City

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Sucedió de forma repentina y, en cierto modo, natural.

Aquella mañana, Gould había vuelto a ir hasta la Renemport, aquella escuela —había pensado que a lo mejor encontraría de nuevo a aquel niño negro con su pelota de baloncesto, y todo lo demás —para ser exactos, sentía que estaba allí, se había despertado con la certeza de que estaría allí.

Tardó un rato, pero al final llegó delante de la Renemport. Quizá fuera la hora del recreo, o a lo mejor alguna festividad, o el último día de algo. El hecho es que el patio estaba repleto de niños y niñas y todos estaban jugando, haciendo un ruido como de pajarera, pero una pajarera sobre la que alguien estuviera disparando, invisibles proyectiles silenciosos, con saña y pésima puntería.

Había un montón de balones, de todos los tamaños, que botaban por todas partes, trazando geometrías contra pies, manos, carteras y paredes.

La escuela, detrás de la gran pajarera, parecía desierta.

Del niño negro no había ni rastro. De vez en cuando, alguien lanzaba a la canasta. Pero no encestaban casi nunca.

Gould fue a sentarse en un banco del paseo, a unos diez metros de la verja de la escuela. Por detrás pasaba la calle —surcada por coches y camiones a toda velocidad. Delante tenía un pequeño césped y luego los barrotes de hierro oxidado, hasta lo alto, y después el patio lleno de niños. No había ningún ritmo en todo aquello, ni una regla, o un centro, por lo que era difícil pensar en aquel sitio, y en cierto modo imposible —tener pensamientos. Por eso Gould se quitó la cazadora, la dejó sobre el respaldo del banco y se quedó allí, nopensando.

El sol estaba en lo alto, sobre todas las cosas.

La pelota superó por poco la verja, un par de palmos, no más. Cayó sobre el césped, rebotó a pocos metros de Gould y rodó hacia la calle. Era una pelota blanca y negra, de fútbol.

Gould estaba nopensando. Siguió con los ojos instintivamente la parábola de la pelota, la vio rebotar sobre la hierba y luego desaparecer a sus espaldas, hacia la calle. Volvió a nopensar.

Entonces una voz perforó todo aquel barullo y gritó

—¡La pelota!

Era una niña. Estaba apoyada en la verja con los dedos agarrando las rejas de hierro oxidado.

—¡Eh!, ¿me pasas la pelota?

Años de clases con el profesor Taltomar le habían enseñado a no sentir la más mínima turbación.

Permaneció mirando delante de él, poniéndose de nuevo a nopensar.

—Oye tú, ¿quieres pasarme la pelota?, eh, a ti te lo digo, ¿estás sordo o qué?

Así fue durante un rato, la niña gritaba y Gould miraba delante de él.

Minutos.

Después la niña se hartó, se soltó de la verja y volvió a jugar.

Gould la observó mientras corría detrás de otra niña, más alta que ella, y luego desaparecía en algún lugar de ese gran animal compuesto por niños y balones y gritos y felicidad. Fijó su vista en la parte de la verja donde poco antes ella había puesto las manos, y se imaginó el polvo de óxido, en sus palmas, y en los pliegues de los dedos.

Entonces se levantó. Dio una vuelta sobre sí mismo y miró hasta ver la pelota blanca y negra en el otro lado de la calle, pegada al bordillo de la acera, rodando con el polvo succionado por los coches a toda velocidad.

Sucedió de forma repentina y, en cierto modo, natural.

El conductor del autobús vio al chico desde lejos, pero no pensó que fuera de verdad a cruzar la calle. Pensó que por lo menos se volvería, vería el autobús y se detendría. En cambio, el chico cruzó la calle sin mirar a su alrededor, como si fuera el camino de su casa. El conductor pisó instintivamente el pedal del freno, agarrando el volante con las dos manos, y echándose hacia atrás, sobre el asiento. El autobús empezó a dar bandazos, la parte trasera giraba hacia el centro del carril. El chico seguía caminando, mirando algo que estaba delante de él. El conductor levantó un poco el pie del freno, para hacerse con el control del autobús, vio los pocos metros que quedaban y pensó que iba a matar a aquel chico. Giró el volante con violencia hacia la derecha. Oyó el grito de la gente que le llegaba desde los asientos que tenía a su espalda. Vio el lateral del autobús pasando a un metro, no más de un metro, del chico, y notó en sus manos la fricción de las ruedas rozando contra el bordillo.

Gould llegó a la otra parte de la calle, se agachó y recogió la pelota. Se volvió, miró por si pasaba algún coche, y luego cruzó de nuevo la calle. Había un autobús parado, un poco torcido junto al bordillo: tocaba la bocina como un loco. Gould pensó que estaría saludando a alguien. Subió por el césped y llegó junto al banco. Miró la verja, la altura que tenía. Luego miró la pelota. Llevaba escrito: Maracaná. Nunca había visto una pelota tan de cerca. En realidad, ni siquiera había tocado nunca una pelota.

Dio otro vistazo a la verja. Conocía el gesto, lo había visto mil veces. Lo repasó mentalmente, preguntándose si sería capaz de transmitirlo a todas las partes del cuerpo que serían necesarias. Le parecía algo improbable. Pero intentarlo era evidentemente necesario. Repasó todo a conciencia, con orden. La secuencia de los pasos no era complicada. Había que inventar una velocidad, eso sería difícil, sincronizar los tiempos, y encajar todos los fragmentos hasta convertirlos en un único gesto, sin interrupciones. No había que pararse a la mitad, eso estaba claro. Tenía que ser algo que empezaba y luego acababa, sin perderse por el camino. Como el estribillo de una canción, pensó. Los niños, al otro lado de la reja, seguían gritando. Canta, Gould. Pase lo que pase, es el momento de cantar.

Al conductor del autobús le temblaban las piernas, pero se bajó de todas formas y, dejando la portezuela abierta, fue hacia aquel chico idiota. Estaba quieto, inmóvil, mirando una pelota que tenía en la mano. Verdaderamente, debía de ser idiota. Estaba a punto de gritarle algo, cuando vio que finalmente se movía: lo vio levantar en el aire la pelota, con la mano izquierda, y luego chutar al vuelo con el pie derecho, proyectándola hacia el patio de la escuela, más allá de la valla. Será idiota, pensó.

La curvatura del cuero blanco y negro encontrando en el aire la honda de pie pierna tobillo, interior del empeine derecho, suave impacto perfecto que a través de la carne repercute en el cerebro —puro placer— mientras el cuerpo gira sobre el muletazo de la pierna izquierda atento a mantener el equilibrio durante la torsión para después devolverlo a la pierna derecha en cuanto toque el suelo, presa del gran vuelo con percusión, sujetando el cuerpo en su giro hacia delante, mientras los ojos instintivamente se levantan para mirar esa pelota que supera verja y dudas, trazando en el cielo una trayectoria de arco iris en blanco y negro.

—Sí —dijo en voz baja Gould. Era la respuesta a un montón de preguntas.

El conductor del autobús llegó a unos metros del chico. Las piernas le temblaban todavía un poco. Estaba verdaderamente cabreado.

—Pero bueno, ¿tú estás completamente loco o qué? ¡eh, tú!, ¿qué te pasa?, ¿estás loco?

El chico se volvió para mirarlo.

—Ya no, señor.

Dijo.

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