City

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Otra buena escena era la del menú. Dentro del

saloon. No el menú. La escena. Era dentro del

saloon.

Aquello era un endemoniado baile de cosas, voces, ruidos, colores, pero tampoco hay que olvidar —decía Shatzy— la peste. Es muy importante. Tienes que imaginarte bien la peste. Sudor, alcohol, caballo, dientes cariados, meados y loción para después del afeitado. ¿Te lo imaginas? Hasta que no le habías jurado que te lo imaginabas, no proseguía.

Al principio era un asunto entre Carver, el encargado del

saloon, y el forastero, el de las hermanas Dolphin. Carver hablaba mientras secaba los vasos. Nadie lo había visto nunca fregándolos.

—¿Eres el forastero?

—¿Y eso qué es, una nueva marca de

whisky?

—Es una pregunta.

—Las he oído más originales.

—Las buenas las guardamos para clientes con dinero.

El forastero deja sobre la barra una moneda de oro y dice:

—Veamos.

—¿Whisky, señor?

—Doble.

Shatzy decía que todavía le faltaba algo que grabar, pero en esencia era casi perfecto. Se refería al diálogo.

—¿Siempre os liáis a tiros con los que llegan a este pueblo?

—Las hermanas Dolphin, ¿no?

—Dos señoras. Gemelas.

—Son ellas.

—Menuda pareja.

—Nunca he visto manejar el rifle como ellas —dice Carver, y empieza a secar otro vaso.

—¿En qué sentido?

—¿Aún no has oído la historia del valet de corazones?

—No.

—Son famosas por esa historia. La cosa va así. Ellas se colocan a cuarenta pasos de ti, tiras al aire un mazo de cartas, ellas disparan, recoges las cartas del suelo, y al final te encuentras con cincuenta y una cartas normales y una con dos agujeros en el centro.

—El valer de corazones.

—Eso es.

—¿Siempre el valet de corazones?

—Les gusta esa carta. Seguro que hay alguna historia detrás.

—¿Y cuándo se puede ver ese espectáculo?

—No se puede ver. La última vez fue hace dos años y alguien resultó muerto. Fin de las representaciones.

—¿Ellas lo dejaron seco?

—Era uno que venía de fuera, un idiota. Le habían contado la historia del valet de corazones y no quería creérsela, decía que esas dos viejas solteronas no le darían a una carta ni aunque la enrollaras y se la metieras en el cañón del rifle. Estuvo diciéndolo durante días, riéndose como un loco con la historia esa de enrollar la carta y lo demás. Al final las hermanas Dolphin decidieron que ya estaban hartas. No era tanto por lo de la carta, era el asunto ese de las solteronas lo que las enfurecía, aquí sabemos todos que es mejor evitar ese tema, y en cambio el tipo aquel no paraba, las viejas solteronas por aquí, las viejas solteronas por allá. Las volvió locas. ¿Otro

whisky?

—Antes, la historia.

—Pues al final él apostó mil dólares a que esas dos solteronas no lo lograrían nunca. Parecía seguro de sí mismo. Ellas llegaron, con sus dos rifles. Todo el pueblo estaba allí, mirando. El idiota iba riéndose, tan tranquilo, contó cuarenta pasos, cogió el mazo de cartas y lo lanzó al aire. Acabó tendido en el suelo cuando las cartas todavía estaban en el aire, cayendo como hojas muertas: dos tiros certeros en el corazón. Frito. Las hermanas Dolphin se dieron la vuelta y sin decir palabra regresaron a su casa.

—Bingo.

—Allí estábamos todos, de piedra, sin saber siquiera dónde mirar. Un silencio de la hostia. Sólo se movió el

sheriff: se acercó al cadáver, le dio la vuelta, estuvo un rato mirándolo, como si buscara algo. Después se volvió hacia nosotros: sacudía la cabeza y sonreía.

Carver dejó de secar el vaso. También sonreía.

—Aquel idiota se había pasado de listillo. Había sacado el valet de corazones del mazo y lo había escondido. ¿A que no sabes dónde?

—En el bolsillo del chaleco.

—Encima mismo del corazón. Todavía me acuerdo de aquella carta. Completamente manchada de sangre. Y en el medio, dos agujeros así, parecían una firma.

Whisky, Carver.

—Sí,

señor.

Durante el juicio —decía Shatzy— el juez había buscado en sus libros algo que permitiera matar a un tramposo desarmado sin acabar en la horca. No lo encontró. Entonces dijo A tomar por culo, absueltas. Se llevó al

sheriff aparte y le dijo algo, a él sólo. Luego fue a emborracharse, salvajemente.

—¿Carver?

—Sí,

señor.

—¿Por qué estoy vivo?

—Esto es un

saloon, la iglesia está más abajo, en la otra punta de la calle.

—¿Por qué las hermanas Dolphin me han disparado y yo estoy aquí bebiendo

whisky?

—Cartuchos de fogueo. Las hermanas no lo saben, se los prepara Truman, Morgan rojos calibre 44-40, un trabajo de primera, clavaditos a los de verdad. Pero son salvas. Orden del

sheriff.

—¿Y ellas no lo saben?

Carver se encoge de hombros. El forastero vacía el vaso. Hay olor a sudor, alcohol, caballo, dientes cariados, meados y loción para después del afeitado.

Si le preguntabas qué tenía que ver el menú con todo aquello, ella te decía lo tiene, lo tiene. Calma, es sólo el principio.

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