Christine

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Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 11. El funeral

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11. El funeral

Eldorado fins, white walls and skirts,

Rides just like a little bit of heaven here on earth,

Well buddy when I die throw my body in the back

And drive me to the junkyard in my Cadillac.

BRUCE SPRINGSTEEN

Brad Jeffries, nuestro capataz, tenía unos cuarenta y tantos años, cuerpo rechoncho, calvicie incipiente y una tez permanentemente quemada por el sol. Le gustaba mucho vociferar, en especial cuando íbamos retrasados en nuestro trabajo, pero era un hombre decente. Fui a verle durante el rato de descanso para averiguar si Arnie había pedido la tarde, o parte de ella, libre.

—Ha pedido dos horas de permiso para ir a un entierro —explicó Brad. Se quitó las gafas de montura de acero y se frotó las marcas rojas que le habían dejado a los lados de la nariz—. Y no me pidas tú lo mismo, os voy a perder a los dos cuando termine la semana y sólo se quedan los vagos.

—Tengo que pedirlo, Brad.

—¿Por qué? ¿Quién es ese tipo? Cunningham dijo que le vendió un coche, eso es todo. Cristo, no creía yo que fuera nadie al funeral de un vendedor de coches usados, aparte de su familia.

—No era un vendedor de coches usados, era sólo un tipo. Arnie está teniendo algunos problemas acerca de esto, Brad. Creo que debería ir con él.

Brad suspiró.

—De acuerdo. De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Puedes librar de una a tres, igual que él. Si te comprometes a trabajar el jueves durante la hora de la comida y quedarte luego hasta las seis.

—Desde luego. Gracias, Brad.

—Te ficharé como de costumbre —dijo Brad—. Y, si alguien en Penn-DOT de Pittsburgh se entera de esto, me la cargo.

—Nadie se enterará.

—Voy a sentir perderos —dijo.

Cogió el periódico y lo abrió por las páginas de deportes. Viniendo de Brad, eso era un gran elogio.

—Para nosotros también ha sido un buen verano.

—Me alegra que pienses así, Dennis. Y ahora lárgate de aquí y déjame leer el periódico.

Me largué.

A la una, me dirigí al cobertizo principal. Arnie estaba dentro, colgando un casco amarillo y poniéndose una camisa limpia. Me miró, sorprendido.

—¡Dennis! ¿Qué haces aquí?

—Prepararme para ir a un funeral —respondí—. Lo mismo que tú.

—No —dijo de inmediato.

Y fue más esa palabra que ninguna otra cosa: los sábados que ya no estaba allí, la frialdad de Michael y Regina por el teléfono, su comportamiento cuando le llamé desde el cine, lo que me hizo comprender hasta qué punto me había excluido de su vida, y cómo había sucedido eso de la misma forma en que había muerto LeBay. De repente.

—Sí —repliqué—. Arnie, yo sueño con ese tipo. ¿Me oyes lo que te digo? Sueño con él. Voy a ir. Podemos ir juntos o separados, pero voy a ir.

—No estabas bromeando, ¿verdad?

—¿Qué?

—Cuando me llamaste por teléfono desde aquel cine. Realmente, no sabías que estaba muerto.

—¡Cristo! ¿Crees que yo iba a bromear con una cosa así?

—No —dijo, pero no en seguida.

Se lo pensó primero. Veía la posibilidad de que todos se volviesen contra él ahora. Will Darnell lo había echado y Buddy Repperton, y supongo que también sus padres.

Pero no se trataba sólo de ellos, ni principalmente de ellos, porque ninguno era la causa primera. Se trataba del coche.

—Sueñas con él.

—Sí.

Permaneció con su camisa limpia en la mano, reflexionando sobre eso.

—El periódico decía cementerio alto de Libertyville —dije finalmente—. ¿Vas a coger el autobús o vienes conmigo en coche?

—Iré contigo.

—De acuerdo.

Estábamos en una colina desde la que se dominaba el servicio fúnebre que se estaba desarrollando junto a la tumba, sin atrevernos a bajar para reunirnos con los escasos asistentes, ni deseo alguno de hacerlo. Había en total menos de una docena de personas, la mitad de las cuales eran vejestorios vestidos con uniformes de aspecto viejo y cuidadosamente conservados: casi se podían oler las bolas de naftalina. El ataúd de LeBay se hallaba depositado en unas andas sobre la tumba. Estaba cubierto por una bandera. Las palabras del predicador llegaban hasta nosotros transportadas por la cálida brisa de agosto: el hombre es como la hierba que crece y luego es cortada, el hombre es como una flor que despunta en primavera y se marchita en verano, el hombre vive en el amor y ama lo que muere.

Cuando concluyó el servicio, fue retirada la bandera y un hombre que aparentaba sesenta y tantos años arrojó un puñado de tierra sobre el ataúd. Se escurrieron pequeñas partículas que cayeron luego a la fosa. La nota necrológica había dicho que le sobrevivían un hermano y una hermana. Este tenía que ser el hermano, el parecido no era muy grande, pero existía. Evidentemente, la hermana no había ido, sólo se veían hombres en torno a aquel hoyo abierto en el suelo.

Dos de los tipos de la Legión Americana doblaron desordenadamente la bandera, y uno de ellos se la dio al hermano de LeBay. El predicador rogó al Señor que los bendijera y los protegiese, que hiciera resplandecer su faz sobre ellos, que les consolara y les diera paz. Empezaron a alejarse. Busqué a Arnie con la vista, y Arnie ya no estaba a mi lado. Se había apartado un poco. Se hallaba en pie bajo un árbol. Había lágrimas en sus mejillas.

—¿Estás bien, Arnie? —pregunté.

Pensé de pronto que no había visto ni una sola lágrima allí abajo y que, si Roland D. LeBay hubiera sabido que Arnie Cunningham iba a ser la única persona que derramaría una lágrima por él, en su ceremonia fúnebre en uno de los menos conocidos cementerios del oeste de Pensilvania quizás hubiera rebajado cincuenta pavos el precio de su porquería de coche. Después de todo, Arnie aún habría pagado 150 más de lo que valía.

Se frotó la cara con las manos en un gesto casi salvaje.

—Muy bien —dijo roncamente—. Vámonos.

—Desde luego.

Yo creía que se refería a que se nos hacía hora de marcharnos, pero no echó a andar hacia donde habíamos dejado el Duster, sino que comenzó a descender la colina.

Empecé a preguntarle adónde iba y, luego, callé. Lo sabía perfectamente, quería hablar con el hermano de LeBay.

El hermano estaba parado con dos de los legionarios, hablando sosegadamente y con la bandera bajo el brazo. Iba vestido con el traje de un hombre que se aproximaba a la jubilación con unos ingresos no muy abundantes, era azul a rayitas blancas, y le brillaban los fondillos de los pantalones. Su corbata estaba arrugada por abajo, y el cuello de la camisa presentaba una tonalidad amarillenta.

Volvió la vista hacia nosotros.

—Perdone —dijo Arnie—, pero es usted el hermano de Mr. LeBay, ¿verdad?

—Sí, en efecto.

Miró a Arnie inquisitivamente y, me pareció, con cierta prevención.

Arnie extendió la mano.

—Me llamo Arnold Cunningham. Conocía ligeramente a su hermano. Le compré un coche hace poco.

Cuando Arnie extendió la mano, LeBay alargó automáticamente la suya: entre los norteamericanos, el único ademán quizá más arraigado que corresponder a un apretón de manos es cerciorarse de que se ha cerrado uno la bragueta al salir de un lavabo público. Pero, cuando Arnie continuó diciendo que le había comprado un coche a LeBay, la mano titubeó. Por un momento, pensé que el hombre no iba a corresponder al saludo después de todo, que iba a retirar su mano y dejar la de Arnie flotando allí, en el ozono.

Pero no hizo tal cosa…, al menos por completo. Apretó de forma superficial la mano de Arnie y la soltó.

Christine —dijo, con voz inexpresiva.

Sí, el parecido familiar estaba allí: en la forma en que la frente se inclinaba sobre los ojos, la curva de su mandíbula, los claros ojos azules. Pero el rostro de este hombre era más suave, casi amable, yo no pensaba que fuera a tener nunca el aspecto enjuto y vulpino que había tenido Roland D. LeBay.

—La última nota que recibí de Rollie decía que la había vendido.

Santo Dios, también él estaba utilizando ese maldito renombre femenino. ¡Y Rollie! Resultaba difícil imaginar a LeBay, con su pelado cráneo y su pestífera faja, con el nombre de Rollie. Pero su hermano había pronunciado la abreviatura con aquella misma inexpresiva voz. No había dolor en aquella voz, ninguno, al menos, que yo pudiera ver.

LeBay continuó:

—Mi hermano no escribía con mucha frecuencia, pero tenía tendencia a recrearse en el mal ajeno, Mr. Cunningham. Quisiera poder emplear una expresión más suave pero no creo que exista. En su nota, Rollie le llamaba a usted «un primo» y decía que le había metido lo que él llamaba «un pufo magistral».

Contuve una exclamación. Me volví hacia Arnie, esperando casi otro estallido de ira. Pero su rostro no había cambiado en absoluto.

—Un pufo magistral —repitió mansamente— está siempre en el ojo del espectador. ¿No le parece, Mr. LeBay?

LeBay rió sin muchas ganas, me pareció.

—Este es mi amigo. Estaba conmigo el día en que compré el coche.

Fui presentado y estreché la mano de George LeBay.

Los militares se habían marchado. LeBay, Arnie y yo quedamos mirándonos incómodamente unos a otros. LeBay se cambió la bandera de una mano a otra.

—¿Puedo hacer algo por usted, Mr. Cunningham? —preguntó al fin LeBay.

Arnie carraspeó.

—Estaba pensando en el garaje —dijo por último—. ¿Sabe? Estoy trabajando en el coche, intentando ponerlo de nuevo en condiciones de circular. Mis padres no lo quieren en casa, y estaba pensando…

—No.

—… si podría alquilarle el garaje…

—No, ni hablar, es realmente…

—Le pagaría veinte dólares a la semana —dijo Arnie—. Veinticinco, si quiere.

Parpadeé. Era como un niño que se ha metido en un atolladero y decide hacerse cobrar ánimos comiendo unos cuantos bombones espolvoreados con arsénico.

—… imposible.

LeBay parecía cada vez más desasosegado.

—Sólo el garaje —dijo Arnie, empezando a resentirse su calma—. Sólo el garaje donde estaba originalmente.

—No es posible —respondió LeBay—. Esta misma mañana he inscrito la casa en tres agencias. Estarán enseñándola…

—Sí, claro, pero hasta que…

—… y no les gustaría que anduviese usted por allí con sus arreglos. Lo comprende, ¿verdad? —se inclinó un poco hacia Arnie—. Por favor, no me interprete mal. No tengo nada contra los adolescentes en general. Si no, probablemente estaría ya en un manicomio, porque llevo casi cuarenta años dando clases en la Escuela Superior de Paradise Falls, Ohio, y usted parece un ejemplar muy inteligente y bien educado del género adolescente. Pero lo único que quiero hacer aquí, en Libertyville, es vender la casa y repartir lo que saque con mi hermana, que vive en Denver. Quiero deshacerme de la casa, Mr. Cunningham, y quiero deshacerme de la vida de mi hermano.

—Comprendo —replicó Arnie—. ¿Sería distinto si le prometiese cuidar de la finca? ¿Segar la hierba? ¿Pintar la valla? ¿Hacer pequeñas reparaciones? Puedo ser muy hábil en eso.

—Lo es realmente —intervine.

«No vendría mal —pensé— que Arnie recordase más tarde que yo había estado de su parte…, aunque no lo estaba».

—Ya he contratado a un tipo para que la vigile y se ocupe del mantenimiento —explicó.

Sonaba plausible, pero yo supe, súbitamente y con toda certeza, que era mentira. Y creo que Arnie lo sabía también.

—Está bien. Siento lo de su hermano. Parecía un… un gran tipo.

Mientras lo decía, me encontré a mí mismo recordando cómo me había vuelto y había visto a LeBay con grandes y grasientas lágrimas en las mejillas. «Bueno, se acabó. Ya me la he quitado de encima, hijo».

—¿Gran tipo? —LeBay sonrió cínicamente—. Oh, si era un gran hijo de puta —pareció no advertir la sorprendida expresión de Arnie—. Disculpen, caballeros. Me temo que el sol me ha revuelto un poco el estómago.

Empezó a alejarse. Estábamos no lejos de la tumba, y nos quedamos mirando cómo se iba. Y, de pronto, se detuvo, y se le iluminó el rostro a Arnie, pues pensó que LeBay había cambiado súbitamente de opinión. Por un momento, LeBay permaneció sobre la hierba, con la cabeza inclinada en la postura de un hombre sumido en profunda reflexión. Luego, se volvió hacia nosotros.

—Le aconsejo que se olvide del coche —dijo a Arnie—. Véndala. Si nadie quiere comprarla entera, véndala por piezas. Si nadie quiere comprarla por piezas, véndala como chatarra. Hágalo rápida y completamente. Hágalo igual que se quitaría una mala costumbre. Creo que será más feliz.

Permaneció allí mirando a Arnie, esperando que Arnie dijese algo, pero Arnie no respondió. Se limitó a sostener la mirada de LeBay. Sus ojos tenían ese peculiar color pizarroso que adquirían cuando había tomado una decisión y sus pies estaban bien plantados. LeBay leyó la mirada y movió la cabeza. Parecía desdichado y un poco enfermo.

—Caballeros, buenos días.

Arnie suspiró.

—Supongo que no hay nada que hacer —contempló con cierto resentimiento cómo se alejaba LeBay.

—No —dije, esperando parecer más contristado de lo que estaba.

Era el sueño. No me agradaba la idea de Christine de nuevo en aquel garaje. Se parecía demasiado a mi sueño.

En silencio, empezamos a regresar hacia mi coche. No me agradaba LeBay. No me agradaba ninguno de los dos LeBay. De pronto impulsivamente, tomé una decisión: sólo Dios sabe lo diferentes que habrían podido ser las cosas si no hubiera seguido ese impulso.

—Eh, oye —dije—. Voy a echar una meada. Espérame un par de minutos, ¿eh?

—Vale —dijo, sin levantar apenas la vista.

Continuó andando con las manos en los bolsillos y los ojos en el suelo.

Torcí hacia la izquierda, donde un pequeño y discreto letrero y una flecha aún más pequeña indicaban el camino a los lavabos. Pero cuando rebasé la primera loma y quedé fuera de la vista de Arnie, volví a la derecha y eché a correr hacia el aparcamiento. Alcancé a George LeBay cuando se instalaba al volante de un pequeño Chevette que llevaba en el parabrisas una pegatina de Hertz.

—¡Mr. LeBay! —jadeé—. ¡Mr. LeBay! —levantó la vista con curiosidad—. Disculpe. Perdone que le moleste otra vez.

—No importa —dijo—. Pero me temo que sigue en pie lo que le dije a su amigo. No puedo dejarle que guarde el coche allí.

—Estupendo —dije.

Enarcó las espesas cejas.

—El coche —dije—. Ese Fury. No me gusta.

Continuó mirándome en silencio.

—No creo que haya sido bueno para él. Quizá forma parte de ello estar…, no se…

—¿Celoso? —me preguntó suavemente—. ¿Se pasa ahora con ella el tiempo que antes pasaba contigo?

—Bueno, sí, es cierto —dije—. Es amigo mío desde hace mucho tiempo. Pero…, no creo que eso sea todo.

—¿No?

—No.

Volví la vista para ver si aparecía Arnie, y, mientras tenía apartados los ojos, pude al fin preguntarle:

—¿Por qué le dijo que lo vendiera como chatarra y lo olvidase? ¿Por qué dijo que era como una mala costumbre?

No respondió, y temí que no tuviera nada que decir, al menos a mí. Y luego, con voz casi inaudible, preguntó:

—¿Estás seguro de que esto es asunto tuyo, hijo?

—No lo sé.

De pronto, me pareció muy importante mirarle a los ojos.

—Pero aprecio a Arnie. No quiero verle lastimado. Este coche ya le ha creado bastantes problemas. No quiero verle metido en otros peores.

—Ven esta noche a mi motel. Está frente a la salida de la Western Avenue por el 376. ¿Puedes encontrarlo?

—Yo hice las obras de contención del terraplén —expliqué, y levanté las manos—. Todavía tengo las ampollas.

Sonreí, pero él continuó serio.

Rainbow Motel. Hay dos al pie de esa salida. El mío es el barato.

—Gracias —dije, con azoramiento—. Escuche, realmente, el…

—Quizá no sea asunto tuyo, ni mío, ni de nadie —concluyó LeBay, con su voz suave de maestro de escuela, era diferente (pero, en cierto modo, tan extrañamente similar) del áspero graznido de su hermano.

(que es el mejor olor del mundo… excepto el olor a coño, quizá)

—Pero puedo decirte ya una cosa. Mi hermano no era un buen hombre. Creo que lo único que realmente amó en toda su vida fue ese Plymouth Fury que ha comprado su amigo. Así que el asunto puede ser entre ellos, y sólo entre ellos, nos digamos tú y yo lo que nos digamos.

Me sonrió. Era una sonrisa agradable, y en ese instante me pareció ver a Ronald D. LeBay mirando por sus ojos, y me estremecí.

—Mira, hijo, probablemente eres demasiado joven para buscar sabiduría en las palabras de nadie que no seas tú mismo, pero te voy a decir una cosa: el enemigo es el amor —asintió lentamente con la cabeza—. Sí. Los poetas confunden continua y obstinadamente el amor. El amor es el viejo asesino. El amor no es ciego. El amor es un caníbal de visión extremadamente aguda. El amor es como un insecto: está siempre hambriento.

—¿Qué come? —pregunté, sin conciencia de ir a preguntar nada en absoluto.

La totalidad de mi ser, excepto la boca, pensaba que aquella conversación era absurda.

—Amistad —dijo George LeBay—. Devora la amistad. Yo, en tu lugar, Dennis, me prepararía ahora para lo peor.

Cerró la portezuela del Chevette con un suave ¡chuck! y puso en marcha su motor de máquina de coser. Se alejó, dejándome al borde del aparcamiento. Recordé de pronto que Arnie debía verme llegar desde la dirección en que se encontraban los lavabos y eché a andar hacia allí lo más de prisa que pude.

Mientras caminaba, se me ocurrió que los enterradores, o sepultureros, o ingenieros eternos o comoquiera que se llamaran ahora a sí mismos, estarían en aquellos momentos bajando al interior de la fosa el ataúd de LeBay. La tierra que George LeBay había arrojado al final de la ceremonia se extendería sobre él como una mano vencedora.

Traté de alejar la imagen, pero otra, peor aún, ocupó su lugar: Roland D. LeBay en el interior del féretro forrado de seda, vestido con su mejor traje y su mejor ropa interior: sin la hedionda y amarillenta faja, naturalmente.

LeBay estaba bajo tierra. LeBay estaba en su ataúd con las manos cruzadas sobre el pecho: ¿Y por qué me sentía yo tan seguro de que había en su rostro una amplia y siniestra sonrisa?

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