Cian

Cian


NUEVE

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NUEVE

Amélie se tomó un par de cucharadas de la crema de verduras que habían enviado desde la cocina y después apartó la bandeja.

—No puedo más, de verdad. —Él dejó la bandeja en el carro y cogió una pastilla del frasco que había dejado Aidan.

—Tenías que haberme dicho que te dolía. —Estaba muy pálida y por su expresión se notaba que el dolor había vuelto.

—No quiero tomarme otra pastilla, me atonta mucho y…

—Me da igual lo que digas, te la vas a tomar. —Le entregó un vaso con agua y la píldora. Ella obedeció sin rechistar, lo que le indicó que tenía razón.

—Si no necesitas nada más, voy a cenar. —Había pedido que también subieran una bandeja para él.

Lo hizo en la mesa del comedor, cerca de ella, aparentando hojear un periódico, aunque en realidad lo que intentaba era que creyera que no estaba pendiente de ella, para que se acostumbrara a su presencia. Cuando terminó el primer plato se le había relajado el rostro, por lo que supuso que ya no sentía dolor y, cuando acabó de cenar, creyó que se había quedado dormida, pero abrió los ojos en cuanto le escuchó llevar las bandejas fuera.

—¿Dónde vas? —Lo sorprendió ver el miedo en sus ojos. Cuando la había dejado sola por la mañana no se había asustado, pero puede que fuera porque estaba demasiado conmocionada en ese momento.

—Solo voy a sacar el carro. En un rato subirán a por él.

—Vale. —A pesar de su explicación, no volvió a cerrar los ojos, sino que siguió observando la puerta, como si quisiera asegurarse de que no se marchaba. Cuando volvió a entrar, pocos segundos después, le preguntó—: ¿Ya has enviado un mensaje a mi casa para avisarles de que estoy aquí?

—Sí, cuando Al ha llevado a vuestros sirvientes, se lo ha dicho a James y te han preparado un bolso. Está ahí —señaló un sillón que había cerca del sofá, y que estaba de espaldas a ella.

—Tom y Roberts —le recordó. Él se sentó en la cama y ella no se sobresaltó, se estaba acostumbrando a que lo hiciera.

—Tom y Roberts —repitió—. Cuando Al los ha llevado, ha estado hablando con James. Al parecer, Sarah estaba enferma. Jaqueca, creo —Amélie asintió distraída, empezaba a tener mucho calor. Demasiado. Se destapó un poco dejando a la vista su camisola desgarrada. Al darse cuenta de que se le transparentaba todo, volvió a taparse. Estaba muy roja.

—¿Puedes darme un camisón? Necesito ir al baño.

—No sé si deberías levantarte. —Cian la miró, dudando de la conveniencia de que pudiera hacerlo tan pronto y ella, a pesar de que le daba algo de vergüenza, aclaró:

—¡Cian!, ¡necesito ir al baño, no es algo que pueda esperar! ¿Entiendes? —Él ocultó una sonrisa y la destapó sin hacer caso de su grito de sorpresa, luego la cogió en brazos y la llevó al baño. Iba a cerrar la puerta para que tuviera más intimidad, cuando escuchó:

—Por favor, tráeme el bolso que me han traído.

—Claro.

Amélie daría lo que fuera por darse una ducha, pero eso debería esperar al día siguiente. Cian llamó a la puerta.

—Déjalo en la puerta, por favor, ahora lo recojo.

—De acuerdo.

Volvió a la habitación minutos después, en camisón. Andaba despacio, más por el efecto de la pastilla que por otra cosa, y le costó una eternidad recorrer los pocos metros que había desde el baño hasta el dormitorio, aunque la herida casi no le dolía. Había aprovechado para lavarse los dientes y las manos, y para cepillarse el pelo, lo que había conseguido que se sintiera un poco mejor.

Se acostó ante la mirada atenta de Cian que se había puesto a su lado como si temiera que fuera a desmayarse en cualquier momento. Se tumbó y volvió a arroparla como si fuera una niña.

—¿Dónde vas a dormir?

—No te preocupes, en uno de los dormitorios hay una cama. Estaré muy cerca por si me necesitas.

Ella sintió un sudor frío al pensar en dormir sola en una habitación desconocida y el corazón se le aceleró por el miedo.

—Preferiría… —tragó saliva, muy nerviosa— no quedarme sola. ¿No puedes dormir aquí, conmigo? —Cian se quedó inmóvil, extrañado por su petición. Conocía la valentía de Amélie y esta actitud no era propia de ella. Imaginó que se debería al ataque que había sufrido.

—Claro, puedo dormir en el sofá —mintió.

El sofá era demasiado pequeño para él, pero lo aguantaría. Amélie asintió efusivamente.

—Sí, muchas gracias. —Cian se sentó a su lado y le cogió la mano.

—Varios de mis hombres van a estar haciendo rondas toda la noche para que nadie pueda entrar en el edificio y, si alguien consiguiera hacerlo, tengo más dentro a los que tendrían que reducir para llegar hasta nosotros. Luego, deberían vérselas conmigo antes de poder tocarte ni un pelo y jamás dejaría que eso ocurriera. Lo sabes, ¿no?

—Sí. —Sabía que daría su vida por ella. Era curioso que sobre eso no tuviera ninguna duda.

—¿Por qué estás tan asustada? —Ella se encogió de hombros, reacia a confesar la verdad.

Poco después estaba dormida y él se preparó para pasar la noche en el butacón.

Debía de haber pasado solo una hora cuando le despertó un grito aterrorizado. Sacudió la cabeza para despejarse y se puso en pie mirando a su alrededor. A pesar de la oscuridad, veía perfectamente y no había nadie aparte de ellos dos. En una zancada se había sentado en la cama y la observó de cerca. Seguía dormida, pero lloraba y balbuceaba algo, aterrorizada. Se inclinó hacia ella, sufriendo al verla así:

—Amélie, despierta, cariño. Es una pesadilla. —Acarició sus brazos que estaban helados debajo de la fina tela del camisón; ella se despertó aterrorizada y huyó de su contacto alejándose lo más posible de él, tanto, que Cian temió que se cayera por el otro lado de la cama y la sujetó para que no se hiciera daño.

—¡Suéltame! —Era evidente que no lo había reconocido, pero él no podía dejarla para encender la lámpara de gas—. ¡Noooooooooooooooooooo!, por favor, no me hagas daño —su voz había cambiado y ahora era la de una niña pequeña, y escuchándola se le pusieron los pelos de punta. Miró sus ojos y vio que seguía dormida. La zarandeó un poco para despertarla, pero no funcionó.

—¡Amélie! —levantó la voz un poco y, como no dejaba de patalear, la cogió en brazos, sentándola sobre su regazo y sujetando sus manos con una de las suyas para que dejara de golpearlo—. ¡Despierta! —gritó.

Ella abrió los ojos por fin, pero su rostro reflejaba el pánico más profundo que Cian hubiera visto nunca. Lloraba con hipidos, desconsolada, pero al reconocerlo se abrazó a su cuello con desesperación.

—¡Creía que habían vuelto! —susurró en su cuello.

—Estoy aquí. No tengas miedo, cariño. —La abrazó y acarició su espalda con movimientos calmantes—. No volverás a ver a esos cabrones nunca, te lo juro. Están muertos. —Estaba apoyada en su pecho mientras los largos mechones cobrizos de su pelo los rodeaban. Cian no pudo evitar acariciar un rizo entre sus dedos disfrutando de su suavidad. Amélie fue respirando cada vez más despacio hasta que dejó de sollozar, y él aprovechó que estaba distraída para depositar un beso rápido sobre su cabeza.

Intentó pensar en las cosas que tendría que hacer sin falta al día siguiente, por ejemplo, en el papeleo que le aburría soberanamente y que lo esperaba sobre la mesa del despacho, pero seguía teniendo el miembro tan rígido que pensó que le explotaría. Tenerla tan cerca, abrazarla y sentir su olor estaba a punto de transformarlo en un animal.

—Lo siento, ni siquiera te he dado las gracias por haberme salvado.

—No tienes que hacerlo.

—Pero te lo agradezco.

—Está bien. —Se cambió de postura, incómodo.

Amélie estaba muy quieta, sintiendo un calor repentino en las mejillas al darse cuenta de la protuberancia que había crecido bajo su trasero, exactamente donde estaba la ingle de Cian. Entonces notó que la mano de él acariciaba levemente su costado rozando el pecho al hacerlo y sus pezones se erizaron, exigiendo su atención. Sentía la misma excitación que le producían sus besos. En la oscuridad reconoció que llevaba meses mintiéndose a sí misma porque le necesitaba. Admitirlo le provocó un estremecimiento y se sintió liberada.

—¿Sigues asustada? Ya te he dicho que no tienes por qué. No pueden volver a hacerte daño.

—La pesadilla no era sobre el ataque de hoy.

—¿No? —Siguió acariciando su espalda tranquilizadoramente. Ella negó con la cabeza, aunque en la oscuridad solo veía su silueta—. Entonces, ¿con quién has soñado?

—Con el asesinato de mis padres. Hacía mucho que no me pasaba, pero después de lo de hoy… imagino que es normal. —Él frunció el ceño intentando recordar lo que sabía acerca de aquello, pero, aparte de que los asesinos eran vampiros y que los asesinatos habían sido salvajes, no sabía mucho más. Killian nunca había querido hablar sobre eso.

—Lo único que sé es que ocurrió cuando tú eras muy joven.

—Tenía doce años. Y estaba en la habitación de al lado, debajo de la cama —le confesó algo que solo le había dicho a Killian—. Siempre me he sentido culpable por no haber salido de mi escondite para ayudarlos. —El vampiro agrandó los ojos, incrédulo, y la abrazó con más fuerza como si pudiera protegerla de sus recuerdos.

—Pero ¿qué dices?, ¿una niña de doce años? Solo hubieras conseguido que esos animales también te asesinaran a ti.

—Killian dice lo mismo.

—Y tiene razón. —Hizo que apoyara la cabeza en su hombro, para que estuviera lo más cómoda posible.

—Por eso, Lee me ayuda desde hace años. No voy a sus clases solo para aprender a defenderme; intenta que acepte lo ocurrido, que no me culpe por ser la única que sobrevivió a aquella noche.

—No lo sabía.

—Él me ha hecho entender que, solo cuando sea capaz de perdonarme a mí misma, podré ser feliz. Lo que pasó aquella noche me ha afectado toda la vida. Cuando cumplí catorce, decidí que en cuanto pudiera, me uniría a La Brigada para ayudar a Killian.

—¿Y Killian qué dice sobre eso? —Amélie hizo un mohín por el que volvía a ser ella.

—Me da largas, dice que todavía soy demasiado joven. —Cian permaneció callado, seguro de que se volvería loco si Killian, alguna vez, la dejaba participar en La Brigada—. También tenía catorce años cuando decidí no casarme nunca, ni tener hijos. No quería volver a sentir lo mismo que con la pérdida de mis padres. Y sigo pensando así, pero ahora… —Cian aguardó, expectante.

—¿Sí?

—No quiero morirme sin haber hecho el amor al menos una vez. —Él se sobresaltó, porque ni en sus sueños más optimistas había esperado oír esas palabras de su boca. La pastilla no parecía haberle hecho demasiado efecto, o al menos, no para darle sueño. La mano derecha de Amélie, como si tuviera vida propia, ascendió lentamente hasta posarse en la mejilla de Cian y luego continuó hasta colocarse, insegura, en su nuca, acariciándola lentamente.

Sus inocentes caricias aumentaron su excitación y su mano morena se posó sobre la pálida cadera femenina, dejando que ella tomara la iniciativa. Entonces, Amélie lo hizo inclinar la cabeza presionando suavemente sobre su nuca y lo besó. Durante unos segundos consiguió controlarse dejando que ella dirigiera el beso, pero su dulzura e inocencia multiplicaron su pasión hasta que no pudo resistirlo y, con un gruñido de placer, acomodó el cuello de ella para que sus cabezas se acoplaran y así poder profundizar en el beso. Su lengua la penetró, degustando su sabor y sintió que ella se rendía, apoyándose completamente en él. Levantó el brazo para acunar su cabeza y ella musitó:

—Quiero verte, necesito que nos miremos a los ojos —él asintió y la levantó, dejándola sentada en la cama para encender la lámpara, ella observó cómo lo hacía, pero luego se sorprendió al ver que no volvía a su lado—. ¿Qué vas a hacer?

—Me he dado cuenta antes de que tenías frío. Yo no suelo utilizar la chimenea porque nunca lo tengo, pero debería haber pensado en ti.

—No importa —susurró, sorprendida porque lo hubiera pensado.

Él no hizo caso y comenzó a encender el fuego y ella se tumbó de costado, frente a él, aprovechando para observarlo. Llevaba unos pantalones muy ajustados gracias a los que se podía advertir que estaba muy excitado; sin embargo, se había dejado la camisa abierta, por lo que Amélie pudo apreciar el ancho y musculoso pecho, que le había servido como refugio unos minutos antes.

Mientras lo observaba cautivada, se dio cuenta de que le gustaría saber más cosas acerca de él y de su pasado, pero quería que él mismo se lo contara. Sin duda, había trabajado mucho para llegar a donde estaba y lo admiraba por ello —se le escapó una sonrisa—, aunque seguía pensando que era un granuja engreído con una facilidad tremenda para conseguir que perdiera los estribos. Su mente volvió a la realidad cuando lo vio acercarse de nuevo a ella.

Cian se quedó de pie junto a la cama y su mirada recorrió el cuerpo de Amélie, ávidamente y con lentitud. Luego, se inclinó hacia ella:

—¿Estás segura? —Sabía que era el primero. Era un honor para él y se lo agradecía profundamente, pero no quería que se arrepintiera.

—Sí, pero date prisa, antes de que me muera de miedo completamente —susurró entre dientes. Le dejó sitio en la cama y se tumbó bocarriba.

Él se acostó en silencio junto a ella y la acunó contra su corazón. Se sentía tan bien a su lado que estuvo varios minutos abrazándola y besándola lentamente, dejando que sus pieles se conocieran y sus olores se mezclaran. El abrazo consiguió que Amélie se sintiera querida de una manera distinta a la que ella conocía hasta ese momento, a un nivel más profundo. Como si sus cuerpos se hubieran reconocido en silencio y, cuando lo hicieron, los dos corazones empezaron a latir más deprisa y sus respiraciones se aceleraron. Ella notaba la excitación de él contra su pubis, y se movió nerviosamente deseando acogerlo dentro de ella, pero él siguió abrazándola, quieto, un poco más.

Cuando Cian estuvo seguro de que moriría si no la hacía suya, ella comenzó a acariciarle el pecho. Sus músculos se tensaban a su paso y le daba tanto placer que gimió suavemente contra su cuello y se quitó la camisa, lanzándola al suelo. Entonces comenzó a besarlo en el pecho y los hombros, con unas caricias tan suaves como los aleteos de mariposa.

—Amélie… —gimió, apretando los dientes—, para, por favor.

—¿No te gusta? —susurró, insegura.

—Demasiado, mi amor, pero si sigues así no podré darte placer como quiero. —Ella sonrió al escuchar su expresión de afecto.

—Está bien. Pero dime si tengo que hacer algo yo porque no tengo experiencia como sabes y… —Se calló bruscamente al darse cuenta de que estaba empezando a hablar como una cotorra. Era algo que le ocurría cuando estaba muy nerviosa.

—Tranquila. —Escuchó su susurro junto a su oído y, luego, Cian se sentó en la cama e hizo que ella se incorporara. Le quitó el camisón con cuidado para no rozarle la herida, quedándose extasiado ante sus pechos que brillaban voluptuosamente bajo la dorada luz del fuego. Perdida en una nube de deseo y sensaciones, ella acunó su cabeza entre sus manos para acercarlo a su pecho y Cian, dócil, rodeó uno de sus pezones con la boca, tirando de él y provocando que se estremeciera.

Amélie tenía los ojos cerrados, entregada a esa nueva sensación que la recorría entera. Ya no le importaba nada, solo lo que estaba ocurriendo entre los dos en ese momento. Se sentía tan unida a él que le pareció que, después de esa noche, nada en el mundo podría separarlos.

Cian buscó el otro pezón y lo mordió tiernamente haciendo círculos con la lengua a su alrededor hasta que ella gimió, espoleada por el cosquilleo que había empezado a sentir entre las piernas. Él, consciente de sus deseos, acarició su cadera y recorrió el terso vientre hasta encontrar la espesa mata de rizos rojizos. Amélie cerró las piernas involuntariamente, provocando la risa íntima del vampiro.

—Ábrelas, déjame…

Obedeció la tierna orden y observó cómo su mano desaparecía entre sus piernas; la besó con urgencia y ella le rodeó el cuello con los brazos, olvidándose de todo lo demás. Los dedos de él se deslizaron con delicadeza entre sus rizos y penetraron en ella suavemente; Amélie tembló y lo miró. Los ojos de Cian se habían vuelto de color carmesí por la pasión y la observaban fijamente, deseando ver su expresión cuando la hiciera llegar a lo más alto.

Su dedo corazón comenzó un movimiento suave y continuo, entrando y saliendo de ella, a la vez que con su pulgar comenzaba a frotar el clítoris, orbitando suavemente a su alrededor, provocándola hasta la locura. Amélie se retorcía sobre la cama, sintiendo que ascendía sin parar hacia un lugar desconocido para ella. Su propia carne lo apresaba dentro de ella, como si se negara a que abandonara aquel lugar que había permanecido tan vacío toda su vida, hasta ahora. Él continuaba con sus caricias, incansable, besándola y diciéndole lo bella que era.

—Estás muy apretada, no quiero hacerte daño. —Era algo que lo preocupaba porque él era muy grande—. ¿Tienes miedo?

—No —susurró. Y era cierto, solo sentía deseo.

—Bien, ¿te duele la herida?

—No, no… pero —dijo, ahogándose por el placer— no dejes de hacer eso…

El dedo se movía con más facilidad dentro de ella porque Amélie estaba muy mojada y su placer fue creciendo, haciéndose más intenso, hasta que todo explotó dentro de ella y clavó sus uñas involuntariamente en los hombros de Cian.

Cuando abrió los ojos, varios latidos de corazón después, estaba mirándola con las mejillas rojas y respirando aceleradamente. La abrazó y comenzó a susurrar una letanía en un idioma que ella desconocía, iniciando un ritual de vinculación que era tan antiguo como su especie. Aunque ella no fue consciente de lo que hacía, no habló hasta que terminó:

—Dime qué debo hacer —pidió, deslizando las manos por su pecho—. No sé cómo complacer a un hombre.

—Tócame, es suficiente.

Se pegó a ella y su dolorosa erección creció todavía más. Lamió con gula la delicada piel de su garganta deseando volver a beber de ella. Le dolían los colmillos por el hambre y sus entrañas rugían de necesidad. Recorrió su mandíbula depositando besos ardientes a su paso y mordió su barbilla, dejándole los dientes marcados por un momento. Ella se quejó dulcemente, a medias entre el placer y el dolor.

—Necesito tu sangre, en serio, la necesito ya. —Ella se tensó y apretó sus muslos excitada. Estaba a punto de sentir otro orgasmo, y eso que todavía no la había penetrado. Deseaba pertenecerlo por completo, pero también quería alimentarlo.

—Hazlo, muérdeme, Cian. Ahora.

Él levantó la mirada con los ojos brillando con una llama roja incandescente, y volvió a esconder la cabeza en su cuello. Después de un lametón, ella sintió un agudo mordisco que la hizo llegar al clímax otra vez.

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