Cian

Cian


CUATRO

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CUATRO

Cuando Amélie se fue a bailar con su profesor, Sara respiró relajada por primera vez en toda la noche al poder sentarse en un sillón. Archer se había marchado después de disculparse y ella agradeció con todas sus fuerzas que la hubiera dejado sola. Los zapatos que llevaba, al igual que el precioso traje lavanda, se lo había comprado Amélie para la ocasión con la mejor intención, pero le estaban destrozando los pies. Aprovechando que el largo vestido la cubría convenientemente, se quitó los escarpines y consiguió evitar, a duras penas, soltar un gemido de placer al hacerlo. Después, alargó la mano hacia la copa de ponche y bebió un sorbo, segura de que lo que sentía en ese momento debía parecerse bastante a la felicidad y recorrió con la vista los numerosos invitados, decidida a disfrutar, mientras esperaba a que Amélie volviera.

La desaparición de la muchacha poco rato antes no le había puesto excesivamente nerviosa, gracias a un suceso ocurrido esa misma semana. Amélie la había convencido para que asistiera a una de las clases que le impartía el maestro Lee, en las que aprendía una técnica de lucha que ambos llamaban kung-fu. Admirada, había observado cómo una muchacha que momentos antes parecía frágil y vulnerable, se transformaba en un arma mortífera, y cuando la hora de clase terminó y maestro y alumna se inclinaron sobre la cintura para saludarse respetuosamente, ella aplaudió, encantada por la demostración.

Gracias a eso, sabía que Amélie podía defenderse de cualquier hombre sin problemas; además, Killian antes de marcharse le había dicho que confiaba plenamente en su pupila y que Sarah no estaba allí para vigilarla, sino para evitar que se sintiera sola o por si era necesario que acudiera a algún sitio acompañada. Estaba tan pensativa que se sobresaltó al escuchar la voz que menos esperaba junto a su oído.

—Buenas noches, Sara. —Giró la cara para mirarlo, esperando haberse equivocado, pero desgraciadamente no era así. Apretó los labios y estuvo a punto de no contestar, pero ya conocía las consecuencias de utilizar ese tipo de comportamiento con él.

—Doctor Perkins. —Inclinó la cabeza como haría una matrona que tuviera al menos veinte años más que ella, apretando los dientes y él hizo igual que ella, mirándola en silencio durante unos segundos, como si no supiera qué más decir.

—Veo que está sola, creía que estaría con la pupila de Killian…

—Volverá enseguida. —No sabía por qué estaba contestando a sus preguntas. Para evitar mantener una conversación indeseada, volvió a coger la taza de ponche y le dio otro sorbo, pero él, como siempre, hizo lo contrario de lo que debería y se sentó a su lado. Desgraciadamente, olía como ella recordaba: a bosque y a tierra, dos olores que le encantaban.

Aidan no solía acudir a ningún baile, solo había ido esa noche con la esperanza de encontrarla. Sabía por Gale que se había ido de su casa y que ahora estaba trabajando en la de Killian para acompañar a Amélie de Polignac. Al menos estaba en Dublín, el lugar donde él vivía habitualmente, excepto cuando visitaba a Gale y su familia, su antiguo hogar. Desde que llegó había buscado un encuentro «fortuito» para explicarse ante ella. Necesitaba cambiar la mala impresión que, con seguridad, le había dejado aquella noche. Tenía que demostrarle que no siempre era tan salvaje, pero ahora se daba cuenta de que para lo que tenían que hablar, era mejor un entorno privado. De todas maneras, aprovechó que la tenía cerca y disfrutó de su presencia.

Esa noche, Sarah llevaba un vestido de un color suave que resaltaba el color de su piel, ribeteado con una cinta de seda de un tono más oscuro. Sus mejillas estaban menos pálidas de lo habitual, seguramente porque él había «osado» sentarse a su lado sin pedirle permiso.

Desde que se habían conocido, Aidan disfrutaba enormemente provocándola con ese tipo de acciones, porque parecía la única manera de que le hiciera caso. Como había comprado algunos vestidos para algunas «amigas», sobre todo durante su juventud, sabía que el que ella llevaba estaba cosido por una modista cara, ya que conseguía sacar el máximo partido a su generosa figura, aunque a él le parecía que el escote era demasiado bajo. Le encantaban sus pechos, pero no quería que nadie más disfrutara de su vista: hombres, vampiros u hombres lobo como él, le daba igual la especie que fuera. Por eso se había sentado a su lado, inconscientemente pretendía que nadie se acercara a lo que empezaba a considerar como suyo.

Gale le había asegurado que Sarah no tenía interés romántico por nadie. Tanto él como Brianna le habían confesado que creían que seguía enamorada de su difunto marido, pero Aidan estaba seguro de haber interpretado bien las señales que había recibido de ella aquella noche bajo la luna, algo que esta intentaba olvidar a toda costa. Volvió a sentir el mismo impulso que aquella madrugada en Strongbow Abbey: el de llevársela lejos y amarla con todas sus fuerzas, hasta conseguir que desaparecieran la soledad y la tristeza de su mirada. La tentación que sentía de hacerlo fue tan grande que durante unos segundos cerró los ojos intentando tranquilizarse, pero no consiguió nada porque su cercanía lo había excitado tanto que estaba tan duro como una piedra. Y eso que esa noche no había luna llena. Al mirar de nuevo a su alrededor, se dio cuenta de que empezaban a llamar la atención. No podían seguir sentados juntos, en silencio, como si no se conocieran.

—Sarah… —Ella imaginó lo que iba a decir y no creía poder soportarlo, sobre todo, delante de tantos desconocidos, por ese motivo empezó a parlotear de lo primero que se le ocurrió:

—Es una fiesta fantástica, ¿no cree, doctor? —La estaba mirando, pero ella no. Seguía con la mirada puesta en la pista de baile, como si el ver a tantas parejas bailando fuera lo más emocionante que había visto en su vida.

—Sarah —insistió—, mírame, por favor —susurró en lo que parecía un gruñido cariñoso. Obedeció, temiendo que sería peor si no lo hacía—. Solo quiero que lo hablemos.

—No, por favor —murmuró, suplicándole con la mirada—, aquí, no.

—Está bien —él asintió, sabiendo que tenía razón—, entonces, iré a verte a casa de Killian. —Ella, contenta por haber escapado esa noche, estuvo de acuerdo con un murmullo. Le hubiera dicho cualquier cosa para evitar hablar acerca de aquello. Sentía demasiada vergüenza, incluso cuando estaba sola y recordaba su comportamiento. Por eso no soportaba verlo y le hubiera dicho alguna excusa para que se fuera.

Aunque Joel no era tan diestro bailando como Devan, ni por supuesto le hacía sentir lo mismo que Cian, consiguió que disfrutara de la danza y que se olvidara de las miradas curiosas del resto de los invitados, que se preguntaban quién era la belleza que el profesor tenía entre sus brazos.

—Espero que te estés divirtiendo. —El profesor la miraba con gesto comprensivo, casi como si supiera lo que había estado haciendo en el jardín. Aunque eso era imposible.

—Sí. Muchas gracias por invitarme.

—Querida, gracias a ti por embellecer mi casa con tu presencia. —Ladeó la cabeza como si, repentinamente, una pregunta hubiera acudido a su mente—. Pensé que vendrías acompañada por tu tutor y su preciosa esposa. —Al escucharlo, Amélie se sintió un poco culpable. Tendría que habérsele ocurrido que Joel pensaría que Killian la acompañaría. Sabía que se conocían.

—Lo siento. Él y Brianna se fueron de luna de miel hace dos semanas.

—No tenía ni idea. —Su mente inquisitiva hizo sus cálculos rápidamente—. Creía que se había casado hacía bastante tiempo.

—Sí, hace dos años. Pero sus ocupaciones no les habían permitido marcharse. Hasta ahora.

—¿Y quién se encarga de La Brigada en su ausencia? —la pregunta, hecha sin maldad, provocó que lo mirara sorprendida. Nadie se había atrevido, hasta ahora, a hacerle ninguna pregunta sobre ese tema. Killian no le había prohibido expresamente hablar sobre ello, pero ella sabía que no debía hacerlo.

—Bueno, no sabría decirle… la verdad… —Miró a su alrededor buscando un cambio de tema rápido, pero su anfitrión se dio cuenta de su metedura de pata.

—¡Perdóname, querida!, he sido terriblemente maleducado. —Su expresión de angustia hizo que Amélie lo perdonara antes de que terminara de hablar.

—No se preocupe, por favor, profesor. No tiene importancia, es solo que…

—No sigas, por favor. Lo entiendo perfectamente. —Cambió de tema drásticamente e hizo un comentario, mordaz y divertido, sobre las tres ancianas que estaban sentadas en un sofá cercano criticando a todos los bailarines que tenían la desgracia de caer bajo su mirada y que provocó que Amélie prorrumpiera en carcajadas.

Poco después, la dejó junto a Sarah que la esperaba de pie. Aidan se había marchado para hablar con unos amigos, aunque le había dicho que volvería, pero ella se había calzado y se había levantado, esperando que Amélie quisiera marcharse temprano. Joel besó su mano y también la de Sarah.

—Querida, espero volver a verte en la universidad.

—Claro que sí. Ya sabe que me gustan mucho sus clases. Esta semana no he podido ir, pero la que viene, volveré. —Sarah asistía al intercambio con una sonrisa tranquila, pero su mirada inteligente se había aguzado al ver el interés del anfitrión por la muchacha.

—Me alegra mucho oír eso, así me aseguro de seguir viéndote, ¿no es una suerte? Espero que dentro de poco me consideres algo más que tu profesor, puede que… ¿tu amigo? —Amélie se sorprendió, pero reaccionó lo más naturalmente que pudo.

—Claro que sí, los amigos nunca sobran. —La sonrisa del profesor se volvió más cálida y, con una última inclinación de cabeza, se marchó.

Las dos mujeres observaron su retirada, hasta que Sarah, murmuró entre dientes:

—¿A qué ha venido eso? —En su opinión, Joel Dixon podría ser no su padre, sino su abuelo, por muy vampiro que fuera.

—No tengo ni idea, me he quedado tan sorprendida como tú. Nunca me había dicho nada parecido. —Se encogió de hombros—. Es posible que su intención solo haya sido mostrarse amable. —Sarah la miró como si supiera que no se lo creía ni ella, pero no contestó—. ¿Nos vamos? Estoy cansada, ¿y tus pies? —Cuando llegaron, Sarah le había dicho que le estaban empezando a molestar los zapatos.

—Estoy deseando llegar a casa para meter los pies en agua caliente con sal. Y te aseguro que no volveré a ponerme esos instrumentos de tortura nunca más. —Amélie rio al escucharla y se marcharon a recoger sus capas.

Al día siguiente, las dos se reunieron durante el desayuno sensiblemente más tarde que el resto de los días. Sarah, que estaba sirviéndose una segunda taza de té, sonrió al ver el entusiasmo que mostraba Amélie con los huevos, aunque no le pasaron desapercibidas las profundas ojeras que habían surgido bajo sus ojos.

—No he conocido nunca a una mujer tan delgada como tú que comiera tanto.

—Es por el ejercicio. Lee dice que es muy importante comer bien para que el cuerpo pueda ejercitarse convenientemente. —Bebió un sorbo de café con leche—. Al principio, comía muy poco y no tenía casi fuerzas, pero hace años que cambié mis hábitos en las comidas y, desde entonces, he mejorado mucho en los entrenamientos. —Sarah estaba echándose mantequilla en una tostada sin mirarla aparentemente, pero no estaba tan distraída como parecía.

—¿No has dormido bien?

—Sí —mintió—. ¿Por qué lo dices?

—Pareces cansada. —Sarah sabía que todavía no la conocía lo suficiente, pero le gustaría que confiara en ella—. ¿Tienes clase hoy?

—Sí, ahora subiré a cambiarme. ¿Quieres unirte a nosotros?

—Hoy no, querida, creo que aprovecharé para escribir unas cartas. Hace mucho que no lo hago y estoy siendo muy maleducada con Lilly y su familia que me escriben todas las semanas. Pero saluda al señor Ping de mi parte, por favor.

—Muy bien, entonces luego nos vemos. —Después de tragar el último bocado del desayuno, se limpió con la servilleta de lino y, dejándola sobre la mesa, se dirigió a su habitación.

Poco más tarde bajaba deprisa las escaleras vestida con su traje de entrenamiento: pantalones y chaqueta de algodón. Los criados no se sorprendieron viéndola con esa indumentaria, ya que Killian era un feroz practicante de artes marciales desde hacía muchos años. De hecho, fue el primer occidental al que Lee había enseñado. Llamó dos veces a la puerta como hacía siempre y esperó. Lee abrió con expresión grave, pero ella no se preocupó, sabía que esa era su expresión habitual. No era demasiado habitual verlo sonreír.

—Buenos días, maestro.

—Buenos días, querida alumna. Pasa y cierra la puerta.

Cuando Killian la llevó a un internado a Francia, después de la muerte de sus padres, envió a Lee poco después para que la protegiera y la enseñara a defenderse, y cuando Amélie volvió de Francia acompañada por Gabrielle, el anciano las siguió semanas más tarde y también se instaló en casa de Killian. Era curioso, pero, desde que lo conocía, no había notado ningún cambio en él; seguía aparentando tener al menos cien años y se movía como un niño de diez.

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