City

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—Entonces, señor Klauser, ¿Mami Jane debe morir?

—Por mí, ya se pueden ir todos a la mierda.

—¿Eso es un sí o un no?

—¿A usted qué le parece?

En octubre de 1987, CRB —la editorial que publicaba desde hacía veintidós años las aventuras del mítico Ballon Mac— decidió convocar un referéndum entre sus lectores para establecer si sería oportuno hacer que Mami Jane muriera. Ballon Mac era un superhéroe ciego que durante el día era dentista y por las noches combatía el Mal gracias a los muy especiales poderes de su saliva. Mami Jane era su madre. Los lectores, en general, sentían un gran apego por ella: coleccionaba viejas cabelleras indias y por las noches actuaba, como bajista, en un grupo de blues compuesto enteramente por músicos negros. Ella era blanca. La idea de que debía palmarla se le había ocurrido al director comercial de CRB —un señor muy tranquilo que tenía una única afición: los trenes eléctricos. Sostenía que Ballon Mac había entrado en una vía muerta y necesitaba nuevos alicientes. La muerte de la madre —arrollada por un tren mientras huía perseguida por un guardagujas paranoico— lo convertiría en una mezcla letal de rabia y dolor, es decir, en el perfecto retrato del lector medio. Aquella idea era idiota. Pero también el lector medio de Ballon Mac era idiota.

Así que, en octubre de 1987, CRB vació una estancia en el segundo piso e instaló en ella a ocho señoritas cuya tarea era la de contestar al teléfono y recabar las opiniones de los lectores. La pregunta era: ¿debe morir Mami Jane?

De las ocho señoritas, cuatro eran empleadas de CRB, dos las habían enviado los servicios sociales, otra era sobrina del presidente. La última, una muchacha de unos treinta años que procedía de Pomona, estaba allí con un contrato de formación que había conseguido al responder correctamente en un concurso radiofónico («¿Qué es lo que más odia Ballon Mac en este mundo?» «Hacerse una limpieza dental»). Siempre llevaba encima una grabadora. De vez en cuando, la encendía y decía cosas.

Se llamaba Shatzy Shell.

A las 10.45 del duodécimo día del referéndum —cuando la muerte de Mami Jane iba ganando por 64 a 30 (el 6 por ciento restante opinaba que debían irse todos a tomar por culo, y había telefoneado para decirlo)— Shatzy Shell oyó que sonaba el teléfono por vigésima segunda vez, escribió en el formulario que tenía frente a sí la cifra 21 y levantó el auricular. Ésta es la conversación que siguió:

—CRB, buenos días.

—Buenos días, ¿ya ha llegado Diesel?

—¿Quién?

—Okay, todavía no ha llegado.

—Esto es CRB, señor.

—Sí, ya lo sé.

—Se habrá equivocado de número.

—No, no, todo es correcto, y ahora escúcheme bien…

—Señor…

—¿Sí?

—Esto es CRB, es el referéndum «¿Debe morir Mami Jane?»

—Gracias, ya lo sé.

—Entonces, ¿sería tan amable de darme su nombre?

—Mi nombre no tiene ninguna importancia…

—Tiene que dármelo, es la costumbre.

—Okay, okay… Gould…, mi nombre es Gould.

—Señor Gould.

—Sí, señor Gould, ahora, si me permite…

—¿Debe morir Mami Jane?

—¿Cómo?

—Tiene que decirme lo que piensa usted…, si Mami Jane debe morir o no.

—Oh, Dios mío…

—Usted sabe quién es Mami Jane, ¿verdad?

—Claro que lo sé, pero…

—Pues entonces usted sólo tiene que decirme si piensa que…

—¿Quiere usted escucharme un momento?

—Claro.

—Vale, hágame el favor, eche un vistazo a su alrededor.

—¿Yo?

—Sí.

—¿Aquí?

—Sí, ahí, en esa habitación, hágame el favor.

—De acuerdo, estoy mirando.

—Bien. ¿Por casualidad ve a un chico rapado al cero que lleva de la mano a un tipo muy, pero que muy grande, una especie de gigante, con zapatos enormes y una americana verde?

—No, no creo.

—¿Está segura?

—Sí, estoy segura.

—Bien. Entonces todavía no han llegado.

—No.

—Okay, pues entonces quiero que sepa una cosa.

—¿Sí?

—Esos dos son buena gente.

—¿De veras?

—Sí. Cuando lleguen se pondrán a destrozarlo todo y, probablemente, cogerán su teléfono y se lo enroscarán alrededor del cuello, o algo de este calibre, pero son buena gente, se lo aseguro, lo que pasa es que…

—Señor Gould…

—¿Sí?

—¿Le importaría decirme cuántos años tiene?

—Trece.

—¿Trece?

—Doce…, para ser exactos, doce.

—Escucha, Gould, ¿está tu mamá por ahí?

—Mi madre se marchó hace cuatro años, ahora vive con un profesor que estudia a los peces, las costumbres de los peces, un etólogo, para ser exactos.

—Lo lamento.

—No lo lamente, así es la vida, no tiene remedio.

—¿De verdad?

—De verdad. ¿No lo cree?

—Sí…, creo que así es…, no lo sé con precisión, me imagino que es así.

—Es así, puñeteramente así.

—Tienes doce años, ¿no es cierto?

—Mañana cumplo trece. Mañana.

—Fantástico.

—Fantástico.

—Feliz cumpleaños, Gould.

—Gracias.

—Ya verás como es fantástico tener trece años.

—Eso espero.

—Muchas felicidades, de verdad.

—Gracias.

—No estará tu padre por ahí, ¿no?

—No. Está trabajando.

—Ya.

—Mi padre trabaja para el ejército.

—Fantástico.

—¿Todo es siempre tan fantástico para usted?

—¿Cómo?

—¿Todo es siempre tan fantástico para usted?

—Sí… creo que sí.

—Fantástico.

—Ya ves…, me ocurre a menudo, eso es todo.

—Qué suerte.

—Me ocurre incluso en los momentos más raros.

—Creo que es una suerte, en serio.

—Un día estaba en un restaurante, en la Nacional 16, justo a las afueras de la ciudad, me detuve en un autoservicio, entré y me puse a la cola, en la caja había un vietnamita que no entendía casi nada, de manera que no había forma de avanzar, le decían una hamburguesa y él preguntaba ¿Cómo?, quizás era su primer día de trabajo, no lo sé, así que me puse a mirar a mi alrededor, dentro de aquel restaurante había cinco o seis mesas, con gente que estaba comiendo, muchas caras distintas y cada una de ellas tenía algo diferente delante, la chuleta, el bocadillo, los chiles, todo el mundo comía, y cada uno de ellos vestía exactamente como había decidido vestirse, se había levantado por la mañana y había escogido algo para ponerse, aquella camisa roja, aquel vestido ceñido en las tetas, exactamente lo que quería, y ahora estaba allí, y cada uno de ellos tenía una vida tras él y una vida por delante, estaban transitando por aquel lugar, mañana empezarían todo desde el principio, aquella camisa azul, aquel vestido largo, y seguramente la rubia con pecas tendría a su madre en algún hospital, con todos los análisis de sangre alterados, pero ahora estaba allí, separando las patatas negruzcas de las otras, leyendo el periódico apoyado sobre el salero en forma de surtidor de gasolina, había uno que iba totalmente vestido de jugador de béisbol, seguro que no había entrado en un campo de béisbol desde hacía años, estaba allí con su hijo, un chiquillo, y le daba collejas en la cabeza repetidamente, en la nuca, cada vez el chaval se ponía bien la gorra, una gorra de béisbol, y el padre, zas, otra colleja, y todo esto mientras comían, bajo un televisor colgado de la pared, apagado, con el ruido de la carretera, que llegaba a ráfagas, con dos hombres muy elegantes sentados en una esquina, de gris, y uno de los dos se veía que estaba llorando, era absurdo, pero lloraba sobre un bistec con patatas, lloraba en silencio, y el otro ni se inmutaba, él también con un bistec delante, comía y punto, en cierto momento, sin embargo, se levantó, fue hasta la mesa de al lado, cogió la botella de ketchup, volvió a su sitio y, con cuidado para no mancharse su traje gris, echó un poco en el plato del otro, el que estaba llorando, y le susurró algo, no sé qué, después cerró la botella y siguió comiendo, los dos en aquella esquina, y todo lo demás a su alrededor, con un helado de guinda pisoteado en el suelo, y en la puerta del lavabo un cartel que decía No funciona, miré todo aquello y era evidente que lo único que cabía pensar era chicos, qué náuseas, tanta tristeza daba ganas de vomitar, y en cambio lo que sucedió fue que, mientras estaba en la cola y el vietnamita seguía sin comprender un carajo, pensé: Dios, qué hermoso, sintiendo incluso ganas de reír, demonios, qué hermoso es todo esto, absolutamente todo, hasta la última migaja aplastada en el suelo, hasta la última servilleta sucia, sin saber por qué, pero sabiendo que era verdad, todo era condenadamente hermoso. Absurdo, ¿no?

—Extraño.

—Me da vergüenza explicarlo.

—¿Por qué?

—No sé…, la gente no suele contar cosas de este tipo…

—A mí me ha gustado.

—Venga ya…

—No, en serio, especialmente lo del ketchup

—Cogió la botella y le echó un poquito…

—Ya.

—Completamente de gris.

—Gracioso.

—Eso es.

—Eso es.

—¿Gould?

—Sí.

—Me alegra que me hayas telefoneado.

—Eh, oye, espera…

—Estoy aquí.

—¿Cómo te llamas?

—Shatzy.

—Shatzy.

—Me llamo Shatzy Shell.

—Shatzy Shell.

—Sí.

—Y no hay nadie ahí enroscándote el cable del teléfono al cuello, ¿no?

—No.

—¿Te acordarás, cuando vayan, de que son buena gente?

—Ya verás como no vienen.

—Ni lo sueñes, ésos irán…

—¿Por qué estás tan seguro, Gould?

—Diesel adora a Mami Jane. Y mide dos metros y cuarenta y siete centímetros.

—Fantástico.

—Depende. Cuando está muy cabreado no resulta nada fantástico.

—¿Y ahora está muy cabreado?

—También lo estarías tú si hicieran un referéndum para matar a Mami Jane, y Mami Jane fuera tu madre ideal.

—Es sólo un referéndum, Gould.

—Diesel dice que se trata de una estafa. Que ya hace meses que han decidido que la matarán y que están haciendo esto sólo para guardar las apariencias.

—A lo mejor se equivoca.

—Diesel no se equivoca nunca. Es un gigante.

—¿Cómo de gigante?

—Mucho.

—Yo salí un tiempo con uno que podía hacer un mate sin tener que ponerse de puntillas.

—¿De verdad?

—Pero trabajaba cortando las entradas en un cine.

—¿Y lo querías?

—Eso no se pregunta, Gould.

—Has dicho que salías con él.

—Sí, salíamos juntos. Salimos durante veintidós días.

—¿Y qué pasó?

—No sé…, era todo un poco complicado, ¿me entiendes?

—Sí…, para Diesel también es todo un poco complicado.

—Así es.

—Su padre encargó para él un retrete a medida, le costó un ojo de la cara.

—Ya te lo he dicho, es todo un poco complicado.

—Ya. Cuando Diesel intentó ir al colegio, al Taton, llegó por la mañana…

—¿Gould?

—Sí.

—Perdóname un momento, Gould.

—Okay.

—No cuelgues, ¿vale?

—Okay.

Shatzy Shell dejó la llamada en espera. Después se volvió hacia el señor que, de pie, delante de su mesa, la estaba mirando. Era el jefe de Desarrollo y Promoción. Se llamaba Bellerbaumer. Era uno de esos que mordisquean las varillas de las gafas.

—¿Señor Bellerbaumer?

El señor Bellerbaumer se aclaró la voz.

—Señorita, está usted hablando de gigantes.

—Exactamente.

—Hace doce minutos que está usted telefoneando y está hablando de gigantes.

—¿Doce minutos?

—Ayer conversó alegremente durante veintisiete minutos con un agente de Bolsa que al final le pidió que se casara con él.

—No sabía quién era Mami Jane, tuve que…

—Y el día anterior estuvo colgada de ese teléfono una hora y once minutos corrigiendo los deberes de un maldito chaval que después le dio como respuesta: ¿Y por qué no hacéis que estire la pata Ballon Mac?

—Podría ser una buena idea, piénselo.

—Señorita, ese teléfono es propiedad de CRB, y a usted le pagan para que diga sólo una puñetera frase: ¿Debe morir Mami Jane?

—Intento hacerlo lo mejor que sé.

—Y yo también. Y, en consecuencia, queda usted despedida, señorita Shell.

—¿Cómo?

—Me veo obligado a despedirla, señorita.

—¿En serio?

—Lo siento.

—…

—…

—…

—…

—Señor Bellerbaumer…

—Dígame.

—¿Le importa si termino con esta llamada?

—¿Qué llamada?

—La llamada. Hay un chico al otro lado de la línea que está esperando.

—…

—…

—Termine esa llamada.

—Gracias.

—De nada.

—¿Gould?

—Diga.

—Tengo que colgar, Gould.

—Okay.

—Acaban de despedirme.

—Fantástico.

—No estoy tan segura.

—Por lo menos no te retorcerán el pescuezo a ti.

—¿Quién?

—Diesel y Poomerang.

—¿El gigante?

—El gigante es Diesel. Poomerang es el otro, el calvo. Es mudo.

—Poomerang.

—Sí. Es mudo. No habla. Oye pero no habla.

—Los pararán en la entrada.

—Por regla general, esos dos nunca se paran.

—¿Gould?

—Sí.

—¿Debe morir Mami Jane?

—Que se vayan todos a tornar por culo.

—«No sé». Okay.

—¿Podrías decirme una cosa, Shatzy?

—Ahora tengo que marcharme.

—Una cosa, solamente.

—Dime.

—Aquel sitio, aquel restaurante…

—Sí.

—Estaba pensando…, tiene que estar bien…

—Bueno…

—Estaba pensando que me gustaría celebrar allí mi cumpleaños.

—¿Qué quieres decir?

—Mañana… es mi cumpleaños…, podríamos ir todos a comer allí, a lo mejor todavía están aquellos dos vestidos de gris, los del ketchup.

—Qué idea más rara, Gould.

—Tú, yo, Diesel y Poomerang. Invito yo.

—No sé.

—Es una buena idea, te lo juro.

—Tal vez.

—85.56.74.18.

—¿Y eso qué es?

—Mi número, si te apetece, me llamas, ¿okay?

—No parece que tengas trece años.

—Los cumplo mañana, para ser exactos.

—Ya.

—Entonces, ¿de acuerdo?

—Sí.

—De acuerdo.

—¿Gould?

—¿Sí?

—Adiós.

—Adiós, Shatzy.

—Adiós.

Shatzy Shell pulsó el botón azul y desconectó la línea. Se entretuvo un poco metiendo en una bolsa sus cosas, era una bolsa amarilla con el eslogan Salva al planeta tierra de los pies con uñas esmaltadas. Cogió las fotografías enmarcadas de Walt Disney y Eva Braun. Y la pequeña grabadora que llevaba siempre consigo. De vez en cuando, la encendía y decía cosas. Las otras siete señoritas la miraban, mudas, mientras los teléfonos, al sonar en el vacío, congelaban valiosas indicaciones sobre el futuro de Mami Jane. Lo que tenía que decir, Shatzy Shell lo dijo mientras se sacaba las zapatillas deportivas y se ponía los zapatos de tacón.

—Por cierto, para vuestra información, dentro de un rato entrarán por esa puerta un gigante y un tipo calvo, mudo, lo destrozarán todo y os estrangularán con los cables del teléfono. El gigante se llama Diesel. El mudo, Poomerang. O al revés, no me acuerdo muy bien. En cualquier caso: son buena gente.

La fotografía de Eva Braun tenía un marco de plástico rojo, con un soporte detrás, forrado de tela, y plegable: para mantenerla de pie, cuando fuera necesario. Ella, Eva Braun, tenía en efecto el rostro de Eva Braun.

«¿Entendido?»

«Más o menos».

«Era pianista en un enorme centro comercial, en la planta baja, debajo de la escalera mecánica de subida, habían colocado un poco de moqueta roja en el suelo y un piano blanco que él tocaba seis horas al día, de frac, Chopin, Cole Porter, cosas similares, siempre de memoria. Le habían dotado con un letrero elegantemente impreso, que rezaba Nuestro pianista volverá pronto: cuando tenía que ir al lavabo, lo sacaba y lo dejaba sobre el piano. Después volvía y empezaba de nuevo. No era un mal padre, es decir, no lo era en la forma habitual…, no pegaba a nadie, no bebía, no se tiraba a la secretaria, ni nada por el estilo, era un tipo que incluso el coche… no se lo compraba, tenía cuidado de no tener un coche demasiado…, demasiado nuevo, o bonito, hubiera podido hacerlo, pero no lo hacía, iba con cuidado, le salía espontáneamente, no creo que fuera un plan preconcebido, no lo hacía y ya está, no hacía ninguna de esas cosas, y éste era el problema, precisamente, ¿comprendes?, el origen del problema estaba ahí…, que no hacía esas cosas, ni otras mil, trabajaba y punto, eso es lo que hacía, como si la vida lo hubiera ofendido, y él se hubiera refugiado en aquel trabajo suyo que era una derrota, sin ganas de escapar de ella, era como un agujero negro, un abismo de infelicidad, y la tragedia, la verdadera tragedia, el corazón de aquella tragedia fue que nos arrastró de cabeza a ese agujero a mi madre y a mí, no hacía más que arrastrarnos hacia allí, con una constancia milagrosa, a cada momento de su vida, a cada instante, dedicando cada gesto a la obsesiva demostración de un teorema letal, el teorema siguiente: si él era así lo era por nosotras, por mi madre y por mí, éste era el teorema, por nosotras, porque ahí estábamos nosotras, por nuestra culpa, por salvarnos a nosotras, por, por, por, todo el santo día recordándonos este estúpido teorema, toda su vida con nosotras fue este largo gesto ininterrumpido y agotador, que, por si fuera poco, demostraba deliberadamente de la forma más astuta y cruel posible, es decir, sin decir ni una sola palabra, sin hablar nunca de ello, nunca hablaba de ello, podía decírnoslo, claramente, pero no lo dijo nunca, ni una palabra, y eso era horroroso, era cruel, no decir nada nunca, y después decirlo todo el santo día con su manera de estar en la mesa, con lo que miraba en televisión, incluso con la manera de cortarse el pelo, y con todas las malditas cosas que no hacía, y la cara con que te miraba… era cruel, es algo que puede acabar volviéndote loca, y yo estaba volviéndome loca, era una niña, una niña no puede defenderse, los niños son unos canallas pero hay ciertas cosas contra las que no pueden defenderse, es como pegarles, qué puede hacer un niño, no puede hacer nada, yo no podía hacer nada, estaba volviéndome loca y punto, así que un día mi madre me cogió para hablarme de Eva Braun. Era un hermoso ejemplo. La hija de Hitler. Me dijo que tenía que pensar en Eva Braun. Si ella pudo superarlo, tú también puedes hacerlo. Era un razonamiento extraño, pero funcionaba. Me dijo que cuando él se suicidó, al final, con una pastilla de cianuro, ella también se mató, estaba allí, en aquel búnker, y se mató con él. Porque incluso en el peor de los padres hay algo bueno, me dijo. Y es necesario aprender a amar ese algo.

Yo pensaba. Trataba de imaginar en qué podía ser bueno Hitler, y me inventaba historias sobre ese asunto, del tipo: él vuelve a casa por la noche, está cansado, y habla en voz baja, y se sienta delante de la chimenea, mirando fijamente el fuego, muerto de cansancio, y yo, que era Eva Braun, ¿no?, una niña con trencitas rubias, y las piernas blanquísimas bajo la falda, lo miraba sin acercarme, desde la habitación de al lado, y él estaba tan espléndidamente cansado, con toda aquella sangre chorreándole por todas partes, hermosísimo con su uniforme, no había más que seguir mirándolo, la sangre desaparecía y veías sólo el cansancio, ese maravilloso cansancio que yo ya estaba adorando, hasta que, en cierto momento, él se volvía hacia mí, y me veía, y me sonreía, y se levantaba, con todo su deslumbrante cansancio encima y se acercaba a mí, hasta mí, y se acuclillaba a mi lado: Hitler. No tenía ni pies ni cabeza. Me decía algo en voz baja, en alemán, y después con la mano, la mano derecha, lentamente, me acariciaba el pelo. Y, por muy espantoso que pueda parecer, aquella mano era dulce, y cálida, y suave, había una especie de sabiduría en su interior, una mano que podía salvarte y, por muy repugnante que pueda perecer, una mano que podías amar, que acababas amando, acababas pensando lo hermoso que era que fuese la mano derecha de tu padre, dulce, sobre ti. Hacía que me pasaran por la cabeza cosas de este tipo. Para entrenarme, ¿comprendes? Eva Braun era mi gimnasio. Con el tiempo llegué a ser muy buena al respecto. Por la noche, miraba fijamente a mi padre, que estaba sentado en pijama delante del televisor, hasta que veía a Hitler, en pijama delante del televisor. Mantenía quieta la imagen unos instantes, la saboreaba, después desenfocaba y volvía a mi padre, a su verdadera cara: dios mío, parecía dulcísima, todo aquel cansancio y aquella infelicidad. Después volvía a Hitler, y luego repescaba a mi padre, iba adelante y atrás con la fantasía y era una manera de escapar de la tortura, de los silencios, de toda aquella mierda. Funcionaba. Aparte de algunas veces, funcionaba. En fin. Unos cuantos años después leí en una revista que Eva Braun no era la hija de Hitler, sino su amante. O su mujer, no lo sé. En resumen, que se acostaba con él. Fue un golpe. Me asaltaron muchas dudas. Intenté arreglar las cosas de alguna forma, pero no hubo manera. No conseguía sacarme de la cabeza la imagen de Hitler acercándose a aquella niña, y empezando a darle besos y todo lo demás, un asco, y la niña era yo, Eva Braun, y él se convertía en mi padre, un verdadero lío, algo horroroso. Mi juego se había hecho añicos, no había forma de juntar todas las piezas, había funcionado, pero ya no funcionaba. Se acabó. No pude volver a querer a mi padre hasta que cambió de tren, como él decía. Una historia ridícula. Cambió de tren un domingo cualquiera. Estaba tocando allí, debajo de la escalera mecánica, y se le acercó una señora cargada de joyas, y también un poco achispada. Estaba tocando When we were alive, y ella se puso a bailar, delante de todo el mundo, con las bolsas de la compra en la mano, y con una cara radiante. Estuvieron así durante una media hora. Después ella se lo llevó, y se lo llevó para siempre. Todo lo que dijo en casa fue: he cambiado de tren. En aquel momento, para ser sincera, volví a quererlo un poco, porque era como una liberación, no sé, incluso se había peinado casi como un latin lover, con la raya bien trazada en su pelo blanco, y una camisa nueva, en ese momento me dio por quererlo, un instante por lo menos, fue como una liberación. He cambiado de tren. Años de tragedia doméstica borrados por una frase insulsa. Grotesco. Pero un montón de veces ocurre de este modo, casi siempre ocurre así: se descubre al final que el dolor, todo aquel dolor, era inútil, que se ha estado sufriendo como bestias, y era inútil, no era ni justo ni injusto, no era hermoso ni horrendo, tan sólo era inútil, al final todo lo que puedes decir es: era un dolor inútil. Es de locos, si lo piensas bien, es mejor no pensarlo, lo único que puedes hacer es no pensar más en ello, nunca más, ¿entendido?»

«Más o menos».

«¿Está buena la hamburguesa?»

«Sí».

Al final, lo que pasó fue que Diesel y Poomerang no llegaron a CRB porque en el cruce entre la calle Séptima y el Boulevard Bourbon se encontraron ante sus ojos, en mitad de la acera, el tacón de aguja de un zapato negro, llegado hasta allí desde quién sabe dónde, pero inmóvil como un minúsculo escollo entre la riada de gente que se lanzaba hacia la pausa del almuerzo.

—Demonios —dijo Diesel.

—¿Qué es eso? —nodijo Poomerang.

—Mira —dijo Diesel.

—Demonios —nodijo Poomerang.

Miraban con atención aquel tacón negro, de aguja, y fue ver una nada —un instante después del inevitable flash de un tobillo en nylon oscuro —ver el paso que lo había perdido, exactamente el paso, entendido como ritmo y danza, compás hembra esmaltado nylon oscuro. Lo vieron primero en el péndulo danzante de dos delgadas piernas, y luego en la réplica mullida que el pecho, bajo la camiseta, recogía reenviándola hacia el pelo —moreno corto, pensó Diesel —rubio corto, pensó Poomerang —lo suficientemente liso y fino como para danzar a aquel ritmo, que a sus ojos se había convertido ya en cuerpo femenino, y humanidad e historia, cuando de repente cabrilleó por el minúsculo contratiempo de un tacón que se puso a oscilar, en un paso, y se dobló, al paso siguiente, despegándose del zapato y de todo aquel ritmo —de femenina humanidad e historia— forzándolo a una cadencia —no exactamente una caída— en la que encontrar el equilibrio de una inmovilidad —el silencio.

Había un enorme barullo a su alrededor, pero no había nada que pudiera arrancarlos de allí, Diesel todavía más encorvado de lo habitual, con los ojos clavados en el suelo, Poomerang frotándose adelante y atrás el cráneo rapado con la mano izquierda: la derecha colgada del bolsillo de los pantalones de Diesel, como siempre. Miraban un tacón de aguja negro, pero en realidad estaban viendo a aquella mujer descabalarse y aminorar el paso, vieron que se volvía un instante diciendo[1]

—Mierda

sin pensar[2] ni por un momento en detenerse, como hubiera hecho una mujer normal —detenerse, volver atrás, recuperar el tacón, intentar pegarlo de nuevo sujetándose con una mano en una señal de tráfico, dirección prohibida —sin pensar siquiera en algo tan razonable, sino que siguió caminando, tan sólo diciendo con un mohín

—Mierda

en el mismo momento en que, descartando perturbar su propia belleza con el contratiempo de una forzada cojera, se descalza el zapato herido, con un gesto ligero, sin dejar de caminar, y entra definitivamente en la leyenda, para aquellos dos, descalzándose también el otro —compás descalzo cromado nylon oscuro—, coge los zapatos, los tira en un contenedor azul mientras mira ya a su alrededor para buscar lo que encuentra de inmediato, un coche amarillo que sube por la avenida lentamente: levanta un brazo, por la muñeca se desliza algo de oro, el coche amarillo pone el intermitente, se detiene, ella se sube, da una dirección mientras dobla la delgada pierna —pie descalzo— en el asiento, haciendo subir la falda y, por un instante, brillar el destello de la tibia perspectiva de una blonda de media autoadherente que desaparece durante algunos centímetros de muslo —blanco— y que después reaparece en el ribete de unas braguitas, poco más que un relámpago pero que, sin embargo, penetra en los ojos de un señor de traje oscuro que no deja de caminar, pero que se lleva consigo, grabado en la retina, el tibio relámpago que le abrasa la conciencia y se abate sobre el cerco de su sopor de hombre cansadamente casado, con gran ruido de metales y lamentos.

Lo que ocurrió fue que Diesel y Poomerang fueron atrapados por el hombre de oscuro, succionados en verdad por la estela trazada con su turbación, que los conmovía, por decirlo de algún modo, y que los empujó hacia lo lejos, hasta ver el color de su batín —marrón— y sentir el tufo de su cocina. Llegaron a sentarse a su mesa, y notaron que su mujer se reía demasiado de los chistes que perpetraban en el televisor encendido, mientras él, el señor del traje oscuro, le servía cerveza en su vaso, guardándose para él la botella de agua mineral, del tiempo y sin gas, a que lo constreñía el recuerdo de cuatro lejanos cólicos renales. Encontraron en el segundo cajón de su escritorio setenta y dos páginas de una novela, inacabada, que se titulaba La última apuesta, y una tarjeta —Dr. Mortersen— en cuya parte de atrás había unos labios estampados con carmín morado. El radio despertador estaba sintonizado en el 102.4 de Radio Nostalgia, y sobre la pantalla de la lámpara de su mesita de noche, para amortiguar la luz, había un folleto de los Niños de Dios que teorizaba sobre la inmoralidad de la caza y la pesca: el título, un poco chamuscado por la bombilla, decía: Os haré pescadores de hombres.

Estaban hurgando entre la ropa interior de la señora Mortersen cuando, por una banal y vulgar asociación de ideas, volvió a sus venas el recuerdo del compás hembra esmaltado nylon oscuro —una sacudida feroz que los empujó a retroceder hasta el taxi amarillo, y hacerlos permanecer allí, en el bordillo, un poco alelados por el desastroso descubrimiento —desastroso descubrimiento del taxi amarillo en las vísceras de la ciudad —toda la avenida llena de coches, pero vacía de taxis amarillos y leyendas arrellanadas en el asiento trasero.

—Jesús —dijo Diesel.

—Desaparecida —nodijo Poomerang.

En la superficie curva del tacón de aguja contemplaron una ciudad entera, miles de calles, cientos de coches amarillos, ciegos.

—Perdida —dijo Diesel.

—Quizá —nodijo Poomerang.

—Como buscar una aguja en un pajar.

—Buscar, pero no el coche.

—Los hay a miles.

—No el coche amarillo.

—Demasiados coches.

—El coche no, los zapatos.

—Adónde irá exactamente un coche amarillo.

—Zapatos. Una tienda de zapatos.

—A donde ella haya dicho que quería ir.

—Una tienda de zapatos. La tienda más cercana de zapatos.

—Ha mirado al taxista y ha dicho…

—La tienda más cercana de zapatos. Zapatos negros con tacón de aguja.

—… la mejor tienda de zapatos que esté por aquí cerca.

—Toxon’s, calle Cuarta, segundo piso, zapatos de mujer.

—¡Coño, Toxon’s!

Volvieron a encontrarla delante de un espejo, con zapatos negros en los pies, tacón de aguja, y un dependiente que decía

—Perfectos.

Ya no la perdieron más. Durante un número impreciso de horas catalogaron sus gestos y los objetos que la rodeaban, como si estuvieran probando perfumes. Era algo que ya habían respirado cuando, tras una cena interminable, la siguieron hasta la misma cama de un hombre que olía a colonia, y que con el mando a distancia no dejaba de poner el Bolero de Ravel. Delante de la cama había una pecera, con un pez morado, y muchas estúpidas burbujitas. Él hacía el amor en religioso silencio: había dejado la alianza de oro sobre la mesita de noche, junto a una caja de preservativos de marca de cinco unidades. Ella le clavaba las uñas en la espalda, lo bastante fuerte como para que las sintiera, lo bastante dulce como para no dejar señales. Al séptimo Bolero, dijo

—Perdona.

salió de la cama, se vistió, se puso los zapatos negros, tacón de aguja, y se marchó, sin decir nada. Lo último que vieron de ella fue una puerta cerrada, dulcemente.

Lluvia. Asfalto espejeante alrededor del tacón de aguja negro, brillante ojo que sigue allí contemplándolos.

—Lluvia —dijo Diesel.

Levantaron la mirada, luz distinta, gris, poca gente, ruido de neumáticos y charcos. Zapatos empapados, agua chorreando por el cuello. En los relojes, una hora impresentable.

—Nos vamos —dijo Diesel.

—Nos vamos —nodijo Poomerang.

Diesel caminaba con dificultad, y lentamente, arrastrando el pie izquierdo, con un zapato ridículo, descomunal, sujeto a una pierna que cambiaba de idea por debajo de la rodilla, y se curvaba de mala manera, balanceando cada paso en danzas cubistas. Y respiraba con dificultad, como un ciclista en plena cuesta, una respiración que era ritmo turbio y pena. Poomerang se sabía de memoria aquel paso y aquella respiración. Permanecía pegado a él y seguía con elegancia su danza, mostrando un cansancio de maratón de tango.

El uno y el otro, cerca, y luego pedazos marchitos de ciudad en el camino a casa, luces líquidas de semáforo, coches en tercera haciendo un ruido de cisterna, un tacón en el suelo, cada vez más lejos, ojo humedecido, ya sin pestañas, sin ceja, ojo acabado.

La fotografía de Walt Disney era un poco más grande que la de Eva Braun. Tenía un marco de madera clara, y un soporte detrás, plegable; para mantenerlo erguido cuando fuera necesario. Walt Disney tenía el pelo blanco y estaba a horcajadas en un tren, sonriente. Era un trenecito para niños, con una locomotora y muchos vagones. No había raíles, sino que tenía ruedas de goma, y estaba en Disneylandia, Anaheim, California.

«¿Entendido?»

«Más o menos».

«En fin, él era el más grande, fue el más grande. Un reaccionario como la copa de un pino, no lo niego, pero sabía tener tratos con la felicidad, ése era su talento, llegaba derecho a la felicidad, sin muchas complicaciones, y se quedó con todo el mundo, verdaderamente con todo el mundo, fue el mayor arrendador de felicidad que se haya visto nunca, la tenía para todos los bolsillos, para todos los gustos, con esas historias suyas de patos, de enanos y de bambis; pensándolo bien, qué manera de montárselo, y sin embargo se puso a ello y extrajo de todo ese gran barullo algo que, si alguien te pregunta qué es la felicidad, aunque te dé un poco de asco, al final tienes que admitir que quizás no sepas muy bien lo que es, pero que tiene un sabor, un gusto, quiero decir, es algo así como de fresa o de frambuesa, la felicidad tiene justo ese sabor, no hay vuelta de hoja, será todo lo falso que tú quieras, no será la auténtica felicidad, la original, como si dijéramos, pero aquéllas eran réplicas fabulosas, mejores que el original, o sea, que no hay forma de…»

«Terminado».

«¿Terminado?»

«Sí».

«¿Cómo era?»

«En fin».

«¿Nos vamos?»

«Nos vamos».

¿Nos vamos? Nos vamos.

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