City

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por nosotras, porque ahí estábamos nosotras, por nuestra culpa, por salvarnos a nosotras, por, por, por, todo el santo día recordándonos este estúpido teorema, toda su vida con nosotras fue este largo gesto ininterrumpido y agotador, que, por si fuera poco, demostraba deliberadamente de la forma más astuta y cruel posible, es decir, sin decir ni una sola palabra, sin hablar nunca de ello, nunca hablaba de ello, podía decírnoslo, claramente, pero no lo dijo nunca, ni una palabra, y eso era horroroso, era cruel, no decir nada nunca, y después decirlo todo el santo día con su manera de estar en la mesa, con lo que miraba en televisión, incluso con la manera de cortarse el pelo, y con todas las malditas cosas que no hacía, y la cara con que te miraba… era cruel, es algo que puede acabar volviéndote loca, y yo estaba volviéndome loca, era una niña, una niña no puede defenderse, los niños son unos canallas pero hay ciertas cosas contra las que no pueden defenderse, es como pegarles, qué puede hacer un niño, no puede hacer nada, yo no podía hacer nada, estaba volviéndome loca y punto, así que un día mi madre me cogió para hablarme de Eva Braun. Era un hermoso ejemplo. La hija de Hitler. Me dijo que tenía que pensar en Eva Braun. Si ella pudo superarlo, tú también puedes hacerlo. Era un razonamiento extraño, pero funcionaba. Me dijo que cuando él se suicidó, al final, con una pastilla de cianuro, ella también se mató, estaba allí, en aquel búnker, y se mató con él. Porque incluso en el peor de los padres hay algo bueno, me dijo. Y es necesario aprender a amar ese algo. Yo pensaba. Trataba de imaginar en qué podía ser bueno Hitler, y me inventaba historias sobre ese asunto, del tipo: él vuelve a casa por la noche, está cansado, y habla en voz baja, y se sienta delante de la chimenea, mirando fijamente el fuego, muerto de cansancio, y yo, que era Eva Braun, ¿no?, una niña con trencitas rubias, y las piernas blanquísimas bajo la falda, lo miraba sin acercarme, desde la habitación de al lado, y él estaba tan espléndidamente cansado, con toda aquella sangre chorreándole por todas partes, hermosísimo con su uniforme, no había más que seguir mirándolo, la sangre desaparecía y veías sólo el cansancio, ese maravilloso cansancio que yo ya estaba adorando, hasta que, en cierto momento, él se volvía hacia mí, y me veía, y me sonreía, y se levantaba, con todo su deslumbrante cansancio encima y se acercaba a mí, hasta mí, y se acuclillaba a mi lado: Hitler. No tenía ni pies ni cabeza. Me decía algo en voz baja, en alemán, y después con la mano, la mano derecha, lentamente, me acariciaba el pelo. Y, por muy espantoso que pueda parecer, aquella mano era dulce, y cálida, y suave, había una especie de sabiduría en su interior, una mano que podía salvarte y, por muy repugnante que pueda perecer, una mano que podías amar, que acababas amando, acababas pensando lo hermoso que era que fuese la mano derecha de tu padre, dulce, sobre ti. Hacía que me pasaran por la cabeza cosas de este tipo. Para entrenarme, ¿comprendes? Eva Braun era mi gimnasio. Con el tiempo llegué a ser muy buena al respecto. Por la noche, miraba fijamente a mi padre, que estaba sentado en pijama delante del televisor, hasta que veía a Hitler, en pijama delante del televisor. Mantenía quieta la imagen unos instantes, la saboreaba, después desenfocaba y volvía a mi padre, a su verdadera cara: dios mío, parecía dulcísima, todo aquel cansancio y aquella infelicidad. Después volvía a Hitler, y luego repescaba a mi padre, iba adelante y atrás con la fantasía y era una manera de escapar de la tortura, de los silencios, de toda aquella mierda. Funcionaba. Aparte de algunas veces, funcionaba. En fin. Unos cuantos años después leí en una revista que Eva Braun no era la hija de Hitler, sino su amante. O su mujer, no lo sé. En resumen, que se acostaba con él. Fue un golpe. Me asaltaron muchas dudas. Intenté arreglar las cosas de alguna forma, pero no hubo manera. No conseguía sacarme de la cabeza la imagen de Hitler acercándose a aquella niña, y empezando a darle besos y todo lo demás, un asco, y la niña era yo, Eva Braun, y él se convertía en mi padre, un verdadero lío, algo horroroso. Mi juego se había hecho añicos, no había forma de juntar todas las piezas, había funcionado, pero ya no funcionaba. Se acabó. No pude volver a querer a mi padre hasta que cambió de tren, como él decía. Una historia ridícula. Cambió de tren un domingo cualquiera. Estaba tocando allí, debajo de la escalera mecánica, y se le acercó una señora cargada de joyas, y también un poco achispada. Estaba tocando

When we were alive, y ella se puso a bailar, delante de todo el mundo, con las bolsas de la compra en la mano, y con una cara radiante. Estuvieron así durante una media hora. Después ella se lo llevó, y se lo llevó para siempre. Todo lo que dijo en casa fue: he cambiado de tren. En aquel momento, para ser sincera, volví a quererlo un poco, porque era como una liberación, no sé, incluso se había peinado casi como un

latin lover, con la raya bien trazada en su pelo blanco, y una camisa nueva, en ese momento me dio por quererlo, un instante por lo menos, fue como una liberación. He cambiado de tren. Años de tragedia doméstica borrados por una frase insulsa. Grotesco. Pero un montón de veces ocurre de este modo, casi siempre ocurre así: se descubre al final que el dolor, todo aquel dolor, era inútil, que se ha estado sufriendo como bestias, y era inútil, no era ni justo ni injusto, no era hermoso ni horrendo, tan sólo era inútil, al final todo lo que puedes decir es: era un dolor inútil. Es de locos, si lo piensas bien, es mejor no pensarlo, lo único que puedes hacer es no pensar más en ello, nunca más, ¿entendido?»

«Más o menos».

«¿Está buena la hamburguesa?»

«Sí».

Al final, lo que pasó fue que Diesel y Poomerang no llegaron a CRB porque en el cruce entre la calle Séptima y el Boulevard Bourbon se encontraron ante sus ojos, en mitad de la acera, el tacón de aguja de un zapato negro, llegado hasta allí desde quién sabe dónde, pero inmóvil como un minúsculo escollo entre la riada de gente que se lanzaba hacia la pausa del almuerzo.

—Demonios —dijo Diesel.

—¿Qué es eso? —nodijo Poomerang.

—Mira —dijo Diesel.

—Demonios —nodijo Poomerang.

Miraban con atención aquel tacón negro, de aguja, y fue ver una nada —un instante después del inevitable

flash de un tobillo en nylon oscuro —ver el

paso que lo había perdido, exactamente el paso, entendido como ritmo y danza, compás hembra esmaltado nylon oscuro. Lo vieron primero en el péndulo danzante de dos delgadas piernas, y luego en la réplica mullida que el pecho, bajo la camiseta, recogía reenviándola hacia el pelo —moreno corto, pensó Diesel —rubio corto, pensó Poomerang —lo suficientemente liso y fino como para danzar a aquel ritmo, que a sus ojos se había convertido ya en cuerpo femenino, y humanidad e historia, cuando de repente cabrilleó por el minúsculo contratiempo de un tacón que se puso a oscilar, en un paso, y se dobló, al paso siguiente, despegándose del zapato y de todo aquel ritmo —de femenina humanidad e historia— forzándolo a una cadencia —no exactamente una caída— en la que encontrar el equilibrio de una inmovilidad —el silencio.

Había un enorme barullo a su alrededor, pero no había nada que pudiera arrancarlos de allí, Diesel todavía más encorvado de lo habitual, con los ojos clavados en el suelo, Poomerang frotándose adelante y atrás el cráneo rapado con la mano izquierda: la derecha colgada del bolsillo de los pantalones de Diesel, como siempre. Miraban un tacón de aguja negro, pero en realidad estaban viendo a aquella mujer descabalarse y aminorar el paso, vieron que se volvía un instante diciendo[1]

—Mierda

sin pensar[2] ni por un momento en detenerse, como hubiera hecho una mujer normal —detenerse, volver atrás, recuperar el tacón, intentar pegarlo de nuevo sujetándose con una mano en una señal de tráfico, dirección prohibida —sin pensar siquiera en algo tan razonable, sino que siguió caminando, tan sólo diciendo con un mohín

—Mierda

en el mismo momento en que, descartando perturbar su propia belleza con el contratiempo de una forzada cojera, se descalza el zapato herido, con un gesto ligero, sin dejar de caminar, y entra definitivamente en la leyenda, para aquellos dos, descalzándose también el otro —compás descalzo cromado nylon oscuro—, coge los zapatos, los tira en un contenedor azul mientras mira ya a su alrededor para buscar lo que encuentra de inmediato, un coche amarillo que sube por la avenida lentamente: levanta un brazo, por la muñeca se desliza algo de oro, el coche amarillo pone el intermitente, se detiene, ella se sube, da una dirección mientras dobla la delgada pierna —pie descalzo— en el asiento, haciendo subir la falda y, por un instante, brillar el destello de la tibia perspectiva de una blonda de media autoadherente que desaparece durante algunos centímetros de muslo —blanco— y que después reaparece en el ribete de unas braguitas, poco más que un relámpago pero que, sin embargo, penetra en los ojos de un señor de traje oscuro que no deja de caminar, pero que se lleva consigo, grabado en la retina, el tibio relámpago que le abrasa la conciencia y se abate sobre el cerco de su sopor de hombre cansadamente casado, con gran ruido de metales y lamentos.

Lo que ocurrió fue que Diesel y Poomerang fueron atrapados por el hombre de oscuro, succionados en verdad por la estela trazada con su turbación, que los conmovía, por decirlo de algún modo, y que los empujó hacia lo lejos, hasta ver el color de su batín —marrón— y sentir el tufo de su cocina. Llegaron a sentarse a su mesa, y notaron que su mujer se reía demasiado de los chistes que perpetraban en el televisor encendido, mientras él, el señor del traje oscuro, le servía cerveza en su vaso, guardándose para él la botella de agua mineral, del tiempo y sin gas, a que lo constreñía el recuerdo de cuatro lejanos cólicos renales. Encontraron en el segundo cajón de su escritorio setenta y dos páginas de una novela, inacabada, que se titulaba

La última apuesta, y una tarjeta —Dr. Mortersen— en cuya parte de atrás había unos labios estampados con carmín morado. El radio despertador estaba sintonizado en el 102.4 de Radio Nostalgia, y sobre la pantalla de la lámpara de su mesita de noche, para amortiguar la luz, había un folleto de los Niños de Dios que teorizaba sobre la inmoralidad de la caza y la pesca: el título, un poco chamuscado por la bombilla, decía:

Os haré pescadores de hombres.

Estaban hurgando entre la ropa interior de la señora Mortersen cuando, por una banal y vulgar asociación de ideas, volvió a sus venas el recuerdo del compás hembra esmaltado nylon oscuro —una sacudida feroz que los empujó a retroceder hasta el taxi amarillo, y hacerlos permanecer allí, en el bordillo, un poco alelados por el desastroso descubrimiento —desastroso descubrimiento del taxi amarillo en las vísceras de la ciudad —toda la avenida llena de coches, pero vacía de taxis amarillos y leyendas arrellanadas en el asiento trasero.

—Jesús —dijo Diesel.

—Desaparecida —nodijo Poomerang.

En la superficie curva del tacón de aguja contemplaron una ciudad entera, miles de calles, cientos de coches amarillos, ciegos.

—Perdida —dijo Diesel.

—Quizá —nodijo Poomerang.

—Como buscar una aguja en un pajar.

—Buscar, pero no el coche.

—Los hay a miles.

—No el coche amarillo.

—Demasiados coches.

—El coche no, los zapatos.

—Adónde irá exactamente un coche amarillo.

—Zapatos. Una tienda de zapatos.

—A donde ella haya dicho que quería ir.

—Una tienda de zapatos. La tienda más cercana de zapatos.

—Ha mirado al taxista y ha dicho…

—La tienda más cercana de zapatos. Zapatos negros con tacón de aguja.

—… la mejor tienda de zapatos que esté por aquí cerca.

—Toxon’s, calle Cuarta, segundo piso, zapatos de mujer.

—¡Coño, Toxon’s!

Volvieron a encontrarla delante de un espejo, con zapatos negros en los pies, tacón de aguja, y un dependiente que decía

—Perfectos.

Ya no la perdieron más. Durante un número impreciso de horas catalogaron sus gestos y los objetos que la rodeaban, como si estuvieran probando perfumes. Era algo que ya habían respirado cuando, tras una cena interminable, la siguieron hasta la misma cama de un hombre que olía a colonia, y que con el mando a distancia no dejaba de poner el

Bolero de Ravel. Delante de la cama había una pecera, con un pez morado, y muchas estúpidas burbujitas. Él hacía el amor en religioso silencio: había dejado la alianza de oro sobre la mesita de noche, junto a una caja de preservativos de marca de cinco unidades. Ella le clavaba las uñas en la espalda, lo bastante fuerte como para que las sintiera, lo bastante dulce como para no dejar señales. Al séptimo

Bolero, dijo

—Perdona.

salió de la cama, se vistió, se puso los zapatos negros, tacón de aguja, y se marchó, sin decir nada. Lo último que vieron de ella fue una puerta cerrada, dulcemente.

Lluvia. Asfalto espejeante alrededor del tacón de aguja negro, brillante ojo que sigue allí contemplándolos.

—Lluvia —dijo Diesel.

Levantaron la mirada, luz distinta, gris, poca gente, ruido de neumáticos y charcos. Zapatos empapados, agua chorreando por el cuello. En los relojes, una hora impresentable.

—Nos vamos —dijo Diesel.

—Nos vamos —nodijo Poomerang.

Diesel caminaba con dificultad, y lentamente, arrastrando el pie izquierdo, con un zapato ridículo, descomunal, sujeto a una pierna que cambiaba de idea por debajo de la rodilla, y se curvaba de mala manera, balanceando cada paso en danzas cubistas. Y respiraba con dificultad, como un ciclista en plena cuesta, una respiración que era ritmo turbio y pena. Poomerang se sabía de memoria aquel paso y aquella respiración. Permanecía pegado a él y seguía con elegancia su danza, mostrando un cansancio de maratón de tango.

El uno y el otro, cerca, y luego pedazos marchitos de ciudad en el camino a casa, luces líquidas de semáforo, coches en tercera haciendo un ruido de cisterna, un tacón en el suelo, cada vez más lejos, ojo humedecido, ya sin pestañas, sin ceja, ojo acabado.

La fotografía de Walt Disney era un poco más grande que la de Eva Braun. Tenía un marco de madera clara, y un soporte detrás, plegable; para mantenerlo erguido cuando fuera necesario. Walt Disney tenía el pelo blanco y estaba a horcajadas en un tren, sonriente. Era un trenecito para niños, con una locomotora y muchos vagones. No había raíles, sino que tenía ruedas de goma, y estaba en Disneylandia, Anaheim, California.

«¿Entendido?»

«Más o menos».

«En fin, él era el más grande, fue el más grande. Un reaccionario como la copa de un pino, no lo niego, pero sabía tener tratos con la felicidad, ése era su talento, llegaba derecho a la felicidad, sin muchas complicaciones, y se quedó con todo el mundo, verdaderamente con todo el mundo, fue el mayor arrendador de felicidad que se haya visto nunca, la tenía para todos los bolsillos, para todos los gustos, con esas historias suyas de patos, de enanos y de bambis; pensándolo bien, qué manera de montárselo, y sin embargo se puso a ello y extrajo de todo ese gran barullo algo que, si alguien te pregunta qué es la felicidad, aunque te dé un poco de asco, al final tienes que admitir que quizás no sepas muy bien lo que es, pero que tiene un sabor, un gusto, quiero decir, es algo así como de fresa o de frambuesa, la felicidad tiene justo ese sabor, no hay vuelta de hoja, será todo lo falso que tú quieras, no será la auténtica felicidad, la original, como si dijéramos, pero aquéllas eran réplicas fabulosas, mejores que el original, o sea, que no hay forma de…»

«Terminado».

«¿Terminado?»

«Sí».

«¿Cómo era?»

«En fin».

«¿Nos vamos?»

«Nos vamos».

¿Nos vamos? Nos vamos.

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