sombrío. Y vio las ventanas y balcones de la torre del castillo. Sacando un pequeño cuchillo de su cinturón, cortó las dos patas del águila. El pájaro se alzó en el aire con un graznido, y el joven cayó suavemente en un amplio balcón. En el mismo momento se abrió una puerta y vio un patio lleno de flores y árboles, y allí, la bella princesa encantada». (

The Yellow Fairy Book

).

Estaba asustado.

Había olvidado las Tiritas.

Cuando el águila clavó sus afiladas garras en mi tierna carne…

¿Debía volver a por las Tiritas?

Pero si volvía a por ellas tendría que soportar el desprecio de mis conocidos.

Decidí seguir sin las Tiritas.

En algunas épocas, la imaginación del hombre se ha ejercitado intensamente.

El águila hundió sus afiladas garras en mi tierna carne.

Pero yo soporté el dolor sin un gemido y agarré las dos patas del ave con mis manos.

Los garfios permanecieron en su lugar, formando ángulos rectos con la ladera de la montaña.

La criatura aterrorizada me alzó en el aire y comenzó a describir círculos alrededor del castillo.

Yo me sujeté con bravura.

Vi el resplandeciente palacio que a los pálidos rayos de la luna desprendía un resplandor sombrío; y vi las ventanas y los balcones de la torre del castillo.

Sacando un pequeño cuchillo de mi cinturón, corté las dos patas del águila.

El pájaro se elevó en el aire con un graznido y yo caí suavemente sobre un amplio balcón.

En aquel mismo momento se abrió la puerta y pude ver un patio lleno de flores y de árboles, y en él, el bello símbolo encantado.

Me aproximé al símbolo, con todos sus niveles de significación, pero cuando lo toqué, se convirtió, simplemente, en una bella princesa.

Arrojé a la bella princesa montaña abajo, a mis conocidos.

Cualquiera se fiaba de ella.

Ni tampoco hay águilas que sean de fiar, no señor, en absoluto.

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