Christine

Christine


Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 8. Primeros cambios

Página 13 de 63

8. Primeros cambios

If I had money I will tell you what I’d do

I would go downtown and buy a Mercury or two,

I would buy me a Mercury,

And cruise up and down this road.

THE STEVE MILLER BAND

Pensaba que Arnie aparecería aquel sábado, así que me quedé en casa: corté el césped, limpié el garaje, incluso lavé los tres coches. Mi madre contemplaba con cierto asombro esta laboriosidad y, mientras tomábamos unos bocadillos de salchicha y una ensalada, comentó que quizá debiera tener pesadillas más a menudo.

Yo no quería telefonear a la casa de Arnie después de las desagradables escenas que había visto allí últimamente, pero, al ir pasando el tiempo sin que viniera, me armé de valor y llamé. Se puso Regina al aparato, y, aunque hacía una buena actuación de «no ha cambiado nada», creí percibir una nueva frialdad en su voz. Eso hizo que me sintiera triste. Su único hijo había sido seducido por una vieja zorra llamada Christine, y su amigo Dennis debía de haber intervenido como cómplice. Quizás incluso había hecho de alcahuete en todo el asunto. «Arnie no estaba en casa —explicó—. Estaba en el garaje de Darnell. Llevaba allí desde las nueve de la mañana».

—Oh —tartamudeé—. Oh, vaya. No lo sabía —sonaba a mentira más aún, olía a mentira.

—¿No? —dijo Regina, con aquella nueva frialdad—. Adiós, Dennis.

Se cortó la comunicación. Me quedé unos momentos mirando el aparato y, luego, colgué.

Papá se había instalado delante de la televisión con sus bermudas color púrpura, sus sandalias y una caja de cervezas en la nevera junto a él. Los Phillies estaban teniendo un buen día, haciendo sudar tinta a toda Atlanta. Mamá se había ido a visitar a una de sus compañeras de clase (creo que se leían mutuamente sus apuntes y poemas y se exaltaban juntas). Elaine había ido a casa de su amiga Della. Reinaba el silencio en nuestra casa, afuera, el sol jugueteaba con unas cuantas nubecillas blancas. Papá me dio una cerveza, cosa que sólo hace cuando se siente extraordinariamente tierno.

Pero el sábado seguía pareciendo insípido. Yo pensaba sin cesar en Arnie, que no contemplaba a los Phillies, ni tomaba el sol, ni segaba siquiera la hierba de su jardín.

Arnie, en las grasientas sombras del garaje de autoservicio de Darnell, jugando con aquel herrumbroso armatoste mientras gritaban los hombres y resonaban metálicamente las herramientas contra el suelo y restallaba el tableteo de las dos pistolas neumáticas aflojando viejos pernos, y la voz tartamudeante y la tos asmática de Will Darnell…

Y, maldita sea, ¿estaba yo celoso? ¿Era eso?

Cuando comenzó el séptimo número, me levanté y empecé a salir.

—¿Adónde vas? —preguntó mi padre.

Sí, ¿adónde iba? ¿A observarle, cloquear con él, escuchar las peroratas de Will Darnell? ¿A buscarme más complicaciones? Mierda, Arnie ya era mayorcito.

—A ninguna parte —dije.

Encontré un Twinkie —cuidadosamente escondido en la Panera— y lo cogí con cierto perverso regocijo, sabiendo lo que le fastidiaría a Elaine cuando se levantase durante uno de los intermedios publicitarios de Saturday Night Live y descubriese que había desaparecido.

—A ninguna parte en absoluto.

Volví al cuarto de estar y me senté, mendigué otra cerveza a mi padre, comí el Twinkie de Elaine e, incluso, lamí la cajita en la que había estado. Vimos cómo Philly terminaba su trabajo de demoler a Atlanta («Los han aplastado, Denny —me parecía oír decir a mi abuelo, muerto hacía cinco años, con su coqueteante voz de viejo—, los han aplastado por completo»), y yo no pensaba en Arnie Cunningham.

Casi.

Llegó la tarde siguiente mientras Elaine y yo jugábamos al cróquet en la parte de atrás. Elaine me acusaba constantemente de hacer trampas. Estaba con los nervios de punta, como siempre que tenía la regla. Elaine estaba muy orgullosa de su regla. Venía teniéndola regularmente desde hacía catorce meses.

—Eh —dijo Arnie, dando la vuelta a la esquina de la casa—, o son el Monstruo de la Laguna Negra y la Novia de Frankenstein, o son Dennis y Ellie.

—¿Qué dices, hombre? —exclamé—. Coge un mazo.

—Yo no juego —repuso Elaine, tirando al suelo su mazo—. El hace más trampas todavía que tú. ¡Hombres!

Mientras se alejaba taconeando, Arnie dijo, con voz temblorosa y afectada:

—Es la primera vez que me llama hombre, Dennis.

Cayó de rodillas, con una expresión de exaltada adoración en el rostro. Me eché a reír. Arnie sabía hacerlo bien cuando quería. Esa era una de las razones por las que me caía tan bien. Y se trataba de una especie de cosa secreta, ya sabéis. No creo que nadie más que yo la viera realmente. Una vez, oí hablar de un millonario que tenía un Rembrandt robado en su sótano, donde nadie más que él podía verlo. Yo podía comprender a ese tipo. No quiero decir que Arnie fuese un Rembrandt, ni siquiera un gran ingenio, pero podía comprender el atractivo de conocer la existencia de algo bueno…, algo que era bueno pero que seguía siendo secreto.

Estuvimos un rato jugando al cróquet, aunque sin mucho interés. Finalmente, una de las bolas atravesó el seto y fue a parar al patio de los Blackford, y, cuando yo la hube recuperado, se nos habían pasado ya las ganas de jugar. Nos sentábamos en las sillas del jardín. Al poco rato, nuestro gato, Jay Hawkins, sucesor de Capitán Beefheart, se deslizó sigilosamente desde el porche, esperando probablemente encontrar alguna pequeña ardilla a la que matar lenta y pérfidamente. Sus ambarinos ojos relucían a la luz de la tarde, nublada y silenciosa.

—Pensé que vendrías a ver el partido ayer —dije—. Fue muy bueno.

—Estuve en Darnell’s —respondió—. Pero lo oí por la radio —su voz se elevó tres octavas e hizo una magnifica imitación de mi abuelo—. ¡Los han aplastado! ¡Los han aplastado, Denny!

Me eché a reír y asentí. Había algo en él ese día —quizás era sólo la luz suficientemente brillante pero un poco débil y melancólica—, algo que parecía diferente. En primer lugar, parecía cansado —tenía oscuros cercos bajo los ojos—, pero, al mismo tiempo, su cutis parecía un poco mejor que últimamente. En el trabajo había estado bebiendo muchas Coca-Cola, sabiendo que no debía, naturalmente, pero era incapaz de no sucumbir de vez en cuando a la tentación. Sus problemas cutáneos tendían a desarrollarse en ciclos, como les ocurre a la mayoría de los adolescentes, según el estado de ánimo en que se encuentran: sólo que en el caso de Arnie los ciclos solían ser de malo a peor, y otra vez a malo.

O quizás era sólo la luz.

—¿Qué hiciste?

—Poca cosa. Cambié el aceite. Revisé el bloque del motor No está rajado, Dennis, y eso es algo. LeBay o quien fuera dejó mal puesto el tapón, nada más. Se había filtrado gran parte del aceite viejo. Tuve suerte de no quemar un pistón el viernes por la noche.

—¿Cómo conseguiste utilizar el elevador? Creía que había que reservarlo con antelación.

Apartó la vista.

—No hubo problemas —dijo, pero había un tono de decepción en su voz—. Le hice un par de recados al señor Darnell.

Abrí la boca para preguntar qué recados y luego decidí que no quería oírlo. Probablemente, el par de recados se reducían a acercarse al bar de Schirmer y llevarles café a los habituales o recoger piezas usadas diversas para su posterior venta, pero yo no quería verme mezclado en la parte de la vida de Arnie en que intervenía Christine, y eso incluía el cómo se las arreglaba (o no se las arreglaba) en el garaje de Darnell.

Y había algo más…, una sensación de alejamiento. Yo no podía entonces definir muy bien esa sensación, ni quería tampoco. Ahora supongo que diría que es lo que uno siente cuando un amigo se enamora y se casa con una fulana. A uno no le gusta la fulana, y en 99 casos de cien a la fulana no le gusta uno, así que vas y te limitas a dar cerrojazo a ese periodo de tu amistad. Cuando la cosa está hecha, o te olvidas del asunto…, o el amigo se olvida de ti, generalmente con la entusiástica aprobación de la fulana.

—Vamos al cine —pidió Arnie, con desasosiego.

—¿Qué películas hay?

—Bueno, en el State Twin ponen una de ésas de Kung-Fu, ¿qué te parece? ¡Jii-yaa!

Fingió administrar a Jay Hawkins una salvaje patada de karate, y Jay Hawkins escapó como una bala.

—Bastante bien. ¿Bruce Lee?

—No, otro tío.

—¿Cómo se titula?

—No sé. Puños peligrosos. Manos mortales. O quizá Genitales enfurecidos, no sé. ¿Qué me dices? A la vuelta podemos contarle a Ellie las partes más violentas para hacerla vomitar.

—De acuerdo —repliqué—. Si aún podemos entrar por un pavo cada uno.

—Sí, podemos hasta las tres.

—Vamos.

Fuimos. Resultó ser una película de Chuck Norris, nada mala. Y el lunes volvimos a las obras del ensanche de la Interestatal. Olvidé mi sueño. Poco a poco, comprendí que no iba a ver a Arnie con la misma frecuencia que antes, era la forma en que parece uno perder contacto con un amigo que se acaba de casar. Además, mi ligue con la madrina del equipo empezó a ponerse al rojo vivo por entonces. Y yo también me ponía al rojo vivo: más de una noche la llevé a casa desde el cine para automovilistas con un dolor de huevos tal que apenas si podía andar.

Arnie, mientras tanto, se pasaba casi todas las tardes en Darnell’s.

Ir a la siguiente página

Report Page