Christine

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Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 10. Fallece LeBay

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10. Fallece LeBay

I got no car and it’s breakin my heart,

But I got a driver, and that’s a start…

LENNON Y MCCARTNEY

Acababa de estrenarse la versión cinematográfica de Grease, y esa noche llevé a la madrina del equipo a verla. A mí me parecía una estupidez. A la chica le encantaba. Yo permanecía allí sentado, viendo cantar y bailar a aquellos adolescentes totalmente irreales (si quiero adolescentes realistas —bueno, más o menos— iré a una reposición de La jungla de pizarra), y mi mente divagaba distraídamente. Y, de pronto, un violento torbellino agitó mi cerebro, como ocurre a veces cuando no está uno pensando en nada concreto.

Me excusé y salí al vestíbulo para utilizar el teléfono público. Llamé a casa de Arnie, marcando rápidamente su número que me sabía de memoria desde que tenía ocho años. Podría haber esperado a que terminase la película, pero parecía una idea condenadamente buena.

Contestó el propio Arnie.

—¿Diga?

—Arnie, soy Dennis.

Su voz sonaba tan extraña e inexpresiva que me asusté un poco.

—¿Arnie? ¿Estás bien?

—¿Eh? Sí, claro. Creía que ibas a ir al cine con Roseanne.

—Te estoy llamando desde el cine.

—No debe ser tan buena la película —dijo Arnie.

Su voz seguía siendo inexpresiva…, inexpresiva y lúgubre.

—A Roseanne le parece estupenda.

Creía que eso le haría reír, pero sólo hubo un paciente silencio.

—Escucha —dije—, se me ha ocurrido la solución.

—¿Solución?

—Claro —expliqué—. LeBay es la solución.

—Le… —dijo con voz extraña y aguda, y volvió a hacerse el silencio.

Estaba empezando a asustarme de verdad. Nunca le había conocido así.

—Sí —continué, atropelladamente—. LeBay tiene un garaje, y me da la impresión de que se comería un emparedado de rata si el beneficio le parecía suficientemente alto. Si le hicieras una propuesta de, por ejemplo, dieciséis o diecisiete pavos a la semana…

—Muy gracioso, Dennis.

Su voz era fría y resentida.

—Arnie, ¿qué…?

Colgó. Me quedé allí, mirando el teléfono, preguntándome qué diablos pasaba. ¿Alguna nueva acción de sus padres? ¿O quizás había vuelto a Darnell’s y se había encontrado algún nuevo daño causado a su coche? ¿O…?

Dejé el teléfono en su soporte, me dirigí al ambiguo y pregunté si tenían el periódico del día. La chica de los caramelos y las palomitas de maíz lo encontró finalmente y permaneció allí, haciendo chascar su chicle, mientras yo pasaba las páginas en busca de la que suele contener las esquelas. Supongo que la chica quería cerciorarse de que no iba realizar con él ninguna extraña perversión, o quizás a comérmelo.

No había nada…, eso pensé al principio. Luego, volví la página y vi el titular. VETERANO DE LIBERTYVILLE MUERE A LOS SETENTA Y UN AÑOS. Había una fotografía de Roland D. LeBay con su uniforme del Ejército, con veinte años menos y ojos considerablemente más brillantes que en las ocasiones en que Arnie y yo le habíamos visto. La nota necrológica era breve. LeBay había muerto de repente el sábado por la tarde. Le sobrevivían su hermano, George y su hermana, Marcia. Los funerales se celebrarían el martes a las dos.

De repente.

En las notas necrológicas, siempre es «tras larga enfermedad», «tras rápida enfermedad» o «de repente». De repente puede significar cualquier cosa, desde una embolia cerebral hasta electrocutarse en la bañera. Recordé algo que le había hecho a Ellie cuando ella era poco más que un bebé…, podría tener tres años quizá. Le di un susto de muerte con un muñeco de resorte. La mano de Dennis daba vueltas a la manivela, haciendo sonar música. Muy bonito. Divertido. Y, luego… ¡ka-BONZO! Y salta el muñeco, con cara sonriente y nariz ganchuda, pegándole casi en el ojo. Ellie echó a correr con un chillido hacia su madre, y yo me quedé allí, mirando sombríamente al muñeco, que se balanceaba de un lado a otro, sabiendo que probablemente me iba a ganar una bronca, sabiendo que, probablemente, me la merecía: había sabido que la iba a asustar, saliendo así de entre la música, con el malévolo chasquido.

Saliendo de repente.

Devolví el periódico y me quedé allí, mirando sin ver los carteles que anunciaban «PRÓXIMA FUNCIÓN Y GRAN ESTRENO».

Sábado por la tarde.

De repente.

Era curioso cómo se torcían a veces las cosas. Me había asaltado la idea de que quizás Arnie pudiera llevar a Christine al lugar de donde había salido, que quizá pudiera pagarle a LeBay porque le dejara guardarla allí. Ahora resultaba que LeBay había muerto. Había muerto el mismo día en que Buddy había destrozado el faro de Christine. Inmediatamente, tuve una irracional imagen de Buddy Repperton balanceando aquella barra de gato… y en el mismo preciso instante el ojo de LeBay se inyecta en sangre, y cae de rodillas, y, de repente…

«Déjate de chorradas, Dennis, —me amonesté— déjate de…».

Y entonces, en las profundidades de mi mente, en algún lugar cerca del centro, una voz susurró: «Vamos a dar una vuelta, muchacho» —y calló.

La chica del mostrador hizo un globo con su chicle y dijo:

—Te estás perdiendo el final de la película. El final es lo mejor.

—Sí, gracias.

Eché a andar hacia la puerta del salón y, luego, me desvié para beber agua en la fuente del vestíbulo. Tenía la garganta seca.

Antes de que terminase, se abrieron las puertas y empezó a salir la gente. Mirando por encima de sus oscilantes cabezas, pude ver en la pantalla la lista de actores que se estaba proyectando. Luego salió Roseanne, buscándome.

Recibía muchas y apreciativas miradas y las devolvía con su aire soñador y mesurado.

—Den-Den —dijo, cogiéndome del brazo.

Ser llamado Den-Den no es lo peor que le puede ocurrir a uno: probablemente es peor que te apliquen en los ojos un atizador al rojo o que te amputen una pierna con una sierra, pero nunca me ha gustado.

—¿Dónde estabas? Te has perdido el final. El final es…

—Lo mejor —me anticipé—. Lo siento. He tenido una llamada de la Naturaleza. Se me presentó de repente.

—Si me llevas un rato al Malecón, te lo cuento —dijo, apretando mi brazo contra la prominencia lateral de su pecho—. Es decir, si quieres.

—¿Tenía un final feliz?

Me dirigió una sonrisa, mirándome con los ojos muy abiertos como hacía siempre. Apretó aún más el brazo contra su pecho.

—Muy feliz —dijo—. A mí me gustan los finales felices, ¿a ti no, Den-Den?

—Me encantan —respondí.

Quizás hubiera debido estar pensando en la promesa de su pecho, pero, en lugar de ello, me encontré pensando en Arnie.

Aquella noche, volví a tener un sueño. Sólo que en éste Christine era vieja: no, no sólo vieja, era anciana, una horrible armazón de coche, algo que uno esperaría ver en una baraja de tarot: en vez del Hombre Ahorcado, el Coche de la Muerte. Algo que casi podía creerse que era tan viejo como las pirámides. El motor rugió, falló y despidió una nube de humo sucio y azulado.

No estaba vacío. Roland D. LeBay se encontraba echado tras el volante. Tenía los ojos abiertos, pero estaban vidriosos y muertos. Cada vez que el motor se ponía en marcha y vibraba la herrumbrosa carrocería de Christine, él se balanceaba como una muñeca de trapo y se bamboleaba su calva cabeza.

Luego, rechinaron horrorosamente los neumáticos, el Plymouth se abalanzó sobre mí desde el garaje y, al hacerlo, la herrumbre se disipó, el viejo y empañado cristal se aclaró, refulgieron los cromados con salvaje nitidez y los viejos y desgastados neumáticos florecieron súbitamente en otros flamantes, cada una de cuyas entalladuras parecía tan profunda como el Gran Cañón.

Se lanzó contra mí con un alarido, proyectando sus faros blancos círculos de odio y, mientras levantaba las manos en un estúpido e inútil gesto de protección, pensé:

Dios, su infinita furia…

Desperté.

No grité. Esa noche, retuve el grito en mi garganta.

Por muy poco.

Me incorporé en la cama, en cuyas sábanas reposaba un frío charco de luna, y pensé: Murió de repente.

Esa noche no me volví a dormir tan pronto.

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