City

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Phil Wittacher entra en casa del juez. Penumbra, hedor de mierda y de cigarro. Periódicos por todas partes.

Coge una silla y la aproxima a la cama. Se sienta.

—¿Sigue pensando que el caballo antes o después vendrá a beber?

—Puedes apostar lo que quieras, muchacho.

—No parece tener mucha sed.

—Ya le entrará. No tengo prisa.

—Yo sí.

—¿Qué quieres decir?

—Si no tiene sed, hagamos que le entre.

Phil Wittacher se lo dice tendiéndole una hoja escrita a máquina. El texto dice que el domingo ocho de junio, a las doce y treinta y siete, con gran solemnidad, Phil Wittacher, de Wittacher e Hijo, pondrá en marcha el histórico reloj de Closingtown, el más grande del Oeste. Comidas, bebidas y fin de fiesta sorpresa.

Phil Wittacher hace un gesto hacia las montañas de periódicos.

—He hecho publicar esta noticia de forma que él pueda leerla. En el fondo, hace treinta y cuatro años que manda mensajes: hora es ya de responderle.

El juez se incorpora sobre los almohadones, pone las piernas en el suelo, relee atentamente la hoja.

—No pensarás que ese bastardo esté tan loco como para venir.

—Vendrá.

—Chorradas.

—¿No me cree si le digo que vendrá?

El juez lo mira como si fuera un problema de álgebra.

—¿Y cómo lo sabes, so capullo?, ¿estás dentro de la cabeza de Arne Dolphin, acaso?

—Sé dónde está, qué está haciendo, y qué hará mañana. Lo sé todo sobre él.

El juez se echa a reír y suelta un pedo letal. Ríe como un loco durante unos minutos. Todo bronquios y flemas. Pero con plata entreverada. Se pone serio de golpe.

—De acuerdo, relojero, que me parta un rayo si te entiendo, pero okay.

Se echa hacia delante y acerca su careto al de Phil Wittacher.

—No irás a decirme que vas a hacer que funcione ese reloj.

—Eso es asunto mío, hablemos de lo que va a hacer usted.

—Muy sencillo. En cuanto ese bastardo ponga el pie en la ciudad, le meto una bala entre ceja y ceja.

—Eso podría hacerlo cualquiera en esta ciudad. No desperdicie la ocasión. He pensado para usted en algo más refinado.

—¿O sea?

No meterle una bala entre ceja y ceja.

—¿Tú eres tonto?

—Ese hombre, en esta ciudad, es hombre muerto. Lo necesito vivo. Resuelva usted ese problema.

—Vivo, ¿en qué sentido?

—Juez: yo se lo traigo hasta aquí. Encuentre usted el modo de sentarlo a una mesa conmigo. Sólo el tiempo para hablar de un par de historias. Después haga lo que quiera con él. Pero lo quiero en esa mesa conmigo, sin testigos, y sin balas entre ceja y ceja.

—No va a ser sencillo: ese hombre es una bestia feroz. Si le das tiempo, eres hombre muerto.

—Ya le he dicho que sería un trabajo digno de usted.

—No será un paseo.

—No, por eso será mejor que se busque otro par de zapatos.

El juez se mira los pies.

—Anda y que te den, mocoso.

—No tengo tiempo, tengo que ir a ver a Bird.

Y se marcha a ver a Bird.

—Bird, ¿tú sabes cómo disparaba Arne Dolphin?

—Nunca lo conocí.

—Ya lo sé. Pero sabes qué se decía sobre él.

—Un poco lento en desenfundar. Una puntería bestial. Es cosa de familia, por lo que parece. Las hermanas montaron un espectáculo, en sus buenos tiempos.

—¿La historia esa del valet de corazones?

—Ésa.

—¿Cómo demonios lo hacían?

—No sé. Cuando hay naipes de por medio, siempre hay truco. Sólo las pistolas no mienten nunca.

Phil Wittacher piensa que no es cierto.

—Bird: un hombre contra seis, en campo abierto, ¿tiene alguna posibilidad de salir vivo?

—Hay seis balas en un Cok. Luego sí.

—Olvídate de la poesía, Bird. ¿Puede salir vivo, sí o no?

Bird piensa.

—Sí, si los seis están ciegos.

Phil Wittacher sonríe.

—Somos nosotros los que estamos ciegos, Bird. Sólo vemos lo que esperamos ver.

—Olvídate de la filosofía, muchacho. ¿Qué coño has venido a pedirme?

—¿Sigues pensando en morir?

—Sí, por tanto date prisa en arreglar ese reloj.

—¿Tienes algún compromiso para el día ocho de junio?

—¿Aparte de mear sangre y de tirar piedras a los perros?

—Aparte.

—Déjame pensarlo.

Piensa.

—Yo diría que no.

—Bien. Te necesito para ese día.

—¿A mí o a mis pistolas?

—¿Todavía trabajáis juntos?

—Sólo en grandes ocasiones.

Es una gran ocasión.

—¿En qué sentido?

—Pondremos en funcionamiento ese jodido reloj.

Bird entrecierra los ojos para mirar bien a Phil Wittacher a la cara.

—¿Te estás choteando de mí?

—Soy muy serio.

¿Cómo es que esa pistola antes estaba en su funda y ahora apunta a la cabeza de Phil Wittacher?

—¿Te estás choteando de mí?

—Soy muy serio.

¿Cómo es que esa pistola está de nuevo en su funda?

—Cuenta conmigo, muchacho.

—Necesitamos tus ojos, Bird.

—Mal asunto.

—¿Cómo están?

—Depende de la luz.

—¿Qué carta es ésta?

Bird entrecierra los ojos mirando esa carta que Phil Wittacher se ha sacado de la manga.

—¿Tréboles?

Phil Wittacher la coge con dos dedos y luego la tira al aire.

Bird desenfunda y dispara. Seis tiros. La carta rebota con las seis balas como sobre una mesa de cristal invisible. Luego cae como una hoja muerta.

—¿Serías capaz de darle a unos treinta metros?

—No.

—¿Y si estuviera quieta?

—¿A unos treinta metros?

—Sí.

—Con un poco de chiripa podría hacerlo.

—Necesito que lo hagas, Bird.

—Hace falta suerte.

—¿No serían mejor unas gafas?

—Anda y que te den, relojero.

—No tengo tiempo. Tengo que ir a ver a las hermanas Dolphin.

Y se marchó a ver a las hermanas Dolphin.

—Dentro de dos domingos, a las 12.37, haré funcionar el Viejo.

Las hermanas Dolphin lo miran sin moverse. Es increíble, pero a Phil Wittacher le parece ver en los ojos de Melissa Dolphin brillar algo como si fueran lágrimas.

—Será un lío de la hostia, pero vosotras lo habéis querido.

Las hermanas Dolphin asienten con la cabeza.

—Me gustaría pediros que os quedarais encerradas en casa hasta que todo termine, pero sé que no lo haréis, por tanto prefiero que vengáis, y hagáis lo que tengáis que hacer. Pero entendámonos: nada de improvisaciones, y respetad las órdenes.

Las hermanas Dolphin vuelven a asentir con la cabeza.

—Vale. Cuando sea el momento, os lo haré saber. Buenas noches, señoras.

Guardapolvo, sombrero.

—Mister Wittacher…

—Sí.

—Quisiéramos que usted supiera que…

—¿Sí?

—En fin, no es fácil encontrar las palabras, pero tenemos la obligación de hacerle saber que…

—¿Sí?

Melissa Dolphin ya no tiene lágrimas en los ojos cuando dice:

—No es nada personal, pero está a punto de escapársete el pajarito, muchacho.

—¿Cómo?

—Lo que quisiéramos decirle es que quizá sería conveniente que se abrochara usted la abertura pertinente de sus pantalones, debajo mismo del cinturón, mister Wittacher.

Phil Wittacher se mira. Se abrocha. Levanta la mirada hacia las hermanas Dolphin.

Pero ¿qué he hecho yo para merecer esto?, piensa.

Más o menos es el último trozo de western que escuché en boca de Shatzy. No sé si todavía tenía más, pero si lo tenía se lo llevó consigo. Se fue de mala manera y digo yo que eso es injusto, porque todo el mundo debería poder escoger con qué música bailar su propio final. Tendría que ser un derecho, o al menos un privilegio de los grandes bailarines. Yo llegué a odiar a Shatzy por un montón de cosas. Pero sabía bailar, si sabéis a qué me refiero. Iba en coche con un médico, era de noche, habían bebido un poco, o fumado, no lo recuerdo. Chocaron de frente contra un pilar del viaducto, abajo, en San Fernández. Conducía él, y la palmó en el acto. Cuando sacaron a Shatzy, en cambio, todavía respiraba. La llevaron al hospital y fue algo largo y doloroso. Se había roto un montón de cosas, y hasta el hueso del cuello, como suele decirse. Al final, se vio atada a una cama de hospital, con todo su cuerpo paralizado para siempre, salvo la cabeza. El cerebro trabajaba todavía, podía mirar, oír, hablar. Pero todo el resto estaba como muerto. Era para destrozarte el corazón. Shatzy siempre había sido de las que no se rinden fácilmente. Tenía talento para exprimirle a la vida lo que fuera. Pero esta vez había poco que exprimirle. No habló durante días, inmóvil, allí, en su cama. Después, Halley, mi marido, un día fue a verla. Y ella le dijo: General, por piedad, acabemos con esto de una vez. Dijo eso exactamente. Por piedad. El hecho es que mi marido, no sé, le había cogido cariño a esa chica, para él representaba algo, nunca la hubiera dejado ir a la deriva, o algo por el estilo, nunca lo habría hecho. Así que encontró la manera. La hizo trasladar a un hospital militar. Allí ciertas cosas son más fáciles de hacer. Los militares están acostumbrados, por decirlo de algún modo. Era también bastante ridículo, porque en aquel hospital todos eran hombres, y ella la única mujer. Hasta ella hacía bromas al respecto. Y el día antes de marcharse, cuando fui a despedirme, por decirlo de algún modo, quiso que me acercara y luego me dijo que si podía ir por ahí, por el hospital, y encontrar a un chico que tuviera ganas de estar un rato junto a ella. Quería que fuera guapo. Intenté comprender qué quería decir ella con guapo, pero ella sólo dijo que, si podía, le encontrara uno que tuviera unos hermosos labios. Así que me marché y al final regresé con un muchacho que tenía una cara bellísima, el pelo negro y una cara bellísima, como para hacerle un favor, en serio. Se llamaba Samuel. Cuando estuvo allí, Shatzy le dijo: ¿Me das un beso? Y él la besó, pero un beso de verdad, algo de película, no se acababa nunca. Al día siguiente, un médico hizo lo que tenía que hacer. Creo que se trató de una inyección. Pero no lo sé con exactitud. Se marchó en un suspiro.

Tengo en casa cientos de cintas grabadas, llenas de western. Y guardo en mi cabeza dos cosas que me dijo sobre Gould, y que nunca diré a nadie.

La enterramos aquí, en Topeka. La inscripción de la lápida la escogió ella. Ninguna fecha. Sólo: Shatzy Shell, ninguna relación con el de la gasolina.

Que la tierra te sea leve, pequeña.

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