City

City


6

Página 10 de 49

6

—Te acompaño.

—¿Por qué?

—Quiero ver esa bendita escuela —dijo Shatzy.

De manera que salieron los dos. Se podía ir en autobús o a pie, Hagamos un trecho a pie y después quizá cojamos el autobús. Okay, pero abrígate.

—¿Qué has dicho?

—No sé, Gould. ¿Qué he dicho?

—Abrígate.

—Anda ya.

—Te lo juro.

—Estás soñando.

—Has dicho abrígate, como si fueras mi madre.

—Venga, vamos.

—Lo has dicho.

—Déjalo ya.

—Te lo juro.

—Y abrígate.

La calle hacía un poco de bajada, y por el suelo había hojas caídas de los árboles, por lo que Gould caminaba arrastrando los pies, como si tuviera dos topos en lugar de zapatos, topos que excavaban túneles entre las hojas, haciendo un ruido de cigarro que se enciende, pero multiplicado por mil. Ruido amarillo, y rojo.

—Mi padre fuma cigarros.

—¿En serio?

—Le gustarías.

—Yo le

gusto, Gould.

—¿Cómo lo sabes?

—Se nota, por la voz.

—¿De verdad?

—Se notan un montón de cosas en la voz.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, si oyes a alguien con una hermosa voz, pero muy hermosa, una hermosa voz de hombre, ¿vale?

—¿Qué?

—Entonces, puedes estar seguro, es un tío feo.

—Feo.

—Peor que feo, muy feo, completamente seboso, no sé, así de alto, o con las manos gordas, que siempre le sudan, siempre un poco húmedas ¿te lo imaginas?

—Bah.

—¿Cómo que bah?

—No sé, que no me gusta estrechar manos, no tengo una gran experiencia en el tema de las manos.

—No te gusta estrechar manos.

—No. Es una idiotez.

—¿Ah, sí?

—Los adultos tienen siempre las manos grandes, no tiene ningún sentido que me las hagan estrechar precisamente

a mí, es una idiotez el mero hecho de pensarlo, no puede salir más que una memez.

—Una vez vi en televisión la entrega de los Premios Nobel. Pues bien, en cuanto uno subía, vestido elegantemente, no hacía más que estrechar manos, desde el principio hasta el final.

—Eso es otra historia.

—Ésa es una historia que me interesa. Cuéntamela, Gould.

—¿Qué quieres decir?

—Lo del Nobel.

—¿Y bien?

—¿Cómo es eso que han decidido hacer que lo ganaras?

—No han

decidido hacer que lo ganara.

—¿Lo has ganado, y ya está?

—No dan el Premio Nobel a los niños.

—Podrían hacer una excepción.

—Déjalo ya.

—Okay.

—…

—…

—…

—De acuerdo, pues entonces ¿cómo fue, Gould?

—Nada, es una tontería, eso es, me parece que es una manera de hablar.

—Extraña manera de hablar.

—No te gusta, ¿verdad?

—No es que no me guste.

—No te gusta.

—Lo encuentro un poco extraño, nada más. ¿Cómo puedes decirle a un niño que ganará el Nobel?, puede ser inteligente y todo lo que tú quieras, pero no puedes saberlo, a lo mejor no es

tan inteligente, a lo mejor

no quiere ganar el Nobel, y de todos modos, aunque así fuera, ¿por qué decírselo?, es mejor dejarlo en paz, él hace lo que tiene que hacer y, luego, una mañana se levantará y le dirán ¿has oído la noticia?, has ganado el Nobel, punto y final.

—Oye, que nadie me ha dicho…

—Es como decirle a uno cuándo morirá.

—…

—…

—…

—Sólo era un ejemplo, Gould.

—…

—Venga, Gould, era sólo un ejemplo… Gould, mírame.

—¿Qué pasa?

—Sólo era un ejemplo.

—Está bien.

Gould se paró, y se dio la vuelta. Había dos estelas excavadas por sus pies en medio de las hojas, hermosamente largas, hacia lo lejos. Podía imaginarse que alguien, quizás horas después, caminaría poniendo sus pies en los dos carriles, lentamente, divirtiéndose al mantenerlos siempre en los dos carriles. Gould dio un salto a un lado y se alejó caminando con lentitud, intentando no dejar huellas. Miró atrás, hacia las dos estelas que se interrumpían de repente.

Las aventuras del hombre invisible, pensó.

—El autobús, Gould. ¿Lo cogemos?

—Sí.

Recorría toda la avenida y después giraba hacia el paseo donde el trayecto volvía a subir, bordeando el parque y pasando por delante de la clínica veterinaria. Era un autobús rojo. En un momento determinado llegaba a la escuela.

—Vaya, qué bonita —dijo Shatzy.

—Sí.

—Es verdaderamente bonita, no lo habría dicho nunca.

—Desde aquí no se ve, pero sigue por detrás, hay pistas de deporte, y luego sigue un montón de rato.

—Bonita.

Se sentaron allí, uno junto a otro, mirando. Había chicos que entraban y salían, y un inmenso prado, antes de la escalinata, con varios senderos y un par de árboles enormes, un poco torcidos.

—¿Sabes el campo, debajo de casa, donde juegan a pelota? —dijo Gould.

—Sí.

—Están esos críos, jugando a pelota.

—Sí.

—Lo más raro es que cuando no hay ninguna pelota por allí, ellos siguen jugando. De vez en cuando ves que tiran, en el aire, o hacen como que chutan. A lo mejor le dan de cabeza, pero no hay ningún balón, están sólo correteando mientras esperan a que llegue el entrenador, o a que empiece el partido. A veces ni siquiera van vestidos de futbolistas, tienen todavía la bolsa en la mano, y el abrigo puesto, pero entretanto le pasan al extremo, o driblan un asiento, o cosas de este tipo.

—…

—…

—…

—Para mí es lo mismo.

—…

—Me refiero a la escuela, para mí es como eso.

—…

—Aunque no haya ningún libro abierto, o profesor, o escuela, nada, yo…, es lo mismo…, no paro nunca de…, no paro nunca. ¿Me entiendes?

—Quizá.

—Es algo que me gusta. No paro nunca de pensar en ello.

—Qué gracioso.

—¿Lo comprendes?

—Sí.

—No tiene nada que ver con el Nobel, ¿entiendes?

Lo más hermoso es que ni siquiera se miraban, estaban allí, de pie, con los ojos vagando por la escuela, el prado, los árboles y todo lo demás.

—No estaba hablando en serio, Gould.

—¿De verdad?

—Claro, hablaba por hablar, no tienes que hacerme caso, soy la última persona a la que tienes que hacer caso si se trata de la escuela. Créeme.

—De acuerdo.

—No es lo mío, eso de la escuela, y ya está.

—…

—Perdóname, Gould.

—No pasa nada.

—Okay.

—Me alegra que te guste.

—¿El qué?

—Esto.

—Sí.

—Esto es muy bello.

—Sí. Pero luego vuelve a casa, ¿okay?

—Claro que volveré.

—Ya sabes: vuelve.

—Sí.

—Okay.

Entonces se miraron. Antes, no. Se miraron un poco. Gould llevaba un sombrero de lana, un poco ladeado, de forma que una oreja estaba cubierta y la otra no. Con aquel aspecto se requería una vista de lince para darse cuenta de que era un genio. Shatzy le bajó el sombrero sobre la oreja descubierta. Adiós, dijo. Gould atravesó la verja y empezó a subir por el paseo central, en medio del gran prado, sin darse la vuelta en ningún momento. Parecía pequeñísimo, en mitad de tanta escuela, y Shatzy pensó que nunca, en toda su vida, había visto algo más pequeño que aquel chiquillo y su cartera, que subían por el paseo haciéndose, paso a paso, cada vez más pequeños. Pensó que era escandaloso permitir que un niño estuviera tan solo, y que lo mínimo, lo mínimo, tendrían que haberle puesto un escuadrón de húsares pisándole los tobillos, o algo parecido, para escoltarlo por aquel paseo y después, ya dentro, en las aulas, una veintena de húsares, o incluso más. Pero, así, era terrible.

—Así es terrible —dijo a dos chavales que salían, con sus libros bajo el brazo y unos zapatos que parecían de cómic.

—¿Hay algo que va mal?

—Todo va mal.

—¿Ah, si?

Los chavales se reían a carcajadas.

—¿Conocéis a uno que se llama Gould?

—¿Gould?

—Sí, Gould.

—¿Uno que es un crío?

Se reían a carcajadas.

—Sí, ese crío.

—Claro que lo conocemos.

—¿De qué os reís?

—¿Quién no conoce al señor Nobel?

—¿De qué os reís?

—Eh, tía, cálmate.

—Bueno, ¿lo conocéis o no?

—Claro que lo conocemos.

—¿Sois sus compañeros?

—¿Quiénes, nosotros?

—Vosotros.

Se reían a carcajadas.

—Ése no es compañero de nadie.

—¿Eso qué significa?

—Pues que no es compañero de nadie, eso es lo que significa.

—¿No va al colegio con vosotros?

—Él vive en el colegio.

—¿Y entonces?

—Entonces nada.

—Irá a clase como todos, ¿no?

—¿Pero a ti qué te importa?, ¿qué eres?, ¿periodista?

—No soy periodista.

—Es su mamita.

Se reían a carcajadas.

—No soy su mamita. Él tiene una madre.

—¿Y quién es, Marie Curie?

—Que te jodan.

—Eh, tía, relájate.

—Relájate tú.

—No estás bien de la cabeza.

—Que te jodan.

—¡Eh!

—Pasa de ella, esta tía está loca.

—Pero qué coño quiere…

—Venga, pasa de todo…

—Está loca.

—Venga ya, vámonos.

Ya no se reían a carcajadas.

—NO HARÉIS TANTO CACHONDEO CUANDO VENGAN LOS HÚSARES —les gritó a sus espaldas Shatzy.

—Pero… ¿tú has oído?

—Venga, pasa de todo.

—A LOS TÍOS COMO VOSOTROS LOS CUELGAN DE LAS PELOTAS, Y DESPUÉS HACEN TIRO AL BLANCO.

—Está loca.

—Increíble.

Shatzy se volvió otra vez hacia la escuela. Os colgarán de las pelotas, murmuró en voz baja. Después se sorbió la nariz. Hacía un frío del demonio. Miró el gran prado, y los árboles un poco torcidos. Ya había visto árboles así, pero no recordaba dónde. Delante de algún museo, tal vez. Hacía un frío del demonio. Sacó los guantes y se los puso. Vaya mierda, pensó. Miró la hora. Había chicos que entraban y chicos que salían. La escuela era blanca. El prado, amarillento. Vaya mierda, pensó.

Después echó a correr.

Enfiló el paseo y lo cruzó a la carrera, hasta la escalinata, subió los escalones de dos en dos y entró en la escuela. Recorrió un largo pasillo, luego subió al segundo piso, entró en una especie de comedor, salió al otro lado, volvió a bajar un piso, abrió todas las puertas que encontró, acabó de nuevo fuera de la escuela, atravesó una pista de deportes y un jardín, entró en un edificio amarillo, de tres plantas, subió las escaleras, miró en la biblioteca y en los lavabos, entró en las oficinas, cogió un ascensor, siguió una flecha que indicaba FUNDACIÓN GRABENHAUER, retrocedió, enfiló un pasillo pintado de verde, abrió la primera puerta, miró dentro del aula, vio a un señor de pie tras la mesa y a nadie en los pupitres, salvo un chiquillo, sentado en la tercera fila, con una lata de Coca-Cola en la mano.

—Shatzy.

—Hola, Gould.

—¿Qué haces aquí?

—Nada, sólo quería saber si todo iba bien.

—Va todo bien, Shatzy.

—¿Todo en orden?

—Sí.

—Vale. ¿Cómo se sale de aquí?

—Baja y luego sigue las flechas.

—Las flechas.

—Sí.

—Okay.

—Hasta luego.

—Hasta luego.

En el aula se quedaron Gould y el profesor.

—Es mi nueva ama —dijo Gould—. Se llama Shatzy Shell.

—Bonita —observó el profesor, quien, ateniéndonos a los hechos, se llamaba Martens. Después reinició su lección, que, ateniéndonos a los hechos, era su lección número catorce.

—Y, en efecto, éste parece ser el meollo de tan singular experiencia, por cuanto se revela sólo parcialmente evaluable, y oscuro —articuló el profesor Martens en la lección n.° 14—. Tómese, por ejemplo, a un paseante que, sintonizando ordenadamente sus actos según un proyecto previo, puesto a punto por la mañana, pasea con una meta precisa por el carril bien delimitado e infalible de una calle de la ciudad. Y supóngase que de pronto se halla ante el encuentro con la irrelevante presencia, en el adoquinado, de un tacón de aguja negro, imprevisto y, por otra parte, imprevisible.

Y se queda como hechizado.

Él solo, préstese atención, y no los otros miles de humanos que, con análogas disposiciones de ánimo y de conducta, han visto el tacón de aguja negro, pero que con preciso automatismo lo han relegado en el útil carril lateral de objetos curiosos fundamentalmente no aptos para penetrar en el sistema de su atención, como por pragmática impostación del mismo. En cambio, nuestro hombre, sometido de repente a una cegadora epifanía, bloquea su camino, espiritual y no, al ser irremediablemente sustraído a sí mismo por una imagen que se escucha como un reclamo que es imposible eludir, casi un canto capaz, en apariencia, de reverberar hasta el infinito.

Eso es extraño —articuló el profesor Martens en la lección n.° 14.

Cuando, en el tropel de materiales que la percepción se encarga de trasladar desde la experiencia hasta nosotros, un detalle, y sólo ése, aflora entre el magma de la totalidad y, escapando a todo control, llega a

herir la superficie de nuestra automática ausencia de atención. Generalmente, no hay razón para que instantes como ése acaezcan y, sin embargo, acaecen, encendiendo repentinamente en nosotros una emoción inusitada. Son como promesas. Como destellos de promesas.

Prometen mundos.

Se diría —articuló el profesor Martens en la lección n.° 14— que ciertas epifanías de objetos escapados a la equivalente insignificancia de lo real son minúsculas troneras a través de las cuales es posible intuir —quizás alcanzar— la plenitud de mundos. De mundos. Desde la inanidad de un tacón de aguja perdido en la calle, se filtra luz de mujer, la luz de mujer, de un mundo —desarticuló el profesor Martens en la lección n.° 14— de tal forma que hay que preguntarse, en fin, si ésa precisamente / tal vez es ésa la única puerta a la autenticidad de los mundos[3] no hay en ninguna mujer toda la mujer que hay en un tacón de aguja perdido en la calle / allí está, al alcance de la mano, algo que parece / algo que es el último meollo de la inmensa experiencia colectiva y de la historia que subyace bajo el nombre de mujer / digamos que su verdad tornasolada / más en concreto, lo que en la realidad corresponde a cuanto en nuestro horizonte perceptivo acaece en cuanto emoción y sensación subsumible en la expresión lingüística

mujer no hay en ninguna mujer toda la mujer que hay en un tacón de aguja perdido en la calle: y, si esto es cierto, la autenticidad sería entonces una metrópoli subterránea perceptible por el destello de troneras minúsculas que la anuncian, objetos-luminiscencias tallados en la superficie blindada de lo real, llamaradas que son anunciación y atajo, señal y puerta, ángeles —desarticuló el profesor Martens en su lección n.° 14. Añadiendo: y que nadie me venga ahora con la magdalena de Proust. Nos hemos

encadenado a esa imagen obscenamente doméstica, burguesa, hogareña / se ha neutralizado en ella el ardor de las verdaderas troneras, reducidas a fenómenos insignificantes en sí mismos de memoria involuntaria y, quién sabrá por qué, reveladora / echados sobre el diván del médico hemos malbaratado los destellos epifánicos del subsuelo como regurgitaciones deprimentes de subconsciencias personales e individuales / los hemos entregado a una cura consoladora, como si fueran cálculos renales, que hay que drenar y expulsar en la micción de los recuerdos, los recuerdos / la memoria / diuresis del alma / imperdonable cobardía / como si —desarticuló el profesor Martens en su lección n.° 14, bajando de su tarima y acercándose a Gould—como si el hombre que queda hechizado por el tacón de aguja, negro, fuera, en ese momento, él mismo: y tuviera

su biografía, y

su memoria. Éste es el engaño. Los ojos que ven los destellos son terminales irrepetibles del mundo. Son combinaciones de hechos ocurridos, constelaciones objetivas de eventualidades convergentes en un único instante y un mismo lugar. No hay nada de subjetivo. Cada destello es un acontecimiento de objetividad. Es lo auténtico desfigurando lo real piensa qué ojos, capaces de ser tan sólo reales, y basta, ojos sinhistoria después, y sólo después, entonces ya es historia escucha, después, entonces, ya es historia en la ambición de hacer eterno ese destello, se le convierte en historia, a poco que pueda piensa en la mente que pueda hacerlo qué levedad, y fuerza, para mantener suspendido un destello todo el tiempo necesario hasta llegar a ver cómo se disuelve en historia esto sería acuñar historias, esto es lo que se debería saber hacer, permaneciendo a la escucha todo el tiempo necesario, esperando la grieta escondida en la lama del destello, recogiendo su paso y sus medidas, su respiración, su porte, caminando por sus senderos, respirando sus tiempos, hasta tener, en la mano, en la voz, ese instante abierto en su lugar, y

dulcificado en la línea curva de una historia,

afilado en la línea recta de una historia ¿puedes imaginarte un gesto más hermoso? —desarticuló el profesor Martens en su lección n.° 14.

Martens era el profesor de la asignatura de mecánica cuántica. Tenía obsesión por las bicicletas, de las cuales, por otro lado, se caía con frecuencia debido a una laberintitis mal curada. Un abuelo suyo había combatido en la batalla de Charlottenburg, y él tenía pruebas de ello. Es lo que decía.

Ir a la siguiente página

Report Page