Cian

Cian


SIETE

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SIETE

Amélie estaba tomando la segunda taza de café para hacer tiempo, pero Sarah seguía sin bajar. Entonces, se levantó para buscar a James.

—¿Has visto a Sarah? —el mayordomo asintió.

—No, pero Mary, la doncella, me ha dicho que le ha llevado una infusión para la jaqueca. Al parecer, ha pasado mala noche. —Amélie frunció el ceño decidiendo qué debía hacer—. ¿Quieres que Mary la avise? —James sabía que tenía planeado ir a la universidad y que Sarah tenía que acompañarla.

—¡Ni se te ocurra!, pobrecilla. Cuando tiene jaqueca se pone muy enferma. Será suficiente con que me acompañe Tom. —James negó con la cabeza.

—No, Tom no podrá protegerte si ocurre algo, bastante tiene con guiar a los caballos. Te acompañará uno de los lacayos, quizás Roberts. Voy a ver si sigue aquí, creo que la cocinera se lo ha llevado al mercado para que le ayudara con la compra.

—De acuerdo, mientras, voy a subir por si Sarah necesita algo.

Llamó suavemente a la puerta y entró cuando escuchó su débil voz diciéndole que pasara. La habitación estaba casi totalmente a oscuras, pero pudo ver la silueta de Sarah intentando incorporarse en la cama, aunque no pudo aguantar la postura y volvió a dejarse caer sobre la almohada con un gemido. Amélie se acercó a la cama, arrepentida por haberla molestado. Tenía que haber dejado que siguiera descansando.

—¡No, no te muevas! Por favor, Sarah —musitó—. Solo quería saber si podía ayudarte. Deberíamos avisar al médico.

—No, ya sabes que no sirve de nada… el médico de mi pueblo me dijo varias veces que lo único que funciona en estos casos es el descanso. Siento ser una molestia, querida.

—No te preocupes —pero a la luz que entraba por el pasillo vio sus ojeras y lo pálida que estaba y decidió a no hacerle caso—, tranquila. Entonces me voy y te dejo descansar.

Bajó las escaleras quitándose el sombrero. James estaba esperándola en el vestíbulo.

—Hay que llamar al médico. No me gusta su aspecto.

—¿Llamo al doctor Hobson?

—No, creo que Aidan ha vuelto. Mejor que sea él, además, seguro que se conocen. —James observó que dejaba el sombrero y los guantes en la entrada.

—¿No vas a ir a la universidad? —Ella se lo quedó mirando, indecisa.

—No me parece bien irme sin saber qué dice el médico.

—No te preocupes, vete. Si necesita algo, yo me encargaré. —Amélie estaba deseando volver a la universidad. Le gustaban las clases.

—¿En serio? —James sonrió mostrando su encanto. Era más bajo que ella, regordete, y debió de ser muy rubio en su juventud porque todavía tenía algún mechón amarillento en su pelo canoso.

—Claro. Márchate o llegarás tarde, yo me ocupo de todo. Roberts os acompañará, ya ha vuelto del mercado.

—Estupendo, pues enseguida estoy. —James se marchó a ordenar que prepararan el carruaje y ella terminó de arreglarse.

En el último momento decidió meter su hambo en el suelo del carruaje y días después se dio cuenta de que esa decisión, aparentemente intrascendente, le salvó la vida.

Estaban llegando al puente que los llevaría al otro lado del río Liffey, en la avenida Ormond, cuando el carruaje se detuvo de repente y Amélie escuchó gritar a Tom, el conductor, que parecía discutir con alguien. Momentos después, volvieron a ponerse en marcha, pero enseguida algo los hizo detenerse bruscamente y desde dentro del coche se escucharon gritos y ruido de pelea, por lo que se bajó con el bastón.

Habían dejado atrás el puente y se encontraban en un callejón donde Tom y Roberts peleaban con tres hombres que parecían a punto de acabar con ellos. Se unió a la refriega y en cuanto pudo ver de cerca a los atacantes, se dio cuenta de que eran vampiros. Sabía que ganar era casi imposible, pero lucharía como una tigresa.

Se colocó junto a Tom lo más deprisa que pudo a pesar de ir con faldas, y levantó el bastón colocándose en posición de ataque. Lanzó el primer golpe sobre la muñeca del vampiro más cercano y se movió con rapidez para evitar su contragolpe; atacó al siguiente y fue moviéndose en círculo aprovechando el elemento sorpresa, aunque solo pudo hacerlo durante unos segundos, porque dos de ellos dieron un salto imposible para un humano para luchar contra ella.

Le llamó la atención que todos los vampiros llevaban las caras tapadas e iban completamente vestidos de negro. Entre golpe y golpe, un desconocido apareció a su lado, un humano moreno con los ojos azules y la constitución de un buey, que le sonrió con simpatía.

—He venido a ayudarla.

—Pues para ti el que tienes más cerca —él asintió y lanzó todo su cuerpo contra el vampiro pillándolo desprevenido y haciéndolo caer. Aprovechando la diferencia de peso a su favor, se sentó sobre su tripa y comenzó a molerlo a puñetazos metódicamente, procurando de esa manera que no utilizara su fuerza sobrehumana.

Amélie, asombrada por la forma de pelear del humano, no vio venir el golpe que le dio su atacante en la cara y que fue tan fuerte que la derribó. Entonces el vampiro se lanzó sobre ella, pero Amélie consiguió darle una patada en la tripa, arrojándolo dos metros hacia atrás, lo que le dio un poco de tiempo para levantarse. Negándose a sentir el dolor del pómulo, a pesar de que sabía que más tarde le dolería como un demonio, volvió a ponerse en posición y comenzó a repartirle golpes constantes y los más certeros posibles en los lugares más dolorosos que encontraba a su alcance.

Sintió un cambio en su espalda y, en un vistazo rápido, vio que Tom había caído, por lo que Roberts ahora luchaba contra tres y ya cojeaba y sangraba por varias heridas. Redobló sus esfuerzos contra su enemigo, hasta que consiguió tumbarlo después de una serie de golpes continuos al estómago y a las zonas más delicadas de un hombre, y cuando se aseguró de que no se podría levantar en un rato, se volvió para ayudar. El desconocido humano que la estaba ayudando a ella, seguía peleando con el suyo, aunque ahora parecían estar en igualdad de condiciones.

Acababa de darse la vuelta cuando Roberts cayó, debido a una cuchillada.

—Sois unos cerdos —les dijo con desprecio. No había nada que le disgustara tanto como la falta de deportividad. Los vampiros se miraron entre ellos, incrédulos porque se hubiera atrevido a insultarlos. Y el que estaba más a su derecha, ordenó a los demás:

—Dejadme a esa puta a mí. —De repente, un rugido aterrador surcó el aire haciendo que todo se detuvieran.

Amélie nunca había escuchado algo parecido a ese sonido, pero supo que no debía tener miedo. Su intuición le dijo que quien había emitido ese grito inhumano, no le haría daño, al contrario. Y tenía razón, porque antes de que se diera cuenta, Cian había aparecido de la nada y se había interpuesto entre ella y sus agresores. Detrás de él llegó corriendo el gemelo del desconocido que la había ayudado, y que se dispuso a atacar al vampiro que llevaba el cuchillo, pero Cian lo detuvo:

—¡No, déjalo! ¡Ese es mío! —El gemelo escogió al de la izquierda y ella miró al que estaba en el centro, con una sonrisa irónica:

—Me temo que solo quedas tú. —Él rio con desprecio y sacó otro cuchillo similar al de su colega, lanzándose sobre ella, a la vez que gritaba intentando amedrentarla, pero Amélie bloqueó su ataque golpeándolo con fuerza en el brazo que había levantado para clavarle la daga. El sonido que escuchó le confirmó que le había roto un hueso; no era una herida grave, pero hasta un vampiro necesitaba un poco de tiempo para recuperarse de algo así, y este se retiró de la pelea maldiciendo y salió corriendo del callejón hacia la calle principal. Lo siguió con la mirada, pero se distrajo al escuchar un crujido muy desagradable. Cian había roto el cuello de su oponente y le había quitado la máscara.

—¿Lo conoces? —contestó negativamente, pero siguió mirándolo, sorprendida por la juventud del muchacho, cuando sintió un fuerte dolor en el costado.

—¡Ay! —Cogiendo el hambo con la izquierda, se llevó la derecha al costado encontrando el mango de un cuchillo que sobresalía de la carne. De la herida había empezado a salir un hilo de sangre que resbalaba por la falda y caía hasta el suelo.

—¡Maldita sea! ¡Al, acaba con ese! —Cian señaló al vampiro que le había lanzado la daga a Amélie y la cogió en brazos, teniendo cuidado de no tocar la herida. El gemelo terminó rápidamente el trabajo, cortándole el cuello y eso fue lo último que ella vio antes de desmayarse.

Cuando a Aidan le dijeron que tenía un aviso de casa de Killian se le aceleró el corazón, y fue peor cuando supo que la que estaba enferma era una de las mujeres. Corrió como un poseso sin importarle que nadie lo viera, hasta llegar a la puerta de la mansión y llamó con el aldabón tres veces. La sonrisa burlona de James al verlo, le dijo que sabía más de lo que debería. Era un viejo amigo al igual que Killian.

—Buenos días. Ya me imaginaba que te darías prisa en venir, pero no que lo harías corriendo. Pasa. —Aidan dejó el maletín sobre la silla que había en la entrada y se quitó el abrigo, entregándoselo.

—Hola, ¿quién es la enferma? —James se puso serio.

—La señorita Brown. Tiene jaqueca.

—¿Suele tenerlas?

—Creo que sí, eso me ha dicho Amélie antes de salir. Quería quedarse hasta que vinieras, pero le he dicho que no hacía falta. Mejor si estáis solos, ¿no? —el gruñido de Aidan provocó que volviera a sonreír—. No hace falta que te diga dónde está. Guíate por tu olfato.

—Eres muy gracioso —musitó Aidan.

Subió los escalones de dos en dos y giró a la izquierda, dirigiéndose a la habitación que había al final del pasillo. James tenía razón al decir que no necesitaba que le dijera dónde estaba, desde que había atravesado la puerta de la entrada hubiera podido encontrarla con los ojos cerrados.

Abrió la puerta del dormitorio y la cerró en cuanto entró, intentando que la luz no la molestara. Sus ojos, al contrario que los de los humanos veían bien en la oscuridad y se acercó a la cama sin titubear. Sarah respiraba intranquila, aunque parecía estar dormida. Rozó la suave piel de la mano que estaba sobre las sábanas y ella se despertó, dándose cuenta de que no estaba sola, aunque tenía la cara tapada por el brazo izquierdo en un intento, quizás, de protegerse de la luz.

—¿Quién está ahí?

—Soy yo, tranquila.

Se sobresaltó al reconocer su voz.

—¿Aidan?, ¡vete! —Se cubrió la frente con la mano intentando apaciguar el dolor—. Necesito estar sola, no puedo hablar... por favor.

—Calla, relájate. Solo quiero ayudarte. —Se sentó en la cama despacio, haciendo el menor ruido posible.

—Por favor, déjame tranquila.

—Shhh. Tranquila, Sarah. —Cogió su mano y, aprovechando su debilidad, la besó en la palma cerrándola luego como si intentara que retuviera el beso en su interior. Luego la dejó cuidadosamente sobre la cama y comprobó su temperatura tocando su frente; estaba un poco caliente, pero nada fuera de lo normal—. ¿Tomas alguna medicina cuando estás así?

—No, no soporto los jarabes para dormir, me dejan atontada y con náuseas durante varios días… —su voz era muy débil, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para hablar y parecía aturdida, seguramente por el dolor.

—¿Hace mucho que tienes jaquecas?

—Desde que mi marido… —Se calló abruptamente y él completó la frase.

—¿Desde que murió?

—Sí —dudó durante un segundo antes de contestar, lo que le indicó que no le decía toda la verdad, pero eso ahora mismo no le importaba.

Aidan se frotó las manos lentamente para calentarlas y las colocó sobre el cuello femenino. Notó la tensión en el cuerpo de ella, pero no hizo caso y con los pulgares comenzó a acariciar suavemente su mandíbula. Fue ascendiendo poco a poco hasta terminar en su frente, donde siguió dibujando figuras imposibles y, cuando llegó a las sienes utilizó los índices rozándolas apenas, provocando en ella un gemido de placer.

—¿Te relaja?

—Sí, sigue. Por favor. —Su respiración le indicó que se estaba quedando dormida.

—Ponte de costado, por favor. —Ella obedeció sin rechistar y él masajeó la nuca y la parte baja del cuello. Pocos minutos después, se había quedado dormida. Se quedó un rato junto a ella disfrutando del sencillo placer de velar su sueño, manteniendo una de sus manos prisionera entre las suyas, hasta que escuchó voces en el piso de abajo, en la entrada. Había pasado algo. Al levantarse, Sarah se removió intranquila y él se inclinó hasta tener su oreja al alcance de los labios, entonces besó el sedoso lóbulo y ordenó:

—Duérmete, cariño.

Se marchó sin hacer ruido.

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