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—No me digas…

—Entonces Larry se rió y dijo Vale, vale, okay, como usted quiera, Maestro, ¿a quién tengo que tumbar?

—Eso, eso, ¿a quién tiene que tumbar?

—Ahora viene lo bueno.

—¿O sea?

—Mondini es muy raro, nunca sabes qué tiene en la cabeza.

—¿Qué coño quieres decir, Gould?

—Con la cantidad de púgiles que hay por ahí, es raro, nunca sabes…

—Venga, ¿a quién coño ha elegido?

—No lo adivinaríais nunca.

—Va, hombre, va…

Gould se volvió un momento para mirar a Shatzy, allá al fondo, con el profesor Bandini. Luego dijo lentamente:

—Poreda.

—¿Quién?

—Poreda.

—¿Stanley Poreda?

—El mismo.

—¿Poreda?, ¿el de los brazos rotos?

—Ése.

—¿Y qué cojones pinta ése?

—Ya os dije que no os lo ibais a creer.

—¿Poreda?

—Stanley «Hooker» Poreda.

—Qué hijo de puta.

—Ya puedes decirlo bien alto.

—Poreda…, joder.

—Poreda.

POOMERANG — Stanley Poreda se había retirado dos años antes. Habían hecho que se retirara, para ser exactos. Había vendido un combate, pero las cosas se torcieron. El adversario era un señorito emparentado con un boss de Belem. Tenía buen estilo, pero en cuanto a potencia era un desastre, no habría tumbado ni a un borracho. Poreda era un artista fingiendo un K. O., pero en los primeros cuatro asaltos no le llegó ni una mano que se pareciera con un mínimo de aproximación a un golpe de verdad. Hubiera querido tirarse a la lona y volver a su casa. Pero no había manera de arrancarle un golpe decente a aquella especie de bailarín sin fuelle. De manera que, por hacer algo, al final del cuarto asalto le soltó un jab y luego un gancho. Nada de particular. Pero el bailarín se fue a la lona. Lo salvó la campana. Al volver a su rincón, Poreda vio que se acercaba un tío muy elegante, que llevaba en la boca un cigarrillo con filtro de papel dorado. Ni siquiera se lo sacó de los labios cuando se agachó hacia Poreda y le dijo en un susurro: Gusano, si vuelves a intentarlo, estás jodido. Sólo se lo sacó cuando, inmediatamente después, escupió en la botella de agua y le dijo al segundo: Dale de beber al chico, que tiene sed. Poreda era, en su estilo, un profesional. Cogió la botella, bebió un sorbo sin inmutarse, luego escuchó la campana. El bailarín se levantó un poco vacilante pero al llegar al centro del ring tuvo fuerzas para decirle a Poreda: Acabemos de una vez, miserable. De acuerdo, pensó Poreda. Le abrió la guardia con un par de jabs, le soltó luego un uppercut y remató la faena con un gancho de derecha. El bailarín voló hacia atrás como un pelele. Cuando aterrizó, parecía que se hubiera caído desde un décimo piso. Poreda se sacó el protector dental, fue directo hacia el rincón del bailarín y se limitó a decir: Dadle de beber al chico, que tiene sed. Diez días después, dos matones entraron por la noche en su casa, pistola en mano. Le rompieron los dos brazos, aplastándole primero uno y luego el otro contra la puerta. Fin del trayecto, pensó Poreda.

DIESEL — Él había empezado precisamente con Mondini. Dos o tres combates, después el Maestro lo pilló tirándose a la lona tras un golpe ridículo, y comprendió. Es una profesión como cualquier otra, le dijo Poreda. No es la mía, le dijo Mondini. Y lo echó del gimnasio. Siguió su trayectoria desde lejos. No era un gran boxeador, pero era como un animal que en el ring encontrara exactamente su hábitat. Conocía todos los trucos, algunos los había inventado él mismo, y otros los ejecutaba con una perfección indiscutible. Y, sobre todo, era potente. Era potente como pocos. Una cuestión de talento. Cuando se decidía a hacerlo, era capaz de descargar en un golpe sus ochenta y dos kilos, era como si todos y cada uno de los centímetros de su cuerpo fueran por un instante a meterse dentro del guante. Ése golpea hasta con las nalgas, decía Mondini. Sentía una especie de admiración por él. De forma que, cuando surgió lo de Larry, y lo del mundial, fue él quien le vino a la mente: con la cantidad de púgiles que había por ahí: él.

POOMERANG — No era ninguna tontería. Aparte de los campeones de verdad, Poreda era el más marrullero, difícil, potente y experto adversario que podía encontrar para Larry. Era el boxeo, una vez que le has quitado toda la poesía. Era pelea en estado puro. Sólo había que convencerlo para que volviera al ring. Mondini cogió el abrigo bueno, fue al banco, sacó una parte de sus ahorros, y fue a buscar a Poreda al gimnasio donde trabajaba de entrenador. Quizá sólo fuera una casualidad, pero estaba cerca del matadero.

—Aquí hay un montón de pasta señaló Poreda, sopesando el paquete de billetes. Demasiado para comprar a un púgil que dejó de vender combates hace dos años.

Mondini ni se inmutó.

—No me has entendido, Poreda. Yo te pagaré si ganas.

—¿Si gano?

—Exacto.

—Tú estás loco. Ese chico es una joya, tienes un tesoro en tus manos, y pagas a alguien para que lo noquee.

—Mis razones tendré, Poreda.

—No, no, no quiero saber nada de este asunto, yo ya no hago apuestas, no tengo otros brazos para que me los rompan, ya basta.

—No se trata de un asunto de apuestas, te lo juro.

—Y, entonces, ¿qué pasa, entrenas a la gente para ver cómo pierde?

—A veces pasa.

—Tú estás loco.

—Puede. ¿Aceptas?

Poreda no quería creerlo. Era la primera vez que le pagaban un dinero extra por ganar.

—Mondini, dejémonos de historias, ese Gorman es una joya, pero sabes que, si quiero, puedo encontrar una manera de joderlo.

—Lo sé. Por eso estoy aquí.

—Te arriesgas a perder tu dinero.

—Lo sé.

—Mondini…

—¿Sí?

—¿Qué hay detrás de todo esto?

—Nada. Quiero saber si ese chico es capaz de seguir bailando aun con la mierda hasta el cuello. Y tú eres la mierda.

Poreda sonrió. Tenía una exmujer que le chupaba la sangre con la pensión, una amante quince años más joven que él, y un asesor fiscal que cobraba mil dólares al mes para olvidarse de que existía. De manera que sonrió. Luego escupió al suelo. Era, desde siempre, su forma de firmar un contrato.

—Ha tosido.

—¿Qué?

—Shatzy… ha tosido.

—Esto marcha.

—Está loco por ella, se la venderá, seguro que se la venderá.

—¿El botón se ha desabrochado?

—Desde aquí no se ve.

—Seguro que sí.

—Para mí que eso no será suficiente.

—Apuesto diez a que lo logra —nodijo Poomerang, y sacó un billete pringoso del bolsillo.

—Los veo. Y otros veinte por Poreda.

—Nada de apuestas por Poreda, chicos, Mondini se lo ha jurado.

—¿Eso qué tiene que ver? Nosotros siempre hemos apostado.

—Esta vez no. Esta vez es un asunto serio.

—¿Y las otras veces no lo era?

—Ésta va más en serio.

—Vale, pero sigue siendo boxeo, ¿no?

—Mondini se lo ha jurado.

—Mondini, pero yo no, yo nunca le juré que no haría apuestas…

—Es lo mismo.

—No es lo mismo.

Fue en ese momento cuando el profesor Bandini le dijo a Shatzy:

—¿Le apetece cenar conmigo esta noche?

Shatzy sonrió.

—En otra ocasión, profesor.

Le dio la mano y el profesor Bandini se la estrechó.

—Pues, entonces, en otra ocasión.

—Sí.

Shatzy se dio la vuelta y recorrió el sendero empedrado. Poco antes de llegar al garaje, se abrochó el botón, el de encima de las tetas. Cuando llegó ante Gould tenía una cara muy seria.

—Su esposa lo abandonó por otra. Otra mujer.

—Fantástico.

—Podías habérmelo dicho.

—No lo sabía.

—¿No es profesor tuyo?

—Pero no enseña historia de su matrimonio.

—¿No?

—No.

—Ah.

Se dio la vuelta. El profesor seguía allí. La saludó con la mano. Ella respondió.

—Es buena persona.

—Ya.

—No se merecía una roulotte amarilla. A veces la gente se castiga por algo que ni siquiera conoce, así, sólo por el gusto de castigarse…, decide castigarse…

—Shatzy…

—¿Sí?

—QUIERES HACER EL FAVOR DE DECIRME SI TE HAS AGENCIADO ESA MIERDA DE ROULOTTE, ¿SÍ O NO?

—¿Gould?

—Sí.

—No grites.

—Okay.

—¿Quieres saber si he conseguido comprar una roulotte modelo Pagode del 71 pagando por ella una miseria?

—Sí.

—HOSTIA PUTA, PUES CLARO QUE SÍ.

Gritó tan fuerte que se le desabrochó el botón de las tetas. Gould, Diesel y Poomerang se quedaron pasmados, con los ojos como platos. No por las tetas, sino por la roulotte. Ni se les había pasado por la cabeza que de verdad pudiera ocurrir. Miraban a Shatzy como si fuera la reencarnación de Mami Jane, que hubiera regresado para cortarle las pelotas a Franz Forte, director financiero de CRB. Hostia puta, lo había conseguido.

Dos días después, una grúa llevó la roulotte a casa de Gould. La colocaron en el jardín. La limpiaron a fondo, incluidas las ruedas, los cristales, todo. Era muy amarilla. Parecía una casita de juguete, algo construido expresamente para los niños. Los vecinos pasaban por delante y se paraban para mirarla. Un día uno de ellos le dijo a Shatzy que no quedaría mal una veranda, en la parte delantera, una veranda de esas de plástico, como las que vendían en los supermercados. Las había incluso de color amarillo.

—Nada de verandas —dijo Shatzy.

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