City

City


22

Página 30 de 49

a priori, respeto y consideración e impunidad. Puedes prescindir de eso cuando no lo conoces. Pero ¿y después? ¿Cuando lo has visto en los ojos del vecino de sombrilla en la playa, y del que te vende el coche, y del editor al que nunca habrías pensado en conocer, y de la actriz de series de televisión y —una vez, en el campo— del ministro, en persona? Hace vomitar, ¿no es cierto? Mejor aún, significa que estamos cerca del corazón de las cosas. Sin piedad, Gould. No es momento de rendirse. Se puede ir incluso más cerca. La esposa. La esposa del estudioso, su vecina, desde los doce años, amada desde siempre, con la que se casa después por automatismo y legítima defensa ante las incurias del destino, mujer borrosa, simpática, nunca apasionada, una buena esposa, ahora la mujer de un profesor acreditado y de su mortífera idea artificial, esposa feliz en el fondo, mírala con atención. Cuando se despierta. Cuando sale del lavabo. Mírala. Su salto de cama, todo. Mírala. Y luego míralo a él, al estudioso, no muy alto, sonrisa triste, con escamas de caspa, nada que objetar, aunque lo haya, hermosas manos, eso sí, manos delgadas y pálidas que parecen inevitablemente unidas al mentón en las fotos de rigor, manos hermosas, todo el resto poco agraciado, haz un esfuerzo, Gould, e intenta ver desnudo a alguien así, es importante que lo veas desnudo, créeme, blancuzco y fofo, con musculatura evanescente y en mitad de las ingles modestos atributos, ¿qué posibilidades puede tener un animal macho como ése en la lucha cotidiana por el apareamiento?, escasas posibilidades, modestas, sin discusión, y así sería, en efecto, si no fuera porque la idea artificial ha transformado a ese animal destinado a la extinción en un luchador y, a largo plazo, en jefe de la manada, con un buen portafolios de cuero y con paso convertido en una estetizante cojera ficticia, que ahora, si te fijas bien, baja la escalinata de la universidad y al que se acerca una estudiante que, con timidez, se presenta y mientras habla baja con él hasta la calle y luego por la pendiente de una amistad cada vez más pegajosa, que da asco sólo pensarlo, pero que es útil observar, hasta el fondo, por muy repugnante que sea, útil estudiar, aprehendiéndola hasta el apoteósico final cuando en el estudio de ella, una habitación alquilada con una gran cama y una manta peruana, él consigue subir, con su portafolios y sus escamas de caspa, con la excusa de corregir una bibliografía, y tras horas de agotador cortejo furtivo, disuelve la tardía resistencia de la muchacha con las pinzas y el bisturí de su idea artificial y, en virtud de una pequeña columna que desde hace algunas semanas tiene en una revista, encuentra el valor, y en cierto modo el derecho, para apoyar una mano, una de sus hermosísimas manos, sobre la piel de esa muchacha, una piel que ningún destino le habría entregado nunca, pero que ahora su idea artificial le ofrenda, junto con esa blusa que se abre, con la lengua que irracionalmente cierra sus delgados labios grisáceos, con la respiración femenina jadeante en sus orejas, y la imagen deslumbrante de una mano joven, bronceada y hermosa, cerrada sobre su miembro, increíble. ¿Piensas que todo esto puede tener precio? No lo tiene, Gould. ¿Piensas que ese hombre sería capaz de renunciar a todo esto sólo por el prurito de ser honesto, de respetar el infinito de sus ideas, de volver a preguntarse qué es verdadero y qué no lo es? ¿Piensas que puede volver a ocurrir que ese hombre se pregunte, aun en secreto, aun en soledad absoluta e impenetrable, si su idea artificial tiene todavía algo que ver con la verdad, con su origen? ¿Piensas que sería capaz de un solo instante, aun en secreto, de honestidad? No. (Tesis 5: Los hombres utilizan las ideas como armas, y con este gesto se alejan de ellas para siempre). Está ya tan lejos de él el punto del que había partido, y hace tanto tiempo que él ya no vive en sus ideas, honestamente, con sencillez y en paz. No es una honestidad que puedas reconstruir cuando el traicionarla te ha proporcionado otra existencia, una existencia entera, a ti, que podrías no haber existido, durante años, hasta reventar. No puedes devolver una vida entera tras habérsela robado al destino, tan sólo porque un día, al mirarte en el espejo, te das asco. Nuestro profesor morirá deshonesto, pero al menos morirá en alguna vida.

Lo decía, obviamente, emocionándose un poco. No es que llorara, en propiedad. Pero en fin, tenía los ojos brillantes, y un nudo en la garganta, esas cosas. Él era así.

Una vez Poomerang le preguntó al profesor Mondrian Kilroy por qué no publicaba su

Ensayo sobre la honestidad intelectual. Nodijo que podía salir un libro bien gordo. Todas las páginas en blanco, y aquí o allá las seis tesis, donde cayeran. El profesor Mondrian Kilroy dijo que era una buena idea, pero pensaba que ese ensayo no debía publicarlo nunca, porque muy en el fondo tenía la duda de que no fuera de una terrible ingenuidad. Lo encontraba infantil. Decía también que, a pesar de todo, en cierto modo le gustaba precisamente porque estaba a un paso de ser una terrible ingenuidad, y algo infantil, pero que no lograba serio del todo y estaba, por decirlo de algún modo, en equilibrio, y eso le hacía sospechar que, en realidad, era una idea, en todo el sentido del término. En el sentido

honesto del término. Luego decía que en realidad, para ser sincero, ya no entendía un carajo. Y preguntaba si todavía quedaba más

pizza.

Lo cierto era que vomitaba cada vez más a menudo, no por la

pizza, sino en todas las ocasiones en que estaba demasiado cerca de estudiosos o intelectuales varios. A veces bastaba con que leyera un artículo del periódico, o la solapa de una cubierta. El día del estudioso inglés, por ejemplo, aquel que miraba fijamente a la nada, le habría gustado quedarse a escuchar, sentía curiosidad por oírlo hablar incluso, pero le había sido completamente imposible, y al final había vomitado, montando un jaleo terrible, además, tanto que al final había tenido que ir al rector a disculparse, y para disculparse no se le había ocurrido otra cosa que repetir obsesivamente la frase: Mire que es buena persona, estoy seguro de que es buena persona. Se refería al estudioso inglés. El rector Bolder lo miraba pasmado. Mire que es buena persona, estoy seguro de que es buena persona. También al día siguiente, mientras estaban lavando la roulotte, insistía con el rollo ese de que era buena persona. A Gould le parecía una tontería.

—Si fuera una buena persona no le haría vomitar.

—No es tan sencillo, Gould.

—¿Ah, no?

—Rotundamente, no.

Gould limpiaba las ruedas. Más que cualquier otra cosa, le gustaba lavar las ruedas. Goma negra brillante jabonosa. Un placer.

He pensado en ello, he pensado largamente en ello, Gould, y con toda la dureza de que soy capaz, pero al final he comprendido que por obscena que sea la forma en que los hombres abandonan la verdad para emplearse con dedicación obsesiva a las ideas artificiales con las que destrozarse mutuamente, que por mucho asco que me dé ahora todo lo que apeste a ideas, y por más que yo sea incapaz objetivamente de no vomitar ante la cotidiana exhibición de esa lucha primitiva disfrazada de honesta búsqueda de la verdad —por muy ilimitada que sea mi desazón, tengo que decir: es justo, es asquerosamente justo, es simplemente

humano, es lo que tiene que ser, es la mierda que nos aguarda, la única mierda a cuya altura estamos. Lo he comprendido mirando a los mejores. De cerca, Gould, hay que tener la valentía de mirarlos de cerca. Los he visto: eran repulsivos y justos, ¿comprendes ahora lo que quiero decir?, repulsivos e inexorablemente inocentes, sólo querían

existir, ¿puedes quitarles ese derecho?, querían

existir. Coge a uno de esos con grandes ideales, esos con ideas nobles, esos que han hecho de sus ideas una misión, esos que están por encima de toda sospecha. El sacerdote. Coge al sacerdote. No a uno cualquiera. Al otro, el que está al lado de los pobres, o de los débiles, o de los marginados, el que lleva un jersey y unas Reebok, ese mismo, habrá empezado con alguna deslumbrante aparición caótica del infinito, algo que en la penumbra de su juventud le habrá dictado vagamente el imperativo de tomar posición, y la sugerencia de qué parte estar, todo habrá empezado como debe empezar, de un modo honesto, pero luego, Dios santo, cuando vuelves a verlo ya adulto y famoso, Jesús, famoso, da cosa ya sólo decirlo,

famoso, con su nombre en los periódicos y las fotografías, con el teléfono sonando sin parar porque los periodistas quieren preguntarle su opinión sobre esto o aquello, y él responde, puta miseria,

responde, y participa, y marcha en cabeza de las manifestaciones; el teléfono de los sacerdotes no suena, Gould, quiero decírtelo con toda la crueldad necesaria, tú no puedes saberlo pero el teléfono de los sacerdotes no suena porque su vida es un desierto, es programáticamente un desierto, una especie de parque natural protegido, donde la gente puede mirar, pero desde lejos, son animales de parque natural, nadie puede tocarlos, ¿puedes imaginártelo, Gould?, para los sacerdotes es todo un problema incluso dejarse tocar, ¿has visto alguna vez a un sacerdote dando un beso a un niño o a una señora?, sólo para saludarlos, no pienses mal, una nimiedad, lo normal, pero él no puede hacerlo, la gente de alrededor enseguida tendría una sensación de malestar y de inminente irritación, y ésta es la durísima condición cotidiana del sacerdote en este mundo, él, que podría ser un hombre como los demás y que ha elegido en cambio esa soledad vertiginosa, que no tendría vía de escape, nada, salvo una idea, una idea incluso justa, llegada desde fuera para cambiar ese panorama, para devolverle una tibieza de humanidad, una idea que, bien utilizada, perfilada, revisada, protegida de los arriesgados choques con la verdad, conduce al sacerdote fuera de su soledad, simplemente, y poco a poco hace de él el hombre que es ahora, rodeado de admiración, y ganas de acercársele, e incluso deseo en estado puro, un hombre con jersey y Reebok, nunca solo, se mueve arropado por hijos y hermanos, nunca perdido porque está constantemente conectado a alguna terminal de los medios de comunicación, de vez en cuando entre la multitud atrapa al vuelo los ojos de una mujer cargados de deseo, piensa qué puede significar eso para él, esa vertiginosa soledad y esta vida que estalla, ¿hay que sorprenderse si está dispuesto a

morir por su idea?, él

existe en esa idea, ¿qué significa

morir por esa idea?, estaría

muerto de todas formas si se la quitaran, se salva en esa idea, y el hecho de que con ella salve a cientos o a lo mejor a miles de semejantes no cambia ni un ápice en este asunto, y es que ante todo se salva a sí mismo, con la coartada accesoria de salvar a los demás, robando a su destino esa necesaria dosis de reconocimiento y admiración y deseo que le hace estar vivo; vivo, Gould, ¿comprendes bien esta palabra?, vivo, sólo quieren estar vivos, hasta los mejores, los que construyen justicia, progreso, libertad, futuro, incluso para ellos se trata de una cuestión de supervivencia, acércate todo lo que puedas, si no me crees, mira cómo se mueven, a quién tienen a su alrededor, míralos e intenta imaginarte qué sería de ellos si por casualidad un día se despertaran y cambiaran de idea, simplemente, qué quedaría de ellos, intenta arrancarles una respuesta que no sea una instintiva autojustificación, mira si puedes aunque sea una sola vez escucharles pronunciar su idea con el estupor y la indecisión de alguien que la descubriera en ese momento y no con la seguridad de alguien que te está mostrando con orgullo la devastadora eficacia del arma que empuña, no te dejes engañar por la aparente docilidad de su tono, por las palabras que eligen, astutamente dóciles, están luchando, Gould, luchan con los dientes por la supervivencia, por la comida, la hembra, la madriguera, son animales, y eso que son los mejores, ¿comprendes?, ¿qué puedes esperar de los demás que sea distinto, de los pequeños mercenarios de la inteligencia, de los comparsas en la gran lucha colectiva, de los pequeños guerreros cobardes que rapiñan restos de vida en los márgenes del campo de batalla, conmovedores basureros de salvaciones irrisorias, cada uno con su ideíta artificial, el médico a la caza de financiación para pagar el internado de su hijo, el viejo crítico que intenta paliar el abandono de su vejez con cuarenta líneas a la semana que suelta donde hagan un poco de ruido, el científico y su puré de Vancouver con que alimentar de orgullo a mujer, hijos, amantes, las penosas apariciones televisivas del escritor que teme desaparecer entre un libro y otro, el periodista que apuñala a diestro y siniestro desde la primera página para estar seguro de existir al menos otras veinticuatro horas más, sólo están luchando, ¿lo comprendes?, lo hacen con ideas porque no saben utilizar otra cosa, pero en esencia es lo mismo, es lucha, y son armas sus ideas, y por mucho asco que nos dé admitirlo, están en su derecho, su deshonestidad es una lógica deducción de un deseo primario, y por tanto necesario, su asquerosa traición cotidiana a la verdad es la consecuencia natural de un estado natural de indigencia que hay que aceptar, no puede pedírsele a un ciego que vaya al cine, no puede pedírsele a un intelectual que sea honesto, no creo, de verdad, que pueda pedírsele, por muy deprimente que sea admitirlo, pero el concepto mismo de honestidad intelectual es un oxímoron.

6. La honestidad intelectual es un oxímoron.

O, en todo caso, es una tarea altamente prohibitiva y tal vez inhumana, en grado tal que nadie, en la práctica, sueña ni siquiera con resolverla, contentándose, en los casos más admirables, con hacer las cosas con cierto estilo, cierta dignidad, digamos que con buen gusto, eso es, el término exacto sería con buen gusto, al final acabas salvando a los que consiguen por lo menos hacer las cosas con buen gusto, con cierto pudor, los que no parecen orgullosos de la mierda que son, no tan orgullosos, no tan malditamente orgullosos, no tan impunemente, jodidamente orgullosos. Dios, qué asco.

—¿Hay algo que no marcha, profesor?

—Me estaba preguntando…

—Diga, profesor.

—Exactamente, ¿qué es lo que estoy limpiando?

—Una roulotte.

—Me explico: exactamente, ¿qué papel desempeña este objeto amarillo en vuestro ecosistema?

—Por ahora la función de este objeto amarillo en nuestro ecosistema es la de esperar un coche.

—¿Un coche?

—Las roulottes no van a ninguna parte sin un coche.

—Eso es cierto.

—¿Usted tiene coche, profesor?

—Lo tenía.

—Lástima.

—Para ser exactos, lo tenía mi hermano.

—Suele pasar.

—¿Tener un hermano?

—También.

—En efecto, a mí me ha pasado tres veces. ¿Y a usted?

—No, a mí nunca me ha pasado.

—Lo siento.

—¿Por qué?

—¿Me da la esponja, por favor?

Hablaban. Les gustaba.

En cierta ocasión, Gould, Diesel y Poomerang lo dejaron todo colgado porque tenían que ver un partido, en el campo de enfrente.

Se quedaron el profesor Mondrian Kilroy y Shatzy. Lo limpiaron todo a conciencia y después se sentaron en los escalones de la entrada, mirando la roulotte amarilla.

Se dijeron algunas cosas.

En un momento dado, el profesor Mondrian Kilroy dijo que era raro, pero que echaría de menos terriblemente a aquel chico. Quería decir que echaría de menos terriblemente a Gould. Entonces Shatzy dijo que si quería lo podían llevar a él también, la roulotte era pequeña pero ya encontrarían la manera. El profesor Mondrian Kilroy se volvió para mirarla y luego preguntó si de verdad tenían la intención de ir hasta Couverney con la roulotte, y de ir todos juntos. A lo que Shatzy respondió

—¿Couverney?

—Couverney.

—¿Y qué pinta Couverney?

—¿Cómo que qué pinta?

—¿De qué estamos hablando, profesor?

—De Gould.

—Y, entonces, ¿qué pinta aquí Couverney?

—Es la universidad de Gould, ¿no? La nueva universidad de Gould. Un lugar gélido, dicho sea de paso.

—Le han

propuesto ir a Couverney, sólo se lo han

propuesto.

—Se lo han propuesto, y él va a ir.

—Que yo sepa, no lo sabe.

—Que yo sepa, lo sabe perfectamente.

—¿Desde cuándo?

—Él me lo ha dicho. Ha decidido ir. Empieza en septiembre.

—¿

Cuándo se lo ha dicho?

El profesor Mondrian Kilroy estuvo un rato pensándoselo.

—No lo sé. Hace algunas semanas, creo. Nunca sé muy bien cuándo ocurren las cosas. ¿A usted no le pasa nunca?

—…

—Señorita…

—…

—¿Usted sabe siempre cuándo ocurren las cosas?

—…

—Se lo pregunto por curiosidad.

—¿Le ha dicho Gould

verdaderamente que irá a Couverney, profesor?

—Sí, de eso estoy seguro, se lo ha dicho incluso al rector Bolder, ¿sabe?, él querría hacer una fiesta de despedida, o algo por el estilo, y Gould prefiere evitarlo, dice que sería…

—¿Qué coño significa eso de una

fiesta de despedida?

—Es sólo una idea, una idea del rector Bolder, aparentemente es un hombre duro e inflexible, pero por dentro esconde un alma sensible, casi diría que…

—Pero ¿es que todos habéis perdido la cabeza o qué?

—… casi diría que…

—¡Jesús! Ese chico tiene quince años, profesor, Couverney es un lugar para adultos, uno no es adulto cuando tiene quince años, lo es cuando tiene veinte años, si uno tiene veinte años ya es mayor y entonces, eventualmente, si de verdad tiene ganas de tirar por el retrete su vida, puede tornar en consideración la curiosa eventualidad de ir a enterrarse en una guarida de…

—Señorita, desearía recordarle que ese chico es un genio, no es un…

—Pero ¿quién coño ha dicho eso?, ¿se puede saber quién lo ha dicho?, ¿podría saber por qué habéis decidido todos de sopetón que un chico como ése es un genio, un chico que nunca ha visto más que vuestras malditas aulas y las calles que llevan hasta ellas, un genio que se mea encima cuando duerme, que se asusta si le preguntan por la calle qué hora es, que no ve a su madre desde hace años, que habla con su padre por teléfono sólo los viernes por la noche, y que nunca conseguirá acercarse a una chica aunque se lo pidan en arameo?, ¿cómo puntúa todo esto? Porque me imagino que puntúa de manera bestial en la clasificación correspondiente de los genios, lástima que no balbucee, porque eso lo convertiría en prácticamente inalcanzable…

—Señorita, no se trata de que…

—Claro que se trata de eso, si todos los profesores como usted se empeñan en tener el cerebro en la salmuera de sus…

—… no se trata en ningún caso de…

—… de su amor propio, convencidos de haber encontrado a la gallina de los huevos de oro, y por tanto completamente…

—… señorita, le ruego que…

—… completamente atontados por esa historia del Nobel, porque hablemos claro, es ahí donde queréis ir a parar, usted y…

—¿QUIERE CERRAR EL PICO DE UNA PUTA VEZ?

—¿Cómo?

—Le he preguntado si tendría la amabilidad de cerrar el pico de una puta vez.

—Sí.

—Gracias.

—De nada.

—…

—…

—…

—…

—Señorita, es una circunstancia desgraciada, estoy de acuerdo, pero ese chico es un genio. Créame.

—…

—Desearía añadir algo más. Los pájaros vuelan. Los genios van a la universidad. Aunque pueda parecer una banalidad, es así. He terminado.

Meses después, el día antes de partir, Shatzy pasó a despedirse del profesor Mondrian Kilroy. Gould se había marchado hacía ya un tiempo. El profesor se paseaba en zapatillas y seguía vomitando. Se notaba que lamentaba ver marcharse a todo el mundo, pero no era de esas personas a las que les gusta hacer reproches. Tenía una formidable capacidad para admitir la necesidad de los acontecimientos, cuando éstos acontecían. Le dijo a Shatzy un montón de tonterías, y algunas hasta daban risa. Después fue a buscar algo en un cajón, y se lo dio a Shatzy. Era el folleto con las tarifas de las «Salas de contacto». En la parte de atrás estaba el

Ensayo sobre la honestidad intelectual.

—Me gustaría que lo conservara usted, señorita.

Allí estaban las seis tesis, una debajo de la otra, escritas en letra de molde, un poco torcidas pero ordenadas. Bajo la última, había una nota, escrita con otra tinta y en cursiva. No tenía un número delante, nada. Decía así:

En otra vida, seremos honestos. Seremos capaces de callar.

Era el fragmento que, literalmente, hacía perder la chaveta a Poomerang. Era lo que le hacía enloquecer. No paraba de repetirlo. Lo nodecía a todo el mundo, como si fuera su nombre.

Shatzy cogió el folleto. Lo dobló en dos y se lo puso en el bolsillo. Después abrazó al profesor e hicieron esos gestos que, al ponerlos todos juntos, adquieren su nombre, exacto, de adiós. Un adiós.

Luego, durante años, Shatzy llevó consigo ese papel amarillo, doblado en cuatro, siempre lo llevaba consigo, en el bolso, aquel que llevaba escrito

Salvad al planeta tierra de los pies con uñas esmaltadas. De vez en cuando releía las seis tesis, e incluso la apostilla, y oía la voz del profesor Mondrian Kilroy que las explicaba y se emocionaba, y pedía más

pizza. De vez en cuando le entraban ganas de dejárselo leer a alguien, pero la verdad es que no encontró nunca a nadie que fuera tan ingenuo como para poder comprender algo de aquello. A veces era gente inteligente y esas cosas, gente de valía. Pero se veía que ya era demasiado tarde para hacer que volvieran atrás, para pedirles que regresaran, aunque fuera un solo instante, a casa.

Al final el folleto amarillo y todo el

Ensayo sobre la honestidad intelectual acabó por perderlos, una mañana, muy temprano, en que se le desparramó el bolso en casa de un médico, mientras intentaba largarse y no lograba encontrar las medias negras. Montó un follón de cuidado y mientras metía todo dentro del bolso él se despertó, por lo que ella tuvo que decir alguna frase tonta, y se distrajo, y pasó lo que tenía que pasar: el folleto amarillo se quedó allí.

Fue una lástima. De verdad.

En la otra cara, donde estaba impresa la tarifa de la «Sala de contactos», había una larga lista de servicios, y el último, el más caro, se llamaba «Crossing contact».

Fue una de las cosas que Shatzy se quedó sin saber: qué demonios podía ser un «Crossing contact».

Ir a la siguiente página

Report Page