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En septiembre de 1988, ocho meses después de la muerte de Mami Jane, CRB decidió suspender la publicación de las aventuras de Ballon Mac, el superhéroe dentista. Las ventas habían seguido descendiendo con sorprendente regularidad, e incluso la decisión de incorporar un personaje femenino que a menudo enseñaba las tetas se había mostrado ineficaz. En el último número, Ballon Mac partía hacia un lejano planeta prometiéndose a sí mismo, y a los lectores, que «un día luminoso de un mañana mejor» regresaría. «Amén», comentó con satisfacción Franz Forte, director financiero de CRB. Diesel y Poomerang compraron ciento once ejemplares de aquel último número. Con método, y a pesar de la dudosa calidad del papel, se dedicaron durante meses a la tarea de limpiarse el culo, cada vez que aquello era necesario, con una página del tebeo. Después, la doblaban en cuatro, con sumo cuidado, y se la enviaban a Franz Forte, Dirección Financiera, CRB. Dado que utilizaban sobres robados en hoteles, centros públicos, clubs deportivos, a la secretaria de Franz Forte le resultó imposible identificarlas antes de que acabaran en la mesa de su jefe. El cual se resignó a abrir la carpeta del correo, cada día, con cierta circunspección.

Gould cumplió catorce años. Shatzy invitó a todos a una cena en un restaurante chino. En la mesa que tenían a su lado había una familia: el padre, la madre y una hija, pequeña. La hija se llamaba Melania. Al padre se le había metido en la cabeza enseñarle a utilizar los palillos. Hablaba con un acento algo nasal.

—Coge el palillo con esta manita…, así…, primero uno solo, cariño, cógelo bien, ¿ves?, tienes que sujetarlo entre el pulgar y el corazón, así no, mira… Melania, mira a papá, tienes que cogerlo así, eso es, muy bien, ahora apriétalo un poco, no, no tanto, sólo debes cogerlo… Melania, mira a papá, entre el pulgar y el corazón, mira, así, no, ¿cuál es el corazón, Melania?, éste es el corazón, cariño…

—¿Por qué no la dejas en paz? —dijo la mujer en ese momento. Lo dijo sin levantar los ojos de una sopa de abadejo y brotes de soja. Llevaba el pelo teñido de color rojo y una camiseta amarilla con hombreras de espuma. El marido prosiguió como si nadie hubiera dicho nada.

—Melania, mírame, mira a papá, siéntate bien, y coge el palillo, venga, así…, eso es, mira qué fácil es, hay millones de niños en China y no pensarás que hacen tanta comedia…, ahora coge la otra, MELANIA, siéntate recta, venga, mira cómo lo hace papá, un palillo y luego el otro, con la manita, venga…

—¿Quieres dejarla en paz?

—Le estoy enseñando…

—Pero ¿no ves que tiene hambre?

—Comerá cuando aprenda.

—Cuando aprenda, ya estará todo frío.

—MALDITA SEA, SOY SU PADRE, Y PUEDO…

—No grites.

—Soy su padre y tengo todo derecho a enseñarle lo que sea, en vista de que su madre, evidentemente, tiene otras cosas que hacer antes que educar a su única hija que…

—Come con el tenedor, Melania.

—NI HABLAR DEL PELUQUÍN, Melania, cariño, escucha a papá, ahora le demostraremos a mamá que podemos comer como una pequeña, fantástica niña china…

Melania empezó a llorar.

—Has hecho llorar a la niña.

—YO NO LA HE HECHO LLORAR.

—¿Y qué está haciendo ahora?

—Melania, no tienes por qué llorar, eres una niña grande, no debes llorar, coge ese palillo, venga, dame la manita, DAME ESA MANO, eso es, muy bien, suelta, déjala suelta, Melania, nos está mirando todo el mundo, deja ya de llorar y coge ese puñetero palillo…

—No digas palabrotas.

—NO HE DICHO PALABROTAS.

Melania se puso a llorar más fuerte.

—MELANIA, te estás ganando una hostia, sabes que papá tiene mucha paciencia, pero todo tiene un límite, MELANIA, COGE ESTE PALILLO O NOS LEVANTAMOS Y AHORA MISMO NOS VAMOS A CASA, y sabes que no bromeo, venga, primero un palillo y luego el otro, ánimo, entre el pulgar y el índice, no, el índice no, EL CORAZÓN, aprieta ahora, así, muy bien, ves como lo haces muy bien, vamos, ahora coge el otro, el otro palillo, cariño, CON LA OTRA MANO, MALDITA…, lo coges con LA OTRA MANO y lo pones en ESTA mano, ¿entiendes?, no es difícil, y para ya de llorar, ¿por qué lloras?, ¿quieres ser una niña grande o no?, ¿quieres seguir siendo una niñata de…

Entonces Diesel se levantó. Era difícil para él, siempre, pero lo hizo. Se acercó a la mesa de la familia, cogió con una mano los dos palillos de la niña, y apretándolos en la mano los destrozó, encima mismo del pato lacado del padre.

Melania dejó de llorar. El restaurante se había sumido en un silencio que olía a fritura y a soja. Diesel habló en voz baja, pero se le oía hasta en la cocina. Se limitó a hacer una pregunta.

—¿Por qué tenéis hijos? —dijo—. ¿Por qué?

El padre permanecía quieto en su sitio, mirando hacia delante, sin atreverse a volverse. La mujer tenía la cuchara a medio camino entre la boca y el cuenco. Miraba a Diesel con estupefacta pesadumbre: parecía la participante de un concurso que conocía la respuesta pero que la había olvidado.

Diesel se agachó hacia la niña. La miró a los ojos.

—Pequeña, fantástica niña china.

Dijo.

—Come con el tenedor, o te mato.

Luego se dio la vuelta y regresó a su mesa.

—¿Me pasas el arroz cantonés? —nodijo Poomerang.

A su manera, fue un buen cumpleaños.

En febrero de 1989, un grupo de investigadores de la Universidad de Vancouver publicó en la prestigiosa revista Science and Progress un artículo de noventa y dos páginas en el que se anunciaba una nueva teoría sobre la dinámica acoplada de las pseudopartículas. Los firmantes —dieciséis físicos de cinco países distintos— sostenían, delante de las cámaras de medio mundo, que se abría para la ciencia una nueva época: y anunciaron que sus estudios llevarían en el plazo de unos diez años a hacer posible la producción de energía a bajo coste y con mínimo riesgo medioambiental. Tres meses después, sin embargo, un artículo de dos páginas y media en el National Scientific Bulletin demostró que el modelo matemático del que se habían servido los investigadores de Vancouver para sostener su teoría resultaba, tras un atento control, ampliamente inadecuado y esencialmente inutilizable. «Un poco infantil», afirmaban, en su carta, los dos autores del artículo. El primero se llamaba Mondrian Kilroy. El segundo era Gould.

No es que fuera habitual que ambos trabajaran juntos. Más que nada fue una casualidad. Todo empezó en el comedor universitario. Habían acabado por sentarse a comer el uno frente al otro, y en cierto momento el profesor Mondrian Kilroy, escupiendo el puré, dijo

—¿Qué es esto? ¿Acaso lo han hecho en Vancouver?

Gould había leído las noventa y dos páginas del Science and Progress. Pensaba que el puré no estaba tan mal, pero sabía que en aquel artículo había algo que no funcionaba. Le pasó al profesor Mondrian Kilroy su ración de espinacas y dijo que en su opinión el error se encontraba en la página doce. El profesor sonrió. Dejó las espinacas y empezó a llenar de fórmulas la servilleta de papel donde había escupido el puré. Emplearon doce días en acabar. El decimotercero lo pasaron todo a limpio y lo mandaron al Bulletin. Mondrian Kilroy quería titularlo «Objeciones al puré de Vancouver». Gould lo convenció de que era mejor algo más anodino. Cuando los medios de comunicación se enteraron de que uno de los dos firmantes tenía catorce años, se pusieron como locos. Gould y el profesor se vieron obligados a dar una rueda de prensa a la que acudieron ciento treinta y cuatro periodistas de todo el mundo.

—Demasiados —dijo el profesor Mondrian Kilroy.

—Demasiados —dijo Gould.

Se lo dijeron mientras esperaban en el pasillo. Se dieron la vuelta, salieron por las cocinas y se fueron a pescar al lago de Abalema. El rector calificó su conducta de inadmisible y los dos fueron suspendidos.

—¿De qué, exactamente? —preguntó el profesor Mondrian Kilroy. Exactamente no lo sabía nadie. De manera que la suspensión fue suspendida.

Más o menos en aquel mismo período Shatzy se acordó de que, si querían adquirir una roulotte, era particularmente importante tener un automóvil. «En efecto», dijo Gould, constatando lo curioso que era que no se les hubiera ocurrido antes. Shatzy dijo que quizá sería conveniente hablar del tema con el padre. Tendrá un coche, ¿no?, en alguna parte. Es un hombre. Los hombres siempre tienen un coche, en alguna parte. Gould dijo «en efecto». Luego añadió que de todos modos era mejor no contarle nada de la roulotte. Evidente, dijo Shatzy.

—¿Diga?

—¿Señorita Shell?

—Yo misma.

—¿Va todo bien por ahí?

—Sí. Sólo tenemos un pequeño problema.

—¿Qué problema?

—Necesitaríamos su automóvil.

—¿Mi automóvil?

—Sí.

—¿De qué automóvil me está hablando?

—Del suyo.

—¿Me está diciendo que yo poseo un automóvil?

—Me parecía algo plausible.

—Me temo que se equivoca, señorita.

—Es sorprendente.

—¿Por qué?, ¿usted nunca se equivoca?

—No quería decir eso.

—¿Qué quería decir?

—Usted es un hombre y no tiene automóvil, eso es lo que quería decir. Es sorprendente, ¿no?

—No estoy seguro.

—Es bastante sorprendente, créame.

—¿No les bastaría con un carro armado? De ésos tengo muchos.

Shatzy vio por un momento una roulotte tirada por un carro armado.

—No, me temo que eso no resuelve nuestro problema.

—Bromeaba.

—Ah.

—¿Señorita Shell?

—¿Sí?

—¿Sería tan amable de decirme de qué problema se trata?

Shatzy se acordó de Bird, el viejo pistolero. Qué mecanismo más raro es la mente. Trabaja como le parece.

—¿Cuál es el problema, señorita Shell?

O quizás era aquella especie de cansancio. Algo parecido al cansancio sobre los hombros. La misma música que bailaba Bird. El viejo pistolero.

—Señorita Shell, le estoy preguntando cuál es el problema, ¿le importaría responderme?

Bird.

Con senderos en la cara, surcados en infinitos tiroteos, decía Shatzy. Los ojos tragados por el cráneo, y manos de olivo, las manos veloces, ramas de invierno. Cansadas. El peine, por la mañana, mojado con agua, rayando el pelo blanco hacia atrás, ya transparente. Pulmones de tabaco en la voz que lentamente dice: Qué viento hace hoy.

Nada peor para un pistolero que no morir.

Mirar siempre en torno, cada cara nunca vista antes puede ser la del idiota de turno que ha venido desde lejos para convertirse en el hombre que mató a Clay «Bird» Puller. Si quieres saber cuándo se ha convertido uno en un mito, entonces escúchame: es cuando te encuentras librando duelos siempre de espaldas. Mientras te salgan a tu encuentro de frente, eres sólo un pistolero. La gloria es una estela de mierda a tus espaldas. Date prisa, gilipollas, dijo sin darse la vuelta siquiera. El muchacho llevaba un sombrero negro, y en el bolsillo alguna chorrada que era el recuerdo de un odio lejano, y la promesa de una venganza. Demasiado tarde, capullo.

Con estos senderos en la cara, maldita vejez, meándome encima por las noches, con este condenado dolor bajo el cinturón, como una piedra al rojo entre la barriga y el culo, nunca llega el día, y cuando llega es un desierto de tiempo vacío, que hay que atravesar, ¿cómo he podido llegar yo hasta aquí?

Cómo disparaba Bird. Llevaba las cartucheras del revés, con la culata de la pistola asomando hacia delante. Desenfundaba con los brazos cruzados, la pistola derecha en la mano izquierda, y viceversa. Así, cuando salía a tu encuentro, con los dedos rozando la culata de las pistolas, parecía una especie de reo, como un prisionero que fuera hacia el patíbulo, con los brazos atados delante. Un instante después era un ave de presa que abría las alas, un latigazo en el aire, y el geométrico vuelo de dos balas. Bird.

Y, entonces, ¿a qué viene este arrastrarse entre la niebla de mis cataratas, obligado a contar las horas, yo, que conocía los instantes, y era el único tiempo que existía para mí? El nistagmo de una pupila, los nudillos blanqueando en torno a un vaso, una espuela en la ijada del caballo, la sombra de una sombra sobre la pared azul. He vivido eternidades allí donde los otros veían momentos. Lo que para ellos era como un destello, para mí era un mapa; una estrella, donde yo veía cielos. Yo pensaba desde dentro de pliegues del tiempo que para ellos eran ya recuerdos. No hay otra forma, me enseñaron, de ver la muerte antes de que llegue. Y, entonces, ¿a qué viene este arrastrarse entre la niebla de mis cataratas, obligado a espiar las cartas de los demás, mendigando bromas desde mi silla, siempre la misma, en segunda fila, lanzando piedras a los perros por la noche, en mi bolsillo el dinero de un viejo que las putas ya no quieren, será para un mariachi, cuando venga, que sea triste y larga tu canción, muchacho, dulce tu guitarra y lenta tu voz, quiero bailar, esta noche, hasta el ocaso de esta noche, bailaré.

Decían que Bird llevaba siempre encima un diccionario. De francés. Había estudiado todas las palabras, una tras otra, en orden alfabético. Era tan viejo que ya había dado una primera vuelta y ahora había llegado hasta la G, en la segunda. Nadie sabía por qué lo hacía. Pero dicen que una vez, en Tandeltown, se acercó a una mujer, que era hermosísima, alta, de ojos verdes, no se sabía cómo había ido a parar allí. Él se acercó y le dijo: Enchanté.

Clay «Bird» Puller. Morirá de una forma bellísima, decía Shatzy. Se lo prometí: morirá de una forma bellísima.

—¿Señorita Shell?

—Sí, dígame.

—¿Me oye?

—Sí, perfectamente.

—Se había cortado la línea.

—Suele pasar.

—Estos teléfonos son un desastre.

—Ya.

—Creo que me sería más fácil mandar hasta allí un bombardero y darle a mi hijo en plena cabeza que conseguir hablar con él por estos teléfonos.

—Espero que no lo haga.

—¿Cómo?

—No, nada, bromeaba.

—¿Está Gould por ahí?

—Sí.

—¿Puede ponerme con él?

—Sí.

—Cuídese.

—Y usted también.

Gould iba en pijama, aunque sólo eran las siete y cuarto. Había pillado una gripe que los periódicos llamaban «gripe rusa». Era un mal bicho y, aparte de la fiebre, la putada es que te vaciaba por dentro. Era cuestión de pasarse horas en la taza del wáter. La carrera de Larry Gorman recibió un impulso inesperado y, como veremos, decisivo. En pocos días mandó a la lona a Park Porter, Bill Ormesson, Frank Tarantini y Morgan «Killer» Bluman. A Grey La Banca lo descalificaron en el tercer asalto. Pat McGrilley se derrotó él solito, al resbalar y darse de cabeza contra la lona. Larry Gorman tenía ya un récord profesional que no podía pasar desapercibido. Veintiún combates, veintiuna victorias antes del límite. Los periódicos empezaron a hablar del título mundial.

DIESEL — A Mondini se lo dijo Drink, su ayudante. Le dijo que en los periódicos se hablaba de Larry. Tenía los recortes, se los había pasado su nieto. Mondini cogió las gafas y se puso a leer. Le produjo una extraña impresión. Nunca había visto el nombre de uno de sus pupilos junto a los de auténticos campeones. Era algo como comprar el Playboy y encontrarte fotografías de tu mujer. Algunos periódicos se mostraban reticentes y decían que de esas veintiuna victorias sólo dos habían sido contra púgiles de verdad. Un periódico, en concreto, decía que todo aquello era un montaje y explicaba que el padre de Larry, un rico abogado, se había gastado un montón de dinero para llevar a su hijo hasta allí, aunque no decía exactamente cómo lo había gastado. El artículo estaba bien escrito, tenía gracia incluso. Por la historia esa del padre abogado, Larry siempre era mencionado como Larry «Lawyer» Gorman. Mondini encontró que tenía bastante gracia. Aparte de aquel periódico, no obstante, los demás se tomaban el asunto muy en serio. Boxing colocaba a Larry en la sexta posición de la clasificación mundial. Y en Boxe Ring había un artículo dedicado a él titulado «El heredero de la corona». Mondini se dio cuenta de que mientras lo leía se le empañaban las gafas.

—¡Eh, Larry…, Larry!, unas declaraciones para la radio…

—Yo no peleo esta noche, Dan.

—Sólo unas palabras.

—Sólo he venido a ver boxeo del bueno, y ya está, esta vez lo disfrutaré al pie del ring.

—¿Tienes algo que decirnos sobre ciertos artículos que han salido en…

—Me gusta ese apodo.

—¿Qué quieres decir?

Lawyer. Me gusta. Creo que lo utilizaré.

—Recordamos a nuestros oyentes que ha aparecido en una revista un duro artículo sobre Larry, escrito por…

—Larry «Lawyer» Gorman, ¿suena bien, no? Creo que lo utilizaré. La próxima vez hazme un favor, Dan…

—Dime, Larry.

—En tu crónica radiofónica llámame Lawyer. Me gusta.

—Como quieras, Larry.

—Larry Lawyer.

—Larry Lawyer, de acuerdo.

—Tienes una mancha en el cuello, Dan, algo de grasa.

—¿Cómo?

—Que tienes una mancha de grasa en el cuello…, ahí, ¿la ves?…, debe de ser grasa.

POOMERANG — Mondini acabó de leer y comprendió que las cosas iban por mal camino. Por su manera de entender las cosas, aquello iba por mal camino. El mundo del boxeo era un mundo extraño, había de todo, desde el que se divertía dando golpes al saco hasta los que se ganaban la vida en el ring, intentando no salir malparados. Había púgiles decentes y púgiles marrulleros, pero en su conjunto era un mundo bastante verdadero, y a él le gustaba. El boxeo. El que él había conocido. Le gustaba. Pero el título, el mundial, la corona: eso era otra historia. Demasiado dinero en juego, demasiada gente difícil de comprender, demasiada fama. Y golpes pesados, golpes distintos a los otros. Por su manera de entender las cosas, ésa era una historia que debía evitarse.

Comprendió que las cosas se estaban precipitando cuando vio llegar al gimnasio a un tipo con gafas oscuras y dentadura postiza. Era del circuito de los Casinos, los que organizaban los combates importantes. Lo recordaba de cuando era púgil, tenían que haber peleado ambos en cierta ocasión, pero al final la cosa no había cuajado. Lo sentía: era uno de esos púgiles que no aguantan más de dos asaltos, enseguida empiezan a preguntarse qué demonios están haciendo allí, con la cantidad de buenas películas que echan por ahí. Un perdedor programático. Ahora había engordado, y cojeaba un poco. Había venido «a saludar». Charlaron un poco. Larry no estaba.

DIESEL — Larry se entrenaba, y nunca hablaba del título. Mondini le hacía sudar la gota gorda, pero él no se rendía. Parecía que estuviera dentro de una campana, donde nada podía llegar a afectarle. Mondini lo había visto otras veces: ocurría con los campeones. Era una mezcla de fuerza irrefutable y soledad definitiva. Los resguardaba de toda derrota, y de toda felicidad. Y así perdían, imbatidos, toda la vida. Un día Larry fue al gimnasio con una chica, una morenita pequeña y delgada que se llamaba Jody. Llevaba un jersey ceñido y unos zapatos con muchos cordones. A Mondini le pareció muy bella y, en cierta manera, digamos que amable. Se sentó en una esquina, y miró cómo Larry se entrenaba, sin decir ni una palabra. Antes de que el entrenamiento terminara, se levantó y se fue. Otro día Larry peleaba con un chico más joven que él, uno que tenía coraje, pero era joven, y en cierto momento la cosa empezó a ponerse bastante violenta. Mondini no esperó a que el reloj señalara los tres minutos: apoyándose en las cuerdas dijo: Basta. Pero Larry no se detuvo. Golpeaba con una extraña maldad. Y se empleó a fondo. Mondini no dijo nada. Dejó que Larry bajara del ring. Vio cómo Drink le secaba la espalda y le quitaba los guantes: con respeto. Lo vio pasar frente al espejo, antes de volver al vestuario, y pararse un instante, delante mismo. Entonces se acordó de la muchacha silenciosa, quién sabe por qué, y un montón de cosas más. Blasfemó en voz baja, y comprendió que había llegado el momento. Esperó a que Larry saliera, elegante como siempre, con su abrigo de cachemir. Desenchufó el reloj. Luego dijo

—Larry, te llevo a casa, ¿okay?

POOMERANG — Atravesaron la ciudad sin dirigirse la palabra. La vieja berlina de Mondini sólo funcionaba con el estárter al máximo. Parados en los semáforos parecían una olla a presión después de tres horas cociendo el caldo. Al final Mondini aparcó y apagó el motor. Barrio de ricos y luces bajas sobre los céspedes al estilo inglés.

—¿Confías en mí, Larry?

—Sí.

—Déjame que te explique algo.

—De acuerdo.

Tú has disputado veintiún combates, Larry. Dieciséis de ellos los hubiera ganado incluso yo. Pero los otros cinco eran púgiles de verdad. Sobilo, Morgan Bluman…, ésa es gente que te hace perder las ganas de seguir peleando. Y contigo no han podido siquiera llegar hasta el final. Tú tienes una forma de boxear que ellos nunca habían ni imaginado. De vez en cuando, cuando estás ahí arriba, miro a tus rivales, y es de locos ver lo…, lo viejos que parecen. Parecen películas en blanco y negro. No sé dónde lo has aprendido, pero así es. Si tú no peleas, ese boxeo no existe. ¿Me crees?

—Sí.

—Ahora escúchame bien. Hay dos cosas que debes comprender.

—Okay.

—Primera: nunca en tu vida has recibido un golpe de verdad.

—¿En qué sentido?

—Todos lanzan golpes, Larry. Después hay tres o cuatro en el mundo que son capaces de hacer algo más: pegar. Los suyos son golpes de verdad. Tú no tienes ni idea de lo que son. Son golpes que podrían remodelar la carrocería del coche. Dentro hay de todo: coordinación, velocidad, precisión, maldad. Son obras maestras. Tendrían que llevar a los alumnos a verlos, como en los museos. Y es bonito verlos cuando estás sentado delante de la tele, con una cerveza en la mano. Pero si estás ahí arriba, es miedo, Larry, dejémonos de hostias, es puro miedo. Y horror. Golpes de ésos matan. O te dejan sonado para el resto de tus días.

Larry no se movió. Miraba fuera, frente a sí. Sólo dijo:

—¿Y la segunda?

Mondini permaneció un rato en silencio. Luego giró el espejo retrovisor hacia Larry. Lo que quería decir es que los campeones del mundo no tienen una cara como ésa. Pero no le salía la frase.

Quería decir que es necesario tener un agujero negro en lugar de futuro para jugarse la vida en el ring, si no, sólo eres un jovencito chalado, enamorado de sí mismo, y nada más. Tal vez también quería decir algo sobre aquella muchacha silenciosa. Pero no sabía exactamente qué.

Larry se miró en el espejo.

Vio una cara de abogado. Campeón del mundo de boxeo.

Mondini encontró una frase. No era gran cosa, pero daba una idea aproximada.

—¿Sabes en qué se reconoce a un gran púgil? Él sabe el día en que lo dejará. Créeme, Larry: tu día es éste.

Larry se volvió hacia el Maestro.

—¿Debería dejarlo?

—Sí.

—¿Yo debería dejarlo?

—Sí.

—¿Me está usted diciendo que Larry «Lawyer» Gorman debería dejarlo?

, Larry, debes dejarlo.

—¿Yo?

DIESEL — Que los ricos no entienden un carajo del resto de la humanidad es algo que ya se sabe, pero lo que nadie quiere entender es que el resto de la humanidad no sabe nada de nada de los ricos, no tiene ninguna posibilidad de comprenderlos. Tienes que haber pasado por eso, para comprenderlos, tienes que haber sido rico cuando tenías seis años, cuando ya eras rico en el vientre de tu madre, cuando eras un pensamiento de tu padre, también rico. Entonces a lo mejor puedes llegar a comprenderlos. Si no, sólo puedes decir chorradas. ¿Tú qué sabes, por ejemplo, de lo que es importante para ellos? ¿De lo que realmente les preocupa? ¿O de lo que les da miedo? A lo mejor sabrías decirlo de ti. Pero ellos, ¿qué tienen que ver? Están en otro ecosistema. Como los peces, por ejemplo. Quién sabe qué quieren, adónde van, o por qué. Son peces. Y pueden morir por lo que es vida para ti. Una bocanada de aire y ya se han ido, una bocanada de ese aire cualquiera que es vida para ti. Son fiambre. Larry era un pez. Tenía todo un mar a su alrededor, y branquias difíciles de ver, y una vida que respirar de una forma que no puedes comprender, si estás mirando el mar desde la orilla, desde aquí.

POOMERANG — Larry no se lo pensó mucho rato. Colocó bien el espejo retrovisor, miró fijamente a los ojos a Mondini y dijo

—Quiero llegar hasta arriba, Maestro. Quiero comprender lo que se ve desde ahí arriba.

Mondini sacudió la cabeza.

—No se ve gran cosa si estás tumbado en la lona con los ojos en blanco.

No lo dijo para atraer la mala suerte, lo dijo por decir, para evitar que todo fuera demasiado en serio. Pero para Larry iba en serio. Él, que bromeaba sobre todas las cosas, esta vez hablaba condenadamente en serio.

—Quiero intentarlo, Maestro. ¿Me llevará hasta arriba?

Mondini no esperaba estar allí para responder preguntas. Estaba allí para hacer bajar a aquel chico del ring.

—Por favor, ¿me llevará hasta arriba?

Mondini no se lo esperaba.

—¿Sí o no, Maestro?

Durante el invierno de 1989, la temperatura fue muy rigurosa, y el campeonato de fútbol, en el campo que había detrás de la casa de Gould, fue suspendido a menudo por el estado impracticable del terreno. A veces se resignaban a jugar en condiciones imposibles, sólo para que el calendario no se fuera completamente al traste. Gould, Diesel y Poomerang tuvieron la oportunidad de verlos jugar, un día, sobre la nieve. El balón botaba y para el árbitro, por tanto, todo estaba de acuerdo con el reglamento. Un equipo llevaba camiseta roja. El otro, un uniforme a cuadros morados y blancos. Alguno llevaba guantes, y uno de los porteros se había puesto un colbac en la cabeza, con las orejeras bajadas y atadas en la barbilla. Parecía un explorador antártico rescatado de un iceberg por un crucero del Club Med. A la mitad de la segunda parte, Gould salió de casa y ocupó su sitio habitual, detrás de la portería de la derecha. El profesor Taltomar no estaba. Era la primera vez. Gould esperó un rato y luego volvió a su casa. Ganaron los de rojo, con un gol de chiripa en el duodécimo minuto de la segunda parte.

El profesor no volvió a aparecer por el campo, por lo que Gould se puso a buscarlo. Al final lo encontró en una residencia de ancianos, con una pulmonía que quizás fuera un cáncer, no se sabía muy bien. Estaba en su cama, y parecía haber encogido. Entre los labios tenía un cigarrillo sin filtro, apagado. Gould acercó la silla a la cama y se sentó. El profesor Taltomar tenía los ojos cerrados, quizás dormía. Durante unos instantes, Gould permaneció en silencio. Luego dijo:

—Cero a cero a dos minutos del final. El delantero se tira en el área, el árbitro pita penalti. El capitán protesta poniéndose a chillar como un loco. El árbitro se cabrea, saca una pistola y le dispara a quemarropa. La pistola se encasquilla. El capitán se lanza sobre el árbitro y los dos acaban por el suelo. Acuden los jugadores y los separan. El árbitro se levanta.

El profesor Taltomar no se movió. Durante un rato, no se movió. Después se sacó lentamente el cigarrillo de los labios, sacudió una ceniza imaginaria, y murmuró lentamente:

—Tarjeta roja para el capitán. Lanzamiento del penalti. Prosigue el partido hasta el final del tiempo reglamentario, añadiendo los minutos perdidos durante la mencionada trifulca. Expulsión del árbitro de acuerdo con la regla n.° 28 del Estatuto del Cuerpo que dice: los chiflados no arbitran.

Después tosió y se colocó el cigarrillo entre los labios.

Gould sintió algo hermoso en su interior.

Permaneció un rato más, en silencio.

Cuando se levantó, dijo:

—Gracias, profesor.

El profesor Taltomar ni siquiera abrió los ojos.

—Cuídate, hijo.

Más o menos en esa misma época Shatzy se ocupó de la compra de una roulotte de segunda mano, modelo Pagode del 71. Era toda de madera por dentro. Por fuera era amarilla.

—Pero ¿cómo se le ocurrió escogerla amarilla?

—Señorita, le recuerdo que es usted la que está comprando, no yo.

—Comprendo, pero hace veinte años fue usted quien la compró. No me diga que no había más colores.

—Si el amarillo no le gusta siempre puede pintarla de otro color.

—A mí me gusta el amarillo.

—¿A usted le gusta?

—A mí, sí. Pero, en general, hay que estar un poco tarado para comprarse una roulotte amarilla, ¿no le parece?

El profesor Bandini bajó la cabeza pensando que debía acordarse de tener mucha paciencia con aquella chica. Debía permanecer calmado, si no, no lograría nunca librarse de aquella maldita roulotte. Hacía meses que intentaba deshacerse de ella. No hay mucha gente que tenga entre sus deseos más elevados una roulotte Pagode del 71. Amarilla. Había puesto anuncios por todas partes, incluido el periódico de la universidad donde daba clases. Era la universidad de Gould. Gould había recortado el anuncio y lo había colgado entre los demás, en la nevera. Luego era Shatzy la que hacía la selección. Prefería a los católicos y a los intelectuales: generalmente les daba vergüenza hablar de dinero. El profesor Bandini era un intelectual católico.

Y así, un día, mientras estaba dando clase ante un centenar de estudiantes, en el aula 11, vio que se abría la puerta y entraba aquella chica.

—¿Es usted el profesor Bandini?

—Sí, ¿por qué?

Shatzy agitó en el aire el recorte del periódico.

—¿Es usted el que vende una roulotte de segunda mano, modelo Pagode, del 71, en buen estado, precio negociable, sin posibilidad de permuta?

Sin saber muy bien por qué, el profesor Bandini se avergonzó, como si le estuvieran devolviendo un paraguas que hubiera olvidado en un cine porno.

—Sí, soy yo.

—¿Puedo verla? Me refiero a la roulotte, ¿puedo verla?

—Estoy dando clase, señorita.

Shatzy pareció darse cuenta sólo en ese momento de los alumnos que llenaban el aula.

—Oh.

—¿Le importaría volver más tarde?

—Claro, disculpe, puedo esperar un rato, me siento aquí, ¿le molesta?, a lo mejor hasta aprendo algo de interés.

—Faltaría más.

—Gracias.

El profesor Bandini pensó que el mundo estaba lleno de locos. Después siguió desde donde había sido interrumpido.

Generalmente, el porch, o «veranda», está situado en la pared frontal de la casa. Está constituido por un tejado de profundidad variable —pero suele ser superior a los cuatro metros— que se apoya sobre una serie de montantes y recubre una tarima cuya elevación respecto al suelo oscila normalmente entre los veinte centímetros y el metro y medio. Una barandilla y los necesarios escalones de acceso completan su diseño. Desde un punto de vista puramente arquitectónico, el porche representa un desarrollo bastante elemental de la idea clásica de fachada, expresión de una pobreza pudiente, y de un lujo rudimentario, primitivo. Desde un punto de vista psicológico, y aun moral, se trata en cambio de un fenómeno que me saca de mis casillas y que resulta, tras un atento análisis, conmovedor, pero repugnante a la vez y, en definitiva, epifánico. Del griego epipháneia, revelación.

Shatzy lo aprobó con un ligero gesto de cabeza. En el Oeste, en efecto, casi todo el mundo tenía un porche delante de la casa.

La anomalía del porch —continuó el profesor Bandini— es evidentemente la de ser, al mismo tiempo, un lugar interior y un lugar exterior. En cierto modo, representa un umbral prolongado, en el que la casa ya no lo es y, no obstante, no se ha extinguido ante la amenaza de lo exterior. Es una zona franca en la que la idea del lugar protegido, que toda casa testimonia y realiza, se asoma más allá de su propia definición, y se propugna, casi indefensa, como póstuma resistencia a las pretensiones de lo abierto. En este sentido, pudiera parecer espacio débil por excelencia, mundo en precario equilibrio, idea en exilio. Y no hay que descartar que sea esta identidad débil suya la que provoque su fascinación, dada la inclinación del hombre a amar los lugares que parecen encarnar su propia precariedad, su propia condición de criatura a la intemperie, y de confín.

En privado, el profesor Bandini resumía este razonamiento suyo con una expresión que juzgaba imprudente utilizar en público, pero que consideraba felizmente sintética. «Los hombres tienen casas, pero son verandas». Una vez hizo la prueba de formulársela a su mujer, y la mujer se rió hasta desternillarse. El asunto le afectó seriamente. A continuación, su esposa lo abandonó para irse a vivir con una traductora veinte años mayor que ella.

Resulta curioso, por otra parte —prosiguió el profesor Bandini— cómo este estatuto de «espacio débil» se disuelve en cuanto el porch deja de ser inanimado objeto arquitectónico y es habitado por el hombre. En un porche, el hombre medio permanece de espaldas a la casa, sentado, y, por regla general, sentado sobre una silla provista del mecanismo pertinente que permite el balanceo. A menudo, completando el cuadro en su más deslumbrante exactitud, el hombre tiene en su regazo un rifle cargado. Y, siempre, mira hacia delante. Si ahora regresáis a esa imagen de precariedad que era el porch entendido como simple objeto arquitectónico, y la enriquecéis con la presencia de ese hombre —de espaldas a la casa, balanceándose en su mecedora, con un rifle cargado en su regazo—, esa imagen virará sensiblemente hacia un sentido de fuerza, seguridad, determinación. Podría decirse incluso que ese porche deja de ser un frágil eco de la casa sobre la que se apoya, y se convierte en la prueba final de lo que la casa apenas insinúa: sensación definitiva de lugar protegido, solución al teorema que la casa se limitaba a enunciar.

A Shatzy le gustó especialmente el detalle del rifle cargado.

En definitiva —prosiguió el profesor Bandini— ese hombre y ese porch unidos constituyen un icono laico, y sin embargo sagrado, en el que se celebra el derecho humano a la posesión de un lugar propio, hurtado al ser indiferenciado de lo que meramente existe. Es más: ese icono celebra la pretensión humana de su capacidad de defender ese lugar, con las armas de una metódica cobardía (el balanceo de la mecedora) o de una pertrechada valentía (el rifle cargado). Toda la condición humana se resume en esa imagen. Porque exactamente ésta parece ser la dislocación del destino humano: estar frente al mundo, teniéndose a sí mismo a sus espaldas.

Era algo en lo que el profesor Bandini creía, al margen de toda consideración académica —que las cosas eran exactamente de esta manera, lo creía, simplemente, lo creía incluso cuando estaba en el lavabo. Pensaba, de verdad, que los hombres están en el porche de su propia vida (exiliados por tanto de sí mismos) y que éste es el único modo posible, para ellos, de defender su vida ante el mundo, ya que bastaría con que se atrevieran a entrar en su casa (y a ser ellos mismos, en consecuencia) para que inmediatamente esa casa sufriera una regresión hasta ser frágil refugio en el mar de la nada, destinada a ser barrida por el oleaje de lo Abierto, y el refugio se convertiría en trampa mortal, motivo por el cual la gente se apresura a salir de nuevo al porche (y por lo tanto, de sí misma), recuperando la única posición que le permite detener la invasión del mundo, salvando por lo menos la idea de una casa propia, aunque sea desde la resignación de saber que esa casa es inhabitable. Tenemos casas, pensaba, pero somos porches. Miraba a los hombres y en sus conmovedoras mentiras escuchaba el crujir de la mecedora sobre las impolutas tablas del porche; y, para él, eran ridículos rifles cargados los arrebatos de orgullo y de penosa autoafirmación en que veía, en los demás y en sí mismo, esconderse la sentencia de un exilio perenne. Pensándolo bien, era una historia tristísima, aunque, en el fondo, conmovedora porque, al final, el profesor Bandini acababa sintiendo cariño hacia sí mismo y hacia la gente, y compasión hacia todos los porches que lo rodeaban había algo infinitamente digno en ese demorarse eterno frente al umbral de la casa, un paso por delante de sí mismos esas noches en que se levanta el feroz viento de la verdad, y a la mañana siguiente estás obligado a reparar el tejado de tus mentiras, con paciencia inoxidable, pero cuando regrese mi amor todo estará de nuevo arreglado, miraremos el crepúsculo bebiendo agua coloreada o, cuando alguien, agotado, te pedía que te sentaras delante de él y te abría su mente, sacándolo todo, todo de verdad, incluso entonces lo que comprendías es que estabais sentados en su porche, pero no te había invitado a entrar en su casa, en su casa él ya no entraba desde hacía años, y ésta era la paradójica razón por la que estaba agotado, allí, frente a ti esas tardes en que el aire es frío y el mundo parece haberse aposentado, de repente te sientes cómico, allí, en esa veranda haciendo guardia contra ningún enemigo, y es un cansancio que te reconcome, y la humillación de sentirte tan inútilmente ridículo, al final te levantas y entras en la casa, tras años de mentiras, de simulacros, entras en la casa sabiendo que tal vez ni siquiera serás capaz de orientarte allí dentro, como si fuera la casa de otro y sin embargo era la tuya, todavía lo es, abres la puerta y entras, curiosa felicidad que ya no recordabas, tu casa, Dios, qué maravilla, qué regazo, esta tibieza, la paz, yo mismo, al final, nunca más saldré de aquí, dejo el rifle en una esquina y aprendo de nuevo la forma de los objetos y las figuras del espacio, me habitúo otra vez a la geografía olvidada de la verdad, aprenderé a moverme sin romper nada, cuando alguien llame a la puerta, la abriré, cuando llegue el verano abriré las ventanas de par en par, estaré en esta casa hasta el fin, PERO PERO si esperas, y miras desde fuera esa casa, puede que pase una hora o todo un día, PERO al final verás abrirse la puerta, sin saber ni poder comprender, nunca, qué puede haber pasado ahí dentro, verás abrirse la puerta y salir lentamente a ese hombre, invisiblemente empujado por algo que nunca podrás saber, PERO seguro que tiene algo que ver con algún miedo vertiginoso, o incapacidad, o condena, tan despiadada que empuja a ese hombre hacia fuera, a su porche, rifle en mano, adoro adoro ese instante —decía el profesor Bandini— el instante preciso en que de nuevo da un paso, con el rifle en la mano, mira al mundo que tiene enfrente, siente el aire punzante sobre él, se levanta el cuello de la chaqueta y, después —qué maravilla— vuelve a sentarse en su silla y recostando la espalda la pone de nuevo en movimiento, suave balanceo que se había adormecido, protectora oscilación de la mentira, ahora acuna nuevamente la serenidad reencontrada, la paz de los cobardes, la única que nos espera, pasa la gente y saluda, Eh, Jack, ¿dónde estabas? Nada, nada, ya estoy aquí de nuevo, Cojonudo, Jack, una mano acaricia la culata del rifle, mira a lo lejos, entrecerrando los ojos, cuánta luz, mundo, cuánta luz necesitas, a mí me bastaba con una llama minúscula ahí dentro, cuándo, no recuerdo cuándo, PERO era un sitio al que dije adiós, y luego nada más, no volverá a hablar del tema nunca más, balanceándose para siempre en su porche de madera y barniz si te paras a pensar en ello, piensa en las casas vacías, a centenares, detrás de las caras de la gente, a espaldas de cada porche, millares de casas perfectamente ordenadas, y vacías, piensa en el aire, en su interior, los colores, los objetos, la luz cambiante, todo lo que ocurre para nadie, lugares huérfanos, cuando podrían ser LOS LUGARES, los únicos verdaderos, pero ese curioso urbanismo del destino los ha concebido como los agujeros de la carcoma, cavidades abandonadas bajo la superficie de la conciencia, si piensas en eso, qué misterio, qué ha sido de ellos, de los lugares verdaderos, de mi lugar verdadero, dónde he ido YO a parar mientras estaba aquí defendiéndome, ¿nunca se te ha ocurrido preguntártelo?, ¿quién sabe cómo estoy YO?, mientras estás balanceándote ahí, reparando trozos de tejado, sacando brillo a tu rifle, saludando a los que pasan, de repente, te viene a la cabeza esa pregunta, ¿quién sabe cómo estoy YO?, sólo quisiera saber eso, ¿cómo estoy YO? ¿Alguien sabe si estoy bien, o viejo, alguien sabe si estoy VIVO?

Shatzy se acercó a la mesa. Los alumnos iban saliendo y el profesor Bandini estaba de pie, colocando sus cosas en el maletín.

—No ha estado mal su clase.

—Gracias.

—Se lo digo en serio. Ha dicho un montón de cosas interesantes.

—Se lo agradezco.

—¿Sabe en qué me ha hecho pensar?

—No.

—Pues verá, he pensado, fíjate, ese profesor tiene toda la razón del mundo, o sea, las cosas son así, los hombres tienen casas, pero en realidad son sólo verandas, no sé si me explico, tienen casas, pero son…

—¿Qué ha dicho?

—¿Cuándo?

—Ahora, esa historia de las casas.

—No sé, ¿qué he dicho?

—Ha dicho esa frase.

—¿Qué frase?

Shatzy y el profesor Bandini recorrieron juntos el paseo, mientras seguían charlando, después se despidieron y él dijo que la roulotte estaba en su jardín, que si ella quería pasarse por la tarde, allí estaría, y ella dijo que estaba de acuerdo, de manera que por la tarde fue y allí mismo se pusieron a discutir sobre el color y Shatzy precisamente dijo:

—Pero ¿cómo se le ocurrió escogerla amarilla?

—Señorita, le recuerdo que es usted la que está comprando, no yo.

—Comprendo, pero hace veinte años fue usted quien la compró. No me diga que no había más colores.

—Si el amarillo no le gusta siempre puede pintarla de otro color.

—A mí me gusta el amarillo.

—¿A usted le gusta?

—A mí sí. Pero, en general, hay que estar un poco tarado para comprarse una roulotte amarilla, ¿no le parece?

A unos veinte metros, apoyados en la pared del garaje de Bandini, Gould, Poomerang y Diesel permanecían en la sombra, mirando la escena.

—Él no lo sabe, pero está loco por ella —nodijo Poomerang.

—¿De dónde ha sacado Shatzy esa horrible camiseta? —preguntó Diesel.

—Es una camiseta estratégica —dijo Gould—. Si tose, se desabrocha el botón de delante y se le ven un poquito las tetas.

—¿En serio?

—Bueno, hay que saber toser de la manera adecuada. Shatzy se entrena delante del espejo.

Poomerang se puso a toser. Luego se miró los botones de la camisa. Después volvió a mirar a aquellos dos que entraban y salían de la roulotte, discutiendo.

—¿Qué hay de Mondini? ¿Lo va a llevar hasta el mundial o no?

—Tal vez.

—¿O sea?

—No está muy claro.

—¿Cómo que no está muy claro?

—Resulta que ahora han aparecido los del Tropicana, el Casino, y han ofrecido un montón de pasta para organizar una pelea de Larry contra Benson.

—¿Ese Benson?

—El mismo.

—Coño.

—Ya. Pero Mondini ha dicho Muchas gracias, tal vez en otra ocasión.

—¡No!

—Sí. Dice que Larry primero tiene que participar en otro combate.

—¿Está loco?

—No hay forma de saber qué tiene en la cabeza. Sólo dice que Larry primero tiene que participar en ese combate, y que después ya veremos.

—Pero Benson es el camino directo hacia el mundial, si Larry lo ganara…

—No hay nada que hacer, Mondini se niega a seguir escuchando.

—Ese viejo se ha vuelto loco.

—No, es que tiene otra cosa en la cabeza. La otra tarde, Larry se cabreó y le dijo Maestro, usted me debe una respuesta. Mondini lo miró y le dijo: Después de la próxima pelea, Larry, y la pelea la organizo yo.

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