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El sábado Shatzy los invitó a todos a cenar fuera, así que, por la tarde, se fueron a ver a Wizwondk, el barbero, para cortarse el pelo. Estaba lleno de gente, había cola fuera del local. Los sábados todo el mundo se cortaba el pelo.

—En mi casa, el sábado se baña todo el mundo —dijo Diesel.

El que estaba echado y enjabonado hasta las narices no hacía más que carraspear, pero en aquella posición, obviamente, no podía escupir, así que se lo guardaba todo. Daba miedo pensar en lo que gargajearía en el momento oportuno. Aspas que giraban en el techo arremolinando cabellos, pelos, viejos anuncios de brillantina y perfume de colonia. Paredes amarillas, espejos con una Brigitte Bardot nunca envejecida en el corazón de Wizwondk; hay quien dice que el tal Wizwondk fue cura en su pueblo, y que luego hubo un asunto de jovencitas, o algo por el estilo: los jueves cortaba el pelo gratis, «yo sé el motivo, pero nunca os lo diré». Poomerang se lo hacía cortar al cero, Gould «corte lo menos posible, por favor». Diesel no cabía en los sillones, se quedaba de pie, apoyado en el lavabo, y Wizwondk se subía a un taburete, subía y bajaba, y cortaba, a ras de peine, con la raya en medio. Ahora, de todos modos, seguían haciendo cola, en el calor del exterior, esperando.

—K. O. técnico en el tercer asalto —dijo Gould.

Mierda —dijo Diesel, sacó un billete pringoso del bolsillo y se lo dio a Poomerang—. ¿Puedes explicarme cómo se tuvo en pie tanto tiempo?

—Te lo dije, era un hueso duro.

—No hay que apremiar a los artistas, y Gorman es un artista —nodijo Poomerang, metiéndoselo en el bolsillo.

—¿Y qué dice Mondini? —dijo Diesel.

—Mondini tenía una cara así, no quiso ni abrir la boca. Dice que Larry se hace el listillo, que se sube allí arriba y baila el tango.

—Baila, baila.

El siguiente, dijo Wizwondk.

Mondini era el entrenador de Larry. El Maestro, como dicen ellos. El que lo había descubierto. Su pelo era duro y rizado como un estropajo para fregar platos. Tenía toda una historia detrás.

POOMERANG — Mondini trabajaba de fontanero, aunque no sabía mucho del tema, pero lo hacía. Arregló las letrinas de un gimnasio y se enamoró del boxeo. En su primer combate fue a la lona seis veces. Volvió a los vestuarios, se vistió, salió y esperó a que saliera el que lo había noqueado. Tenía un nombre ruso, Kozalkev. Mondini no se tenía en pie de los porrazos que había recibido, pero lo siguió sin dejarse ver hasta que entró en un bar. Mondini también entró. Pidió una cerveza y fue a sentarse junto al ruso. Esperó un rato y luego le dijo: Enséñame. Kozalkev había peleado cuarenta y tres veces, vendía los combates, y de vez en cuando se enfrentaba con novatos para equilibrar su récord profesional. Vete a tomar por culo, respondió. Mondini, con gran calma, le vertió la cerveza sobre los pantalones. La emprendieron a patadas y a botellazos hasta que los separaron y los metieron en una celda, en la comisaría. Durante una hora permanecieron en la penumbra, solos y silenciosos. Luego el ruso dijo: Primera lección: el boxeo se practica por hambre. No importa de qué. Por la mañana habían llegado hasta los trucos para golpear en los riñones sin que el árbitro lo vea, protestando porque el rival se vuelve. Un puñetazo en los riñones es algo que te duele hasta dentro de los ojos, dicho sea entre paréntesis.

DIESEL — Mondini decía que para aprender a boxear basta con una noche. Y una vida entera para aprender a pelear. Él se retiró a los treinta y cuatro años. Fue una carrera como tantas otras, un solo combate memorable. Doce asaltos en Atlantic City, con Barry «King» Moose. Acabaron en la lona cuatro veces cada uno. Parecía que fueran a matarse. El último asalto se lo pasaron apoyados el uno contra el otro, agotados, cabeza con cabeza, con los puños caídos, oscilando como badajos vacíos: se pasaron los tres minutos insultándose como animales. Al final el combate fue para Moose, tenía un buen enchufe. Mondini intentó olvidar. Pero un día, estando frente al televisor con más gente, al ver algo sobre un homicidio en Atlantic City, alguien le oyó murmurar: Bonito lugar, pasé allí una semana, hace tiempo, un domingo por la noche.

—¿Qué? ¿Retoco un poquito esas canas? —dijo Wizwondk. El lunes, día de descanso, iba a los cementerios, parecía que tuviera parientes por todas partes. Y por la noche, en casa, tocaba la guitarra. La gente abría las ventanas, y escuchaba.

POOMERANG — Mondini se retiró cuando tenía treinta y cuatro años. El último combate fue contra un negro de Filadelfia, que también estaba en las últimas. Cuando lo vio subir al ring, Mondini llamó a su mujer, que siempre estaba en primera fila, y le dijo:

—¿Has cogido el dinero?

—Sí.

—Vale. Apuesta todo a mi favor, a los puntos.

—Pero…

—No discutas. A mi favor, a los puntos. Y esperemos que ése aguante hasta el final.

Mondini fue a la lona en el segundo asalto y después otra vez al séptimo. No peleaba mal, pero no había forma de ver salir aquel maldito gancho de derecha. El negro lo lanzaba bien, se lo metía sin que pudiera verlo. Le soltó uno en el décimo, y lo tumbó en seco. Mondini lo vio todo confuso durante un rato. Después vio a su mujer que lo miraba, inclinada sobre la camilla de los vestuarios. Entonces intentó sonreír.

—No te preocupes. Empezaremos desde cero.

—Ya está hecho —le respondió la mujer—. Lo he apostado todo al otro.

Con aquel dinero abrió el gimnasio. Y se convirtió en Mondini, el auténtico. El Maestro. A ver si encontráis a otro como él.

El chico que estaba sentado bajo el calendario de Berbaluz (tinte y champú) empezó a temblar como un condenado. Temblaba todo él, pero fuerte. Se escurrió de la silla y acabó en el suelo. Echaba espumarajos por la boca y le rechinaban los dientes. Cada resuello era un pitido que daba miedo. Wizwondk se detuvo, con las tijeras y el peine en la mano. Todos miraban, nadie se movía. El gordo que estaba sentado justo en la silla de al lado dijo

—Pero ¿a ése qué le pasa?

Nadie respondió. El chico estaba verdaderamente mal, agitaba los brazos y las piernas en el suelo, y la cabeza se movía por su cuenta, con los ojos bizqueando y aquella baba que no paraba de embadurnarle la cara.

—¡Coño, qué asco!

El gordo se había levantado, miraba al chico tendido delante de él y se pasaba las manos por la americana, como si quisiera limpiárselas. Estaba pálido, tenía la frente perlada de sudor.

—¡Haced algo para que pare! ¡Es indecente!

Wizwondk no conseguía moverse. Alguno se levantó, pero nadie osaba acercarse. Un viejecito que había permanecido sentado murmuró algo así como

—Hay que hacer que respire…

Wizwondk dijo

—El teléfono…

El chico golpeaba la cabeza contra el suelo, no se quejaba, nada, sólo aquel pitido insufrible…

DIESEL — Un hermoso gimnasio. Gimnasio Mondini. Encima mismo de la puerta, aunque sólo fuera para evitar malentendidos, estaba escrito, en letras rojas, EL BOXEO SE PRACTICA POR HAMBRE. Después había una foto de Mondini de joven, mostrando los puños, y una de Rocky Marciano, con un autógrafo. Había un ring azulado, un poco más pequeño de lo reglamentario. Y aparatos de gimnasia por todas partes. Mondini abría a las tres de la tarde. Lo primero que hacía era poner en marcha el reloj, el que señalaba los asaltos. Sólo tenía segundero y cada tres vueltas sonaba y se paraba durante un minuto. Mondini tenía una especie de reflejo condicionado. Cuando sonaba el reloj, escupía en el suelo y sonreía, como si hubiera salido indemne de algo. Vivía en un tiempo propio, fraccionado en asaltos de tres minutos y pausas de uno. Cuando cerraba el gimnasio, ya entrada la noche, lo último que hacía, a oscuras, era desconectar el reloj. Después se iba a casa, como una nave en que hubieran arriado las velas.

POOMERANG — Llevó a un par de novatos hasta el título nacional, gente sin gran talento, pero a los que sabía sacar partido. Los machacaba a base de ejercicios, luego, cuando estaban a punto de caramelo, se sentaba con ellos y empezaba a hablar. De todo. Y, entre todas las cosas, de boxeo. Después de media hora, se levantaban y no habrían sabido repetir nada de lo dicho. Pero cuando subían al ring azul, a hacer guantes, les volvía todo a la cabeza, cómo mantener la guardia, cómo fintar con el gancho, cómo moverse alrededor de los zurdos. Apoyado en las cuerdas, Mondini los miraba en silencio, sin perderse un movimiento. Luego los mandaba a casa, sin decirles ni una palabra. Al día siguiente, volvía a empezar. Los pupilos confiaban en él. Lograba sacar lo mejor de cada uno de ellos. Cuando lo mejor era recibir una buena paliza cada vez que subían al ring, Mondini los llamaba, una tarde cualquiera, y les decía Te llevo a casa, ¿okay? Los subía a su berlina que tenía veinte años de historia, y hablando de cualquier cosa los llevaba a casa. Cuando bajaban del coche, se bajaban también del ring. Lo sabían. Alguno decía: Lo siento, Maestro. Él se encogía los hombros. Y allí terminaba todo. Fue así durante dieciséis años. Después llegó Larry Gorman.

El chico empezó a mearse encima. Se le mojaron los pantalones, y la meada acabó extendiéndose por las baldosas del suelo. El gordo daba vueltas a su alrededor, estaba fuera de sí:

—Vaya mierda, es un asco…, pero qué coño, para ya, hijoputa, ¿quieres parar ya?

Nadie pensaba en acercarse porque el chico seguía retorciéndose, y el gordo daba miedo de lo cabreado que estaba. Seguía gritando.

—Para ya, hijoputa, ¿me oyes? Para ya, se ha meado encima, el hijoputa este, coño, se ha meado encima, como un animal, puta mierda…

Estaba frente a él, y de repente le dio una patada, en el costado, luego se miró el zapato, un mocasín negro, para ver si se había manchado, y eso acabó por sacarlo de sus casillas.

—¡Menuda mierda, mira qué asqueroso, no es posible, es un asco, haced que pare de una vez!

Empezó a darle patadas, por todas partes. Entonces Wizwondk dio dos pasos al frente. Tenía en sus manos las tijeras. Las cogía como un cuchillo.

—Basta ya, señor Abner —dijo.

El gordo ni siquiera lo oyó. Lanzaba patadas como un poseso al cuerpo del chico. Gritaba y golpeaba, el chico seguía temblando, tenía la cara cubierta de babas y de vez en cuando hacía sonar aquel pitido, pero más débil, lejano. La gente se había quedado petrificada. Wizwondk dio otros dos pasos al frente.

DIESEL — Larry Gorman tenía entonces dieciséis años. Un buen cuerpo, de semipesado, un hermoso rostro, que no era de boxeador, de buena familia, de los barrios altos. Entró en el gimnasio ya entrada la tarde. Y preguntó por Mondini. El Maestro estaba apoyado en las cuerdas, mirando a dos que estaban haciendo guantes. El rubio dejaba siempre al descubierto el costado derecho. El otro no tenía piedad. El Maestro tragaba quina. Larry se le acercó y dijo: Buenas, me llamo Larry, y quisiera boxear. Mondini se volvió, lo miró detenidamente, después le señaló la inscripción en rojo sobre la puerta, y volvió a mirar cómo se arreaban aquellos dos. Larry ni se dio la vuelta. Ya había leído la inscripción. EL BOXEO SE PRACTICA POR HAMBRE. Pues yo todavía no he cenado, dijo. La campana sonó, aquellos dos dejaron de arrearse, Mondini escupió al suelo y dijo Muy gracioso. Márchate. Cualquier otro se habría marchado. Pero Larry era distinto, él nunca se marchaba. Se sentó en un taburete en una esquina y no se movió de allí. Mondini siguió con lo suyo todavía un par de horas, después el gimnasio empezó a vaciarse, todos cogían sus cosas y se marchaban. Sólo quedaron ellos dos. Mondini se puso el abrigo sobre el chándal, apagó las luces, fue hacia el reloj y dijo: Si viene alguien, ladra. Después desconectó el reloj y se marchó. Al día siguiente, a las tres de la tarde, volvió al gimnasio, y Larry seguía allí. En el taburete. Dame solo una buena razón por la que tendría que entrenarte, le dijo Mondini. Ver qué efecto causa entrenar al próximo campeón del mundo, respondió Larry.

POOMERANG — En cierto sentido, Mondini lo odiaba. Pero estuvo un año remodelándole el físico, a base de ejercicios extenuantes. Le sacaba el dinero de encima, como decía él. Larry trabajaba sin discutir, y mientras tanto miraba a los otros, y aprendía. Un alumno modelo, si no hubiera sido por esa manía suya de no callarse nunca. Hablaba continuamente. Comentaba. En cuanto subían al ring, él empezaba. A lo mejor estaba por allí, saltando a la comba, o incluso en el suelo en su octogésima flexión. Al primer golpe, empezaba a comentar. Decía lo que pensaba. Corregía, daba consejos, se cabreaba. Lo hacía en voz bastante baja, generalmente, pero resultaba agotador. Una tarde, más o menos un año después de que hubiera llegado, había dos sobre el ring, haciendo guantes, y él no paraba. Estaba empeñado en que uno de los dos, el más bajo, no sabía amagar los golpes. Y era demasiado lento de piernas. ¿Qué le pasa, se ha cagado encima?, decía. Mondini hizo que pararan. Le pidió al bajo que saliera del ring, se volvió hacia Larry y le dijo: Sube. Le puso los guantes, el casco y el protector dental. Larry no había subido nunca al ring, y en su vida le había dado un golpe a nadie. El otro era un peso ligero, con seis combates a sus espaldas, seis victorias. Una promesa. Miró al Maestro porque no sabía muy bien qué hacer. Mondini hizo un gesto con la cabeza que quería decir dale duro, que si hace falta ya te pararé. Larry se puso en guardia. Cuando su mirada se cruzó con la del otro, sonrió y con el protector bailándole entre los dientes consiguió decir: ¿Miedo?

Wizwondk ya estaba delante del gordo. Pero éste no parecía verlo siquiera. Continuaba dándole patadas al chico y gritando, había perdido la cabeza completamente.

—Pequeño bastardo hijo de puta, vete a tu casa a hacer estas guarradas, revienta en tu casa si quieres, pero déjame en paz, ¿entiendes?, éste es un sitio civilizado, decidle que éste es un sitio civilizado, que no puede permitirse…

El gordo miraba a su alrededor. Buscaba a alguien que le diera la razón, pero todos estaban petrificados, miraban y permanecían inmóviles, no había nadie que lograra apartar los ojos de aquello, todos inmóviles. Sólo Wizwondk, con sus tijeras en la mano, parecía vivo todavía.

—Apártese, señor Abner —dijo, con fuerza.

Entonces el señor Abner, sin dejar de gritar, apoyó un pie en la cara del chico, justo encima de todas aquellas habas, y empezó a aplastarla, como si tuviera que apagar un cigarrillo enorme, y mientras tanto se arremangaba el pantalón, para no ensuciarse. Wizwondk dio un paso y le clavó las tijeras en el costado. Una vez, y luego otra más, sin decir nada. El gordo se volvió, estaba sorprendido, para permanecer erguido tuvo que sacar el pie de la cara del chico. Se balanceaba, y ya no gritaba, pero se acercó a Wizwondk y lo cogió por el cuello, apretaba con ambas manos, mientras la sangre le chorreaba por la americana y sobre los pantalones. Wizwondk levantó otra vez las tijeras y se las clavó en el cuello, y luego, cuando el gordo se tambaleó, en el pecho. Las tijeras se rompieron. El gordo tenía un chorro de sangre que salía rítmicamente de la yugular e iba salpicando todo el local. Se derrumbó en el suelo arrastrando consigo la mesita de las revistas. El chico estaba todavía allí, se oía el ruido de la cabeza golpeando el suelo, no había parado en ningún momento, como un reloj enloquecido, ninguna parte de su cuerpo estaba quieta. Sólo la respiración parecía haber cesado. Wizwondk dejó caer al suelo el muñón de las tijeras que le había quedado en la mano. El otro pedazo asomaba en el pecho del señor Abner, chorreando sangre.

DIESEL — Pasaron los tres minutos y sonó la campana. Mondini dijo Ya basta. Le sacó el casco a Larry y empezó a desatarle los guantes. Larry respiraba trabajosamente. Mondini le dijo Te llevo a casa, ¿okay? Necesitaron algo de tiempo, con aquella berlina que tenía veinte años de historia, para llegar hasta los barrios de los ricos. Se pararon delante de una villa repleta de ventanas y farolillos. Mondini apagó el motor y se volvió hacia Larry.

—Tres minutos y no le has lanzado ni un golpe.

—Tres minutos y no he encajado ni un golpe —respondió Larry.

Mondini clavó su mirada sobre el volante. Era verdad. Larry se había pasado todo el asalto con un juego de piernas de una habilidad impresionante, y bailando en todas las direcciones, como si tuviera ruedas bajo los pies. El otro había sacado todos los golpes que conocía, sin pillarlo ni una sola vez. Se había bajado del ring cabreado como una mona.

—Eso no es boxeo, Larry.

—No quería hacerle daño.

—No digas chorradas.

—En serio, no quería hacerle…

—No digas chorradas.

Mondini echó un vistazo a la villa. Parecía un anuncio publicitario para vender felicidad.

—¿Por qué diablos quieres boxear?

—No lo sé.

—¿Qué clase de respuesta es ésa?

—Es lo que dice también mi padre. ¿Qué clase de respuesta es ésa? Es abogado.

—Ya se ve.

—Hermosa casa, ¿verdad?

—Se ve en tu cara.

Permanecieron un rato allí, en aquel silencio de ricos. Larry jugaba con el cenicero del coche. Lo abría y lo cerraba. Mondini no jugaba con nada porque estaba pensando en lo que había visto sobre el ring: el talento más grande que había pasado por sus manos. Era rico, hijo de abogado y no tenía ni una miserable buena razón para dedicarse al boxeo.

—Nos veremos mañana —dijo Larry, abriendo la puerta.

Mondini se encogió de hombros.

—Que te den por culo, Larry.

—… por culo —respondió alegremente, y se marchó a su casa.

Ése fue desde entonces su modo de saludarse. Incluso durante los combates, en el rincón, cuando sonaba la campana, Larry se levantaba, Mondini sacaba el taburete e indefectiblemente se saludaban de ese modo.

—Que te den por culo, Larry.

—… por culo.

Después Larry iba y ganaba. Ganó doce, uno detrás de otro. Trece, con Sobilo.

Wizwondk cayó de rodillas. El chico seguía retorciéndose en el suelo. A un metro, el gordo salpicaba de sangre por todas partes, con los ojos en blanco y las manos, de cuando en cuando, tanteando en el aire. A su alrededor, la gente se despertó de su encantamiento. Alguien salió corriendo. Otros dos fueron hasta Wizwondk y lo levantaron diciéndole algo. Alguien cogió el teléfono y llamó a la policía. Gould se vio empujado hacia delante, a pocos pasos de aquellos dos cuerpos que se retorcían como peces en el fondo del cubo de un pescador. Intentó retroceder, pero no podía. De repente había un olor terrible. Se dio la vuelta y vio sobre un espejo una fotografía en blanco y negro, con un equipo de fútbol posando, todos sudados y sonrientes, con una gran copa en el suelo, justo en el medio. Se abrió paso a empujones y se plantó delante mismo de la foto, apoyándose en el lavabo. Intentó apagar todo lo que había a su alrededor y empezó por el extremo derecho: iba en camiseta de tirantes y pantalón corto, pero llevaba los calcetines caídos, un bigote de estúpido y sonreía con una tremenda melancolía. El líbero era el único que no estaba sudado, y el más alto: fácil. Reconoció al centrocampista en la cara descompuesta de un chaparro que estaba en una esquina de la foto, y al delantero en la cara de actor del que cogía una de las asas de la copa y miraba fijamente al objetivo. Empezó a dudar cuando se puso a buscar a los laterales. Todos tenían cara de lateral. Intentó analizar las piernas, las que se veían. Pero había un gran barullo a su alrededor, gente que empujaba, alguien que gritaba, no lograba concentrarse. Se rindió un momento antes de comprender que el que llevaba chándal, pero estaba sudado, era el lateral izquierdo que, naturalmente, había sido expulsado. Cerró los ojos. Y empezó a vomitar.

Wizwondk pasó algunos años en la cárcel. Cuando comprendieron que era inofensivo, permitieron que le enviaran su guitarra. Tocaba todas las noches, cosas alegres. En las otras celdas, la gente lo escuchaba.

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