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El viernes, a las siete y cuarto, el padre de Gould telefoneó para saber por Lucy si todo iba bien. Gould dijo que Lucy se había ido con un representante de relojes que había conocido en misa el domingo anterior.

—¿Relojes?

—Y también otras cosas: cadenitas, cruces, ya sabes.

—Dios mío, Gould. Hay que poner un anuncio en el periódico, como la otra vez.

—Sí.

—Pon enseguida ese anuncio en el periódico y luego utiliza los cuestionarios, ¿okay?

—Sí.

—Pero ¿esa chica no era muda?

—Sí.

—¿Se lo habéis dicho al relojero?

—Ella se lo ha dicho.

—¿Ella?

—Sí, por teléfono.

—¡Increíble, qué tío!

—Ya ves.

—¿Tienes todavía copias de los cuestionarios?

—Sí.

—Si necesitas más, haz fotocopias, ¿okay?

—¿Diga?

—¿Gould?

—¿Diga?

—Gould, ¿no me oyes?

—Ahora te oigo.

—Si te quedas sin cuestionarios, haz fotocopias.

—¿Diga?

—Gould, ¿no me oyes?

—…

—¡Gould!

—Estoy aquí.

—¿Me has oído?

—¿Diga?

—Hay interferencias.

—Ahora te oigo.

—¿Estás ahí?

—Estoy aquí…

—¿Diga?

—Estoy aquí.

—Pero ¿qué coño sucede…?

—Adiós, papá.

—¿Son de mierda, estos teléfonos o qué?

—Adiós.

—Son de mierda, estos telef

Clic.

Dado que no podía ir a las entrevistas de selección, el padre de Gould hacía que las candidatas rellenaran un cuestionario que él mismo había elaborado y que hacía que le mandaran por correo, reservándose el derecho de seleccionar a la nueva ama de Gould según las respuestas obtenidas. Las preguntas eran treinta y siete, pero muy pocas veces las candidatas llegaban hasta el final. Por regla general se detenían en la decimoquinta (15. ¿

Ketchup o mayonesa?). A menudo se levantaban y se marchaban después de haber leído la primera (1. ¿Podría la candidata reconstruir la cadena de fracasos que han hecho que hoy, a su edad, y estando en el paro, aspire a un puesto de trabajo escasamente retribuido y no exento de incógnitas?). Shatzy Shell colocó sobre la mesa las fotografías de Eva Braun y de Walt Disney, metió una hoja en la máquina de escribir y tecleó el número 22.

—Léeme la veintidós, Gould.

—Pero es que tendrías que empezar por la primera.

—¿Y eso quién lo dice?

—Tiene el número uno, se empieza siempre por el número uno.

—¿Gould?

—Sí.

—Mírame bien a los ojos.

—Sí.

—¿Tú crees de verdad que cuando las cosas tienen un número, y una de ellas, en particular, tiene el número uno, lo que tenemos que hacer, lo que tú tienes que hacer, y yo, y todo el mundo, es empezar precisamente por ella, por la única razón de que ésa es la cosa número uno?

—No.

—Fantástico.

—¿Cuál querías?

—La veintidós.

—Veintidós. ¿Podría la candidata recordar lo más hermoso que le fue dado realizar cuando era niña?

Shatzy permaneció un instante sacudiendo la cabeza y murmurando incrédula «le fue dado realizar». Luego se puso a escribir.

Cuando era pequeña, para mí lo más hermoso era ir a ver el Salón de la Casa Ideal. Estaba en el Olympia Hall, un lugar inmenso, parecía una estación, con el techo en forma de cúpula, inmenso. En lugar de andenes y de trenes estaba el Salón de la Casa Ideal. No sé si lo recuerda, coronel. Lo hacían cada año. Lo más increíble es que construían casas de verdad, y podías pasear, como en un pueblo absurdo, con sus calles y sus farolas en las esquinas, y todas las casas eran distintas, y muy limpias, nuevas. Todo estaba en su sitio, las cortinas, el paseo, había incluso jardines, era un mundo de ensueño. Podías pensar que todo era de cartón piedra, y sin embargo estaba construido con ladrillos de verdad, hasta las flores eran de verdad, todo era de verdad, habrías podido vivir allí, podías subir las escaleras, abrir las puertas, eran casas de verdad. Es difícil de explicar, pero caminabas por allí y sentías algo muy extraño en la cabeza, una especie de dolorosa maravilla. Es decir, aquéllas eran casas de verdad, y todo lo era, pero luego, en realidad, las casas de verdad eran distintas. La mía tenía seis pisos, las ventanas eran todas iguales, y había una escalera de mármol, con pequeños rellanos en cada piso, y olor a desinfectante por todas partes. Era una casa bonita. Pero aquéllas eran distintas. Tenían techos extraños, y formas estilizadas, con ventanas en galería, y con porches delante, o escaleras que subían e iban girando, y terrazas, balcones, y cosas parecidas. Y un farolillo en cada puerta. O el garaje con el portón de colores. Eran de verdad, pero no eran de verdad: era eso lo que te jodía. Ahora que pienso en ello, ya estaba todo en el nombre, Salón de la Casa Ideal, pero qué sabías tú, entonces, sobre lo que era ideal y lo que no. No tenías el concepto de

ideal. Por eso te cogía de sorpresa, por la espalda, como si dijéramos. Era una sensación extraña. Creo que podría hacerle comprender exactamente esta historia si lograra explicarle por qué la primera vez que fui rompí a llorar. En serio. A llorar. Había ido porque mi tía trabajaba allí, y tenía entradas gratis. Ella era muy bella, una señora alta, con el pelo largo y negro. La habían contratado para hacer de madre que trabajaba en la cocina. Porque el hecho es que de vez en cuando daban vida a aquellas casas, es decir, metían gente en su interior que simulaba vivir allí, yo qué sé, un señor sentado en el salón mientras lee el periódico y fuma en pipa, y hasta niños en pijama, acostados en literas, una maravilla, nosotros no habíamos visto nunca literas. Era siempre para obtener ese efecto de

ideal, ¿comprende? Incluso ellos, los personajes, eran

ideales. Mi tía era el

ideal en la cocina, tan elegante, y bella, con un delantal estampado: se ponía a ordenar cerrando las puertas de una cocina americana, las abría y las cerraba continuamente, pero con dulzura, y sacaba tacitas y platitos, esas cosas, todo el rato. Sonriendo. A veces venían incluso estrellas de cine, o cantantes famosos, y hacían lo mismo, con fotógrafos que los fotografiaban, y la foto, al día siguiente, salía en los periódicos. Me acuerdo de una completamente vestida de pieles, una cantante, creo, con brillantes en los dedos, que miraba al objetivo mientras pasaba una aspiradora Hoover. Nosotros ni siquiera sabíamos qué era una aspiradora. Ésta era otra de las cosas hermosas del Salón de la Casa Ideal: cuando salías de allí, tenías la cabeza llena de cosas que no habías visto nunca, y que nunca más verías. Así era. De todos modos, la primera vez fui con mi madre, y había justo a la entrada un pueblecito de montaña reconstruido, tal cual, con prados y senderos, una preciosidad. Detrás habían pintado un telón enorme con los picos de las montañas y un cielo azul. Empecé a sentir en mi cabeza cosas extrañas. Me habría quedado allí para siempre. Mi madre me hizo caminar y terminamos en un sitio donde sólo había cuartos de baño, uno detrás de otro, baños increíbles, y el último se llamaba «Ahora y entonces», había un montón de gente mirando, era una especie de escena, a la derecha se veía cómo era un cuarto de baño de hace cien años y a la derecha un cuarto de baño idéntico pero con todas las cosas modernas, de hoy. Lo más increíble es que en las bañeras había dos modelos, no había agua pero había dos señoritas, y, esto es lo genial, eran gemelas, ¿lo comprende?, dos gemelas que estaban en la misma postura, una en una pila de cobre y la otra en una tina completamente blanca esmaltada, y la otra extravagancia era que estaban

desnudas, lo juro, sonreían al público y mantenían los brazos en una posición estudiada que dejaba entrever las tetas, pero no las dejaba ver del todo, algo a medio camino, y todos comentaban muy seriamente los elementos del baño, pero en realidad miraban continuamente de reojo para controlar si por casualidad no habían movido los brazos un poquito, ese poquito que bastaba para poder ver las tetas de las gemelas, que, dicho sea entre paréntesis, fíjese qué cosas más extrañas acaba una recordando, se llamaban gemelas Dolphin, aunque ahora que vuelvo a pensar en ello, me parece que se trataba de su nombre artístico. Le cuento esta historia del baño porque también tiene que ver con que yo rompiera al final a llorar. Es decir, era un conjunto de cosas que te desconcertaba, desde el principio, una máquina que te iba trabajando y te predisponía, por decirlo de alguna manera, a algo especial. De todos modos, nos marchamos de allí, de las gemelas desnudas, y entramos en el pasillo central. Estaban todas aquellas Casas Ideales, una tras otra, cada una con su jardín, algunas parecían antiguas, o viejas, y otras más modernas, con un descapotable aparcado delante. Una maravilla. Caminábamos lentamente, y en un momento determinado mi madre se paró y dijo Mira qué bonita es ésta, era una casa de dos pisos, con un porche delante, el tejado inclinado y altas chimeneas de ladrillo rojo. No tenía nada de extraordinario, era

ideal de una forma natural, y quizás por eso mismo te jodía. Permanecimos allí, contemplándolas en silencio. Había mucha gente que pasaba a nuestro alrededor, charlando, y todo el ruido que hay siempre en el Salón de la Casa Ideal, pero yo empecé a no oír nada más, como si todo fuera apagándose poco a poco en mi cabeza. Y en un momento concreto sucedió que, en la ventana de la cocina, una gran ventana en la planta baja, con las cortinas abiertas, vi encenderse la luz, en el interior, y entrar a una señora, sonriente, con flores en la mano. Se acercó a la mesa, dejó las flores, cogió un jarrón y fue al fregadero para llenarlo de agua. Lo hacía todo como si nadie la observara, como si estuviera en algún lugar remoto del mundo, donde sólo estuviera ella y aquella cocina. Cogió las flores y las puso en el jarrón, después dejó el jarrón en el centro de la mesa, dándole unos toques a alguna rosa que se salía por un lado. Era una señora rubia, con una diadema que le recogía el pelo hacia atrás. Se volvió, fue hacia la nevera, la abrió y se agachó para coger una botella de leche y alguna cosa más. Cerró la nevera con un ligero movimiento de codo, porque tenía las manos ocupadas. Y yo no podía oírlo, pero oí claramente el clac de la puerta al cerrarse, preciso, metálico y un poco cálido. No he vuelto a oír nunca más algo tan exacto, y definitivo, y salvífico. Entonces miré un instante la casa, toda la casa, el jardín, las chimeneas, la silla en el porche, todo. Y después rompí a llorar. Mi madre se asustó, pensaba que me había pasado algo, y en efecto, algo me había pasado, pero ella pensó que se me había escapado el pipí, era algo que me sucedía a menudo, cuando era niña, se me escapaba el pipí y me echaba a llorar, de manera que pensó que aquello era exactamente lo que había sucedido y empezó a arrastrarme hacia los lavabos. Después, cuando comprobó que estaba seca, empezó a preguntarme qué me pasaba, y no paraba de preguntármelo, una tortura, porque obviamente yo no sabía qué responder, sólo conseguía repetir que todo iba bien, que estaba bien. Entonces, ¿por qué lloras?

—No estoy llorando.

—Sí estás llorando.

—No es verdad.

Era una especie de

lacerante, dolorosa maravilla. No sé si se hace una idea, coronel. Es algo así como cuando miras los trenecitos eléctricos, sobre todo si está la maqueta, con la estación y los túneles, las vacas en el prado y las lucecitas encendidas a ambos lados de los pasos a nivel. También ocurre ahí. O bien cuando se ve en los dibujos animados la casa de los ratoncitos, con las cajas de cerillas haciendo de camas, y el cuadro del ratón abuelo en la pared, la estantería, y una cuchara que hace de mecedora. Sientes una especie de consolación, dentro de ti, casi una

revelación, que te abre el alma de par en par, por decirlo de algún modo, pero simultáneamente una especie de punzada, la sensación de una pérdida irremediable, y definitiva. Una dulce catástrofe. Creo que tiene que ver con el hecho de estar siempre

fuera, en esos momentos siempre estás ahí, mirándolo desde

fuera. No puedes entrar en el trenecito, eso es lo que ocurre, y la casa de los ratones permanece ahí, en la televisión, y tú estás irremediablemente

delante, la miras y eso es lo único que puedes hacer. También aquella Casa Ideal, aquel día: podías entrar en ella, si lo deseabas, hacías un rato de cola y podías entrar para visitar el interior. Pero si lo hacías no era lo mismo. Había un montón de cosas interesantes, era curioso, hasta podías tocar las figuras de adorno, pero ya no existía aquella maravilla de cuando la habías visto desde fuera, esa sensación ya no existía. Es algo raro. Cuando resulta que ves el lugar donde estarías

salvado, siempre estás ahí mirándolo

desde fuera. Nunca estás dentro. Es tu sitio, pero tú nunca estás ahí. Mi madre seguía preguntándome por qué estaba triste, y me habría gustado decirle que no estaba triste, al contrario, habría querido explicarle que más bien era algo parecido a la felicidad, a la devastadora experiencia de haberla visto, de golpe, y en aquella casa idiota. Pero ¿cómo hacerlo? Ni siquiera ahora sabría hacerlo. Es como para sentir vergüenza. Aquélla era una estúpida Casa Ideal hecha a propósito para joderte, todo aquello era un gran e idiota negocio de geómetras y albañiles, una solemne estafa, en pocas palabras. Por lo que sé, el arquitecto que la diseñó podía ser un perfecto imbécil, uno que a la hora de comer se iba a la salida de las escuelas para restregarse contra las chiquillas y susurrarles Chúpame la polla y cosas por el estilo. No sé. Por otro lado, no sé si usted también se habrá dado cuenta, por regla general, cuando algo te golpea como una

revelación, puedes apostar a que será algo falso, es decir, algo que no es de verdad. Tome el ejemplo del trenecito. Puede usted estar durante horas contemplando una estación de

verdad y no pasa nada, pero, luego, basta una ojeada a un trenecito y, zas, se desencadena esa bendición. No tiene sentido, pero es así, irremediablemente, y a veces, cuanto más idiota es lo que te sorprende, más prendado te quedas con esa maravilla, como si hiciera falta cierta dosis de impostura, de deliberada impostura, para obtener todo eso, como si hiciera falta que todo fuera falso, o por lo menos un poco, para lograr, después, convertirse en algo parecido a una

revelación. Incluso con los libros, o con las películas, ocurre lo mismo. No existe nada más falso que eso, y si usted va a ver quién está detrás puede apostar a que sólo encontrará grandísimos hijos de puta, pero mientras tanto ves en su interior esas cosas con las que sueñas cuando vas por la calle, y que en la vida verdadera nunca encontrarás. La vida verdadera nunca

habla. Es sólo un juego de habilidad, algo que ganas o pierdes, te hacen jugar para distraerte, así no piensas en ello. Mi madre también utilizó ese truco aquel día. Como no paraba de lloriquear, me arrastró hasta una máquina llena de luces y de rótulos, una máquina bonita, parecía una tragaperras, o algo por el estilo. La había montado una empresa que elaboraba margarina. La habían estudiado bien, no hay queja. El juego consistía en que habían colocado seis galletas en un plato, y unas estaban hechas con mantequilla y otras con margarina. Tú las probabas, una a una, y cada vez tenías que decir si eran de margarina o de mantequilla. En aquellos tiempos la margarina resultaba algo más bien exótico, no se tenía una idea clara de lo que era, sólo se pensaba que causaba menos problemas que la mantequilla y que, fundamentalmente, daba asco. Ése era el problema. Así que se inventaron aquel aparato, y el juego consistía en que cuando la galleta te parecía hecha con mantequilla pulsabas el botón rojo, y que, en cambio, si te sabía a margarina pulsabas el azul. Era divertido. Y dejé de llorar. De eso no hay duda. Paré de llorar. No es que hubiera cambiado nada dentro de mi cabeza, seguía teniendo adherida aquella lacerante maravilla dolorosa, y de hecho nunca me libré de ella, porque cuando un niño descubre que hay un lugar que es su lugar, cuando le haces ver un instante el destello de

su Casa, y el

sentido de una Casa, y sobre todo la idea de que

existe una Casa, ya la has cagado para siempre, hasta el final, a partir de ese punto ya no hay retorno, seguirás siendo uno que pasaba por allí por casualidad, con una lacerante maravilla dolorosa encima, y por tanto siempre más alegre que los demás, y también más triste, con todas esas cosas, mientras deambulas, por las que reír y llorar. En ese caso concreto, sin embargo, dejé de llorar. Funcionó. Comía galletas, pulsaba botones, se encendían luces, y ya no lloraba. Mi madre estaba contenta, pensaba que ya se me había pasado, ella no podía comprenderlo, pero yo sí, lo comprendía todo perfectamente, sabía que no había pasado nada, que ya nunca pasaría nada, pero mientras tanto ya no lloraba, y jugaba con la mantequilla y la margarina. ¿Sabe cuántas veces, después, he vuelto a notar esa sensación?… Me parece que no he hecho otra cosa desde entonces. Con la cabeza en otra parte, pulsando botones azules o rojos, tratando de adivinar. Un juego de habilidad. Te hacen participar para distraerte. Como funciona, ¿por qué no hacerlo? Por otra parte, cuando acabó el Salón de la Casa Ideal aquel año, la empresa que hacía margarina comunicó que habían participado ciento treinta mil personas en aquel juego, y que sólo habían adivinado las seis galletas un ocho por ciento de los concursantes. Lo comunicaron con cierto triunfalismo. Creo que es el mismo porcentaje de aciertos que tengo yo. Es decir, que todas las veces que me he puesto a tratar de adivinar, pulsando los botones azules y rojos de esta vida, debo de haber acertado más o menos un ocho por cierto de las veces, un porcentaje que me parece plausible. Lo digo sin triunfalismos. Pero más o menos por ahí van los tiros. Según mi punto de vista.

Shatzy se volvió hacia Gould, que no se había perdido ni una línea.

—¿Qué tal?

—Mi padre no es coronel.

—¿No?

—General.

—De acuerdo, general. ¿Y el resto?

—Si sigues a este ritmo, acabarás cuando ya no necesite un ama.

—Es verdad. Déjame ver…

Gould le enseñó la lista de las preguntas. Shatzy echó un vistazo, después se fijó en una pregunta de la segunda página.

—Ésta es rápida. Léemela…

—31. ¿Podría la candidata exponer en líneas generales cuál es el sueño de su vida?

—Puedo.

Mi sueño es hacer un

western. Empecé a hacerlo cuando tenía seis años y espero no palmarla antes de haberlo terminado.

Voilà.

Desde que tenía seis años, Shatzy Shell trabajaba en un

western. Era la única cosa en su vida que realmente le importaba. Pensaba continuamente en ello. Cuando se le ocurría alguna buena idea, encendía su grabadora y la decía. Tenía cientos de cintas grabadas. Ella decía que era un

western bellísimo.

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