City

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—Ponme con la señorita Shell.

—Vale.

Gould le dio el auricular a Shatzy. Al otro lado del hilo estaba su padre.

—¿Diga?

—¿Señorita Shell?

—Yo misma.

—¿Alguna relación con el de la gasolina?

—No.

—Qué lástima.

—Yo también lo pienso.

—A la pregunta número treinta y uno usted ha contestado que prepara un western.

—Exacto.

—Que el sueño de su vida es hacer un western.

—Eso es.

—¿Le parece una buena respuesta?

—No tenía otra.

—…

—…

—Pero ¿de qué se trata, de una película?

—¿Cómo?

—Ese western… ¿qué es, una película, un libro, un cómic?, ¿qué demonios es?

—¿En qué sentido?

—¿Me oye?

—Sí.

—¿Qué es?, ¿una película?

—¿El qué?

—EL WESTERN, ¿qué es?

—Es un western.

—…

—…

—¿Un western?

—Un western.

—…

—…

—¿Señorita Shell?

—Sigo aquí.

—¿Todo en orden, por allí?

—De maravilla.

—Gould es un chiquillo especial, ¿se ha dado cuenta de ello?

—Creo que sí.

—No quiero que haya líos a su alrededor, ¿me explico?

—Más o menos.

—Tiene que pensar en los estudios, y después todo vendrá rodado.

—Sí, general.

—Es un chiquillo fuerte, lo logrará.

—Es probable.

—¿Conoce la historia de la mano de Joaquín Murieta?

—¿Cómo?

—Joaquín Murieta. Era un bandido.

—Espléndido.

—El terror de Texas, pasó años sembrando el terror en Texas, un bandido feroz, se las apañaba muy bien, liquidó a once sheriff en tres años, la recompensa por su cabeza parecía una colección de ceros.

—¿De veras?

—Al final, tuvieron que movilizar al ejército para capturarlo. Tardaron un poco, pero al final lo cogieron. ¿Y sabe lo que hicieron?

—No.

—Le cortaron una mano, la mano izquierda, con la que disparaba. La metieron en una saca y la mandaron por todo Texas. Pasó por todas las ciudades. El sheriff recibía el paquete, exponía la mano en el saloon, después volvía a meterla en la saca y la mandaba a la ciudad más cercana. Era una especie de advertencia, ¿comprende?

—Sí.

—Así la gente captaba quién era el más fuerte.

—Ya.

—Pues bien, ¿sabe lo más curioso de esta historia?

—No.

—Pues que en realidad mandaron cuatro manos de Joaquín Murieta, para acelerar el proceso, la de verdad y otras tres que cortaron a algún desgraciado mexicano, y un día se equivocaron en sus cálculos, a una ciudad que se llamaba Martintown llegaron dos al mismo tiempo, dos manos de Joaquín Murieta, las dos izquierdas.

—Fantástico.

—¿Sabe lo que dijo la gente?

—No.

—Yo tampoco.

—¿Cómo?

—Yo tampoco.

—Ah.

—Una bonita historia, ¿no?

—Sí, es una bonita historia.

—Pensaba que quizás podría servirle para su western.

—Lo pensaré.

—La última vez que pasé por allí, en la nevera había un avión de plástico amarillo y la guía telefónica.

—Ahora todo está en su sitio.

—Confío en usted.

—No se preocupe.

—Ese chico tiene que beber leche, cómprele de esa que lleva vitaminas.

—Sí.

—Y fútbol, necesita fútbol, siempre le ha ido mal con el fútbol.

—Sí.

—Un día ya se lo explicaré.

—¿Qué?

—Por qué yo estoy aquí y Gould está ahí. No le parecerá buena idea, supongo.

—No sé.

—Estoy seguro de que no le parece buena idea.

—No sé.

—En otro momento se lo explicaré, ya verá.

—De acuerdo.

—Antes era un problema, con aquella chica muda. Era buena chica, pero no resultaba sencillo conversar.

—Me lo imagino.

—Estoy más tranquilo con usted, señorita Shell.

—Me alegro.

—Usted habla.

—Ya.

—Es tremendamente más práctico.

—Estoy de acuerdo.

—Bien.

—Bien.

—¿Me pone con Gould?

—Sí.

El padre de Gould telefoneaba cada viernes, a las siete y cuarto de la tarde.

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