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A la universidad de Gould llegó un estudioso inglés. Era alguien muy famoso. El rector Bolder lo presentó en el Aula Magna. Se puso de pie y ante el micrófono glosó su figura y su carrera. Fue un poco largo porque el estudioso inglés había escrito numerosos libros, y además había traducido y fundado y promovido, y por si fuera poco presidía un montón de cosas, o era consejero de otras tantas. Por último, colaboraba. Incluso eso lo hacía en una medida desproporcionada. Colaboraba que era un horror. De manera que Bolder tuvo que hablar un buen rato. Hablaba de pie, leyendo unos papeles que llevaba en la mano.

A su lado, sentado, estaba el estudioso inglés.

Era una situación un poco rara porque el rector Bolder hablaba de él casi como si estuviera muerto, no por maldad, sino porque es así, en esas situaciones es así, el orador debe decir cosas que parecen inevitablemente el elogio de un difunto, tienen algo fúnebre, y lo raro es que, sin embargo, por regla general, el difunto está muy vivo, y además está sentado justo al lado, y, por añadidura, permanece allí tan contento, sin protestar, pese a estar sometido a esa tortura atroz, algunas veces incluso disfrutando de un modo irracional.

Aquélla era una de esas veces. En lugar de sumirse en la turbación, el estudioso inglés dejaba que le chorreara por encima el elogio fúnebre del rector Bolder con total y sabia naturalidad. A pesar de que los altavoces del Aula Magna difundieran frases como «con arrebatada pasión e inimitable rigor intelectual» o bien «last but not least, ha aceptado la presidencia honorífica de la Alianza Latina, cargo desempeñado anteriormente por», él parecía protegido contra toda clase de vergüenza y, por decirlo de algún modo, blindado dentro de una cámara hiperbárica suya de eficacia ya probada. Había edificado una mirada inmutable que contemplaba la nada que tenía delante, pero lo hacía con noble y firme determinación; la sostenía un mentón ligeramente levantado, y la confirmaba alguna arruga que le cruzaba la frente, ilustrando un sereno estado de concentración. A intervalos regulares, apretaba las mandíbulas un poco, dándole al perfil de su rostro aspereza y dejando adivinar una vitalidad nunca domada. Muy de vez en cuando, el estudioso inglés tragaba, pero de la misma forma en que cualquiera podría haberle dado una vuelta a la clepsidra: con un gesto elegante introducía una inmovilidad en otra inmovilidad, apuntando la impresión de una paciencia que desde siempre disputara con el tiempo, venciendo en todas las ocasiones. Todo el conjunto terminaba construyendo una figura casi perfecta que ostentaba simultáneamente nítida fortaleza y distraída lejanía: utilizando la primera para corroborar las alabanzas del rector Bolder y la segunda para aligerarlas del peso de la adulación y de la vulgaridad. Algo grande. En un momento dado, justo cuando el rector Bolder hablaba de su actividad didáctica («siempre entre sus estudiantes, pero como un primus inter pares»), el estudioso inglés se superó a sí mismo: abandonó de pronto su cámara hiperbárica, se sacó las gafas, inclinó levemente la cabeza, como vencido por un repentina veta de cansancio, llevó el pulgar y el índice de la mano derecha hacia los ojos y, cerrados los párpados, se concedió una ligera presión circular sobre los glóbulos oculares, humanísimo gesto en el que toda la platea pudo ver, reunidos, todos los momentos de dolor, desilusión y fatiga que una vida de éxitos no había borrado y cuyo recuerdo, ahora, delante de todo el mundo, el estudioso inglés deseaba superar. Fue muy hermoso. Luego, como si despertara de un sueño, levantó de golpe la cabeza, se puso las gafas con un gesto rápido pero preciso, y asumió finalmente su perfecta inmovilidad anterior, volviendo a mirar la nada de delante, con la fuerza de quien ha conocido el dolor, pero no ha sido derrotado por él.

Fue precisamente en ese momento cuando el profesor Mondrian Kilroy se puso a vomitar. Estaba sentado en la tercera fila y se puso a vomitar.

Aparte de llorar —algo que hacía cada vez con mayor frecuencia y no sin cierto placer— el profesor Mondrian Kilroy había empezado a vomitar de vez en cuando, y esto, de nuevo, guardaba relación con sus estudios y en particular con un ensayo que había escrito y que él, curiosamente, definía como «la refutación definitiva y salvífica de todo cuanto he escrito, escriba o escribiré». En efecto, era un ensayo bastante particular. Mondrian Kilroy había trabajado en él durante catorce años, sin tomar nunca ni una nota. Después, un día, mientras estaba recluido en una cabina de vídeo porno en la que pulsando teclas numeradas se podía escoger entre doscientos doce programas distintos, comprendió que había comprendido, salió de la cabina, cogió un folleto en que aparecían las tarifas de las «Salas de contacto» y, en la parte de atrás, escribió su ensayo. Lo escribió allí, de pie, apoyado en la caja. No empleó más de dos minutos: el ensayo consistía en una breve secuencia de seis tesis. La tesis más larga no superaba las cinco líneas. Después volvió a la cabina, porque le quedaban todavía tres minutos de visión, y le fastidiaba desperdiciarlos. Pulsaba los botones al tuntún. Cuando daba con un vídeo gay, se cabreaba.

El asunto podrá parecer sorprendente, pero el ensayo en cuestión no tenía nada que ver con el tema predilecto del profesor Mondrian Kilroy, es decir, los objetos curvos. No. Ciñéndonos a la realidad de los hechos, el ensayo se titulaba de este modo:

ENSAYO SOBRE LA HONESTIDAD INTELECTUAL

Poomerang, que era un gran admirador del mismo y prácticamente se lo sabía de memoria, un día resumió así su contenido:

Si un ladrón de bancos va a la cárcel, ¿por qué los intelectuales se pasean libremente?

Hay que decir que Poomerang «tenía con los bancos una cuenta pendiente» (la frase era de Shatzy, ella la encontraba genial). Los odiaba, aunque no estaba claro el motivo. Durante cierto tiempo, se dedicó a una campaña educativa contra los abusos de los cajeros automáticos. Junto a Diesel y Gould mascaba chicles sin parar y luego los pegaba, todavía calientes, en los botones de los cajeros. Generalmente los pegaba sobre el botón del 5. La gente llegaba y luego, en el momento de teclear su número secreto, descubrían el chicle. Si no tenían un 5, seguían adelante, fijándose bien en dónde ponían los dedos. Pero si tenían un 5, les entraba el pánico. El espasmódico deseo de dinero tenía que enfrentarse con el asco que daba aquella goma masticada. Algunos intentaban despegar aquella cosa viscosa con objetos de toda clase. Normalmente, acababan embadurnando todo el teclado. Una minoría renunciaba y se marchaba. Es triste decirlo, pero la mayoría tragaba saliva y después pulsaba con el dedo sobre el chicle. Una vez, Diesel vio a una señora sin demasiada suerte que tenía un número secreto con tres cincos seguidos. Tecleó el primero con gran dignidad y el segundo haciendo una extraña mueca con la boca. Al tercero, se puso a vomitar.

A propósito: la primera tesis del Ensayo sobre la honestidad intelectual decía así:

1. Los hombres tienen ideas.

—Genial —comentó Shatzy.

—Es sólo el principio, señorita. Y, además, mire que no es algo tan obvio. Alguien como Kant, por ejemplo, no la aceptaría tan fácilmente.

—¿Kant?

—Un alemán.

—Ah.

—¿Tengo que limpiar aquí también?

—Déjeme ver.

De vez en cuando, cuando limpiaban la roulotte, se unía a ellos el profesor Mondrian Kilroy. Tras el asunto del puré de Vancouver, Gould y él se habían hecho amigos. Y al profesor también le gustaban mucho los otros, Shatzy, el gigante y el mudo. Mientras iban limpiando, charlaban. Uno de sus temas predilectos era el Ensayo sobre la honestidad intelectual. Era un terna que les encantaba.

1. Los hombres tienen ideas.

El profesor Mondrian Kilroy decía que las ideas son como galaxias de pequeñas intuiciones, y sostenía que son algo confuso, que se modifica sin parar y es esencialmente inutilizable con fines prácticos. Son hermosas, eso es, son hermosas. Pero son un follón. Las ideas, si están en estado puro, son un maravilloso follón. Son apariciones provisionales de infinito, decía. Las ideas «claras y definidas», añadía, son un invento de Descartes, son una estafa, no existen las ideas claras, las ideas son oscuras por definición, si tienes una idea clara, eso no es una idea.

—Pues, entonces, ¿qué es?

—Tesis número dos, muchachos.

La tesis número dos decía así:

2. Los hombres expresan ideas.

Éste es el problema, decía el profesor Mondrian Kilroy. Cuando expresas una idea, le das un orden que no posee en su origen. De alguna manera, tienes que darle una forma coherente, y sintética, y comprensible para los demás. Mientras te limitas a pensarla, puede seguir siendo ese maravilloso follón que es. Pero cuando decides expresarla, empiezas a descartar algunas cosas, a asumir otras, a ejemplificar esto y cortar aquello, a ordenar la totalidad dándole cierta lógica: trabajas un poco en ello y al final tienes algo que la gente puede comprender. Una idea «clara y definida». Al principio pretendes hacer las cosas de manera adecuada: intentas no deshacerte de demasiadas cosas, quisieras salvar todo el infinito de la idea que tenías en la cabeza. Lo intentas. Pero ésos no te dejan tiempo, están encima de ti, quieren comprender, te agreden.

—¿Quiénes son ésos?

—Los demás, todos los demás.

—¿Por ejemplo?

—La gente. La gente. Tú expresas una idea y hay gente que la escucha. Y quiere comprender. O peor todavía: pretende saber si es verdadera o falsa. Es una perversión.

—¿Y qué debería hacer? ¿Tragársela y punto?

—No sé qué es lo que debería hacer, pero sé qué es lo que hace, y para ti, que tenías una idea y ahora estás ahí, intentando expresarla, es como ser agredido. Con una velocidad impresionante, sólo piensas en hacerla lo más compacta y fuerte que sea posible, para resistir a la agresión, para que salga con vida de ella, y utilizas toda tu inteligencia para convertirla en una máquina invencible, y cuanto más lo consigues, menos cuenta te das de que lo que estás haciendo, lo que realmente estás haciendo en ese momento, es perder el contacto poco a poco, pero con una velocidad impresionante, con el origen de tu idea, con el maravilloso e infinito embrollo intuitivo que era tu idea, y eso con el único y miserable propósito de expresarla, es decir, de fijarla de un modo lo suficientemente fuerte y coherente y refinado para resistir la honda expansiva del mundo que te rodea, las objeciones de la gente, el rostro obtuso de los que no se han enterado muy bien, la llamada telefónica de tu jefe de departamento que…

—Se enfría, profesor…

A menudo hablaban sobre el tema mientras comían, porque al profesor Mondrian Kilroy le gustaba la pizza que hacía Shatzy, de manera que, sobre todo los sábados, comían pizza, que, fría, era incomestible.

2. Los hombres expresan ideas.

Pero ya no son ideas, prorrumpía el profesor Mondrian Kilroy. Son detritus de ideas organizadas magistralmente hasta convertirse en objetos solidísimos, mecanismos perfectos, máquinas de guerra. Son ideas artificiales. Tienen sólo un lejano parentesco con aquel maravilloso e infinito embrollo en el que todo había empezado, pero es un parentesco casi imperceptible, como un lejano perfume. En realidad, ya es de plástico, algo artificial, sin relación alguna con la verdad, son sólo artefactos para quedar bien delante del público. Lo que, según su opinión, llevaba necesariamente a la tesis número tres. Que decía así:

3. Los hombres expresan ideas propias que no lo son.

—¿Bromea o qué?

—Yo soy muy serio.

—¿Cómo hacen entonces para expresar ideas propias que no lo son?

Digamos que ya no lo son. Lo eran. Pero rapidísimamente se les escapan de las manos, convirtiéndose en criaturas artificiales que se desarrollan de una forma casi autónoma, y que tienen un único objetivo: sobrevivir. El hombre les presta su inteligencia y ellas la utilizan para hacerse cada vez más sólidas y precisas. En cierto sentido, la inteligencia humana trabaja constantemente para disipar el maravilloso e infinito caos de las ideas originarias y sustituirlo por la inalterable plenitud de las ideas artificiales. Eran apariciones: ahora son objetos que el hombre esgrime, y que conoce a la perfección, pero no sabría decir de dónde proceden ni, en definitiva, qué maldita relación guardan ya con la verdad. En cierto sentido, ya no le importan demasiado. Funcionan, resisten las agresiones, consiguen socavar las debilidades ajenas, no se rompen casi nunca: ¿por qué preocuparse? El hombre las mira, descubre el placer de esgrimirlas, de utilizarlas, de verlas en acción. Antes o después, es algo inevitable, aprende que pueden utilizarse para pelear. Nunca antes lo había pensado. Eran apariciones: sólo había pensado en hacer que los demás las vieran, eso era todo. Pero, con el tiempo, nada de ese deseo originario se salva. Eran apariciones: el hombre las ha transformado en armas.

Ésta era la parte que más le gustaba a Shatzy. Eran apariciones: el hombre las ha transformado en armas.

—¿Sabe en qué pienso a menudo, profesor?

—Dígame, señorita.

—Los pistoleros, los pistoleros del Oeste, ¿sabe a qué me refiero?

—Sí.

—Bien, disparaban de la hostia, lo sabían todo sobre sus pistolas, pero si usted lo piensa bien, pues eso: ninguno de ellos habría sabido construir una pistola, ¿comprende?

—Prosiga.

—Es decir: una cosa es utilizar un arma, y otra es inventarla, o hacerla.

—Exacto, señorita.

—No sé lo que significa, pero a menudo pienso en ello.

—Hace usted muy bien, señorita.

—¿Usted cree?

—Estoy plenamente convencido.

Por otra parte, Gould, si lo piensas, mira lo que sucede en la cabeza de un hombre cuando expresa una idea y alguien, frente a él, plantea una objeción. ¿Crees que ese hombre tendrá tiempo, u honestidad, de volver a la aparición que un día fue el origen de esa idea y verificar, allí mismo, si la objeción es sensata? No lo hará nunca. Es mucho más rápido perfilar la idea artificial que se ha encontrado entre las manos de manera que pueda resistir la objeción y quizás encontrar la forma de pasar al ataque y agredir, a su vez, la objeción. ¿Qué tiene que ver con todo esto el respeto a la verdad? Nada. Es un duelo. Están comprobando quién es el más fuerte. No quieren utilizar otras armas, porque no saben utilizarlas: utilizan las ideas. Podría parecer que el objetivo de todo esto fuera aclarar la verdad, pero en realidad lo que ambos quieren es comprobar quién es el más fuerte. Es un duelo. Parecen brillantes intelectuales, pero son animales que defienden su territorio, se disputan una hembra, se procuran alimentos. Escúchame bien, Gould: nunca encontrarás nada más salvaje ni más primitivo que dos intelectuales en un duelo. Y nada más deshonesto.

Años después, cuando ya todo había ocurrido y ya nada tenía remedio, Shatzy y el profesor Mondrian Kilroy se encontraron en una estación de tren, por casualidad. Hacía tiempo que no se veían. Se fueron a tomar algo y hablaron de la universidad, de lo que hacía Shatzy, y de que el profesor había abandonado la enseñanza. Se veía que les hubiera gustado hablar de Gould, y de lo que había pasado, pero era demasiado difícil. En cierto momento, se quedaron en silencio, y sólo entonces el profesor Mondrian Kilroy dijo

—Es gracioso, pero lo que pienso de ese chico es que se trata de la única persona honesta que he encontrado en toda mi vida. Era un chico honesto. ¿Me cree?

Shatzy asintió con la cabeza, y pensó que quizás eso fuera el meollo de todo lo ocurrido, y que todas las historias adquirían sentido si se hacía el esfuerzo de recordar que Gould, por encima de todo, era un genio honesto.

Al final, aquel día, el profesor se levantó y antes de marcharse abrazó a Shatzy, un poco torpemente, pero con fuerza.

—No se preocupe si lloro, no estoy triste, no estoy triste por Gould.

—Lo sé.

—Es que lloro a menudo. Es lo que pasa.

—No se preocupe, profesor, a mí me gustan los que lloran.

—Eso está bien.

—En serio. Siempre me han gustado.

No volvieron a verse nunca más desde aquel día.

En cualquier caso, después de la tesis número tres (Los hombres expresan ideas que no son suyas) venía, con cierta coherencia, la tesis número cuatro. Que decía así:

4. Las ideas, una vez expresadas y sometidas a la presión del público, se convierten en objetos artificiales carentes de una relación real con su origen. Los hombres las perfilan con ingenio capaz de hacerlas mortales. Con el tiempo, descubren que pueden ser utilizadas como armas. No lo piensan ni un instante. Y disparan.

—Qué grande —decía Shatzy.

—Un poco larga, me ha quedado un poco larga, tengo que trabajar en ella todavía un poco —sostenía el profesor Mondrian Kilroy.

—En mi opinión, quedaría bien sólo con decir Las ideas: eran apariciones, ahora son armas.

—Demasiado sintético, ¿no le parece, señorita?

—¿Usted cree?

—Tenga en cuenta que se trata de una tragedia, una verdadera tragedia. Hay que tener cuidado al compendiarla en dos palabras.

—¿Una tragedia?

El profesor masticaba la pizza y asentía. En efecto, él estaba convencido de que se trataba de una tragedia. Había pensado incluso en ponerle un subtítulo a su Ensayo, y el subtítulo hubiera sido: Análisis de una tragedia necesaria. Luego pensó que los subtítulos eran algo repugnante, como los calcetines blancos o los mocasines grises. Sólo los japoneses usaban mocasines grises. Por otra parte, era posible que sufrieran algún trastorno en los ojos, y que estuvieran absolutamente convencidos de que usaban mocasines marrones. En tal caso, era absolutamente urgente advertirlos de su error.

¿Sabes, Gould?, he dedicado años a resignarme ante la evidencia. No quería creerlo. Sobre el papel, es tan hermosa, y única, e irrepetible, la relación con la verdad, y esa magia de las ideas, magníficas apariciones de confuso infinito en tu mente… ¿Cómo es posible que todos escojan renunciar a todo eso, renegar de ello, y prefieran intrigar con pequeñas e insignificantes ideas artificiales —pequeñas maravillas de ingeniería intelectual, por Dios —pero en el fondo baratijas, miserables baratijas, obras maestras de retórica y acrobacias lógicas, pero, en el fondo, maquinitas, y todo por el gusto irrefrenable de pelear? No conseguía creérmelo, pensaba que había algo oculto, algo que se me escapaba, y sin embargo, al final, tuve que admitir que era todo muy simple, e inevitable, y hasta comprensible, bastaba con que venciera la repugnancia y fuera a ver de cerca el asunto, bien de cerca, aunque te dé asco, intenta verlo de cerca. Coge a uno que se gane la vida con las ideas, un profesional, no sé, un estudioso, un estudioso de algo, ¿okay? Habrá empezado por pasión, con seguridad empezó porque tenía talento, era uno de esos que tienen apariciones de infinito, podernos imaginarnos que las tuvo de joven, y que quedó fulminado por ellas. Habrá empezado a intentar escribirlas, a lo mejor habló de ellas con alguien, luego, un día, pensaría que estaba preparado para escribirlas, y se podría a ello, con toda su buena voluntad, y las escribiría, a pesar de saber que tan sólo lograría anotar una mínima parte de ese infinito que tenía en su cabeza, pero pensando que ya tendría tiempo después de profundizar en su discurso, no sé, de explicarse mejor, de explicarlo todo correctamente más tarde. Escribe y la gente lee. Personas a las que ni siquiera conocía empiezan a buscarlo para saber más cosas, otros lo invitan a congresos en los que poder atacarle, él se defiende, desarrolla, corrige, agrede a su vez, empieza a reconocer una pequeña masa a su alrededor que está de su parte, y un frente de enemigos delante de él que quiere destruirlo: empieza a existir, Gould. No tiene tiempo de darse cuenta pero todo eso acaba apasionándole, le gusta la lucha, descubre lo que significa entrar en un aula bajo la mirada devota de unos cuantos estudiantes, ve el respeto en los ojos de la gente normal, se sorprende deseando el odio de algún personaje famoso, acaba por ir a hacerse con él, lo obtiene, a lo mejor sólo tres líneas en una nota de un libro sobre otro tema, pero tres líneas que transpiran acritud, él tiene la habilidad de mencionarlas en una entrevista para alguna revista del sector, y unas semanas después, en un periódico, ya se encuentra encasillado como el rival del famoso profesor, incluso hay una fotografía en ese periódico, una fotografía suya, ve una fotografía suya en un periódico, y la ven también muchos otros, es algo gradual, pero, cada día que pasa, él y su idea artificial se convierten en un todo que se extiende sobre el mundo, la idea es como el combustible, él es el motor, hacen el camino juntos; y eso es algo, Gould, que él ni tan siquiera se imaginaba, tienes que comprenderlo, él no se esperaba que sucediera todo eso, ni siquiera lo quería, para ser exactos, pero ahora ha ocurrido, y él existe en su idea artificial, idea cada vez más alejada de la originaria aparición de infinito debido a que ha sido mil veces revisada para poder resistir las agresiones, pero idea artificial sólida y permanente, puesta a prueba, sin la cual el estudioso dejaría en ese mismo instante de existir y sería tragado, de nuevo, por la ciénaga de una existencia ordinaria. Dicho así, parece algo que ni siquiera es demasiado grave —ser tragados de nuevo por la ciénaga de una existencia ordinaria— y yo durante años no fui capaz de comprender su gravedad, pero el secreto es acercarse más aún, mirar de cerca, ya sé que da asco, pero es necesario que me acompañes hasta ahí, Gould, tápate la nariz y ven a ver de cerca, el estudioso seguro que tenía un padre, míralo más de cerca, un padre severo, estúpidamente severo, pendiente durante años de doblegar a su hijo haciendo que le pesara su continua y desmesurada ineptitud, y eso hasta el día en que ve el nombre de su hijo en un periódico, impreso en un periódico, no importa el motivo, el hecho es que los amigos empiezan a decirle Felicidades, he visto a tu hijo en el periódico, da asco, ¿verdad?, pero él está impresionado, y el hijo encuentra lo que nunca tuvo fuerzas para encontrar, es decir, una venganza tardía, y esto es algo impresionante, poder mirar a tu padre fijamente a los ojos, una redención como ésta no tiene precio, ¿qué importa haber intrigado un poco con tus ideas, olvidado ya todo nexo real con su origen, ante el hecho de poder ser hijo de tu padre, por fin, hijo reglamentariamente autorizado y aprobado? No hay precio demasiado elevado por el respeto de tu padre, créeme, ni, si lo piensas un poco, por la libertad que nuestro estudioso encuentra en el primer dinero, dinero de verdad, con el que una cátedra arañada en una universidad de la periferia empieza a llenarle los bolsillos, arrancándolo del dictado cotidiano de la indigencia, e inclinándolo por la pendiente de los pequeños lujos que al final, por fin, finalmente confluyen hacia la codiciada casa en el campo, con estudio y biblioteca, una nimiedad, en teoría, pero una enormidad, realmente, cuando se eleva, en el reportaje del periodista de turno, hasta apartada madriguera del estudioso que en ella encuentra un refugio ante la deslumbrante vida que lo asedia, vida que en realidad es sobre todo imaginaria, pero allí, en la realidad del refugio, imprevistamente demostrada, y por tanto verdadera, y por tanto impresa para siempre en la mente del público, que desde ese momento tendrá una mirada hacia el estudioso de la que él ya no podrá prescindir, porque es una mirada que, renunciando a cualquier comprobación, regala, a priori, respeto y consideración e impunidad. Puedes prescindir de eso cuando no lo conoces. Pero ¿y después? ¿Cuando lo has visto en los ojos del vecino de sombrilla en la playa, y del que te vende el coche, y del editor al que nunca habrías pensado en conocer, y de la actriz de series de televisión y —una vez, en el campo— del ministro, en persona? Hace vomitar, ¿no es cierto? Mejor aún, significa que estamos cerca del corazón de las cosas. Sin piedad, Gould. No es momento de rendirse. Se puede ir incluso más cerca. La esposa. La esposa del estudioso, su vecina, desde los doce años, amada desde siempre, con la que se casa después por automatismo y legítima defensa ante las incurias del destino, mujer borrosa, simpática, nunca apasionada, una buena esposa, ahora la mujer de un profesor acreditado y de su mortífera idea artificial, esposa feliz en el fondo, mírala con atención. Cuando se despierta. Cuando sale del lavabo. Mírala. Su salto de cama, todo. Mírala. Y luego míralo a él, al estudioso, no muy alto, sonrisa triste, con escamas de caspa, nada que objetar, aunque lo haya, hermosas manos, eso sí, manos delgadas y pálidas que parecen inevitablemente unidas al mentón en las fotos de rigor, manos hermosas, todo el resto poco agraciado, haz un esfuerzo, Gould, e intenta ver desnudo a alguien así, es importante que lo veas desnudo, créeme, blancuzco y fofo, con musculatura evanescente y en mitad de las ingles modestos atributos, ¿qué posibilidades puede tener un animal macho como ése en la lucha cotidiana por el apareamiento?, escasas posibilidades, modestas, sin discusión, y así sería, en efecto, si no fuera porque la idea artificial ha transformado a ese animal destinado a la extinción en un luchador y, a largo plazo, en jefe de la manada, con un buen portafolios de cuero y con paso convertido en una estetizante cojera ficticia, que ahora, si te fijas bien, baja la escalinata de la universidad y al que se acerca una estudiante que, con timidez, se presenta y mientras habla baja con él hasta la calle y luego por la pendiente de una amistad cada vez más pegajosa, que da asco sólo pensarlo, pero que es útil observar, hasta el fondo, por muy repugnante que sea, útil estudiar, aprehendiéndola hasta el apoteósico final cuando en el estudio de ella, una habitación alquilada con una gran cama y una manta peruana, él consigue subir, con su portafolios y sus escamas de caspa, con la excusa de corregir una bibliografía, y tras horas de agotador cortejo furtivo, disuelve la tardía resistencia de la muchacha con las pinzas y el bisturí de su idea artificial y, en virtud de una pequeña columna que desde hace algunas semanas tiene en una revista, encuentra el valor, y en cierto modo el derecho, para apoyar una mano, una de sus hermosísimas manos, sobre la piel de esa muchacha, una piel que ningún destino le habría entregado nunca, pero que ahora su idea artificial le ofrenda, junto con esa blusa que se abre, con la lengua que irracionalmente cierra sus delgados labios grisáceos, con la respiración femenina jadeante en sus orejas, y la imagen deslumbrante de una mano joven, bronceada y hermosa, cerrada sobre su miembro, increíble. ¿Piensas que todo esto puede tener precio? No lo tiene, Gould. ¿Piensas que ese hombre sería capaz de renunciar a todo esto sólo por el prurito de ser honesto, de respetar el infinito de sus ideas, de volver a preguntarse qué es verdadero y qué no lo es? ¿Piensas que puede volver a ocurrir que ese hombre se pregunte, aun en secreto, aun en soledad absoluta e impenetrable, si su idea artificial tiene todavía algo que ver con la verdad, con su origen? ¿Piensas que sería capaz de un solo instante, aun en secreto, de honestidad? No. (Tesis 5: Los hombres utilizan las ideas como armas, y con este gesto se alejan de ellas para siempre). Está ya tan lejos de él el punto del que había partido, y hace tanto tiempo que él ya no vive en sus ideas, honestamente, con sencillez y en paz. No es una honestidad que puedas reconstruir cuando el traicionarla te ha proporcionado otra existencia, una existencia entera, a ti, que podrías no haber existido, durante años, hasta reventar. No puedes devolver una vida entera tras habérsela robado al destino, tan sólo porque un día, al mirarte en el espejo, te das asco. Nuestro profesor morirá deshonesto, pero al menos morirá en alguna vida.

Lo decía, obviamente, emocionándose un poco. No es que llorara, en propiedad. Pero en fin, tenía los ojos brillantes, y un nudo en la garganta, esas cosas. Él era así.

Una vez Poomerang le preguntó al profesor Mondrian Kilroy por qué no publicaba su Ensayo sobre la honestidad intelectual. Nodijo que podía salir un libro bien gordo. Todas las páginas en blanco, y aquí o allá las seis tesis, donde cayeran. El profesor Mondrian Kilroy dijo que era una buena idea, pero pensaba que ese ensayo no debía publicarlo nunca, porque muy en el fondo tenía la duda de que no fuera de una terrible ingenuidad. Lo encontraba infantil. Decía también que, a pesar de todo, en cierto modo le gustaba precisamente porque estaba a un paso de ser una terrible ingenuidad, y algo infantil, pero que no lograba serio del todo y estaba, por decirlo de algún modo, en equilibrio, y eso le hacía sospechar que, en realidad, era una idea, en todo el sentido del término. En el sentido honesto del término. Luego decía que en realidad, para ser sincero, ya no entendía un carajo. Y preguntaba si todavía quedaba más pizza.

Lo cierto era que vomitaba cada vez más a menudo, no por la pizza, sino en todas las ocasiones en que estaba demasiado cerca de estudiosos o intelectuales varios. A veces bastaba con que leyera un artículo del periódico, o la solapa de una cubierta. El día del estudioso inglés, por ejemplo, aquel que miraba fijamente a la nada, le habría gustado quedarse a escuchar, sentía curiosidad por oírlo hablar incluso, pero le había sido completamente imposible, y al final había vomitado, montando un jaleo terrible, además, tanto que al final había tenido que ir al rector a disculparse, y para disculparse no se le había ocurrido otra cosa que repetir obsesivamente la frase: Mire que es buena persona, estoy seguro de que es buena persona. Se refería al estudioso inglés. El rector Bolder lo miraba pasmado. Mire que es buena persona, estoy seguro de que es buena persona. También al día siguiente, mientras estaban lavando la roulotte, insistía con el rollo ese de que era buena persona. A Gould le parecía una tontería.

—Si fuera una buena persona no le haría vomitar.

—No es tan sencillo, Gould.

—¿Ah, no?

—Rotundamente, no.

Gould limpiaba las ruedas. Más que cualquier otra cosa, le gustaba lavar las ruedas. Goma negra brillante jabonosa. Un placer.

He pensado en ello, he pensado largamente en ello, Gould, y con toda la dureza de que soy capaz, pero al final he comprendido que por obscena que sea la forma en que los hombres abandonan la verdad para emplearse con dedicación obsesiva a las ideas artificiales con las que destrozarse mutuamente, que por mucho asco que me dé ahora todo lo que apeste a ideas, y por más que yo sea incapaz objetivamente de no vomitar ante la cotidiana exhibición de esa lucha primitiva disfrazada de honesta búsqueda de la verdad —por muy ilimitada que sea mi desazón, tengo que decir: es justo, es asquerosamente justo, es simplemente humano, es lo que tiene que ser, es la mierda que nos aguarda, la única mierda a cuya altura estamos. Lo he comprendido mirando a los mejores. De cerca, Gould, hay que tener la valentía de mirarlos de cerca. Los he visto: eran repulsivos y justos, ¿comprendes ahora lo que quiero decir?, repulsivos e inexorablemente inocentes, sólo querían existir, ¿puedes quitarles ese derecho?, querían existir. Coge a uno de esos con grandes ideales, esos con ideas nobles, esos que han hecho de sus ideas una misión, esos que están por encima de toda sospecha. El sacerdote. Coge al sacerdote. No a uno cualquiera. Al otro, el que está al lado de los pobres, o de los débiles, o de los marginados, el que lleva un jersey y unas Reebok, ese mismo, habrá empezado con alguna deslumbrante aparición caótica del infinito, algo que en la penumbra de su juventud le habrá dictado vagamente el imperativo de tomar posición, y la sugerencia de qué parte estar, todo habrá empezado como debe empezar, de un modo honesto, pero luego, Dios santo, cuando vuelves a verlo ya adulto y famoso, Jesús, famoso, da cosa ya sólo decirlo, famoso, con su nombre en los periódicos y las fotografías, con el teléfono sonando sin parar porque los periodistas quieren preguntarle su opinión sobre esto o aquello, y él responde, puta miseria, responde, y participa, y marcha en cabeza de las manifestaciones; el teléfono de los sacerdotes no suena, Gould, quiero decírtelo con toda la crueldad necesaria, tú no puedes saberlo pero el teléfono de los sacerdotes no suena porque su vida es un desierto, es programáticamente un desierto, una especie de parque natural protegido, donde la gente puede mirar, pero desde lejos, son animales de parque natural, nadie puede tocarlos, ¿puedes imaginártelo, Gould?, para los sacerdotes es todo un problema incluso dejarse tocar, ¿has visto alguna vez a un sacerdote dando un beso a un niño o a una señora?, sólo para saludarlos, no pienses mal, una nimiedad, lo normal, pero él no puede hacerlo, la gente de alrededor enseguida tendría una sensación de malestar y de inminente irritación, y ésta es la durísima condición cotidiana del sacerdote en este mundo, él, que podría ser un hombre como los demás y que ha elegido en cambio esa soledad vertiginosa, que no tendría vía de escape, nada, salvo una idea, una idea incluso justa, llegada desde fuera para cambiar ese panorama, para devolverle una tibieza de humanidad, una idea que, bien utilizada, perfilada, revisada, protegida de los arriesgados choques con la verdad, conduce al sacerdote fuera de su soledad, simplemente, y poco a poco hace de él el hombre que es ahora, rodeado de admiración, y ganas de acercársele, e incluso deseo en estado puro, un hombre con jersey y Reebok, nunca solo, se mueve arropado por hijos y hermanos, nunca perdido porque está constantemente conectado a alguna terminal de los medios de comunicación, de vez en cuando entre la multitud atrapa al vuelo los ojos de una mujer cargados de deseo, piensa qué puede significar eso para él, esa vertiginosa soledad y esta vida que estalla, ¿hay que sorprenderse si está dispuesto a morir por su idea?, él existe en esa idea, ¿qué significa morir por esa idea?, estaría muerto de todas formas si se la quitaran, se salva en esa idea, y el hecho de que con ella salve a cientos o a lo mejor a miles de semejantes no cambia ni un ápice en este asunto, y es que ante todo se salva a sí mismo, con la coartada accesoria de salvar a los demás, robando a su destino esa necesaria dosis de reconocimiento y admiración y deseo que le hace estar vivo; vivo, Gould, ¿comprendes bien esta palabra?, vivo, sólo quieren estar vivos, hasta los mejores, los que construyen justicia, progreso, libertad, futuro, incluso para ellos se trata de una cuestión de supervivencia, acércate todo lo que puedas, si no me crees, mira cómo se mueven, a quién tienen a su alrededor, míralos e intenta imaginarte qué sería de ellos si por casualidad un día se despertaran y cambiaran de idea, simplemente, qué quedaría de ellos, intenta arrancarles una respuesta que no sea una instintiva autojustificación, mira si puedes aunque sea una sola vez escucharles pronunciar su idea con el estupor y la indecisión de alguien que la descubriera en ese momento y no con la seguridad de alguien que te está mostrando con orgullo la devastadora eficacia del arma que empuña, no te dejes engañar por la aparente docilidad de su tono, por las palabras que eligen, astutamente dóciles, están luchando, Gould, luchan con los dientes por la supervivencia, por la comida, la hembra, la madriguera, son animales, y eso que son los mejores, ¿comprendes?, ¿qué puedes esperar de los demás que sea distinto, de los pequeños mercenarios de la inteligencia, de los comparsas en la gran lucha colectiva, de los pequeños guerreros cobardes que rapiñan restos de vida en los márgenes del campo de batalla, conmovedores basureros de salvaciones irrisorias, cada uno con su ideíta artificial, el médico a la caza de financiación para pagar el internado de su hijo, el viejo crítico que intenta paliar el abandono de su vejez con cuarenta líneas a la semana que suelta donde hagan un poco de ruido, el científico y su puré de Vancouver con que alimentar de orgullo a mujer, hijos, amantes, las penosas apariciones televisivas del escritor que teme desaparecer entre un libro y otro, el periodista que apuñala a diestro y siniestro desde la primera página para estar seguro de existir al menos otras veinticuatro horas más, sólo están luchando, ¿lo comprendes?, lo hacen con ideas porque no saben utilizar otra cosa, pero en esencia es lo mismo, es lucha, y son armas sus ideas, y por mucho asco que nos dé admitirlo, están en su derecho, su deshonestidad es una lógica deducción de un deseo primario, y por tanto necesario, su asquerosa traición cotidiana a la verdad es la consecuencia natural de un estado natural de indigencia que hay que aceptar, no puede pedírsele a un ciego que vaya al cine, no puede pedírsele a un intelectual que sea honesto, no creo, de verdad, que pueda pedírsele, por muy deprimente que sea admitirlo, pero el concepto mismo de honestidad intelectual es un oxímoron.

6. La honestidad intelectual es un oxímoron.

O, en todo caso, es una tarea altamente prohibitiva y tal vez inhumana, en grado tal que nadie, en la práctica, sueña ni siquiera con resolverla, contentándose, en los casos más admirables, con hacer las cosas con cierto estilo, cierta dignidad, digamos que con buen gusto, eso es, el término exacto sería con buen gusto, al final acabas salvando a los que consiguen por lo menos hacer las cosas con buen gusto, con cierto pudor, los que no parecen orgullosos de la mierda que son, no tan orgullosos, no tan malditamente orgullosos, no tan impunemente, jodidamente orgullosos. Dios, qué asco.

—¿Hay algo que no marcha, profesor?

—Me estaba preguntando…

—Diga, profesor.

—Exactamente, ¿qué es lo que estoy limpiando?

—Una roulotte.

—Me explico: exactamente, ¿qué papel desempeña este objeto amarillo en vuestro ecosistema?

—Por ahora la función de este objeto amarillo en nuestro ecosistema es la de esperar un coche.

—¿Un coche?

—Las roulottes no van a ninguna parte sin un coche.

—Eso es cierto.

—¿Usted tiene coche, profesor?

—Lo tenía.

—Lástima.

—Para ser exactos, lo tenía mi hermano.

—Suele pasar.

—¿Tener un hermano?

—También.

—En efecto, a mí me ha pasado tres veces. ¿Y a usted?

—No, a mí nunca me ha pasado.

—Lo siento.

—¿Por qué?

—¿Me da la esponja, por favor?

Hablaban. Les gustaba.

En cierta ocasión, Gould, Diesel y Poomerang lo dejaron todo colgado porque tenían que ver un partido, en el campo de enfrente.

Se quedaron el profesor Mondrian Kilroy y Shatzy. Lo limpiaron todo a conciencia y después se sentaron en los escalones de la entrada, mirando la roulotte amarilla.

Se dijeron algunas cosas.

En un momento dado, el profesor Mondrian Kilroy dijo que era raro, pero que echaría de menos terriblemente a aquel chico. Quería decir que echaría de menos terriblemente a Gould. Entonces Shatzy dijo que si quería lo podían llevar a él también, la roulotte era pequeña pero ya encontrarían la manera. El profesor Mondrian Kilroy se volvió para mirarla y luego preguntó si de verdad tenían la intención de ir hasta Couverney con la roulotte, y de ir todos juntos. A lo que Shatzy respondió

—¿Couverney?

—Couverney.

—¿Y qué pinta Couverney?

—¿Cómo que qué pinta?

—¿De qué estamos hablando, profesor?

—De Gould.

—Y, entonces, ¿qué pinta aquí Couverney?

—Es la universidad de Gould, ¿no? La nueva universidad de Gould. Un lugar gélido, dicho sea de paso.

—Le han propuesto ir a Couverney, sólo se lo han propuesto.

—Se lo han propuesto, y él va a ir.

—Que yo sepa, no lo sabe.

—Que yo sepa, lo sabe perfectamente.

—¿Desde cuándo?

—Él me lo ha dicho. Ha decidido ir. Empieza en septiembre.

—¿Cuándo se lo ha dicho?

El profesor Mondrian Kilroy estuvo un rato pensándoselo.

—No lo sé. Hace algunas semanas, creo. Nunca sé muy bien cuándo ocurren las cosas. ¿A usted no le pasa nunca?

—…

—Señorita…

—…

—¿Usted sabe siempre cuándo ocurren las cosas?

—…

—Se lo pregunto por curiosidad.

—¿Le ha dicho Gould verdaderamente que irá a Couverney, profesor?

—Sí, de eso estoy seguro, se lo ha dicho incluso al rector Bolder, ¿sabe?, él querría hacer una fiesta de despedida, o algo por el estilo, y Gould prefiere evitarlo, dice que sería…

—¿Qué coño significa eso de una fiesta de despedida?

—Es sólo una idea, una idea del rector Bolder, aparentemente es un hombre duro e inflexible, pero por dentro esconde un alma sensible, casi diría que…

—Pero ¿es que todos habéis perdido la cabeza o qué?

—… casi diría que…

—¡Jesús! Ese chico tiene quince años, profesor, Couverney es un lugar para adultos, uno no es adulto cuando tiene quince años, lo es cuando tiene veinte años, si uno tiene veinte años ya es mayor y entonces, eventualmente, si de verdad tiene ganas de tirar por el retrete su vida, puede tornar en consideración la curiosa eventualidad de ir a enterrarse en una guarida de…

—Señorita, desearía recordarle que ese chico es un genio, no es un…

—Pero ¿quién coño ha dicho eso?, ¿se puede saber quién lo ha dicho?, ¿podría saber por qué habéis decidido todos de sopetón que un chico como ése es un genio, un chico que nunca ha visto más que vuestras malditas aulas y las calles que llevan hasta ellas, un genio que se mea encima cuando duerme, que se asusta si le preguntan por la calle qué hora es, que no ve a su madre desde hace años, que habla con su padre por teléfono sólo los viernes por la noche, y que nunca conseguirá acercarse a una chica aunque se lo pidan en arameo?, ¿cómo puntúa todo esto? Porque me imagino que puntúa de manera bestial en la clasificación correspondiente de los genios, lástima que no balbucee, porque eso lo convertiría en prácticamente inalcanzable…

—Señorita, no se trata de que…

—Claro que se trata de eso, si todos los profesores como usted se empeñan en tener el cerebro en la salmuera de sus…

—… no se trata en ningún caso de…

—… de su amor propio, convencidos de haber encontrado a la gallina de los huevos de oro, y por tanto completamente…

—… señorita, le ruego que…

—… completamente atontados por esa historia del Nobel, porque hablemos claro, es ahí donde queréis ir a parar, usted y…

—¿QUIERE CERRAR EL PICO DE UNA PUTA VEZ?

—¿Cómo?

—Le he preguntado si tendría la amabilidad de cerrar el pico de una puta vez.

—Sí.

—Gracias.

—De nada.

—…

—…

—…

—…

—Señorita, es una circunstancia desgraciada, estoy de acuerdo, pero ese chico es un genio. Créame.

—…

—Desearía añadir algo más. Los pájaros vuelan. Los genios van a la universidad. Aunque pueda parecer una banalidad, es así. He terminado.

Meses después, el día antes de partir, Shatzy pasó a despedirse del profesor Mondrian Kilroy. Gould se había marchado hacía ya un tiempo. El profesor se paseaba en zapatillas y seguía vomitando. Se notaba que lamentaba ver marcharse a todo el mundo, pero no era de esas personas a las que les gusta hacer reproches. Tenía una formidable capacidad para admitir la necesidad de los acontecimientos, cuando éstos acontecían. Le dijo a Shatzy un montón de tonterías, y algunas hasta daban risa. Después fue a buscar algo en un cajón, y se lo dio a Shatzy. Era el folleto con las tarifas de las «Salas de contacto». En la parte de atrás estaba el Ensayo sobre la honestidad intelectual.

—Me gustaría que lo conservara usted, señorita.

Allí estaban las seis tesis, una debajo de la otra, escritas en letra de molde, un poco torcidas pero ordenadas. Bajo la última, había una nota, escrita con otra tinta y en cursiva. No tenía un número delante, nada. Decía así:

En otra vida, seremos honestos. Seremos capaces de callar.

Era el fragmento que, literalmente, hacía perder la chaveta a Poomerang. Era lo que le hacía enloquecer. No paraba de repetirlo. Lo nodecía a todo el mundo, como si fuera su nombre.

Shatzy cogió el folleto. Lo dobló en dos y se lo puso en el bolsillo. Después abrazó al profesor e hicieron esos gestos que, al ponerlos todos juntos, adquieren su nombre, exacto, de adiós. Un adiós.

Luego, durante años, Shatzy llevó consigo ese papel amarillo, doblado en cuatro, siempre lo llevaba consigo, en el bolso, aquel que llevaba escrito Salvad al planeta tierra de los pies con uñas esmaltadas. De vez en cuando releía las seis tesis, e incluso la apostilla, y oía la voz del profesor Mondrian Kilroy que las explicaba y se emocionaba, y pedía más pizza. De vez en cuando le entraban ganas de dejárselo leer a alguien, pero la verdad es que no encontró nunca a nadie que fuera tan ingenuo como para poder comprender algo de aquello. A veces era gente inteligente y esas cosas, gente de valía. Pero se veía que ya era demasiado tarde para hacer que volvieran atrás, para pedirles que regresaran, aunque fuera un solo instante, a casa.

Al final el folleto amarillo y todo el Ensayo sobre la honestidad intelectual acabó por perderlos, una mañana, muy temprano, en que se le desparramó el bolso en casa de un médico, mientras intentaba largarse y no lograba encontrar las medias negras. Montó un follón de cuidado y mientras metía todo dentro del bolso él se despertó, por lo que ella tuvo que decir alguna frase tonta, y se distrajo, y pasó lo que tenía que pasar: el folleto amarillo se quedó allí.

Fue una lástima. De verdad.

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