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Sopla el viento bajo un sol de justicia, y el camino de Closingtown humea polvo como la chimenea de un hogar donde estuvieran quemando la Tierra entera.

Por todas partes, el desierto.

Llegado desde fuera y penetrando hasta el último rincón de la ciudad.

Ni un sonido, ni una voz, ni un rostro.

Una ciudad abandonada.

Vuelan minúsculos restos, y perros mudos vagan buscando la sombra donde aparcar costillas y lamentos.

Domingo ocho de junio, sol en su cenit.

Por el este, de la nube de polvo, del pasado, aparecen doce jinetes, uno junto a otro, sombreros calados hasta los ojos, pañuelo sobre la boca. Pistolas al cinto, y rifle bajo el brazo.

Avanzan lentamente, contra el viento, llevando sus caballos al paso.

Son siluetas que se perfilan al llegar a las primeras casas de Closingtown.

Once llevan guardapolvo amarillo. Uno: negro.

Avanzan, lentamente, una mano en las riendas, la otra en el rifle. Escrutan cada astilla de la ciudad, a su alrededor. Ven la nada.

No hablan, avanzan en línea, uno junto a otro, cubriendo la calle en toda su amplitud. Un peine. Un arado.

Minutos.

Luego, el que va vestido de negro se detiene.

Todos se detienen.

A la derecha está el

saloon. A la izquierda, el Viejo.

Las agujas paradas a las 12.37.

Silencio.

Se abre la puerta del

saloon.

Sale una vieja con una nube de cabellos blancos que se echan a volar, en cuanto se encuentran con el viento.

Once rifles se levantan y le apuntan.

Ella se protege del sol con una mano, cruza el pórtico del

saloon, baja los tres escalones, se acerca a los doce y se detiene delante del que va vestido de negro. Los cañones de los rifles no la han perdido de vista ni un instante.

—Hola, Arne —dice Melissa Dolphin.

El hombre no responde.

—Si yo fuera uno de tus hombres tendría el culo bien apretado y no movería ni un músculo. Tienen más rifles apuntándoles que años tengo yo en cada pierna. Los hemos contado: 138. No me refiero a los años: los rifles.

El hombre levanta la mirada. Cañones de rifles, asomando por todos los agujeros imaginables, lo están mirando.

—¿Sabes?, parece que no dejaste un buen recuerdo por estos pagos.

Los once miran a su alrededor con nerviosismo, manteniendo los rifles hacia abajo.

Melissa Dolphin se da la vuelta y regresa lentamente al

saloon, sube los escalones del pórtico, intenta arreglarse el pelo, abre la puerta y desaparece dentro del

saloon.

Los 138 cañones de rifle permanecen apuntando a los doce. No disparan. No se marchan.

Silencio.

El hombre de negro hace un gesto a los demás. Baja del caballo, lo sujeta por las riendas, lo lleva al paso hasta el valladar del

saloon. Da una vuelta a las riendas en el travesaño de madera. Enfunda el rifle en la montura. Se baja el pañuelo de la cara. Barba cerrada y blanca. Se da la vuelta para ver los 138 rifles. Ninguno le apunta a él. Todos se concentran sobre sus amigos. Cruza el porche, acerca una mano a la puerta y la otra a la cartuchera. Abre. Entra.

Lo primero que ve es a un viejo indio, sentado en el suelo. Una estatua.

Lo segundo que ve es un

saloon vacío.

Lo tercero es un hombre sentado en una mesa alejada, la última del rincón.

Cruza el

saloon y llega frente al hombre. Se quita el sombrero. Lo deja sobre la mesa. Se sienta.

—¿Eres tú el relojero?

—Yo mismo —dice Phil Wittacher.

—¿Con esa cara de crío?

—Ya ves.

El hombre de negro escupe al suelo.

—¿A ti qué te importa ese reloj? —dice.

—No es un reloj. Es una caja fuerte.

El hombre de negro sonríe.

—Llena —añade Phil Wittacher.

El hombre de negro hace un chasquido con la lengua.

—Bingo —dice.

—Genial. Abres el depósito, el agua baja, pone en marcha el mecanismo y el mecanismo pone en marcha las agujas. Lo único es que si lo intentas, no funciona. ¿Y sabes por qué?

—Dímelo tú.

—Porque funciona al revés. Haces girar las agujas, éstas ponen en marcha el mecanismo, el mecanismo pone en marcha el agua, el agua sube, activa tres pistones que abren un compartimiento subterráneo y bombean desde el suelo más agua: repleta de oro y estancada allí desde hace treinta y cuatro años, tres meses y once días. Parece un reloj. Pero es una caja fuerte. Genial.

—Mis felicitaciones. Sabes un montón de cosas.

—Más de las que te piensas, Mathias.

Como una descarga eléctrica. Por un instante, el hombre de negro es un hombre que está a punto de levantarse, sacar dos pistolas y disparar. Un instante después es un hombre que oye una voz que grita:

—¡Quieto!

El tercer instante le sirve para detenerse. El cuarto, para sentarse de nuevo. El quinto, para darse la vuelta lentamente, manteniendo las manos sobre la mesa.

El juez lleva dos botas brillantes con estrellas de color, hebillas y esas cosas. Se ha peinado con perfume, y tiene hasta la barba recién afeitada. Está de pie en la otra punta del

saloon, con un rifle apuntando al hombre de negro.

—La conversación no ha terminado todavía —dice.

El hombre de negro vuelve a mirar fijamente a Phil Wittacher.

—¿Qué quieres de mí?

—Contarte una historia, Mathias.

—Pues date prisa.

—¿Tienes algún compromiso?

—Matar a ese barrigudo de ahí y salir volando de este estúpido pueblo.

—Es una persona paciente. Esperará.

—Date prisa, te he dicho.

—Okay. Fue hace treinta y cuatro años, tres meses y once días. De noche. Tú propones a tu hermano Arne huir con los otros cinco y con todo el oro. Él se niega. Comprende que todo se ha acabado y que sólo queda una asquerosa guerra por ese oro. Hace algo que sólo tú puedes comprender: te regala su reloj de plata. Luego coge sus cosas y se va, en plena noche. Tiene que ser algo intolerable, tener un hermano tan justo, ¿verdad, Mathias? Ni un error. Un dios. ¿Cómo fue vivir a su sombra durante años, decenas de años? Es algo que puede volverte loco, ¿verdad? Pero tú no te volviste loco. Al contrario. Esperaste. Y, esa noche, tu momento llegó. Me parece estar viéndote, Mathias. Vas al reloj, abres la caja fuerte, la encuentras llena, te llevas contigo todo el oro que puedes esconder en la montura de tu caballo. Por la mañana, sales corriendo de tu casa gritando que Arne ha huido con todo el oro, reúnes a tus cinco amigos y lo persigues. Lo alcanzáis cuando todavía está en el desierto. Arne es uno contra seis: no tiene ninguna oportunidad. ¿A cuántos consigue cargarse antes de morir, Mathias? ¿Dos? ¿Tres?

—…

—No importa. De los que quedan ya te encargas tú. No podían esperárselo, eran tus amigos. Les disparas por la espalda, quizás mientras están decapitando a tu hermano, ¿verdad? Les cortas la cabeza a ellos también, quemas sus ojos. Atas sus cabezas a las monturas. Y en la de tu caballo atas la cabeza de tu hermano Arne. Muy astuto. Los caballos llegan a Closingtown por la noche. Está casi a oscuras, las cabezas están desfiguradas, el caballo es el tuyo. Y sobre todo: la gente ve lo que espera ver. Un hermano que ha sido derrotado durante toda su vida, ¿por qué iba a ganar esa vez? Esperaban que llegaras muerto y te vieron muerto. Aunque ocurriera otras cien veces, cien veces verían de nuevo tu cabeza, atada a aquella montura. Pero esa cabeza era la de Arne.

El hombre de negro no mueve ni un músculo.

Phil Wittacher echa una ojeada al exterior por la ventana. Hay once jinetes con guardapolvo amarillo y 138 rifles apuntándoles.

—El resto es una venganza que dura treinta y cuatro años, tres meses y once días. Media vida haciéndote pasar por Arne Dolphin y disfrutando con la idea de una ciudad entera que estaba odiándolo, finalmente, ese dios que la había traicionado, el ladrón, el asesino de su buen hermano Mathias, el hombre que siempre había tenido un plan para joder a todo el mundo, el bastardo que se iba por ahí para jugar al póquer y coleccionar relojes, mientras ellos estaban aquí, muriéndose lentamente, en el viento. Genial, Mathias. Tuviste que renunciar a todo ese oro, pero obtuviste la venganza que buscabas. Fin de la historia.

Mathias Dolphin habla en voz baja, con una voz profunda.

—¿Quién más la sabe, aparte de ti?

—Nadie. Pero si pretendes matarme, no lo hagas ahora. Ese barrigudo de ahí es muy habilidoso. Y hace cincuenta kilos era un cazarrecompensas: no tiene demasiados problemas en disparar por la espalda.

Mathias Dolphin aprieta los puños.

—Vale. ¿Qué quieres por tu silencio?

—Tu reloj de plata, Mathias.

Instintivamente, Mathias Dolphin baja la mirada sobre su chaleco de cuero, negro. Luego vuelve a poner los ojos en los de Phil Wittacher.

—Si eres tan listo, ¿cómo es que necesitas la combinación para abrir esa caja fuerte?

—No me interesa abrir la caja fuerte. Es el Viejo lo que me interesa. Y para hacer que vuelva a funcionar sin destrozarlo necesito esa combinación.

—Estás loco.

—No. Sólo soy un relojero.

Mathias Dolphin sacude la cabeza. Llega incluso a sonreír. Aparta lentamente el faldón del guardapolvo, saca el reloj del bolsillo y con un movimiento rápido arranca la cadena que lo sujeta al chaleco. Deja el reloj sobre la mesa.

Phil Wittacher lo coge. Levanta la tapa.

—Está parado, Mathias.

—Yo no soy relojero.

—Ya.

Phil Wittacher se acerca a los ojos el reloj. Lee algo en la parte interna de la tapa. Deja el reloj, abierto, sobre la mesa.

—Póquer de damas y rey de diamantes —dice.

—Ahora ya puedes hacer funcionar el Viejo, si tanto te interesa.

—Ahora sí.

—Creo que será una bonita sorpresa para todos, cuando lo hagas, y a mí no me interesa. Por tanto, dile al barrigudo que baje el rifle, ahora tengo que irme.

Phil Wittacher hace un gesto al juez. El juez baja el rifle. Lentamente, Mathias Dolphin se levanta.

—Adiós, relojero.

Dice. Se vuelve. Mira a los ojos al juez.

—¿Me equivoco o ya nos hemos visto antes?

—Es posible.

—Eras joven y siempre llegabas con un instante de retraso. ¿Eres ése?

—Es posible.

—Qué curioso: la gente comete durante toda su vida siempre el mismo error.

—¿O sea?

—Siempre llegas con un instante de retraso.

Entonces desenfunda y dispara. El juez sólo tiene tiempo de levantar el rifle. Una bala le da en el pecho y lo tira al suelo, contra la pared. El sonido del disparo desencadena fuera el infierno. Mathias se lanza sobre Phil Wittacher y, encima de él, en el suelo, apoya la pistola en la cabeza.

—Okay, relojero, esta mano es mía.

Fuera hay un tiroteo infernal. Mathias se levanta sujetando a Phil Wittacher como si fuera un trapo. Atraviesa el

saloon protegiéndose con su cuerpo e intentando no quedar al descubierto delante de las ventanas. Pasan por delante del juez: desplomado en el suelo, con el pecho sangrante y el rifle todavía agarrado con la mano. Habla con dificultad, pero habla.

—Ya te lo dije, muchacho. No había que darle tiempo.

Mathias le da una patada en la cara, el juez queda tendido.

—Canalla —dice Phil Wittacher.

—Cállate. Sólo tienes que callarte. Y caminar. Lentamente.

Se acercan a la puerta. Pasan al lado del viejo indio, sentado en el suelo. Mathias ni siquiera lo mira. Permanece protegiéndose tras la jamba de la puerta.

Oye que el tiroteo remite, casi de repente, como tragado por la nada.

Todavía algún disparo aislado.

Luego silencio.

Silencio.

Mathias empuja por delante a Phil Wittacher, manteniendo el cañón de la pistola contra su espalda.

—Abre la puerta, relojero.

Phil Wittacher la abre.

La calle principal de Closingtown es un cementerio de caballos y guardapolvos amarillos.

Sólo viento, polvo y cadáveres. Y decenas de hombres, con las armas en la mano, apostados en los tejados, por todas partes. En silencio.

Mirando.

—Okay, relojero, veamos si te quieren de verdad en este pueblo.

Lo empuja afuera y sale detrás de él.

Luz, viento, polvo.

Todos los miran.

Mathias empuja a Phil Wittacher hasta cruzar el pórtico y bajar a la calle. Ve su caballo atado todavía en su sitio. Es el único caballo que queda en pie. Mira a su alrededor. Todos están mirándolo. Todos tienen el rifle bajado.

—¿Qué coño les pasa, relojero? ¿Se les han pasado las ganas de matar?

—Creen que eres Arne.

—¿Qué coño dices?

—Nunca matarían a Arne.

—¿Qué coño dices?

—Querrían, pero no pueden. Prefieren que él lo haga por ellos.

Phil Wittacher hace un gesto hacia el centro de la calle. Mathias mira. Brillante sombrero negro, guardapolvo claro, hasta el suelo, botas relucientes, dos pistolas al cinto, culatas de plata. Avanza con los brazos cruzados y rozando con las manos las pistolas. Parece un prisionero o un loco. Un pájaro con las alas cerradas.

—¿Quién coño es ése?

—Uno que dispara más rápido que tú.

—Dile que si no se para te hago saltar la tapa de los sesos.

—Lo harás de todas formas, Mathias.

—¡Díselo!

Phil Wittacher piensa: eres magnífico, Bird. Luego grita:

—¡BIRD!

Bird sigue caminando, lentamente. Detrás de él, el Viejo contempla la escena con sus ojos hechos de naipes.

—BIRD, DETÉNTE. ¡BIRD!

Bird no se detiene.

Mathias presiona el cañón de la pistola sobre la nuca de Phil Wittacher.

—Tres pasos más y disparo, muchacho.

—¡BIRD!

Bird da tres pasos y luego se detiene. Está a unos veinte metros de los dos. Permanece quieto.

Phil Wittacher piensa: vaya historia. Luego dice, en el viento:

—Bird, déjalo. Hemos perdido la partida. Él tiene las mejores cartas.

Pausa.

—Póquer de damas y rey.

Entonces Bird abre sus alas. Pero girando sobre sí mismo, abriendo el guardapolvo en el viento.

Cuatro tiros rapidísimos, disparados a la cara del Viejo.

Dama.

Dama.

Dama.

Dama.

Mathias apunta a Bird y dispara.

Dos tiros en mitad de la espalda.

Bird cae, pero dispara otra vez mientras cae.

Quinto tiro.

Rey.

El Viejo hace: CLAC.

Desde una ventana del

saloon, Julie Dolphin alinea ojo, punto de mira, hombre, y dice Adiós, hermano, y aprieta el gatillo.

La cabeza de Mathias estalla con sangre y sesos.

El indio, en el

saloon, canta en voz baja, mientras abre un puño y deja escurrirse entre sus dedos polvo de oro.

El reloj de plata, sobre la mesa, empieza a hacer tictac.

La aguja del Viejo tiembla y luego se mueve.

12.38.

Phil Wittacher está de pie, manchado de sangre. Qué cansancio, piensa.

En el silencio, el Viejo se sacude y murmura algo con una voz que parece un trueno surgido desde el centro de la tierra.

Toda Closingtown lo mira.

Ánimo, Viejo, dice Phil Wittacher.

Silencio.

Después, algo parecido a una explosión.

El Viejo se abre de par en par.

Un chorro de agua asciende hacia el cielo.

Brilla en la luz del mediodía y no deja de hacerlo, río brillante lanzado al aire.

Agua y oro.

Toda Closingtown con la nariz apuntando hacia el cielo.

Phil Wittacher con los ojos en el suelo. Se agacha, coge un puñado de polvo. Se levanta. Abre los dedos.

Ya no hay viento aquí, piensa.

Bird cierra los ojos.

Lo último que dice es:

Merci.

A Bird lo enterraron con los brazos cruzados sobre el pecho: las manos rozaban las pistolas, también allí, en el ataúd, relucientes. Entre muchos llevaron la caja hasta la cima de la colina, porque pensaban que sería un honor, años después, decir: yo acompañé a Bird, aquel día, al otro mundo. Habían cavado una buena fosa, ancha y profunda, y colocado una piedra, oscura, con su nombre. Bajaron la caja hasta el fondo y luego se quitaron todos el sombrero y se volvieron hacia el pastor. El pastor dijo que él no había enterrado nunca a un pistolero, y que no estaba seguro de lo que tenía que decir. Preguntó si aquel hombre había hecho algún bien durante su vida. Preguntó si alguien sabía algo. Entonces el juez, que tenía una bala en la zona de la espina dorsal, pero al que no le importaba un carajo, dijo que Bird había acertado a cuatro damas y un rey, desde treinta metros, sin malgastar ni una bala. Preguntó si con eso había suficiente. El pastor dijo que se temía que no. Entonces se inició un debate, y todos intentaron hurgar en su memoria para lograr recordar algo bueno, aunque sólo fuera una cosa, que Bird hubiera hecho en su vida. Era grotesco, pero sólo se acordaban de un montón de canalladas. Al final, lo único que encontraron fue lo de que había estudiado francés. Tenía aspecto de ser, por lo menos, algo

amable. Le preguntaron al pastor si eso era suficiente. El pastor dijo que era como pescar truchas en un vaso de

whisky. Entonces el juez le apuntó con una pistola y le dijo:

—A pescar.

De manera que el pastor dijo un montón de cosas interesantes sobre las posibilidades de redimir una vida de pecados gracias al estudio de las lenguas. No le salió nada mal. Amén, dijeron todos al final, y estaban bastante convencidos. Rellenaron la fosa de tierra y regresaron a sus casas.

Con el dinero que le encontraron encima a Bird, hicieron ir a un mariachi de la ciudad. Lo llevaron a la colina y luego le preguntaron cuántas canciones podía cantar por aquella suma. Él hizo cuatro cálculos y luego dijo: Mil trescientas cincuenta. Le dieron el dinero y le dijeron que empezara, y que lo hiciera con calma, que, total, Bird no tenía prisa. Él cogió su guitarra y empezó. Cantaba canciones en las que todo iba fatal, pero en las que la gente, inexplicablemente, era bastante feliz. Siguió durante siete horas. Luego llegaron desde la ciudad los primeros disparos. Entendió la indirecta, se subió a su mula y salió pitando. Pero era un mariachi honrado y no dejó de cantar hasta que desapareció por el horizonte, y luego durante días y meses y años.

He ahí por qué, en ese lugar, cuando la gente oye a un mariachi cantando, levanta el vaso y dice: A tu salud, Bird.

Ni un ápice de viento, y límpidas ráfagas de rojo crepúsculo en el horizonte de Closingtown. Phil Wittacher se ajusta el sombrero en la cabeza y monta a caballo. Mira a lo lejos, delante de él. Luego se vuelve hacia las hermanas Dolphin: quietas, de pie, el pelo blanco ordenado en una geometría sin errores.

Silencio.

El caballo agacha la cabeza un par de veces, luego levanta el morro, olisqueando el aire.

Los ojos de Julie Dolphin brillan por las lágrimas. Mantiene los labios apretados. Hace un gesto con la mano, leve, pero a Phil Wittacher le parece hermosísimo.

—Culo apretado y pistolas cargadas, muchacho —dice Melissa Dolphin—. Lo demás es poesía inútil.

Phil Wittacher sonríe.

—No es un duelo, la vida —dice.

Melissa Dolphin abre los ojos completamente.

—Pues claro que lo es, idiota.

Música

THE END

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