Christine

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Tercera parte: Christine. Canciones de muerte de adolescentes » 47. La traición

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47. La traición

There was blood and glass all over,

And there was nobody there but me.

As the rain tumbled down, hard and cold,

I seen a young man lyin by the side

of the road,

He cried, “Mister, won’t you

help me, please?”

BRUCE SPRINGSTEEN

La besé.

Sus brazos rodearon mi cuello. Una de sus frescas manos apretó suavemente mi nuca. Ya no tuve ninguna duda sobre lo que nos ocurría, y cuando ella se apartó ligeramente de mí, con los ojos medio cerrados, comprendí que tampoco ella la tenía.

—Dennis —murmuró, y volví a besarla.

Nuestras lenguas se tocaron suavemente. Por un instante, su beso se intensificó, pude sentir la pasión que pronunciaban aquellos pómulos salientes. Entonces jadeó un poco y se echó atrás.

—Basta —dijo—. Nos detendrán por escándalo público o algo parecido.

Era el 18 de enero. Aparcamos detrás del Kentucky local, con los restos de una excelente comida a base de pollo esparcidos a nuestro alrededor. Estábamos en mi Duster, y esto era ya un acontecimiento para mi, era la primera vez que estaba detrás del volante desde el accidente. Precisamente aquella mañana, el médico me había quitado la escayola de mi pierna izquierda, sustituyéndola por un vendaje. Me advirtió severamente que no me lo quitara pero estuve seguro de que se sentía satisfecho de mi estado. Mi recuperación se había adelantado un mes a lo previsto. Él lo atribuía a una técnica superior; mi madre, al pensamiento positivo y al caldo de pollo; el entrenador Puffer, al escaramujo.

Yo pensaba que Leigh Cabot había influido mucho en ello.

—Tenemos que hablar —dijo ella.

—No, averigüemos un poco más.

—Hablemos ahora. Ya averiguaremos después.

—¿Ha empezado de nuevo?

Leigh asintió con la cabeza. En las casi dos semanas transcurridas desde mi conversación telefónica con LeBay, las dos primeras semanas del curso de invierno, Arnie se había esforzado en lograr un acercamiento con Leigh, y el esfuerzo había sido tan intenso que nos había asustado a los dos. Yo había referido a Leigh mi conversación con LeBay (pero no, como ya he dicho, mi terrible vuelta a casa en la mañana de Año Nuevo) y había dejado bien claro que en modo alguno, podía romper simplemente con él. Esto le pondrá furioso, y ahora, cuando Arnie se enfurecía con alguien, cosas desagradables podían ocurrirle a este.

—Parece que le estemos engañando —dijo ella.

—Lo sé —repliqué con mayor viveza de lo que pretendía—. No me gusta, pero no quiero que aquel coche vuelva a circular.

—¿Y bien?

Meneé la cabeza. En verdad, empezaba a sentirme como el príncipe Hamlet, buscando dilaciones una y otra vez. Desde luego, sabía que había que hacerlo: había que destruir Christine. Leigh y yo habíamos considerado varias maneras de hacerlo.

La primera idea había sido de Leigh: cócteles molotov. Llenaríamos unas botellas de vino con gasolina, dijo, las llevaríamos a la casa de los Cunningham de madrugada y encenderíamos las mechas («¿Mechas? ¿Qué mechas?», le pregunté. «De Kotex darían resultado», respondió al punto, asombrándome una vez más con su desfachatez) y las arrojaríamos a través de las ventanillas de Christine.

—¿Y si los cristales de las ventanillas estuvieran subidos y las puertas cerradas? —le pregunté—. Esto sería lo más probable.

Me miró como si fuese un imbécil total.

—¿Vas a decirme —preguntó— que te parece bien la idea de volar el coche de Arnie, pero tienes escrúpulos morales de romper unos cristales?

—No —repliqué—, pero ¿quién se acercará lo suficiente para romper el cristal con un martillo, Leigh? ¿Tú?

Me miró, mordiéndose el suave labio inferior. No dijo nada. La idea siguiente había sido mía. Dinamita.

Leigh lo pensó y sacudió la cabeza.

—Creo que podría conseguirla sin grandes dificultades —expliqué.

Seguía viendo de vez en cuando a Brad Jeffries, y Brad trabajaba todavía para Penn-DOT, y Penn-DOT tenía dinamita bastante para lanzar a la Luna el Three Rivers Stadium. Pensé que tal vez podría tomarle de prestado la llave adecuada sin que Brad se enterase, tan absorto se quedaba cuando observaba el juego de los Penguins por televisión. «Tomaré la llave del almacén de los explosivos durante el tercer período de un partido —pensé—, y la devolveré a su sitio durante el tercer periodo de otro».

La probabilidad de que tuviese que utilizar explosivos en enero y se diese cuenta de la falta de la llave era sumamente pequeña. Era una mala pasada, otra traición…, pero una manera de terminar el asunto.

—No —dijo ella.

—¿Por qué no?

Para mí, la dinamita parecía ofrecer todas las garantías que exigía la situación.

—Porque Arnie lo aparca ahora en el paseo de entrada a la casa. ¿Quieres realmente ametrallar a todo el vecindario suburbano? ¿Arriesgarte a que un trozo de vidrio corte el cuello de algún chiquillo?

Me estremecí. No había pensado en esto, pero ahora que ella lo había mencionado, la imagen me pareció verosímil y clara y odiosa. Y esto me hizo pensar en otras cosas. Encender un cartucho de dinamita con el cigarrillo y arrojarlo contra el objeto que se quiere destruir… es algo que puede quedar muy bien en los westerns del sábado por la tarde proyectados en el segundo canal, pero en la vida real hay que pensar en los fulminantes y en los puntos de contacto. Sin embargo, me aferré a la idea todo lo que pude.

—¿Y si lo hiciésemos por la noche?

—Todavía sería muy peligroso —dijo ella—. Y tú también lo sabes. Lo tienes pintado en el semblante.

Una pausa larga, muy larga.

—¿Qué te parecería la máquina trituradora de Darnell? —preguntó ella al fin.

—La misma objeción básica de antes —dije—. ¿Quién llevaría el coche allí abajo? ¿Tú, yo o Arnie?

Y así quedó la cosa.

—¿Qué ha pasado hoy? —pregunté a Leigh.

—Quería que saliese con él esta noche —me explicó—. Esta vez para ir a la bolera.

En días anteriores le había propuesto el cine, ir cenar, o mirar la televisión en su casa, celebrar reunión de estudio. Y siempre aparecía Christine como medio de transporte.

—Se está poniendo terriblemente pesado y se me acaban las excusas. Si tenemos que hacer algo, deberíamos hacerlo pronto.

Asentí con la cabeza. Una de las cosas que lo habían impedido era la imposibilidad de encontrar un modo satisfactorio. Otra había sido el estado de mi pierna. Ahora que me habían quitado la escayola, y aunque el médico me había ordenado severamente que empleara las muletas, había puesto a prueba mi pierna izquierda sin ellas. Me dolía un poco, pero no tanto como había dolido.

Estas cosas, sí…, pero el obstáculo había estado más en nosotros mismos. El descubrimiento mutuo. Aunque parezca repugnante, creo que debo añadir algo más para que mi relato sea exacto (cuando lo empecé me prometí que lo interrumpiría si no podía referirlo todo con exactitud). El aspecto picante del peligro había añadido algo a lo que yo sentía por Leigh… y, según creo, a lo que ella sentía por mí. Arnie era mi mejor amigo, pero la idea de que nos veíamos a sus espaldas tenía, empero, un atractivo maligno e insensato. Lo sentía cada vez que la tomaba en brazos, cada vez que mi mano se deslizaba sobre la curva firme de su pecho. Hacerlo todo a escondidas. ¿Pueden ustedes decirme por qué tenía que ser atractivo? Pero lo era. Por primera vez en mi vida me había enamorado de una chica. Había tenido amoríos con anterioridad pero esta vez me había dado muy fuerte. Y me gustaba. La amaba. Pero el constante sentimiento de traición…

Era algo sinuoso, que causaba vergüenza y aguijoneaba lo lamente al mismo tiempo. Podíamos decirnos (y lo hacíamos) que manteníamos cerradas nuestras bocas para proteger a nuestras familias y a nosotros mismos.

Esto era verdad.

Pero no toda la verdad, ¿eh, Leigh? No. No era toda la verdad.

En cierto modo, no podía haber ocurrido nada peor. El amor retrasa la reacción, apaga el sentido de peligro. Hacía doce días que había hablado con George LeBay y, cuando pensaba en las cosas que me había dicho —y peor en, en las que me había sugerido—, ya no se me erizaban los cabellos de la nuca.

Lo propio cabía decir —o tal vez no— de las pocas veces que había hablado con Arnie o le había atisbado en algún sitio. Curiosamente, parecía que habíamos vuelto a los meses de setiembre y octubre, cuando nos habíamos apartado por la sencilla razón de que Arnie estaba muy ocupado. Cuando hablábamos, él se mostraba bastante agradable, aunque sus ojos grises eran fríos detrás de los espejuelos. Yo esperaba que una gimiente Regina o un rígido Michael me llamasen por teléfono para darme la noticia de que Arnie había dejado al fin de jugar con ellos renunciado, definitivamente, a la idea de ir a la Universidad en otoño.

Esto no sucedió, y fue el propio Motormouth —nuestro mentor— quien me dijo que Arnie se había llevado a casa un montón de literatura sobre la Universidad de Pensilvania, la Drew University y Penn State. Estos eran los centros docentes que interesaban más a Leigh. Yo lo sabía y Arnie lo sabía también.

Dos noches atrás, había oído yo a mi madre y a mi hermana Ellie hablando en la cocina.

—¿Por qué ha dejado Arnie de venir, mamá? —preguntó Ellie—. ¿Se ha peleado con Dennis?

—No, querida —respondió mi madre—. No lo creo. Pero cuando los amigos se hacen mayores…, a veces se separan.

—A mí no me ocurrirá nunca —manifestó Ellie con la seria convicción de los quince años recién cumplidos.

Me senté en la habitación contigua, preguntándome si realmente sería esto todo: una alucinación fruto de mi amarga estancia en el hospital, como había sugerido LeBay, un simple distanciamiento entre dos amigos de la infancia.

Me pareció que había en ello cierta lógica, incluso en lo tocante a mi obsesión por Christine, que era la cuña que se había introducido entre nosotros.

Prescindía de los hechos palpables, pero resultaba cómodo. Creyendo de esta suerte, Leigh y yo podríamos seguir nuestras vidas ordinarias, entregarnos a las actividades escolares, hacer un repaso extraordinario para los exámenes de marzo y, desde luego, abrazarnos en cuanto sus padres o los míos nos dejaban solos. Besuquearnos como lo que éramos, como una pareja de alborotados adolescentes total y mutuamente enamorados.

Estas cosas me seducían…, nos seducían a los dos. Hasta ahora habíamos tenido mucho cuidado —como si fuésemos un par de adúlteros en vez de un par de chiquillos—, pero hoy me habían quitado la escayola, y había podido emplear las llaves de mi Duster en vez de quedarme mirándolas, y, cediendo a un impulso, había telefoneado a Leigh y le había preguntado si le gustaría ir conmigo al mundialmente famoso Colonel’s para catar su mundialmente famoso Crunchy Stile. Esto le había entusiasmado.

Así se comprende que descuidásemos nuestra preocupación y fuésemos un poquitín indiscretos. Permaneciendo sentados en el coche, en la zona de aparcamiento, con el motor en marcha para tener un poco de calor, y hablamos de la manera de terminar con aquel viejo e infinitamente astuto monstruo, como un par de chiquillos jugando a ser vaqueros.

No vimos a Christine cuando se detuvo detrás de nosotros.

—Se está preparando para un largo asedio, en caso de ser necesario —dije.

—¿Qué?

—Me refiero a las Universidades que ha elegido. ¿No te ha llamado la atención?

—Creo que no —replicó confusa.

—Son las que te interesan más a ti —expliqué pacientemente.

Ella me miró, la miré a mi vez y traté de sonreír, sin conseguirlo.

—Está bien —proseguí—. Pensémoslo una vez más. Los cócteles molotov han quedado descartados. La dinamita parece peligrosa, pero en poca cantidad…

Me interrumpí en seco al sentir el fuerte apretón de la mano de Leigh y ver en su rostro una expresión de sorpresa y horror. Estaba mirando a través del parabrisas, desorbitados los ojos y abierta la boca. Me volví en aquella dirección, y lo que vi era tan abrumador que, por un instante, permanecí también inmóvil.

Arnie estaba plantado delante de mi Duster.

Había aparcado exactamente detrás de nosotros y entrado a comprar su ración de pollo sin fijarse en quiénes éramos. ¿Por qué había de hacerlo? Era casi de noche y un Duster de cuatro años y manchado de barro es prácticamente igual que otro cualquiera. Había entrado en el establecimiento, adquirido su comida y salido de nuevo…

No nos había visto a través del parabrisas, a Leigh y a mí, sentados muy juntos, abrazados y mirándonos arrobados con los ojos, como dicen los poetas No había sido más que una coincidencia, una terrible y odiosa coincidencia. Aunque incluso ahora una parte de mi mente está fríamente convencida de que fue cosa de Christine…, de que fue Christine quien le condujo allí.

Transcurrió un largo momento, como petrificado. Un débil gemido brotó de la garganta de Leigh. Arnie estaba a menos de la mitad de la pequeña zona de aparcamiento, vistiendo su chaqueta de la escuela superior, con unos vaqueros descoloridos y botas. Llevaba una bufanda a cuadros alrededor del cuello. Se había levantado el cuello de la chaqueta, y las negras solapas servían de marco a un semblante que pasaba con lentitud de una expresión de aturdida incredulidad a una pálida mueca de odio. La bolsa a rayas rojas y blancas, con la sonriente cara del Colonel’s en ella resbaló de una de sus manos enguantadas y cayó sobre la nieve apisonada del aparcamiento.

—Dennis —murmuró Leigh—. ¡Dennis, oh, Dios mio!

Él empezó a correr. Pensé que venía hacia el coche, probablemente para sacarme de él y darme una paliza. Me veía saltando débilmente de un lado a otro sobre mi pierna no demasiado sana, bajo las luces del aparcamiento, que acababan de encenderse, mientras Arnie, cuya vida había yo salvado durante unos años que se remontaban al jardín de infancia, me hacía trizas. Corrió, torcida la boca en una mueca que yo había visto ya antes de entonces…, pero no en su cara. Ahora era la cara de LeBay.

Pero no se detuvo al llegar a mi coche, sino que siguió corriendo. Me volví en redondo y entonces vi a Christine.

Abrí la portezuela y empecé a salir con gran esfuerzo agarrándome al borde del techo de mi automóvil. El frío entumeció casi inmediatamente mis dedos.

—¡Dennis, no! —gritó Leigh.

Me puse en pie en el instante en que Arnie abría furiosamente la portezuela de Christine.

—¡Arnie! —grité—. ¡Eh, hombre!

Irguió la cabeza. Echaba chispas por los ojos fríos y desorbitados. Un hilo de baba fluía de una de las comisuras de su boca. El radiador de Christine parecía también hacer muecas.

Levantó ambos puños y los sacudió en mi dirección.

—¡Cagón! —su voz era fuerte y cascada—. ¡Llévatela! ¡Te la mereces! ¡Es una mierda! ¡Ambos sois una mierda! ¡Quedaos juntos! ¡No será por mucho tiempo!

Varias personas se habían acercado a las ventanas de cristales del Kentucky Fried Chicken y al contiguo Kowloon Express para ver lo que pasaba.

—¡Arnie! Hablemos, hombre…

Él saltó dentro del coche y cerró la portezuela de golpe. Zumbó el motor de Christine y se encendieron los faros, aquellos ojos blancos y deslumbradores de mi sueño clavándome como un insecto sobre un cartón. Y más arriba, detrás del cristal, estaba la cara terrible de Arnie la cara de un demonio ávido de pecado. Aquella cara odiosa y atormentada ha vivido en mis sueños desde entonces. Después la cara desapareció y fue sustituida por una calavera, por una cabeza de muerto que hacía muecas.

Leigh lanzó un fuerte y estridente chillido. Se había vuelto a mirar, y supe que aquello no había sido cosa de mi imaginación. Ella lo había visto también.

Christine avanzó rugiendo, levantando nieve con los neumáticos de atrás. No venía por el Duster, sino por mí. Creo que la intención de Arnie era hacerme papilla entre su coche y el mío. Fue mi pierna enferma la que me salvó, se dobló y caí dentro de mi Duster, golpeando el volante con la cadera derecha y haciendo sonar el claxon.

Una fría ráfaga de viento me azotó la cara. El rojo y brillante flanco de Christine pasó a un metro de mí. Bajó temblando por el camino de salida y entró en la vía principal sin reducir la marcha, dando coletazos. Después se alejó sin dejar de acelerar.

Miré la nieve y pude ver las recientes huellas en zigzag sus neumáticos. No había pasado a más de veinte centímetros de mi portezuela abierta.

Leigh estaba llorando. Tiré de mi pierna izquierda con las manos para meterla en el coche, cerré la portezuela de golpe y abracé a la muchacha. Sus brazos me buscaron a ciegas y, después, jadeó, rígida a causa del pánico.

—No…, no era…

—Calla, Leigh. No te preocupes. No pienses en ello.

—¡No era Arnie quien conducía el coche! ¡Era una persona muerta! ¡Era una persona muerta!

—Era LeBay —expliqué.

Ahora que había ocurrido sentí una especie de tranquilidad irreal en vez de la reacción temblorosa y excitada que hubiese debido experimentar y de un sentimiento de culpa por haber sido al fin descubierto con la chica de mi mejor amigo.

—Era él, Leigh. Acabas de conocer a Roland D. LeBay.

Leigh siguió llorando, desahogando su miedo y su impresión y su horror, apretándose a mí. Yo estaba contento de tenerla así. Sentía un dolor sordo en la pierna izquierda. Miré por el espejo retrovisor el lugar vacío donde había estado Christine. Ahora que había sucedido, me parecía que cualquier otra conclusión habría sido imposible.

La paz de las dos últimas semanas, la sencilla alegría de tener a Leigh a mi lado, todo esto parecía ser ahora lo irreal, lo falso…, tan falso como la guerra espuria entre la conquista de Polonia por Hitler y el arrollador ataque de la Wehrmacht contra Francia.

Y empezaba a ver el final de las cosas, tal como debía ser.

Me miró, y tenía húmedas las mejillas.

—¿Y ahora qué, Dennis? ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Terminar con ello.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

Hablando más para mí que para ella, dije:

—Él necesita una coartada. Tenemos que estar dispuestos cuando se vaya. El garaje. El de Darnell. Atraparé eso allí. Trataré de destruirlo.

—¿De qué estás hablando, Dennis?

—Él saldrá de la ciudad —dije—. ¿No lo ves? Todas las personas a quienes Christine mató…, forman un círculo alrededor de Arnie. Él lo sabrá. Él hará que Arnie salga de nuevo de la ciudad.

—¿Te refieres a LeBay?

Asentí con la cabeza y Leigh se estremeció.

—Tenemos que matarlo. Tú lo sabes.

—Pero ¿cómo?

Y al fin se me ocurrió una idea.

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