City

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—Esta casa da asco —dijo Shatzy.

—Sí —dijo Gould.

—Es una casa que da asco, te lo aseguro.

Técnicamente hablando, Gould era un genio. Quien así lo determinó fue una comisión de cinco profesores que lo había examinado, a la edad de seis años, sometiéndolo a tres días de tests. Según los parámetros de Stocken, resultó que pertenecía a la banda delta: a esos niveles la inteligencia es una máquina hipertrófica cuyos límites resulta difícil determinar. Provisionalmente le concedieron un CI de 108, cifra bastante monstruosa. Se lo habían llevado de la escuela primaria donde intentó parecer normal durante seis días, y lo habían confiado a un grupo de investigadores universitarios. A los once años se había licenciado en física teórica, con un trabajo sobre la solución al modelo de Hubbard en dos dimensiones.

—¿Qué hacen los zapatos en la nevera?

—Bacterias.

—¿O sea?

—Cultivo de bacterias. Dentro de los zapatos están los portaobjetos. Bacterias grampositivas.

—¿Y el pollo mohoso es también un asunto de bacterias?

—¿Pollo?

La casa de Gould constaba de dos plantas. Tenía ocho habitaciones y otras cosas como garaje o bodega. En el salón había una moqueta que imitaba unas baldosas de terracota toscana, pero, teniendo en cuenta que tenía cuatro centímetros de grosor, no estaba muy lograda. En la habitación de la esquina, en el primer piso, había un futbolín. El cuarto de baño era todo de color rojo, incluidos los sanitarios. La impresión general que daba era la de una casa señorial por donde había pasado el FBI buscando un microfilm de los polvos del presidente en un burdel de Nevada.

—¿Cómo puedes vivir aquí dentro?

—En realidad no vivo aquí.

—Es tu casa, ¿no?

—Más o menos. Tengo dos habitaciones en el college, allí en la universidad. Hay hasta comedor de estudiantes.

—Un niño no debería vivir en un college. Un niño ni siquiera debería estudiar en un sitio como ése.

—¿Y qué es lo que debería hacer un niño?

—No sé, jugar con su perro, falsificar las firmas de sus padres, tener siempre sangre en la nariz, cosas así. Pero nunca vivir en un college.

—¿Y qué tendría que falsificar?

—Mejor lo dejamos.

—¿Falsificar?

—Por lo menos un ama, por lo menos podrían contratar un ama, ¿no se lo ha planteado nunca tu padre?

Tengo un ama.

—¿De verdad?

—En cierto sentido.

—¿En qué sentido, Gould?

El padre de Gould estaba convencido de que Gould tenía un ama, y que se llamaba Lucy. Cada viernes, a las siete y cuarto, le llamaba para saber si todo seguía en orden. Entonces Gould le pasaba el teléfono a Poomerang. Poomerang imitaba muy bien la voz de Lucy.

—Pero ¿Poomerang no estaba mudo?

—Precisamente. También Lucy está muda.

—¿Tienes un ama muda?

—No exactamente. Mi padre cree que tengo un ama, le paga cada mes con un giro postal, y yo le he dicho que es muy eficiente, pero que está muda.

—¿Y para saber cómo van las cosas la llama por teléfono?

—Sí.

—Genial.

—Funciona. Poomerang es muy bueno. Sabes, no es lo mismo oír a uno que está callado que oír callar a un mudo. Es un silencio distinto. Mi padre no se lo tragaría.

—Tu padre tiene que ser un hombre inteligente.

—Trabaja en el ejército.

—Ya.

El día de la licenciatura de Gould, su padre voló desde la base militar de Arpaka hasta allí, y aterrizó con un helicóptero en un prado del campus. Había un montón de gente. El rector pronunció un discurso muy hermoso. Uno de los momentos más emotivos fue cuando se refirió al billar. «Contemplamos tu aventura humana y científica, querido Gould, como la sabia parábola que la inteligencia de un brazo divino ha impreso a la bola de tu inteligencia, inclinándose sobre el fieltro verde del billar de la vida. Tú eres una bola, Gould, y corres entre las bandas del saber trazando la infalible trayectoria que te llevará, para nuestra felicidad y consuelo, a rodar dulcemente hasta la tronera de la fama y del éxito. En voz baja, pero con gran orgullo, hijo mío, te digo: esa tronera tiene un nombre, esa tronera se llama Premio Nobel». De todo aquel discurso, a Gould se le quedó grabada sobre todo una frase: eres una bola, Gould. Dado que se sentía, comprensiblemente, inclinado a creer en sus profesores, se hizo a la idea de que su vida giraría con una exactitud preestablecida, y después, durante años, se empeñó en notar bajo la superficie de sus días la suave caricia de un fieltro verde: y en reconocer bajo la aparición de ciertos dolores imprevisibles el geométrico trauma de bandas exactas, científicamente infalibles. La desgraciada circunstancia de que estuviera prohibido el acceso a los menores de edad a los salones de billar le impidió comprobar durante demasiado tiempo que, en la realidad, la imagen dorada de un billar puede convertirse en una metáfora exacta del error, y en lugar casi demostrativo de la humana inaccesibilidad a la exactitud. Una sola velada en Merry’s le hubiera proporcionado útiles indicaciones sobre la irremediable injerencia del azar en todas las figuras geométricas. Bajo la luz humeante colgada sobre tapetes verdes manchados de grasa habría visto caras en las que se ratificaba, como en jeroglíficos, la derrota de una ilusión, la de querer entrelazar armónicamente intención y realidad, imaginación y hechos. No le habría sido difícil, en definitiva, descubrir un mundo imperfecto, en el que era extremadamente improbable sorprender entre las fisonomías de los jugadores la, solemne y confortante, de Dios. Pero, como queda dicho, en Merry’s solo podía entrarse mostrando el carnet, lo que permitió que la bella metáfora del rector permaneciera durante años ilógicamente indemne en la fantasía de Gould, como una imagen sacra salvada en un bombardeo. De este modo la halló intacta, en su interior, años después, el día en que de repente decidió destrozar su vida. Incluso tuvo tiempo de volver a mirarla, en aquel momento, con afectuosa y desesperada atención, antes de dedicarle la despedida más feroz que logró imaginarse.

—¿Tienes trabajo, Shatzy?

—No, Gould.

—¿Quieres ser mi ama?

—Sí.

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