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Detrás de la casa de Gould había un campo de fútbol. Sólo jugaban niños, los mayores estaban en el banquillo gritando, o en la pequeña tribuna de madera, comiendo y gritando. Había césped por todas partes, incluso delante de las porterías y en el centro del campo. Era un hermoso campo de fútbol. Gould, Diesel y Poomerang permanecían horas mirando desde la ventana de la habitación. Miraban los partidos, los entrenamientos, todo lo que podía mirarse. Gould tomaba apuntes. Tenía una teoría al respecto. Estaba convencido de que a cada una de las posiciones de juego le correspondía un perfil morfológico y psicológico preciso. Podía reconocer a un delantero antes de que se cambiara y se pusiera la camiseta con el número nueve. Su especialidad era la lectura de las fotografías de los equipos: las estudiaba un poco y después sabía decir en qué posición jugaba el del bigote y quién era el extremo derecho. Tenía un porcentaje de errores del veintiocho por ciento. Trabajaba para llegar a situarse por debajo del diez por ciento, entrenándose siempre que podía con los chicos del campo de delante de su casa. Todavía le costaban mucho los laterales, porque identificarlos era relativamente fácil, pero determinar quién jugaba a la derecha y quién a la izquierda presentaba dificultades significativas. En general, el lateral derecho era físicamente más compacto y psicológicamente más rudo. Tenía un enfoque racional de las cosas, y procedía según deducciones lógicas, generalmente carentes de variaciones imaginativas. Se subía los calcetines cuando se le caían, y rara vez escupía al suelo. El lateral izquierdo, en cambio, tendía a asumir rasgos de su antagonista directo, el extremo derecho, notable individuo de carácter, imprevisible, con marcadas tendencias anárquicas y notorias fragilidades mentales. El extremo derecho convierte su zona de campo en una tierra sin reglas donde la única referencia estable es la línea lateral, una franja de yeso blanco que busca con desesperación. El lateral izquierdo, que en su condición de lateral posee un perfil psicológico de base más bien tendente al orden y a la geometría, se ve obligado a adaptarse a un ecosistema incómodo para él, y es en consecuencia, por vocación, un perdedor. La necesidad de adaptar constantemente sus reacciones a esquemas por completo imprevisibles lo condena a una perenne precariedad espiritual y también, a menudo, física. Esto puede explicar su tendencia, fácilmente constatable, a llevar el pelo largo, a hacer que lo expulsen por protestar y a persignarse con el pitido inicial. Dicho esto, distinguirlo del lateral derecho, en una fotografía, es casi imposible. Gould, a veces, lo lograba.

Diesel miraba porque le gustaban los cabezazos. Sentía un placer muy particular al escuchar el impacto del cráneo contra el balón, y cada vez que ocurría decía De locos, todas y cada una de las veces, con una hermosa sonrisa en la cara. De locos. Una vez, un chico, allí abajo, cabeceó, la pelota dio en el larguero, rebotó hacia atrás, el chico volvió a cabecear, dio en el palo, se lanzó en plancha y fue a darle a la pelota con la cabeza antes de que tocara el suelo, rozándola apenas y metiéndola en la red. Entonces Diesel dijo Verdaderamente de locos. Las otras veces, en cambio, sólo decía De locos.

Poomerang miraba porque buscaba una jugada que había visto años atrás en televisión. A su entender, fue tan hermosa que no podía haber desaparecido para siempre, seguro que tenía que rondar por todos los campos del mundo, y él estaba esperándola, allí, en aquel campo de críos. Se había informado sobre los campos de fútbol que existían en el mundo —un millón ochocientos cuatro— y era del todo consciente de que las posibilidades de que acaeciera precisamente allí eran mínimas. Pero, basándose en un cálculo efectuado por Gould, no eran en todo caso menores a las que hay de nacer mudo. En consecuencia, Poomerang la esperaba. Para ser exactos, la jugada era la siguiente: pase largo del portero, el delantero salta en la línea del área y centra de cabeza, el portero contrario sale del área pequeña y le da una patada al vuelo, el balón vuela hacia atrás más allá del centro del campo, pasa por encima de todos los jugadores, bota en el límite del área, sobrepasa al portero estupefacto y se cuela rozando el poste. Desde un punto de vista exquisitamente futbolístico, se trataba de una rareza deplorable. Pero Poomerang sostenía que desde el aspecto puramente estético pocas veces había visto algo más armónico y elegante. «Era como si todo hubiera ido a parar al interior de una pecera —nodecía, tratando de explicarse—, como si todo se moviera entre dos aguas, dulce y lentamente, con el balón nadando en el aire, sin prisas, y con los jugadores convertidos en peces, mirando hacia arriba con la boca abierta, rotando todos a la vez a derecha e izquierda, absortos y perdidos, el portero con las branquias completamente abiertas mientras el balón lo sobrepasaba, y al final la red de un pescador astuto, recogiendo el pez balón y los ojos de todos, pesca milagrosa en el más absoluto silencio de profundidad abisal en una planicie de algas verdes con rayas blancas pintadas por un buzo geómetra». Era el minuto dieciséis de la segunda parte. El partido acabó dos a cero.

De vez en cuando, Gould bajaba e iba a situarse al borde del campo, tras la portería de la derecha, junto al profesor Taltomar. Pasaban decenas de minutos sin decirse nada. Mirando siempre fijamente hacia el campo. El profesor Taltomar ya tenía sus años y, a sus espaldas, miles de horas mirando fútbol. El juego le importaba relativamente poco. Él contemplaba a los árbitros. Los estudiaba. Mantenía siempre en sus labios un cigarrillo sin filtro, apagado, y murmuraba frases como «lejos de la jugada» o «ley de la ventaja, capullo». A menudo sacudía la cabeza. Era el único que aplaudía acciones como una expulsión o la repetición de un penalti. Tenía algunas certezas discutibles que resumía en una máxima con la que desde hacía años terminaba cualquier discusión: «las manos en el área son siempre voluntarias, el fuera de juego nunca es dudoso, las mujeres son todas unas putas». Sostenía que el universo era «un partido jugado sin árbitro», pero, a su manera, creía en Dios: «es el juez de línea y se equivoca en todos los fueras de juego». Una vez, medio borracho, admitió haber sido árbitro, cuando era joven. Después se sumió en un misterioso silencio.

Gould le atribuía, no sin razón, un conocimiento desmesurado del reglamento, e iba a buscar en él lo que no conseguía encontrar en los insignes académicos que cotidianamente lo entrenaban para el Nobel: la certeza de que el orden era una propiedad del infinito. Así, lo que ocurría entre ellos era lo siguiente:

1. Gould llegaba y, sin tan siquiera saludar, se ponía junto al profesor, mirando fijamente al campo.

2. Durante decenas de minutos no intercambiaban ni una palabra ni una mirada.

3. En cierto momento, Gould, sin dejar de mirar el juego, decía algo como: «Centro por la derecha, el delantero golpea al vuelo con la parte interior del pie derecho, le da de lleno al larguero, que se rompe por la mitad, la pelota hace carambola con el árbitro, llega a los pies del extremo derecho que con la planta del pie derecho chuta rozando el poste donde un defensa la para con una mano y despeja a la buena de Dios».

4. El profesor Taltomar se tomaba su tiempo en sacar de sus labios el cigarrillo y sacudir una ceniza imaginaria. Después escupía al suelo alguna hebra de tabaco y murmuraba quedo: «Partido suspendido hasta arreglar el larguero, con la consiguiente reclamación al club local por falta de mantenimiento del terreno de juego. Al reiniciarse el partido, penalti contra el equipo visitante y tarjeta roja para el defensa. Un partido de suspensión, si no hay recurso».

5. Durante un rato seguían, sin comentarios, mirando el terreno de juego.

6. En cierto momento, Gould se marchaba de allí diciendo «Gracias, profesor».

7. El profesor Taltomar murmuraba, sin darse la vuelta, «Cuídate, chaval».

Ocurría más o menos una vez por semana.

A Gould le gustaba mucho.

Los chicos necesitan certidumbres.

Una última cosa importante sucedía en aquel campo. De vez en cuando, mientras Gould estaba con el profesor, ocurría que un balón salía rodando hacia fuera, hacia donde ellos estaban. A veces pasaba justo a su lado y se detenía unos metros más allá. Entonces el portero daba algunos pasos hacia ellos y gritaba: «¡La pelota!» El profesor Taltomar no movía ni un músculo. Gould miraba el balón, miraba al portero, y después se quedaba inmóvil.

—¡La pelota, por favor!

Turbado, acababa mirando al vacío, delante de sí, quedándose inmóvil.

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