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—Entonces, señor Klauser, ¿Mami Jane debe morir?

—Por mí, ya se pueden ir todos a la mierda.

—¿Eso es un sí o un no?

—¿A usted qué le parece?

En octubre de 1987, CRB —la editorial que publicaba desde hacía veintidós años las aventuras del mítico Ballon Mac— decidió convocar un referéndum entre sus lectores para establecer si sería oportuno hacer que Mami Jane muriera. Ballon Mac era un superhéroe ciego que durante el día era dentista y por las noches combatía el Mal gracias a los muy especiales poderes de su saliva. Mami Jane era su madre. Los lectores, en general, sentían un gran apego por ella: coleccionaba viejas cabelleras indias y por las noches actuaba, como bajista, en un grupo de blues compuesto enteramente por músicos negros. Ella era blanca. La idea de que debía palmarla se le había ocurrido al director comercial de CRB —un señor muy tranquilo que tenía una única afición: los trenes eléctricos. Sostenía que Ballon Mac había entrado en una vía muerta y necesitaba nuevos alicientes. La muerte de la madre —arrollada por un tren mientras huía perseguida por un guardagujas paranoico— lo convertiría en una mezcla letal de rabia y dolor, es decir, en el perfecto retrato del lector medio. Aquella idea era idiota. Pero también el lector medio de Ballon Mac era idiota.

Así que, en octubre de 1987, CRB vació una estancia en el segundo piso e instaló en ella a ocho señoritas cuya tarea era la de contestar al teléfono y recabar las opiniones de los lectores. La pregunta era: ¿debe morir Mami Jane?

De las ocho señoritas, cuatro eran empleadas de CRB, dos las habían enviado los servicios sociales, otra era sobrina del presidente. La última, una muchacha de unos treinta años que procedía de Pomona, estaba allí con un contrato de formación que había conseguido al responder correctamente en un concurso radiofónico («¿Qué es lo que más odia Ballon Mac en este mundo?» «Hacerse una limpieza dental»). Siempre llevaba encima una grabadora. De vez en cuando, la encendía y decía cosas.

Se llamaba Shatzy Shell.

A las 10.45 del duodécimo día del referéndum —cuando la muerte de Mami Jane iba ganando por 64 a 30 (el 6 por ciento restante opinaba que debían irse todos a tomar por culo, y había telefoneado para decirlo)— Shatzy Shell oyó que sonaba el teléfono por vigésima segunda vez, escribió en el formulario que tenía frente a sí la cifra 21 y levantó el auricular. Ésta es la conversación que siguió:

—CRB, buenos días.

—Buenos días, ¿ya ha llegado Diesel?

—¿Quién?

—Okay, todavía no ha llegado.

—Esto es CRB, señor.

—Sí, ya lo sé.

—Se habrá equivocado de número.

—No, no, todo es correcto, y ahora escúcheme bien…

—Señor…

—¿Sí?

—Esto es CRB, es el referéndum «¿Debe morir Mami Jane?»

—Gracias, ya lo sé.

—Entonces, ¿sería tan amable de darme su nombre?

—Mi nombre no tiene ninguna importancia…

—Tiene que dármelo, es la costumbre.

—Okay, okay… Gould…, mi nombre es Gould.

—Señor Gould.

—Sí, señor Gould, ahora, si me permite…

—¿Debe morir Mami Jane?

—¿Cómo?

—Tiene que decirme lo que piensa usted…, si Mami Jane debe morir o no.

—Oh, Dios mío…

—Usted sabe quién es Mami Jane, ¿verdad?

—Claro que lo sé, pero…

—Pues entonces usted sólo tiene que decirme si piensa que…

—¿Quiere usted escucharme un momento?

—Claro.

—Vale, hágame el favor, eche un vistazo a su alrededor.

—¿Yo?

—Sí.

—¿Aquí?

—Sí, ahí, en esa habitación, hágame el favor.

—De acuerdo, estoy mirando.

—Bien. ¿Por casualidad ve a un chico rapado al cero que lleva de la mano a un tipo muy, pero que muy grande, una especie de gigante, con zapatos enormes y una americana verde?

—No, no creo.

—¿Está segura?

—Sí, estoy segura.

—Bien. Entonces todavía no han llegado.

—No.

—Okay, pues entonces quiero que sepa una cosa.

—¿Sí?

—Esos dos son buena gente.

—¿De veras?

—Sí. Cuando lleguen se pondrán a destrozarlo todo y, probablemente, cogerán su teléfono y se lo enroscarán alrededor del cuello, o algo de este calibre, pero son buena gente, se lo aseguro, lo que pasa es que…

—Señor Gould…

—¿Sí?

—¿Le importaría decirme cuántos años tiene?

—Trece.

—¿Trece?

—Doce…, para ser exactos, doce.

—Escucha, Gould, ¿está tu mamá por ahí?

—Mi madre se marchó hace cuatro años, ahora vive con un profesor que estudia a los peces, las costumbres de los peces, un

etólogo, para ser exactos.

—Lo lamento.

—No lo lamente, así es la vida, no tiene remedio.

—¿De verdad?

—De verdad. ¿No lo cree?

—Sí…, creo que así es…, no lo sé con precisión, me imagino que es así.

—Es así, puñeteramente así.

—Tienes doce años, ¿no es cierto?

—Mañana cumplo trece. Mañana.

—Fantástico.

—Fantástico.

—Feliz cumpleaños, Gould.

—Gracias.

—Ya verás como es fantástico tener trece años.

—Eso espero.

—Muchas felicidades, de verdad.

—Gracias.

—No estará tu padre por ahí, ¿no?

—No. Está trabajando.

—Ya.

—Mi padre trabaja para el ejército.

—Fantástico.

—¿Todo es siempre tan fantástico para usted?

—¿Cómo?

—¿Todo es siempre tan fantástico para usted?

—Sí… creo que sí.

—Fantástico.

—Ya ves…, me ocurre a menudo, eso es todo.

—Qué suerte.

—Me ocurre incluso en los momentos más raros.

—Creo que es una suerte, en serio.

—Un día estaba en un restaurante, en la Nacional 16, justo a las afueras de la ciudad, me detuve en un autoservicio, entré y me puse a la cola, en la caja había un vietnamita que no entendía casi nada, de manera que no había forma de avanzar, le decían una hamburguesa y él preguntaba ¿Cómo?, quizás era su primer día de trabajo, no lo sé, así que me puse a mirar a mi alrededor, dentro de aquel restaurante había cinco o seis mesas, con gente que estaba comiendo, muchas caras distintas y cada una de ellas tenía algo diferente delante, la chuleta, el bocadillo, los chiles, todo el mundo comía, y cada uno de ellos vestía exactamente como había decidido vestirse, se había levantado por la mañana y había escogido algo para ponerse, aquella camisa roja, aquel vestido ceñido en las tetas, exactamente lo que quería, y ahora estaba allí, y cada uno de ellos tenía una vida tras él y una vida por delante, estaban

transitando por aquel lugar, mañana empezarían todo desde el principio, aquella camisa azul, aquel vestido largo, y seguramente la rubia con pecas tendría a su madre en algún hospital, con todos los análisis de sangre alterados, pero ahora estaba allí, separando las patatas negruzcas de las otras, leyendo el periódico apoyado sobre el salero en forma de surtidor de gasolina, había uno que iba totalmente vestido de jugador de béisbol, seguro que no había entrado en un campo de béisbol desde hacía años, estaba allí con su hijo, un chiquillo, y le daba collejas en la cabeza repetidamente, en la nuca, cada vez el chaval se ponía bien la gorra, una gorra de béisbol, y el padre, zas, otra colleja, y todo esto mientras comían, bajo un televisor colgado de la pared, apagado, con el ruido de la carretera, que llegaba a ráfagas, con dos hombres muy elegantes sentados en una esquina, de gris, y uno de los dos se veía que estaba llorando, era absurdo, pero lloraba sobre un bistec con patatas, lloraba en silencio, y el otro ni se inmutaba, él también con un bistec delante, comía y punto, en cierto momento, sin embargo, se levantó, fue hasta la mesa de al lado, cogió la botella de

ketchup, volvió a su sitio y, con cuidado para no mancharse su traje gris, echó un poco en el plato del otro, el que estaba llorando, y le susurró algo, no sé qué, después cerró la botella y siguió comiendo, los dos en aquella esquina, y todo lo demás a su alrededor, con un helado de guinda pisoteado en el suelo, y en la puerta del lavabo un cartel que decía

No funciona, miré todo aquello y era evidente que lo único que cabía pensar era

chicos, qué náuseas, tanta tristeza daba ganas de vomitar, y en cambio lo que sucedió fue que, mientras estaba en la cola y el vietnamita seguía sin comprender un carajo, pensé:

Dios, qué hermoso, sintiendo incluso ganas de reír, demonios, qué hermoso es todo esto, absolutamente todo, hasta la última migaja aplastada en el suelo, hasta la última servilleta sucia, sin saber por qué, pero sabiendo que era verdad, todo era condenadamente hermoso. Absurdo, ¿no?

—Extraño.

—Me da vergüenza explicarlo.

—¿Por qué?

—No sé…, la gente no suele contar cosas de este tipo…

—A mí me ha gustado.

—Venga ya…

—No, en serio, especialmente lo del

ketchup

—Cogió la botella y le echó un poquito…

—Ya.

—Completamente de gris.

—Gracioso.

—Eso es.

—Eso es.

—¿Gould?

—Sí.

—Me alegra que me hayas telefoneado.

—Eh, oye, espera…

—Estoy aquí.

—¿Cómo te llamas?

—Shatzy.

—Shatzy.

—Me llamo Shatzy Shell.

—Shatzy Shell.

—Sí.

—Y no hay nadie ahí enroscándote el cable del teléfono al cuello, ¿no?

—No.

—¿Te acordarás, cuando vayan, de que son buena gente?

—Ya verás como no vienen.

—Ni lo sueñes, ésos irán…

—¿Por qué estás tan seguro, Gould?

—Diesel

adora a Mami Jane. Y mide dos metros y cuarenta y siete centímetros.

—Fantástico.

—Depende. Cuando está

muy cabreado no resulta nada fantástico.

—¿Y ahora está

muy cabreado?

—También lo estarías tú si hicieran un referéndum para matar a Mami Jane, y Mami Jane fuera tu madre ideal.

—Es sólo un referéndum, Gould.

—Diesel dice que se trata de una estafa. Que ya hace meses que han decidido que la matarán y que están haciendo esto sólo para guardar las apariencias.

—A lo mejor se equivoca.

—Diesel no se equivoca nunca. Es un gigante.

—¿Cómo de gigante?

—Mucho.

—Yo salí un tiempo con uno que podía hacer un mate sin tener que ponerse de puntillas.

—¿De verdad?

—Pero trabajaba cortando las entradas en un cine.

—¿Y lo querías?

—Eso no se pregunta, Gould.

—Has dicho que

salías con él.

—Sí, salíamos juntos. Salimos durante veintidós días.

—¿Y qué pasó?

—No sé…, era todo un poco

complicado, ¿me entiendes?

—Sí…, para Diesel también es todo un poco complicado.

—Así es.

—Su padre encargó para él un retrete a medida, le costó un ojo de la cara.

—Ya te lo he dicho, es todo un poco complicado.

—Ya. Cuando Diesel intentó ir al colegio, al Taton, llegó por la mañana…

—¿Gould?

—Sí.

—Perdóname un momento, Gould.

—Okay.

—No cuelgues, ¿vale?

—Okay.

Shatzy Shell dejó la llamada en espera. Después se volvió hacia el señor que, de pie, delante de su mesa, la estaba mirando. Era el jefe de Desarrollo y Promoción. Se llamaba Bellerbaumer. Era uno de esos que mordisquean las varillas de las gafas.

—¿Señor Bellerbaumer?

El señor Bellerbaumer se aclaró la voz.

—Señorita, está usted hablando de gigantes.

—Exactamente.

—Hace doce minutos que está usted telefoneando y está hablando de gigantes.

—¿Doce minutos?

—Ayer conversó alegremente durante veintisiete minutos con un agente de Bolsa que al final le pidió que se casara con él.

—No sabía quién era Mami Jane, tuve que…

—Y el día anterior estuvo colgada de ese teléfono una hora y once minutos corrigiendo los deberes de un maldito chaval que después le dio como respuesta: ¿Y por qué no hacéis que estire la pata Ballon Mac?

—Podría ser una buena idea, piénselo.

—Señorita, ese teléfono es propiedad de CRB, y a usted le pagan para que diga sólo una puñetera frase: ¿Debe morir Mami Jane?

—Intento hacerlo lo mejor que sé.

—Y yo también. Y, en consecuencia, queda usted despedida, señorita Shell.

—¿Cómo?

—Me veo obligado a despedirla, señorita.

—¿En serio?

—Lo siento.

—…

—…

—…

—…

—Señor Bellerbaumer…

—Dígame.

—¿Le importa si termino con esta llamada?

—¿Qué llamada?

—La llamada. Hay un chico al otro lado de la línea que está esperando.

—…

—…

—Termine esa llamada.

—Gracias.

—De nada.

—¿Gould?

—Diga.

—Tengo que colgar, Gould.

—Okay.

—Acaban de despedirme.

—Fantástico.

—No estoy tan segura.

—Por lo menos no te retorcerán el pescuezo a ti.

—¿Quién?

—Diesel y Poomerang.

—¿El gigante?

—El gigante es Diesel. Poomerang es el otro, el calvo. Es mudo.

—Poomerang.

—Sí. Es mudo. No habla. Oye pero no habla.

—Los pararán en la entrada.

—Por regla general, esos dos nunca se paran.

—¿Gould?

—Sí.

—¿Debe morir Mami Jane?

—Que se vayan todos a tornar por culo.

—«No sé». Okay.

—¿Podrías decirme una cosa, Shatzy?

—Ahora tengo que marcharme.

—Una cosa, solamente.

—Dime.

—Aquel sitio, aquel restaurante…

—Sí.

—Estaba pensando…, tiene que estar bien…

—Bueno…

—Estaba pensando que me gustaría celebrar allí mi cumpleaños.

—¿Qué quieres decir?

—Mañana… es mi cumpleaños…, podríamos ir todos a comer allí, a lo mejor todavía están aquellos dos vestidos de gris, los del

ketchup.

—Qué idea más rara, Gould.

—Tú, yo, Diesel y Poomerang. Invito yo.

—No sé.

—Es una buena idea, te lo juro.

—Tal vez.

—85.56.74.18.

—¿Y eso qué es?

—Mi número, si te apetece, me llamas, ¿okay?

—No parece que tengas trece años.

—Los cumplo mañana, para ser exactos.

—Ya.

—Entonces, ¿de acuerdo?

—Sí.

—De acuerdo.

—¿Gould?

—¿Sí?

—Adiós.

—Adiós, Shatzy.

—Adiós.

Shatzy Shell pulsó el botón azul y desconectó la línea. Se entretuvo un poco metiendo en una bolsa sus cosas, era una bolsa amarilla con el eslogan

Salva al planeta tierra de los pies con uñas esmaltadas. Cogió las fotografías enmarcadas de Walt Disney y Eva Braun. Y la pequeña grabadora que llevaba siempre consigo. De vez en cuando, la encendía y decía cosas. Las otras siete señoritas la miraban, mudas, mientras los teléfonos, al sonar en el vacío, congelaban valiosas indicaciones sobre el futuro de Mami Jane. Lo que tenía que decir, Shatzy Shell lo dijo mientras se sacaba las zapatillas deportivas y se ponía los zapatos de tacón.

—Por cierto, para vuestra información, dentro de un rato entrarán por esa puerta un gigante y un tipo calvo, mudo, lo destrozarán todo y os estrangularán con los cables del teléfono. El gigante se llama Diesel. El mudo, Poomerang. O al revés, no me acuerdo muy bien. En cualquier caso: son buena gente.

La fotografía de Eva Braun tenía un marco de plástico rojo, con un soporte detrás, forrado de tela, y plegable: para mantenerla de pie, cuando fuera necesario. Ella, Eva Braun, tenía en efecto el rostro de Eva Braun.

«¿Entendido?»

«Más o menos».

«Era pianista en un enorme centro comercial, en la planta baja, debajo de la escalera mecánica de subida, habían colocado un poco de moqueta roja en el suelo y un piano blanco que él tocaba seis horas al día, de frac, Chopin, Cole Porter, cosas similares, siempre de memoria. Le habían dotado con un letrero elegantemente impreso, que rezaba

Nuestro pianista volverá pronto: cuando tenía que ir al lavabo, lo sacaba y lo dejaba sobre el piano. Después volvía y empezaba de nuevo. No era un mal padre, es decir, no lo era en la forma habitual…, no pegaba a nadie, no bebía, no se tiraba a la secretaria, ni nada por el estilo, era un tipo que incluso el coche… no se lo compraba, tenía cuidado de no tener un coche demasiado…, demasiado nuevo, o bonito, hubiera podido hacerlo, pero no lo hacía, iba con cuidado, le salía espontáneamente, no creo que fuera un plan preconcebido, no lo hacía y ya está, no hacía ninguna de esas cosas, y éste era el problema, precisamente, ¿comprendes?, el origen del problema estaba ahí…, que no hacía esas cosas, ni otras mil, trabajaba y punto, eso es lo que hacía,

como si la vida lo hubiera ofendido, y él se hubiera refugiado en aquel trabajo suyo que era una derrota, sin ganas de escapar de ella, era como un agujero negro, un abismo de infelicidad, y la tragedia, la verdadera tragedia, el corazón de aquella tragedia fue que nos arrastró de cabeza a ese agujero a mi madre y a mí, no hacía más que arrastrarnos hacia allí, con una constancia milagrosa, a cada momento de su vida, a cada instante, dedicando cada gesto a la obsesiva demostración de un teorema letal, el teorema siguiente: si él era así lo era

por nosotras,

por mi madre y

por mí, éste era el teorema,

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