Christine

Christine


Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 1. Primer vistazo

Página 6 de 63

1. Primer vistazo

Hey, looky there!

Across the street!

There’s a car made just for me,

To own that car would be a luxury…

That car’s fine-lookin, man,

That’s somethin else.

EDDIE COCHRAN

—¡Oh, Dios mío! —exclamó de pronto mi amigo Arnie Cunningham.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Tenía los ojos desorbitados tras sus gafas de montura de acero, se había llevado la mano a la boca, tapándosela parcialmente con la palma, y su cuello podría haber estado montado sobre rodamientos a bolas por la forma en que lo estiraba hacia atrás por encima del hombro.

—¡Para el coche, Dennis! ¡Vuelve!

—¿Qué estás…?

—Vuelve, quiero verla otra vez.

De pronto, comprendí.

—Oh, vamos, olvídalo —dije—. Si te refieres a esa… cosa que acabamos de pasar…

—¡Vuelve! —Estaba casi gritando.

Volví, pensando que quizá se tratara de uno de los sutiles chistes de Arnie. Pero no lo era. Estaba completamente ido. Arnie se había enamorado.

El objeto de su amor era un mal chiste, y nunca sabré qué vio Arnie en él aquel día. El lado izquierdo de su parabrisas era una retorcida telaraña de resquebrajaduras. El techo estaba hundido en su parte derecha, y la descascarillada abolladura estaba cubierta de herrumbre. El parachoques trasero se hallaba torcido, la puerta del maletero entreabierta y el tapizado de los asientos presentaba alargados desgarrones. Parecía como si alguien la hubiera emprendido a cuchilladas con la tapicería. Un neumático aparecía completamente liso. Los otros, tan desgastados que dejaban ver el cañamazo interior. Lo peor de todo: había un oscuro charco de aceite bajo el motor.

Arnie se había enamorado de un Plymouth Fury de 1958, uno de esos alargados y con grandes aletas. Había un viejo y descolorido letrero SE VENDE apoyado en el lado derecho del parabrisas, el lado que no estaba agrietado.

—¡Mira qué líneas, Dennis! —susurró Arnie.

Estaba corriendo alrededor del coche como un poseso. Sus sudorosos cabellos se agitaban al viento. Accionó el picaporte de la portezuela trasera, que se abrió con un chirrido.

—Arnie, me estás tomando el pelo, ¿no? Es insolación, ¿verdad? Dime que es insolación. Te llevaré a casa y te pondré bajo el acondicionador de aire, y nos olvidamos de todo esto, ¿conformes?

Pero lo dije sin muchas esperanzas. Él sabía gastar bromas, pero no tenía entonces cara de estar bromeando. Lucía más bien una especie de expresión alucinada que no me gustaba ni pizca.

Ni siquiera se molestó en responder. Una cálida bocanada de aire rancio que olía a vejez, a gasolina y a putrefacción avanzada salió por la abierta portezuela. Arnie tampoco pareció reparar en eso. Entró y se sentó en el rasgado y descolorido asiento trasero. En otro tiempo, veinte años atrás, había sido rojo. Ahora presentaba una desvaída tonalidad sonrosada.

Alargué la mano y cogí unas hilachas del tapizado, las miré y las hice volar soplando.

—Parece como si el Ejército Rojo hubiera pasado sobre él, camino de Berlín —dije.

Finalmente, se dio cuenta de que yo continuaba allí.

—Sí…, sí. Pero sería posible arreglarlo. Podría…, podría quedar de maravilla. Una unidad móvil, Dennis. Una belleza. Una verdadera…

—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué hacéis ahí?

Era un viejo que parecía como si estuviese disfrutando —más o menos— sus setenta primaveras. Probablemente menos. El tipo me pareció la clase de hombre que disfrutaba muy poco. Tenía el pelo, lo poco que le quedaba, largo y áspero. En la parte calva de su cráneo se apreciaba un buen caso de soriasis.

Llevaba pantalones verdes y zapatillas de deporte. Iba sin camisa, en su lugar, tenía en torno a la cintura algo que parecía un corsé de señora. Cuando se acercó más, vi que se trataba de una faja ortopédica. Por su aspecto, daba la impresión de que se la había cambiado por última vez aproximadamente en la época en que murió Lyndon Johnson.

—¿Qué hacéis ahí? —su voz era aguda y estridente.

—¿Es suyo este coche, señor? —preguntó Arnie.

La pregunta no dejaba de ser un poco tonta. El Plymouth estaba aparcado en el jardín de la casita de la que había salido el viejo. El jardín era horrible, pero parecía algo con aquel Plymouth en primer plano para dar perspectiva.

—¿Y qué si lo es? —preguntó el viejo.

—Yo… —Arnie tuvo que tragar saliva— quiero comprarlo.

Los ojos del viejo centellearon. La airada expresión de su rostro fue sustituida por un brillo furtivo en sus pupilas y un cierto rictus de avidez en los labios. Luego apareció una forzada y resplandeciente sonrisa. Creo que fue entonces —justo en ese momento— cuando sentí una especie de helado estremecimiento. Hubo un momento —justo entonces— en que me dieron ganas de aporrear a Arnie y llevármelo a rastras. Había algo en los ojos del viejo. No sólo el brillo, era algo detrás del brillo.

—Bueno, haberlo dicho —clamó el viejo. Le tendió la mano y Arnie se la estrechó—. Me llamo LeBay. Roland D. LeBay. Retirado del Ejército.

—Arnie Cunningham.

El tipo le agitó la mano e hizo un vago ademán en dirección a mí. Yo quedaba fuera del juego, ya tenía su primo. Era como si Arnie le hubiera dado a LeBay su cartera.

—¿Cuánto? —preguntó Arnie, y, luego, se lanzó—. Pida lo que pida, no es demasiado.

Gemí, en vez de suspirar. Su talonario de cheques acababa de seguir el mismo camino que su cartera.

Por un momento, la sonrisa de LeBay titubeó levemente, y sus ojos se entornaron con suspicacia. Creo que estaba evaluando la posibilidad de ser engañado. Observó el rostro ingenuo y anhelante de Arnie en busca de señales reveladoras de posibles argucias y, luego, formuló la pregunta venenosamente perfecta:

—¿Has tenido un coche alguna vez, hijo?

—Tiene un Mustang Mach II —respondí yo, rápidamente—. Se lo compraron sus padres. Un autentico bólido capaz de hacer hervir el asfalto en primera. Y…

—No —dijo Arnie, en voz baja—. Acabo de sacar el carné esta primavera.

LeBay me lanzó una breve pero socarrona mirada y dedicó luego toda su atención a su objetivo principal. Apoyó las manos en la parte baja de la espalda y se estiró. Me llegó una acre bocanada de sudor.

—Tuve un problema en el Ejército —dijo—. Incapacidad absoluta. Los médicos no pudieron hacer nada por arreglarlo. Cuando alguien os pregunte qué es lo que hay de malo en el mundo respondedle que tres cosas, muchachos: los médicos, los comunistas y los radicales negros. De las tres, los comunistas son la peor, seguida de cerca por los médicos. Y si quieren saber quién os lo dijo, decidle que fue Roland D. LeBay. Sí, señor.

Acarició con arrobo el viejo y raído capó del Plymouth.

—Este es el mejor coche que he tenido jamás. Lo compré en setiembre de 1957. Por entonces era en setiembre cuando se compraba uno su nuevo modelo. Durante todo el verano te andaban enseñando fotos de coches bajo capotas y coches debajo de lonas, hasta que te morías de ganas de ver qué aspecto tenían por dentro. No como ahora —su voz rezumaba desprecio hacia los envilecidos tiempos que había llegado a vivir—. Y era completamente flamante. Tenía ese olor a coche nuevo que es el mejor olor del mundo.

Reflexionó.

—Excepto el olor a coño, quizá.

Miré a Arnie, mordiéndome desesperadamente la parte inferior de los carrillos para no soltar la carcajada. Arnie me miró también, asombrado. El viejo no parecía reparar para nada en ninguno de nosotros dos, estaba en su propio planeta.

—Hacía treinta y cuatro años que llevaba el uniforme —nos dijo LeBay, acariciando todavía el capó del coche—. Entré a los dieciséis, en 1923. Comí polvo en Texas y vi ladillas tan grandes como langostas en algunas de las casas de putas de Nogales. Yo he visto durante la Segunda Guerra a hombres con las tripas saliéndoles por las orejas. En Francia lo he visto. Les salían las tripas por las orejas. ¿Lo crees, hijo?

—Sí, señor —respondió Arnie. No creo que hubiera oído una sola palabra de lo que decía LeBay. Estaba apoyándose alternativamente en un pie y en otro, como si tuviera urgencia por ir al baño—. Pero, acerca del coche…

—¿Vas a la Universidad? —ladró de pronto LeBay—. ¿Allí, a Horlicks?

—No, señor. Voy a la superior de Libertyville.

—Estupendo —dijo LeBay, con gesto torvo—. Apártate de las Universidades. Están llenas de negrófilos que quieren entregar el Canal de Panamá. «Intelectuales», los llaman. «Idiotas», digo yo.

Miró afectuosamente al coche, que reposaba sobre un neumático deshinchado y cuya pintura brillaba con una suave tonalidad herrumbrosa a la luz del atardecer.

—Me lesioné la espalda en la primavera del 57 —dijo—. El Ejército se estaba echando a perder ya entonces. Me salí a tiempo. Volví a Libertyville. Eché un vistazo a lo que había, tomándome tiempo. Luego, entré en el establecimiento de Norma Cobb, donde ahora está la bolera, en la calle Mayor, y encargué este coche. Dije que lo quería en rojo y blanco, el modelo del año siguiente. Rojo como una bomba de incendios por dentro. Y lo hicieron. Cuando me lo llevé, tenía un total de diez kilómetros en el cuentakilómetros. Sí, señor.

Escupió.

Miré el cuentakilómetros por encima del hombro de Arnie. El cristal estaba sucio, pero pude leer la cifra de todos modos: 97.342.

—Si le tiene tanto afecto al coche, ¿por qué lo vende? —pregunté.

Me dirigió una gélida mirada.

—¿Te estás haciendo el listo conmigo, hijo?

No respondí, pero tampoco bajé la vista. Al cabo de unos momentos de duelo ocular (que Arnie ignoró por completo, estaba acariciando lenta y amorosamente una de las aletas traseras), dijo:

—No puedo seguir conduciendo. La espalda ha empeorado demasiado. Y los ojos están siguiendo el mismo camino.

De pronto, comprendí…, o creí comprender. Si los datos que nos había dado eran correctos, tenía setenta y un años. Y a los setenta años este Estado obliga a someterse a reconocimiento médico de la vista cada año para renovar el permiso de conducir. Y LeBay, o no había superado con éxito la prueba, o temía no superarla. Como quiera que fuese, daba igual. Antes que doblegarse a ese baldón, había renunciado al Plymouth. Y, después, el coche había envejecido rápidamente.

—¿Cuánto quiere por él? —volvió a preguntar Arnie.

Oh, estaba impaciente por ir al matadero.

LeBay volvió la cara hacia el cielo, como si considerase la posibilidad de que se echara a llover. Luego, miró de nuevo a Arnie y le dedicó una amplia y bondadosa sonrisa que me pareció tan falsa como la de antes.

—He estado pidiendo por él trescientos —dijo—. Pero tú pareces un buen chico. Te lo dejaré en doscientos cincuenta.

—Oh, Cristo —exclamé.

Pero él sabía quién era allí el primo, y sabía exactamente cómo introducir la cuña entre nosotros. Como decía mi abuelo, no se había caído de un guindo.

—Muy bien —dijo, bruscamente—. Como queráis. Tengo que ir a ver el serial de las cuatro y media, El filo de la noche. Nunca me lo pierdo si puedo evitarlo. Encantado de haber charlado con vosotros. Hasta la vista.

Arnie me dirigió tal mirada de consternación e ira que retrocedí un paso. Corrió tras el viejo y le cogió del codo. Hablaron. No pude oírlo todo, pero fue más que suficiente. El viejo estaba herido en su amor propio. Arnie se deshacía ansiosamente en excusas. El viejo esperaba solamente que Arnie comprendiese que él no podía soportar ver cómo insultaban al coche que le había llevado por sus dorados años. Arnie estaba de acuerdo. Poco a poco el viejo se dejó llevar hacia donde yo estaba. Y de nuevo percibí en él algo conscientemente terrible…, era como si un frío viento de noviembre pudiera pensar. No puedo encontrar mejor forma de expresarlo.

—Si vuelve a decir una palabra más, me desentiendo por completo del asunto —dijo LeBay, apuntándome con un calloso pulgar.

—No lo hará, no lo hará —se apresuró a exclamar Arnie—. ¿Ha dicho trescientos, no?

—Sí, creo que fue…

—Se ha hablado de doscientos cincuenta —dije, con voz fuerte.

Arnie pareció consternado, temeroso de que el viejo pudiera marcharse de nuevo, pero LeBay no quería correr riesgos. El pez estaba ya casi fuera del agua.

—Con doscientos cincuenta bastará, supongo —admitió LeBay. Volvió a mirarme, y noté que teníamos un punto en común, él no me gustaba a mí, y yo tampoco le gustaba a él.

Para creciente horror por mi parte, Arnie sacó la cartera y empezó a rebuscar en ella. Quedamos los tres en silencio. LeBay continuaba mirándome. Yo aparté la vista hacia un chiquillo que estaba intentando matarse con una tabla de patinaje color verde vómito. En alguna parte, ladró un perro. Pasaron dos chicas que parecían colegialas de octavo o noveno grado, riendo y sosteniendo contra sus incipientes pechos brazadas de libros de biblioteca.

Sólo me quedaba una esperanza de que Arnie saliera bien del asunto, era la víspera del día de paga. Con tiempo suficiente, incluso sólo veinticuatro horas, esta violenta fiebre podría esfumarse.

Cuando volví de nuevo la vista hacia ellos, Arnie y LeBay estaban mirando dos billetes de cinco y seis de uno… aparentemente todo lo que había contenido la cartera.

—¿Qué tal un cheque? —preguntó Arnie.

LeBay sonrió secamente y no dijo nada.

—Es un cheque bueno —protestó Arnie.

Sí que lo sería. Habíamos estado todo el verano trabajando para Carson Brothers en la extensión I-376, la que los naturales de la zona de Pittsburgh creen firmemente que nunca acabará de terminarse. Arnie declaraba a veces que Penn-DOT había empezado aceptando pujas sobre la obra de la I-376 poco después de finalizar la Guerra Civil. No es que ninguno de los dos tuviéramos derecho a quejarnos, aquel verano había muchos chicos que o estaban trabajando por salarios de hambre o no trabajaban en absoluto. Nosotros estábamos ganando bastante, incluso haciendo horas extraordinarias. Brad Jeffries, el capataz, había vacilado en aceptar a un chico como Arnie, pero, finalmente, había consentido en utilizarlo como señalador, la muchacha que había pensado contratar había quedado embarazada y se había escapado para casarse. Así, pues, Arnie había empezado a manejar su bandera de señales en junio, pero, poco a poco, había ido arrastrando trabajos más duros a base principalmente de energía y decisión.

Era el primer trabajo autentico que tenía y no quería echarlo a perder. Brad quedó razonablemente impresionado, y el sol estival incluso había ayudado un poco al cutis de Arnie, aliviando sus erupciones. Quizá fuesen los rayos ultravioletas.

—Estoy seguro de que es un cheque bueno, hijo —dijo LeBay—, pero quiero el pago en metálico. Ya comprendes.

No sé si Arnie lo comprendía, pero yo lo entendía a la perfección. Sería muy fácil bloquear el pago de un cheque si aquel herrumbroso Plymouth perdía un eje o escupía un pistón camino a casa.

—Puede llamar al Banco —dijo Arnie, empezando a parecer desesperado.

—Ni hablar —replicó LeBay, rascándose el sobaco sobre la áspera faja—. Van a ser las cinco y media. El Banco hace tiempo que está cerrado.

—Una seña, entonces —dijo Arnie, y le tendió los dieciséis dólares. Parecía totalmente enfebrecido. Quizás os cueste creer que un muchacho que era ya casi lo bastante mayor como para votar hubiera podido excitarse de tal manera por aquel destartalado cacharro en el espacio de quince minutos. A mí mismo me estaba costando creerlo. Sólo Roland D. LeBay parecía no encontrar ninguna dificultad en ello, y supuse que era porque a su edad había visto de todo. Sólo después llegué a creer que su extraña seguridad podría provenir de otras fuentes. Como quiera que fuese, si alguna vez había corrido por sus venas alguna especie de leche de bondad humana, se le había agriado hacía mucho tiempo.

—Tendría que ser por lo menos el diez por ciento —explicó LeBay. El pez estaba ya fuera del agua, dentro de unos momentos quedaría atrapado—. Si me dieras el diez por ciento, te lo reservaría durante veinticuatro horas.

—Dennis —dijo Arnie—. ¿Puedes prestarme nueve duros hasta mañana?

Yo tenía doce en la cartera, y ningún sitio especial al que ir. Día tras día de esparcir arena y cavar zanjas para alcantarillas habían hecho maravillas cuando se trataba de jugar al fútbol americano, pero yo no tenía vida social en absoluto. Últimamente, ni siquiera había estado asaltando los baluartes del cuerpo de mi atractiva amiga al estilo que ella se había acostumbrado. Yo era rico, pero solitario.

—Ven, vamos a ver —dije.

El rostro de LeBay se ensombreció, pero se daba cuenta de que dependían de mi dinero, le gustara o no. Sus ondulados cabellos blancos se agitaban a impulsos de la leve brisa. Mantenía apoyada una mano con aire posesivo sobre el capó del Plymouth.

Arnie y yo echamos a andar hacia el lugar en que mi coche, un Duster del 75, estaba aparcado junto a la cuneta.

Le pasé un brazo por los hombros a Arnie. Por alguna razón, recordé un lluvioso día de otoño en que ambos, con no más de seis años, estábamos en su habitación, pintarrajeando con viejas Crayolas de una abollada lata de café mientras parpadeaban los dibujos animados en un antiguo televisor en blanco y negro. La imagen me hizo sentir triste y un poco asustado. Y es que tengo días en que me parece que seis años es una edad óptima, y por eso es por lo que sólo dura unos 7 segundos en tiempo real.

—¿Los tienes, Dennis? Te los devolveré mañana por la mañana.

—Sí, los tengo —respondí—. Pero, en nombre de Dios, ¿qué estás haciendo, Arnie? Ese tío tiene incapacidad total. No necesita el dinero, y tú no eres una institución de caridad.

—No entiendo. ¿De qué estás hablando?

—Te está estafando. Te está estafando por el simple placer de hacerlo. Si llevara ese coche a Darnell, no sacaría ni cincuenta dólares por él. Es una pura basura.

—No. No lo es.

Sin su cara llena de granos, mi amigo Arnie habría parecido completamente corriente. Pero yo creo que Dios da a todo el mundo por lo menos un rasgo bueno, y en Arnie se trataba de sus ojos. Detrás de las gafas que habitualmente los oscurecían presentaban una hermosa e inteligente tonalidad gris, del color del firmamento en un nublado día de otoño. Podían ser casi desazonadoramente penetrantes y escrutadores cuando estaba sucediendo algo que le interesaba, pero ahora, sin embargo, eran distantes y soñadores.

—No es en absoluto una basura —repitió.

Fue entonces cuando, realmente, empecé a comprender que la cuestión era algo más que la súbita decisión de Arnie de comprarse un coche. Nunca había mostrado interés en tener uno, se conformaba con montar en el mío y contribuir al pago de la gasolina o pedalear en su bici. Y no era que necesitase un coche para salir con una chica, que yo supiera, Arnie no había tenido una cita en su vida.

Esto era algo diferente. Era amor, o algo parecido. Dije:

—Al menos, haz que te lo ponga en marcha, Arnie. Y que suba el capó. Hay un charco de aceite debajo. Yo creo que quizás esté rajado el bloque del motor. En realidad, creo…

—¿Puedes prestarme los nueve?

Tenía los ojos fijos en los míos.

Desistí. Saqué la cartera y le di los nueve dólares.

—Gracias, Dennis —dijo.

—Allá tú.

No me oyó. Unió mis nueve dólares a los dieciséis suyos y volvió adonde LeBay permanecía junto al coche. Le entregó el dinero, y LeBay lo contó cuidadosamente humedeciéndose el pulgar.

—Te lo reservaré sólo por veinticuatro horas, que quede claro.

—Sí, señor. De acuerdo —dijo Arnie.

—Voy a entrar en la casa para hacerte un recibo. ¿Cómo has dicho que te llamas, soldado?

Arnie sonrió levemente.

—Cunningham. Arnold Cunningham.

LeBay soltó un gruñido y se dirigió hacia la casa, cruzando el descuidado césped. La puerta exterior era una de esas de aluminio reforzada con una historiada letra en el centro, una gran L en este caso.

La puerta se cerró de golpe a su espalda.

—Ese tío es un falso, Arnie. La verdad es que creo que está…

Pero Arnie no estaba allí. Se hallaba sentado al volante del coche, y su rostro mostraba la misma deslumbrante expresión.

Di la vuelta por delante del vehículo y encontré el resorte del capó. Lo accioné, y el capó se levantó con un herrumbroso chirrido que me recordó los efectos sonoros que se oyen en algunos de esos discos de casa encantada. Cayeron varias partículas de metal. La batería era una vieja Allstate, y los bornes estaban tan cubiertos de verdosa corrosión que no se podía distinguir el positivo del negativo. Accioné el limpiador neumático y contemplé sombríamente un carburador tan negro como el pozo de una mina.

Bajé el capó y volví a donde Arnie estaba sentado pasando la mano por el borde del salpicadero y sobre el velocímetro, calibrado hasta un absurdo total de 120 millas por hora. ¿Realmente habían ido alguna vez los coches tan de prisa?

—Arnie, creo que el bloque del motor está resquebrajado. De veras. Este coche es un cacharro inmundo. Si quieres ruedas, podemos encontrar algo mucho mejor que esto por doscientos cincuenta pavos. En serio. Mucho mejor.

—Tiene veinte años —dijo—. ¿Te das cuenta de que un coche es oficialmente una antigüedad cuando tiene veinte años?

—Sí —respondí—. La cacharrería de Darnell está llena de antigüedades oficiales, ¿comprendes con esto lo que quiero decir?

—Dennis…

Se oyó un portazo. Regresaba LeBay. Menos mal, pues no habría tenido sentido haber seguido hablando del asunto. Quizá no sea yo el hombre más sensitivo del mundo, pero cuando las señales son lo bastante intensas puedo captarlas.

Esto era algo que Arnie sentía que debía tener, y yo no iba a disuadirle de ello. No creía que nadie fuese a poder disuadirle.

LeBay le entregó el recibo con ostentoso ademán. Escrito en una simple hoja de papel con fina y levemente temblorosa letra de anciano, se leía: Recibo de Arnold Cunningham, 25 dólares como seña por 24 horas sobre Plymouth 1958, Christine. Y debajo su firma.

—¿Qué es esa Christine? —preguntó, pensando que había leído mal o que quizás él se había equivocado en algo.

Apretó los labios y se encogió ligeramente de hombros como si esperase que fuésemos a reírnos de él…, o como si me desafiase a reírme de él.

Christine —dijo— es como siempre lo he llamado.

Christine —dijo Arnie—. Me gusta. ¿A ti no, Dennis?

Ahora estaba hablando de ponerle nombre a la maldita cosa. Estaba resultando ya demasiado.

—¿Qué te parece, Dennis? ¿Te gusta?

—No —respondí—. Si tienes que bautizarlo, Arnie, ¿por qué no lo llamas Catástrofe?

Pareció dolido por mis palabras, pero a mí ya no me importaba. Volví a mi coche para esperarle, deseando haber tomado un camino diferente para ir a casa.

Ir a la siguiente página

Report Page