Cian

Cian


DOCE

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DOCE

Amélie se tomó la pastilla y la ayudó a desvestirse. Después, cuando estaba en la cama, notó que estaba temblando.

—¿Tienes frío? —Ella cerró los ojos, sin ganas de hablar.

—Enseguida entraré en calor. —Cian se sentó en la silla esperando que se durmiera y cuando lo hizo, se marchó sin hacer ruido.

Al pasar por el despacho de Devan, lo vio hablando con la bibliotecaria. La expresión de su amigo le dijo que debía entrar y así lo hizo. Ella se levantó en cuanto lo vio, disculpándose sin darse cuenta de que él no sabía de qué le hablaba.

—Lo siento mucho, señor Connolly. —Estaba consternada—. No era mi intención ocultarles nada, simplemente quería conseguir el trabajo por mí misma y no gracias al nombre de mi padre. Con el tiempo se lo hubiera dicho, por supuesto. —Cian miró a Devan y él se lo explicó.

—Gracias a Kirby, me he enterado de que el padre de Kristel era Michael Hamilton, uno de los Eruditos. Algo que ella nos ha ocultado deliberadamente, aunque no imagino por qué. —Los ojos de Cian, dilatados por la sorpresa, volvieron a mirar a la bibliotecaria, pidiéndole una explicación.

—Lo siento, no sé qué más decir. Lo que he dicho es cierto… quería contárselo, pero disfrutaba tanto con mi trabajo y los días fueron pasando sin darme cuenta y… —Cian, enfadado, la interrumpió.

—¿Los días? ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí, Kristel?

—Seis meses, señor. —Devan miró a su amigo. Entendía su enfado, pero no era algo tan grave. Lo que ocurría era que, cualquier cosa que pudiera poner en peligro a Amélie, lo hacía ser mucho más duro de lo habitual.

—Has tenido numerosas ocasiones para ser sincera.

—Tiene razón, señor, pero me gustaba mucho el trabajo y no quería tener problemas. En alguna ocasión… —Se mordió la lengua para no confesarlo todo.

—Habla. Lo único que no perdono en mis empleados es que me mientan.

—En el anterior trabajo que tuve, me echaron cuando se enteraron de quién era mi padre. —Cian miró a Devan por si él lo entendía, pero su gesto negativo le indicó que tampoco lo hacía.

—¡Maldita sea! ¿Por qué? No estoy al tanto del trabajo de tu padre, pero creo que estaba muy bien valorado por toda la sociedad vampírica.

—Por toda la sociedad no. Algunos lo consideraban y aún lo siguen considerando un híbrido. —Su rictus se volvió amargo al decir la última palabra.

—No lo sabía. —Ella, a pesar de todo, mantenía la cabeza erguida con orgullo, lo que hizo que los dos la miraran con admiración—. ¿Tu padre era medio humano?

—Sí. Su madre, mi abuela, era humana antes de que la transformaran.

—Comprendo, y ¿puedo entender por qué nos lo has ocultado?

—¿Estoy despedida?

—No, pero espero que esto sea lo único que no nos has contado.

—Es lo único, se lo aseguro —Cian asintió y se marchó a su despacho, mientras escuchaba a Devan ordenar a Kristel que volviera al trabajo.

Cuando se sentó ante su mesa, le pareció ver una sombra en el pasillo y se levantó para observar el lugar a través del cristal de la puerta. Aunque se quedó mirándolo fijamente durante unos minutos, no vio nada; entonces, salió y recorrió el pasillo hasta la cocina, luego, miró hacia las escaleras con los ojos entrecerrados, pero era imposible que nadie hubiera llegado hasta allí sin que él o Devan lo hubieran visto. Mientras volvía sobre sus pasos, la sombra subió rápida y silenciosamente hasta el dormitorio donde dormía Amélie.

No podía respirar y, a pesar de que sabía que no era real, no podía despertarse. Alguien, con el rostro cubierto por una máscara, estaba intentando estrangularla. Luchó, pero como ocurría casi siempre en los sueños, no tenía fuerzas. Cuando estaba convencida de que moriría se despertó e inspiró profundamente. Volvió la cabeza enseguida al notar su presencia y lo vio. Estaba sentado en la silla que había dejado Cian junto a la cama y la miraba atentamente, esperando a que despertara.

—¿Cómo estás, ardilla? —Alargó la mano hacia él, sin pensar. Luego se daría cuenta de que lo había hecho porque todavía no estaba consciente del todo, porque nunca se tocaban, a menos que fuera por algún contacto casual realizado durante los entrenamientos. Pero Lee cogió su mano entre las suyas, arrugadas por la edad, y su calidez la consoló e hizo que se le pusiera un nudo en la garganta.

—Bien, es una herida superficial. —Su presencia fue como un bálsamo para ella, no sabía que necesitaba tanto verlo. Él la observaba con expresión preocupada, muy diferente al semblante inalterable que solía mostrar siempre.

—No hablo de la herida de tu cuerpo, esa curará. —Ella se quedó confusa—. Eres valiente, Amélie, una tigresa, en realidad. —Le resultaba extraño escucharle decir su nombre—. Pero hasta un valiente necesita que lo ayuden, a veces —de repente, cambió de tema—. Killian viene.

—¿Cuándo? —Adoraba a su tutor, pero no quería que él y Cian se pelearan. Se incorporó en la cama intentando sentarse, pero Lee la detuvo.

—No. Tú reserva fuerzas. Vendrá pronto, es posible que esta noche —mintió para que estuviera tranquila—, pero no preocupas, hablaré con él. No vendrá a buscarte, de momento —Amélie lo dudaba. Killian valoraba mucho su opinión, pero no creía que fuera capaz de detenerlo esta vez.

—¿Estás seguro? —Él parecía a punto de hacer alguna travesura, pero esperó a ponerse el gorro negro que había dejado en la mesilla y que siempre llevaba cuando salía de la casa, antes de contestar:

—Yo, seguro. Ahora, hablar con tu futuro marido. —Y como si fuera lo más normal del mundo, se marchó dejándola boquiabierta.

Lee bajó ágilmente las escaleras, al hacerlo sus pies casi no rozaban el suelo ni hacían ningún ruido, y se dirigió hacia el hombre que pretendía a la pequeña ardilla. Suspiró pensando en lo que le gustaría estar en su casa tomando un té, y no a punto de hablar con un occidental desconocido, pero tenía que averiguar cómo era.

Se quedó ante la puerta, esta vez dejándose ver, pero no tuvo que esperar demasiado. Cian lo observó fijamente durante un par de segundos dándose cuenta de que él era la sombra que le había parecido ver un poco antes y, a pesar de que nunca lo había visto, lo reconoció. Era Lee, el maestro de Killian y Amélie. Se levantó y lo invitó a pasar.

—Entre y siéntese. Por favor, señor Ping. —Lo observó con curiosidad disimulada, aunque había visto a muchos ancianos parecidos a él en el barrio chino. Iba enteramente vestido de negro con pantalones de tela de algodón anchos y una chaqueta de estilo oriental. Tenía el cabello muy largo, enteramente blanco y lo llevaba peinado en una única trenza que colgaba de su espalda y la barba también era blanca y larga, aunque estaba recortada. Todo en él transmitía una sensación de limpieza y cuidado.

El anciano se sentó y se quitó el pequeño gorro circular de tela negra que llevaba puesto, lo dobló y lo guardó en una de las mangas de la chaqueta. Entonces, miró a Cian, que se sintió como si estuviera siendo examinado, pero no dijo nada. Sabía lo importante que era ese hombre para Amélie.

—¿Quiere verla?

—Ya he visto. —Cuando Lee estaba distraído, era cuando peor hablaba el inglés. Cian desvió la mirada hacia el pasillo donde había visto una sombra poco antes, y volvió a mirar al anciano. Empezaba a entender que Killian lo apreciara tanto. Lee sonrió como si le hubiera leído la mente y le hiciera gracia lo que veía. Luego, se irguió, poniéndose serio.

—Tú y yo, hablar. Ardilla es buena chica, fuerte y valiente, pero mucho dolor de pequeña.

—Lo sé —Cian asintió, aunque todavía no lo sabía todo. Pero se enteraría.

—Necesita buen hombre que camine con ella y le ayude a atravesar los caminos llenos de tinieblas. Su corazón te ha elegido a ti, aunque todavía no lo sabe. Tú cuidarás de ella —señaló su cara con un huesudo dedo índice y Cian se quedó rígido— Cian Connolly —en la boca de él, su nombre sonaba diferente, como si hablara de otro.

Lee vio algo en el rostro del vampiro que lo ablandó un poco.

—Tú también herido. Tienes cicatrices, pero todos tenemos vida dura alguna vez. —Cian hizo una mueca.

—Eso no importa, solo quiero que ella esté bien.

—No quieres solo eso. —Sonrió travieso y Cian le correspondió.

—Es cierto.

—Mi ardilla ha sido muy… generosa contigo. —Para su vergüenza, Cian se ruborizó—. El sexo es bueno, es parte del camino, pero los occidentales suelen hacer las cosas más difíciles de lo que son. —Sus sabios ojos negros no dejaron de observar el rostro de Cian, hasta que tomó una decisión—. Cuando fue a Francia, Killian me pidió que fuera con ella. Yo vivía aquí y él venía a verme algunas veces para entrenar, como lo llamáis vosotros. Vino al día siguiente de que mataran a los padres de la niña. Me dijo que estaba en peligro, quería llevarla a Francia para que no pudieran encontrarla y que yo protegiera. Lo de enseñar, fue después.

—Ahora tiene sentido. La historia de un maestro de artes marciales al que le permiten dar clase a una chica tan joven que estudia en un internado, era muy rara. —Lee se encogió de hombros.

—Eso no cosa mía. Solo cuento para que tú sepas. Cuando ella volvió a Dublín, yo vine también y ahora vivo en casa de Killian. —Ladeó la cabeza como si estuviera escuchando algo que Cian no era capaz de oír—. Debo irme. —Sacó el gorro y se lo puso, a la vez que se levantaba.

—¿Ocurre algo? —Se acercó, preocupado por el anciano. Pero él, sorprendiéndolo, lo miró muy sonriente.

—No preocupas. Killian llega, pero yo hablo con él. —Después, se dio la vuelta para marcharse, pero antes de hacerlo, le dijo, como si no tuviera importancia—: Tus hombres fuman juntos en la puerta, se distraen y dejan entrar a lentos ancianos chinos o a otras personas. —Cian sonrió, a pesar de la crítica, por la manera irónica de referirse a sí mismo. El «lento anciano» desapareció por el pasillo antes de que se diera cuenta.

Killian estaba a punto de subir al coche para ir a buscar a Amélie a pesar de los ruegos de Gabrielle de que esperara, cuando notó una vibración conocida a su izquierda y al volver la cabeza, vio venir a Lee por la acera con su zancada característica, rápida y larga, a pesar de su corta estatura. Cerró la puerta sin subir al coche y lo esperó; cuando lo tuvo delante, inclinó la cabeza para saludarlo y el anciano lo imitó.

—¿La has visto?

—Sí.

—Entremos —avisó a James de que no necesitaría el carruaje y entró en la casa, seguido por el anciano; impaciente, se dirigió a la salita que estaba junto a la entrada—. Siéntate, Lee. —Lo hicieron los dos, frente a frente—. ¿Cómo está? —Killian intentó esquivar su sentimiento de culpabilidad y ser objetivo.

—Bien, herida no grave y está con futuro marido. Él cuidará bien. —No hizo caso del sobresalto de Killian cuando habló de Cian y continuó hablando. Lo conocía mejor de lo que él creía y sabía cuál era su verdadera preocupación—. Tú no culpa de lo que le ha pasado. —Pero Killian dudaba de semejante afirmación.

—Ya.

—El mejor luchador no es el que malgasta su energía con la culpa; es el que, después de una caída, se levanta y sigue peleando, con cabeza fría para ser el más fuerte y rápido. No para vencer, sino para proteger a ti y a los tuyos. —Se levantó—. Quizás llevas demasiado tiempo sin clases —insinuó, antes de marcharse.

Killian lo siguió con una maldición quitándose la chaqueta y preguntándose cómo era posible que siempre supiera lo que tenía que decir.

Cian subió cuando encargó la cena. Había estado trabajando toda la tarde. Después de hablar con el maestro de Amélie había arreglado el «problemilla» de seguridad que había en la entrada del club; luego, había avisado a algunos contactos que mantenía en los bajos fondos, para que le consiguieran información acerca de los tres sucesos: los asesinatos del ministro y su familia, el ataque a Amélie y la muerte de Lorna. A cambio, les había ofrecido una importante cantidad de libras.

Se frotó la nuca mientras subía las escaleras. Una de las camareras le había dicho que Amélie había merendado bien y que cuando se había llevado la bandeja vacía, estaba sentada junto a la ventana, leyendo. Kristel también le había llevado algunos libros que creía que le podrían interesar, siguiendo instrucciones suyas.

Estaba leyendo en el sofá, aunque levantó la mirada cuando entró. Él se sentó a su lado.

—¿Cómo estás?

—Mucho mejor. Esta noche no creo que necesite tomar la pastilla para dormir.

—Estupendo. —Repentinamente, la cogió por la cintura y la sentó en su regazo, provocando que ella soltara un grito ahogado; después se rio nerviosamente, encantada. Al entrar le había parecido muy frío y se había sentido un poco insegura. Sin embargo, ahora mucho más relajada, lo abrazó por el cuello—. Eres un verdadero pimpollo. Te comería entera, de arriba abajo.

—¿Pimpollo? —Ella arqueó una ceja. Por su tono sabía que era una alabanza, pero no conocía esa palabra.

—Una jovencita muy apetecible. —Hociqueó en su cuello inhalando profundamente su olor.

Estaba muy bella, aunque para él siempre lo estaba. Se había dejado el pelo suelto, salvo por un par de mechones que se había sujetado a los lados de la cabeza con unas peinetas doradas. Su cabello los rodeaba como una telaraña rojiza y dorada que los impidiera separarse. Con un gruñido apasionado, la besó y buceó en su boca, sediento de su sabor. Los separó una llamada en la puerta.

—Es la cena. —La dejó de nuevo en su sitio, completamente ruborizada, y rio por lo bajo al ver cómo intentaba recomponerse un poco, antes de que él abriera.

Entraron tres camareros y colocaron un carrito con comida, y una mesa con flores y velas en muy poco tiempo; después, se marcharon discretamente.

—¿Te gusta?

Ella se acercó a la mesa, que tenía ruedas y que habían vestido con una mantelería blanca bordada, cubertería de plata y la cristalería más fina que ella había visto; además, los platos tenían dibujos de pequeñas hojas y estaban ribeteados con pintura dorada.

En el centro de la mesa habían puesto un pequeño florero con tulipanes, que ella sabía que eran casi imposibles de conseguir en esa época del año; luego se fijó en el carrito, que traía varias fuentes de plata repletas de comida con una apariencia exquisita.

—Gracias, Cian, está todo precioso. —Él aceptó con gracia su beso en la mejilla y, muy sonriente, le separó caballerosamente la silla para que se sentara.

—Entonces, a cenar.

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