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Sin pistolas —sobre el corazón, en el bolsillo, tarjetas que dicen

Wittacher e Hijo

Construcción y reparación de relojes y cronómetros.

Medalla del Senado en la Exposición Universal de Chicago.

Maletín en mano, caminando en el viento hasta el final del pueblo, una casa roja, casa Dolphin —tres escalones, la puerta, Julie Dolphin, el salón, olor a madera y verduras, dos rifles colgados sobre la estufa, Melissa Dolphin, polvo que cruje bajo los zapatos, en todas partes, un pueblo extraño, polvo por todas partes, lluvia nunca, un pueblo extraño, Buenas tardes, mister Wittacher.

Buenas tardes.

Durante cinco días —cada tarde, con el crepúsculo— Phil Wittacher acudió a casa de las hermanas Dolphin, para escuchar. Le explicaron la historia de Pat Cobhan, que se había suicidado en un duelo, en Stonewall, por amor a una puta, y la historia del

sheriff Wister, que había partido de Closingtown como inocente y había regresado como culpable. Le preguntaron si había conocido a un viejo casi ciego con pistolas brillantes al cinto. No. Ya lo conocerá. Se llama Bird. Ésta es su historia. Y le hablaron del viejo Wallace, y de sus riquezas. Le hablaron de los Christianson, toda aquella historia de amor, desde el principio hasta el final. El quinto día todavía le hablaron de Bill y Mary. Luego dijeron

—Ya es suficiente.

Phil Wittacher apaga su cigarro en un platito azul de cristal.

—Hermosas historias —dice.

—Depende —dice Melissa Dolphin.

—Nosotras nos inclinamos más bien a considerarlas historias horrorosas —dice Julie Dolphin.

Phil Wittacher se levanta, se acerca a la ventana, mira hacia la oscuridad del exterior. Dice

—Muy bien, ¿cuál es el problema?

—No es tan fácil explicarlo. Pero si alguien puede entenderlo es usted.

Le preguntan si se ha dado cuenta de que todas esas historias tienen algo en común.

Wittacher piensa.

La muerte, dice.

Otra cosa, dicen.

Wittacher piensa.

El viento, dice.

Exacto.

El viento.

Wittacher se calla.

Ve a Pat Cobhan bajando del caballo, después de días de viaje, recoge un puñado de polvo, lentamente deja que vuele entre sus dedos y piensa: nada de viento, aquí. Y allí finalmente se concede la muerte.

No había viento donde el

sheriff Wister se rindió a Bear. Desierto, sol. Nada de viento.

Wittacher piensa.

Hace seis días que está en ese pueblo, y el viento no ha dejado ni un instante de soplar, con cólera. Polvo por todas partes.

—¿Por qué? —pregunta Phil Wittacher.

—El viento es la maldición —dice Melissa Dolphin.

—El viento es una herida del tiempo —dice Julie Dolphin—. Eso es lo que piensan los indios, ¿lo sabía? Ellos dicen que cuando el viento se levanta significa que se ha arrebatado el gran manto del tiempo. Entonces todos los hombres pierden su propio rastro, y mientras sople el viento no volverán a encontrarlo. Permanecerán sin destino, perdidos en una tempestad de polvo. Los indios dicen que sólo algunos hombres conocen el arte de arrebatar el tiempo. Los temen, y les llaman «asesinos del tiempo». Uno de ellos arrebató el tiempo de Closingtown: sucedió hace treinta y cuatro años, dos meses y dieciséis días. Ese día, mister Wittacher, todos nosotros perdimos nuestro destino entre un viento que se levantó de repente, sobre el cielo de la ciudad, y que nunca ha cesado desde entonces.

Había que oír a Shatzy explicando esa historia. Decía que había que imaginarse Closingtown como si fuera un hombre que se asomara por la ventanilla de una diligencia, con todo el viento en la cara. La diligencia era el Mundo, haciendo su hermoso viaje por el Tiempo: iba hacia delante, consumiendo días y kilómetros, y si te quedabas en el interior, bien resguardado, no notabas siquiera el aire y la velocidad. Pero si por alguna razón te asomabas por la ventanilla, zas, acababas en otro Tiempo, y entonces todo era polvo y viento hasta que perdías el sentido. Decía exactamente «perder el sentido»: y en ese lugar no es una expresión como otra. Decía que Closingtown era una ciudad asomándose por la ventanilla del Mundo, con el Tiempo dándole en la cara, y el polvo metiéndose en los ojos para liarlo todo en la cabeza. Era una imagen que no resultaba fácil de comprender, pero que gustaba mucho a todo el mundo, corría por todo el hospital, creo que todos reconocían en la misma una historia que les sonaba vagamente, o algo por el estilo. El mismo profesor Parmentier, en cierta ocasión, me dijo que, si me servía de ayuda, podía imaginarme que lo que pasaba en mi cabeza era algo no muy distinto a lo de Closingtown. Ocurre que hay algo que arrebata el Tiempo, me dijo, y ya no se es puntual con nada. Es como si siempre se estuviera en otro sitio. Un poco antes o un poco después. Tienes un montón de citas, con las emociones, o con las cosas, y siempre estás persiguiéndolas o llegando estúpidamente antes de tiempo. Decía que, posiblemente, ésa era mi dolencia. Julie Dolphin la llamaba perder el propio destino. Pero eso era en el Oeste: allí podían decirse ciertas cosas. Ella las decía:

—Hace treinta y cuatro años, dos meses y dieciséis días, mister Wittacher, todos nosotros perdimos nuestro destino entre un viento que se levantó de repente, sobre el cielo de la ciudad, y que nunca ha cesado desde entonces. Pat Cobhan era joven y los jóvenes no saben vivir sin destino. Montó a caballo y no se detuvo hasta llegar a la tierra donde el suyo estaba esperándolo. Bear era un indio: él sabía. Llevó al

sheriff Wister lejos, hasta las fronteras del viento, y allí lo entregó al destino que se merecía. Bird es un viejo que no quiere morir. Blasfema, pero permanece agazapado en este viento donde su destino de pistolero no lo encontrará nunca. Ésta es una ciudad a la que alguien arrebató su tiempo, y su destino. Quería usted una explicación: ¿le basta con ésta?

Phil Wittacher piensa.

Esto es una locura, dice.

Menos de lo que piensa.

Son leyendas, dice.

No digas chorradas, chico.

Es viento, nada más, dice.

¿Usted cree?

Decía Shatzy que entonces le hicieron abrir su maletín. Allí dentro tenía todo su instrumental y sus tres relojes, hermosos y perfectos: inexorablemente parados.

—¿Y esto cómo se lo explica, mister Wittacher?

—A lo mejor es la humedad.

—¿La humedad?

—Quiero decir que aquí, en este pueblo, hay un clima muy seco, es horriblemente seco, supongo que es por el viento o…

—¿El viento?

—Es posible.

—Es viento, nada más, mister Wittacher, ¿desde cuándo el viento para los relojes?

Phil Wittacher sonríe.

—No me líen: una cosa es parar los relojes, y otra detener el tiempo.

Julie Dolphin se levanta —incluso se levanta—, se acerca al forastero, muy, pero que muy cerca, y lo mira a los ojos, fijamente a los ojos.

—Le ruego que me crea: aquí, en Closingtown, son lo mismo.

—¿En qué sentido,

miss?

¿En qué sentido, Shatzy?, le preguntábamos. De vez en cuanto éramos cinco o seis las que escuchábamos sus historias. Para ser exactos, me las contaba a mí, pero no me molestaba si las escuchaban las otras también. Venían a mi habitación, la llenaban del todo, alguna traía pasteles. Y escuchábamos.

¿En qué sentido, Shatzy?

Mañana, decía ella. Mañana.

¿Por qué?

He dicho que mañana, y eso significa que mañana.

¿Mañana?

Mañana.

La primera vez que vi a Shatzy yo estaba abajo, en la sala de lectura. Vino a sentarse cerca de mí y dijo

—¿Todo en orden?

No sé por qué, pero pensé que era Jessica, una de esas chicas de la universidad que vienen aquí para hacer prácticas. Recordaba que tenía problemas con una abuela, una abuela gravemente enferma o algo así. Por eso le pregunté por su abuela. Ella me contestó y estuvimos un buen rato charlando. Sólo después, al mirarla bien, me di cuenta de que no era Jessica. No lo era, evidentemente.

—¿Quién eres?

—Me llamo Shatzy. Shatzy Shell.

—¿Nos conocemos de antes?

—No.

—Pues, entonces, hola, me llamo Ruth.

—Hola.

—¿Vienes a hacer prácticas?

—No.

—¿Eres enfermera?

—No.

—Pues ¿a qué te dedicas?

Ella se quedó pensando. Luego dijo

—Al

western.

—¿Al

western?

No estaba muy segura de recordar lo que eran.

—Sí,

western.

Tenía que ser algo relacionado con las pistolas.

—¿Y cuántos haces?

—Uno.

—¿Es bonito?

—A mí me gusta.

—¿Me lo enseñas?

Fue exactamente así como empezó esa historia. Por casualidad.

Phil Wittacher sonríe.

—No me líen: una cosa es parar los relojes, y otra detener el tiempo.

Julie Dolphin se levanta —incluso se levanta—, se acerca al forastero, muy, pero que muy cerca, y lo mira a los ojos, fijamente a los ojos.

—Le ruego que me crea: aquí, en Closingtown, son lo mismo.

—¿En qué sentido,

miss?

Entonces Julie Dolphin se lo explicó.

Lo crea o no, hace treinta y cuatro años, dos meses y dieciséis días alguien arrebató el tiempo de Closingtown. Se levantó un viento terrible y de golpe se detuvieron todos los relojes del pueblo. No hubo forma de hacer que volvieran a funcionar. Había uno, enorme, que nuestro hermano había hecho construir sobre una torre de madera, justo en el centro de Main Street, bajo el depósito de agua. Estaba muy orgulloso, e iba él, en persona, a darle cuerda cada día. No había ninguno que fuera tan grande en todo el Oeste. Lo llamaban «el Viejo», porque iba lentamente, y parecía sabio. Se paró ese día y nunca más volvió a funcionar. Tenía las agujas clavadas sobre las doce y treinta y siete, y en ese estado parecía un ojo ciego que no dejaba nunca de mirarte. Al final decidieron recubrirlo con unos tablones. Al menos dejaba ya de espiar a todo el mundo. Ahora parece un depósito, más pequeño, debajo del grande. Pero allí dentro sigue estando él. Parado. Si piensa usted que se trata sólo de leyendas, escuche ésta. Hace once años llegaron los del ferrocarril. Decían que querían hacer pasar la vía férrea por aquí, para conectar la línea del Sur con la zona de las grandes praderas. Compraron tierras y clavaron estacas. Luego se dieron cuenta de algo curioso: todos los relojes estaban parados. Preguntaron por ahí y alguien les contó toda la historia. Entonces hicieron venir a un especialista desde la capital. Un hombrecillo que iba siempre de negro, que no hablaba nunca. Estuvo aquí nueve días. Llevaba aparatos extraños, no paraba de desmontar y volver a montar relojes. Y lo controlaba todo: la luz, la humedad, analizaba incluso el cielo, por la noche. Y, naturalmente, el viento. Y al final dijo: Los relojes hacen lo que pueden: el hecho es que aquí ya no existe el Tiempo. El hombrecillo algo había adivinado. Algo había comprendido. El tiempo, aquí, en realidad nunca ha dejado de estar presente. Pero es cierto que no es el mismo tiempo que en el resto del mundo. Aquí transcurre un poco antes o un poco después, quién sabe. Lo que es cierto es que transcurre en un lugar en el que los relojes no logran verlo. Los del ferrocarril se lo pensaron un poco. Dijeron que no era idóneo hacer pasar el tren por unas tierras donde el tiempo ya no existía. Es posible que se imaginaran trenes desapareciendo en la nada y perdiéndose para siempre. Revendieron los terrenos e hicieron pasar el ferrocarril más al oeste. Aquí nadie hizo un drama de ello. Quien está acostumbrado a vivir sin destino, puede vivir perfectamente sin tren. Desde entonces no ha pasado nada más. Me refiero a que el viento no ha dejado ni un instante de soplar, y no se ha visto ni un solo reloj que no estuviera parado. Podríamos seguir así para siempre, signifique lo que signifique

siempre en un lugar al que le arrebataron el tiempo. Pero es difícil. Se puede vivir sin relojes: es más complicado hacerlo sin destino, llevando encima una vida que ya no tiene citas. Somos una ciudad de exiliados, gente ausente de sí misma. Probablemente sólo nos quedan dos posibilidades: recoser el tiempo, de algún modo, o marcharnos de aquí, todos. Nosotras dos quisiéramos morir aquí, en un día sin viento: por eso le hemos llamado a usted.

Phil Wittacher permanece en silencio.

—Consigue que estiremos la pata a la hora justa, sin polvo en los ojos, muchacho.

Phil Wittacher sonríe.

Piensa que el mundo está lleno de locos.

Piensa en el hombrecillo vestido de negro y no logra imaginárselo si no es borracho, apoyado en la barra del

saloon, abrumado por gilipolleces.

Piensa en el Viejo, y se pregunta si verdaderamente será el reloj más grande del Oeste.

Piensa en sus tres espléndidos relojes, con la hora de Londres, San Francisco y Boston. Parados.

Mira a esas dos viejecitas, con su casa perfectamente arreglada, convencidas de ir a la deriva en un tiempo que no es el suyo.

Luego se aclara la voz.

—De acuerdo.

Dice

—¿Qué tengo que hacer?

Julie Dolphin sonríe.

—Haga que ese reloj vuelva a funcionar.

—¿Qué reloj?

—El Viejo.

—¿Por qué ése?

—Si ése vuelve a funcionar, los demás lo seguirán.

—Se trata sólo de un reloj. No les devolverá nada.

—Usted piense sólo en hacer que funcione. Después, lo que tenga que pasar, pasará.

Phil Wittacher piensa.

Phil Wittacher sacude la cabeza.

—Todo esto es una locura.

—¿Qué pasa, te cagas encima, muchacho?

—Mi hermana se pregunta si usted no albergará una exagerada desconfianza con respecto a sus propias posibilidades de…

—No me cago encima. Sólo digo que todo esto es una locura.

—¿Pensaba usted que con todo el dinero que pensamos pagarle iba a encontrarse con un trabajo

razonable?

—Mi hermana dice que no te pagamos para que nos digas qué es una locura y qué no lo es. Haz que ese reloj vuelva a funcionar, es todo lo que tienes que hacer.

Phil Wittacher se levanta.

—Me imagino que es absolutamente idiota, pero lo haré.

Dice.

Julie Dolphin sonríe.

—Estaba segura, mister Wittacher. Y de verdad que le estoy muy agradecida.

Melissa Dolphin sonríe.

—Pártele el culo a ese bastardo. Sin piedad.

Phil Wittacher la mira.

—No es un duelo.

—Pues claro que lo es.

Música.

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