Cian

Cian


TRECE

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TRECE

—Me ha encantado la cena, pero he bebido demasiado.

—Estamos los dos solos, así que no importa. —Él se encogió de hombros haciendo que la chaqueta verde que disimulaba en parte su recia musculatura, se tensara.

—Hay algo que quiero preguntarte desde que llegué, ¿por qué no estás viviendo en tu casa?

—A veces vivo allí, pero paso muchas temporadas aquí; cuando hay mucho trabajo o algún problema que tenga que solucionar personalmente.

—¿No es demasiado caro mantener esa mansión, si casi no vives en ella? —La miró fijamente. Era difícil de explicar por qué la razón para comprar aquella casa no había sido racional, pero quería que ella lo conociera bien.

—Siempre había querido tener una casa grande, así que cuando me enteré de que, la que ahora es mi casa estaba a la venta por un precio muy por debajo de su valor real, no lo pensé. El dueño anterior era un noble que se había arruinado y que tenía prisa por marcharse del país, para huir de las deudas. También lo hice pensando que sería perfecta para mi familia.

—¿Tu familia? —Se había puesto muy seria, pero él también tenía preguntas.

—Sí. —Dejó la copa sobre la mesa y se inclinó hacia ella—. Ahora, cuéntamelo. —Ella tragó saliva y asintió. Llevaba preparándose todo el día. Sabía que él había esperado a que se encontrara mejor para pedírselo y se lo agradecía. Empezó a hablar con voz monótona, como si se estuviera refiriendo a otra persona:

—Mi padre era un librepensador que estaba a favor de la unión total entre vampiros y humanos y, por ese motivo, lo rechazaban en ambos mundos. Era francés igual que mi madre, toda mi familia lo era, y debido a la persecución que sufrían en su país, decidieron venir a vivir aquí cuando yo era muy niña. Mi padre era un hombre tranquilo y bueno, y mi madre… —suspiró, recordando con tristeza— mi madre nunca levantaba la voz y siempre tenía algo agradable que decir de todo el mundo. Hasta que no he sido mayor no me he dado cuenta del profundo amor que se tenían, y de que yo era parte de su vínculo. Nunca me he sentido tan querida y segura como cuando era niña. —Su mirada se perdió en la distancia con una sonrisa melancólica.

—¿En qué estás pensando? —Lo miró, sorprendida.

—Recordaba que esa noche mi padre me había traído una muñeca nueva. Era de trapo, pero tenía la carita de porcelana; yo estaba muy contenta y me acosté abrazada a ella, desterrando a mi vieja muñeca al baúl de los juguetes que había bajo la ventana. Me desperté asustada en medio de la noche, había oído un ruido extraño… —Necesitaba que entendiese lo ocurrido aquella horrible noche—. Pensé que era una tormenta y a mí me aterrorizaban los rayos y los truenos. Desde muy pequeña estaba convencida de que los rayos no te podían alcanzar estando debajo de la cama y me escondí allí, abrazada a mi muñeca, esperando que se terminara la tormenta.

—Pero no era una tormenta… —Amélie negó con la cabeza.

—No, los ruidos que oí debieron ser los que hicieron cuando rompieron la puerta de la entrada. Abrazada a la muñeca, escuché los gritos de mis padres y las amenazas continuas de aquellos hombres. Dos de ellos vinieron a mi habitación, vi sus pies desde mi escondite, pero no se les ocurrió mirar debajo de la cama. Imagino que hubieran vuelto a por mí al no encontrarme en el resto de la casa porque los oí gritar mi nombre, llamándome, pero algo los ahuyentó. Luego supe que había sido Killian que venía siguiéndoles la pista… —No podía resistir sentir su tristeza y se acercó a ella y la abrazó, ella se pegó a él agradeciendo su consuelo.

—No digas nada más. —Se sentaron en el sofá con las manos unidas, pero Amélie quería que lo supiera todo.

—Cuando crecí lo suficiente para entenderlo, Killian me dijo que había sido una sociedad secreta, La Hermandad, que llevaba mucho tiempo amenazando a mi padre por sus ideas. Entonces decidí prepararme para poder trabajar en La Brigada con él, para luchar contra todos los que eran capaces de hacer algo así. —Por fin Cian lo entendía todo.

—Por eso Killian te llevó a Francia siendo una niña, para alejarte de aquí y le pidió a Lee que te ayudara.

—Sí, él se fue a vivir a una casita cerca del colegio, la del antiguo guarda. Durante mucho tiempo temí que volvieran a por mí, pero gracias a él lo superé. Pero ahora han vuelto y seguirán matando. Estoy dispuesta a luchar hasta el final, pero esta noche… —de repente, su mirada parecía desesperada y se agarró a él como si se estuviera ahogando— necesito olvidar, al menos por unas horas. Ayúdame, Cian.

La besó con todo su corazón. Haría lo que fuera por ella.

Amélie estaba tan concentrada en el beso que se sorprendió al sentir las manos de Cian subir por sus piernas, encantado al notar que no se había puesto medias. Las yemas de sus dedos rozaban apenas la sensible piel de la muchacha provocando ligeros estremecimientos a su paso. Cuando Cian separó sus labios de los suyos para poder admirarla abiertamente, confesó:

—Llevo todo el día pensando en este momento. Quiero desnudarte. —Su mirada incandescente consiguió que se olvidara de todo y respondió con una sonrisa traviesa.

—Pero después yo haré lo mismo contigo. —Él se rio por lo bajo y ella se puso de pie y se dio la vuelta para que la ayudara con los botones. Cuando se los desabrochó, ella se agachó para quitarse el vestido, pero Cian la detuvo. Quería hacerlo él.

Actuó como la doncella más eficiente descubriendo su cuerpo ávidamente hasta dejarla en paños menores; solo estaba cubierta por una camisa semitransparente y las bragas. A propósito, también le había dejado puestos los zapatos y la estampa le había provocado una erección tan grande que el miembro le dolía. Alargó la mano para terminar de quitarle la ropa, pero ella le dio un cachete, bromeando.

—¡Ah, no, de eso nada! ¡Ahora me toca a mí!

Tenía el corazón acelerado, pero no hubiera dejado de hacerlo por nada del mundo. Primero le desabrochó el chaleco dejando que él se quitara la corbata, pero le prohibió que se tocara la camisa y, cuando por fin se la quitó, la temperatura de la habitación había aumentado varios grados. Dejó su maravilloso torso al descubierto y pasó las yemas de los dedos por él como si estuviera acariciando una obra de arte.

—Eres tan guapo, Cian. —Notó que le faltaba poco para abalanzarse sobre ella—. Ni se te ocurra, no hemos terminado todavía. —La pasión que había en su mirada hizo que le costara continuar, pero lo hizo. Siguió con los pantalones, a pesar de que le llevó un poco de tiempo desabrocharle los botones debido al bulto de su miembro. Después, él se los quitó al igual que los calzoncillos y lanzó las dos prendas lejos; ella se adelantó e infundiéndose valor, acarició su miembro observando, asombrada, cómo crecía con su caricia.

—Haces que me sienta poderosa. —La miró como si fuera un creyente adorando una diosa en la antigüedad.

—Lo eres. —Ella se estremeció de placer, pero Cian se preocupó.

—¿Tienes frío?

—No. —Se adelantó para acariciarlo de nuevo, pero él se retiró. Se había hecho de noche y el piso se había quedado frío; él no lo notaba, pero ella, seguramente sí.

—Acuéstate, querida. Voy a encender el fuego.

Obedeció, pero antes terminó de desnudarse y luego se tapó con las sábanas rápidamente. Estaba deseando observarlo desde la privilegiada posición de la cama, que estaba frente a la chimenea y lo que vio no la defraudó. El poco tiempo que tardó en que las llamas prendieran, le bastó para disfrutar de cada detalle de su cuerpo. Su piel bronceada parecía del color del oro a la luz de las llamas y su pelo que, habitualmente parecía completamente negro, brillaba con reflejos azulados.

Cian estaba cómodo con su desnudez moviéndose igual que si estuviera vestido, y le sorprendió comprobar que seguía tan excitado como cuando ella lo había tocado, momentos antes. Observó fijamente su miembro y se excitó pensando en el placer que le daría en unos instantes, provocando una languidez en su cuerpo desconocida para ella; además, sentía que tenía el legítimo derecho de devolverle el mismo placer que él le había dado tan generosamente en cada uno de sus encuentros.

Nunca se había considerado una mujer romántica o sensual, al contrario, estaba segura de que nunca se enamoraría ni tendría una familia tradicional. Conocer a Cian había hecho que todo eso cambiara, aunque durante bastante tiempo se había resistido a reconocerlo.

Cuando el fuego ardió con fuerza, él se acercó a la cama. La destapó lentamente y ella abrió los brazos, susurrando:

—Hazme lo que quieras. —El deseo encendió las mejillas de Cian y sus ojos se volvieron totalmente rojos cuando recorrieron su desnudez. Demasiado excitada para sentir vergüenza lo observaba con los párpados entornados, y se mordió el labio inferior cuando él posó una mano en su pecho derecho, y comenzó a acariciar el pezón con el pulgar.

—Eres preciosa. —Se obligó a sí misma a permanecer quieta dejando que él mirara cuanto quisiera.

Ella no estaba de acuerdo con su opinión, siempre había creído que se encontraba demasiado delgada, pero, por su expresión, se diría que estaba contemplando a la mujer más bella del mundo. Entonces le vio hacer un gesto con la boca cerrada que le había visto hacer en otras ocasiones; cuando le crecían los colmillos involuntariamente pasaba la lengua sobre ellos intentando controlarse. Y advirtió lo que le ocurría.

—¿Tienes sed? —Ladeó el cuello para que su vena fuera más visible, incluso se apartó la melena al otro lado para que tuviera libre acceso a ella. Su corazón se aceleró como si quisiera bombear más sangre para proveerle mejor, pero Cian dudaba—. Estoy bien, te lo prometo. Contéstame.

—Me muero de sed —su voz sonó tensa y ella sonrió, provocándolo.

—Entonces, bebe. —Él se inclinó, sin cambiar de postura, pero ella negó con la cabeza. Quería que estuviera sobre ella cuando lo hiciera—. No, túmbate sobre mí. —Él accedió con un gruñido de placer y olfateó su cuello, disfrutando de su olor. Cuando lo retuvo en sus pulmones, lamió su vena y la mordió con fuerza.

Amélie gimió y él, sin dejar de beber su esencia vital, bajó su mano hasta encontrar el clítoris y comenzó a acariciarlo. La humedad de ella lo incitó a aumentar la rapidez de sus movimientos y ella agitó las caderas al compás que él marcaba, hasta que su placer explotó. Solo entonces, él lamió los pinchazos del cuello, retirándose de su cuello. Apoyando su peso en los codos, la observó hasta que ella abrió los ojos, y la besó. Amélie, deseando devolverle el favor, deslizó la mano hasta encontrar su sexo y cerró los dedos alrededor de él. Cian se tumbó de costado permitiéndole hacer lo que quisiera con él, como ella sabía que haría. Se sentó y observó ese órgano que hasta hace poco era tan desconocido para ella y que le provocaba tanta curiosidad. Tocó con el dedo índice la parte de arriba, provocando un gemido en Cian y que su cuerpo se pusiera muy tenso.

—¿Te duele? —susurró Amélie. Él negó con la cabeza como si no pudiera hablar—. Entonces… ¿te gusta?

—Sí.

Alargó su brazo para que acercara su rostro y poder besarla, pero ella se resistió:

—Espera un momento. —Era la primera vez que podía ver sus ojos estando tan cerca y los examinó con fascinación. Sus pupilas prácticamente habían desaparecido y el iris era de un color rojo ígneo. Seguía teniendo el miembro erecto y se sintió cruel por hacerlo sufrir de esa manera.

—Cian —se tumbó de espaldas otra vez—, ven. —Pero él tenía otras ideas y dijo:

—No, probemos otra cosa. Túmbate de costado, así, pero frente a mí. —La ayudó y ella obedeció intrigada. Cuando estuvieron cara a cara y sus cuerpos se juntaron, la besó apasionadamente lamiéndola con gula y jugando con su lengua, a la vez que acariciaba sus pechos. Amélie gimió al sentir cómo tiraba de sus pezones.

—Hazlo ya. —No quería que la preparara más. Necesitaba que la penetrara en ese instante.

—Tranquila, mi amor, ninguna fuerza del cielo o de la tierra me detendría ahora. —Ya ni siquiera se sorprendía porque leyera su mente con tanta facilidad.

Su erección presionaba el pubis femenino y Amélie se retorcía necesitándolo dentro.

—Pon la pierna sobre mí, así te abrirás más. —Lo miró confusa y él cogió su pierna izquierda y la subió encima de su cadera, provocando que la punta de su miembro penetrara en su vagina.

—Relájate y aférrate a mí. —Ella lo hizo, rodeándolo con los brazos y él aprovechó para empujar hasta lo más hondo en ella, provocando un grito de Amélie; después se quedó mortalmente quieto y, al ver que ella tampoco se movía, empezó a retirarse, pero lo sujetó por la muñeca.

—¡No, no te salgas! —suplicó—. Estoy bien. —Su labio superior se había llenado de gotitas de sudor y en su mirada se mezclaban la satisfacción y el dolor—. Es que no sabía que podías llegar tan dentro de mí. —Respiró por la nariz profundamente y se acercó a él un poco más, empalándose en el resto de su miembro y gimiendo en el proceso. Cian estuvo a punto de eyacular al verla hacerlo, pero apretó los dientes y aguantó. Ella sonrió al conseguirlo—. Ya estás dentro del todo, ¿no? —él asintió, pero seguía preocupado.

—¿Te duele?

—Un poco —susurró.

Cian sabía que era normal siendo primeriza y buscó su clítoris, como había hecho la otra vez, y lo estimuló hasta que ella volvió a excitarse; cuando Amélie acompasó las caderas al movimiento de su mano, él volvió a moverse saliendo y entrando de ella, cada vez más deprisa. Hasta que ella pensó que no podría soportarlo más.

—Cian, por favor —suplicó. Todo su cuerpo clamaba por la satisfacción; estaba completamente sudada y se movía de modo frenético, esforzándose por alcanzar el placer y poder descansar.

—Ahora, amor mío —susurró la voz grave de él—. Hagámoslo juntos.

Un pellizco inesperado en el escondido brote de Amélie provocó que el mundo explotara a su alrededor, y que los latidos de su corazón reverberaran en sus oídos, a la vez que su cuerpo se convulsionaba fruto de los espasmos de un placer desconocido. Cian gruñó al sentir la contracción de los músculos internos de ella y se dejó ir, abrazándola con fuerza mientras reposaba la cabeza sobre su hombro.

Exhausta, acarició la cabeza masculina siguiendo el contorno de su cráneo con las yemas de los dedos, en un acto de ternura que no sabía que poseía. Después, palpó su cuello musculoso y sus hombros. Cian, muy quieto, disfrutaba de sus caricias y sus siguientes palabras lo sorprendieron incluso a él:

—Me siento como si por fin hubiera encontrado mi hogar. —Ella levantó la cara buscando sus ojos, pero él se los ocultaba. Conmovida, acarició su mejilla y contestó:

—Esa frase seguramente será lo más bonito que me dirás nunca. —Entonces sí la miró.

—Nunca he tenido familia, hasta ahora. Tú eres mi familia. Lo supe en cuanto te conocí.

—Odio llorar, pero me lo estás poniendo muy difícil. —Parpadeó varias veces para alejar las lágrimas porque quería que siguiera hablando—. ¿Te criaste en la calle?

—No, en un orfanato. —Se encogió de hombros intentando restarle importancia, aunque ella ahora podía ver las cicatrices en su mirada—. Como muchos niños, no es nada del otro mundo. —Sonrió inesperadamente y pareció que el sol salía después de una tormenta—. Lo bueno es que siempre he sido un grandullón y me defendía bien; además, soy muy testarudo. Te lo digo por si no lo habías notado.

—¡No me digas! —bromeó.

—Desde que fui capaz de pensar por mí mismo, decidí que saldría de allí en cuanto pudiera y haría lo que fuese necesario para ser rico —cuando terminó de hablar hizo un gesto amargo con la boca, como si no le gustara lo que acababa de decir y ella no lo entendió.

—Pues lo conseguiste. Y tiene mucho mérito.

—Sí, pero tener dinero no es suficiente. Gracias a ti me he dado cuenta de que estaba satisfecho con mi vida, pero no era feliz. Ahora sí, y haré lo que sea para seguir siéndolo. —Ella puso la mano en su corazón, notando su latido fuerte y regular.

—Yo también.

—Entonces no hay nada que temer, velisha. —Se impresionó al escuchar cómo la llamaba.

Era el nombre que los vampiros daban a sus parejas y que tantas veces había oído cuando Killian hablaba con Gabrielle. Fascinada, se durmió acunada por los fuertes brazos de su futuro marido. Como Killian decía: «Lee, al final, siempre tiene razón».

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