Christine

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Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 15. Penas de fútbol americano

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15. Penas de fútbol americano

Learn to work the saxophone,

I play just what I feel,

Drink Scotch whisky

All night long,

And die behind the wheel…

STEELY DAN

Empezaron las clases, y durante una o dos semanas no sucedió nada de particular. Arnie no se enteró de que yo había ido al garaje, lo cual me alegraba. No creo que se hubiese tomado muy bien la noticia. Darnell mantenía la boca cerrada, como había prometido (probablemente por sus propias razones). Una tarde, fui a ver a Michael después de clase, sabiendo que Arnie estaría en el garaje. Le dije que Arnie había hecho algunos arreglos en el coche, pero que aún le faltaba mucho para que pudiese tener licencia de circulación. Le dije que, según mi impresión, Arnie estaba sólo entreteniéndose. Michael recibió esta noticia con una mezcla de alivio y sorpresa, y ahí terminó la cosa…, por algún tiempo.

Yo divisaba fugazmente a Arnie de vez en cuando, como algo que se ve por el rabillo del ojo. Solía andar por los pasillos, y teníamos tres clases juntos y, en ocasiones, venía a casa al atardecer o en los fines de semana. Había veces en que parecía realmente que nada hubiera cambiado. Pero pasaba en el garaje de Darnell mucho más tiempo que en mi casa, y los viernes por la noche iba a Philly Plains —el depósito de automóviles— con el ayudante de Darnell, Jimmy Sykes. Cogían coches deportivos y bólidos con todos los cristales rotos y sustituidos por barras.

Los llevaban en el remolque de Darnell y volvían con nueva chatarra para el cementerio de coches.

Fue por entonces cuando Arnie se lesionó la espalda.

No era nada grave —así lo afirmaba él, al menos—, pero mi madre se dio cuenta casi en seguida de que algo le pasaba. Un domingo, vino a casa a ver a los Phillies, que se estaban labrando una moderada gloria aquel año y, durante la tercera parte, se levantó a servirnos un vaso de jugo de naranja a cada uno. Mi madre estaba sentada en el sofá con mi padre, leyendo un libro. Levantó la vista al volver Arnie y dijo:

—Estás cojeando, Arnie.

Por un instante creí ver una sorprendente e inesperada presión en el rostro de Arnie: una mirada furtiva, casi culpable. Tal vez me equivocara. Si estaba allí, desapareció un segundo después.

—Creo que sufrí un esguince en la espalda anoche en Plains —dijo, dándome mi vaso—. A Jimmy Sykes se le resbaló el motor con el último de los cacharros que estábamos cargando justo cuando casi estaba ya en la caja del unión. Vi cómo rodaba hacia atrás, y nos pasamos los dos casi un par de horas intentando hacerlo arrancar otra vez. Así que me puse a empujar. Supongo que no debí hacerlo.

Parecía una explicación muy complicada para una simple y leve cojera, pero quizá me equivocase también en eso.

—Debes tener más cuidado con tu espalda —explicó con severidad mi madre—. El Señor…

—Mamá, ¿podemos ver el partido ahora? —pregunté.

—… sólo te da una —terminó.

—Sí, señora Guilder —replicó sumisamente Arnie.

Elaine entró en la habitación.

—¿Queda algo de jugo, u os lo habéis bebido todo?

—¡Largo de aquí! —grité.

Se había producido una disputada jugada, y me la había perdido por completo.

—No le grites a tu hermana, Dennis —murmuró mi padre desde las profundidades de la revista The Hobbyist que estaba leyendo.

—Queda mucho, Ellie —le contestó Arnie.

—A veces, Arnie, me pareces casi humano —le dijo Elaine, y se fue hacia la cocina.

—¡Casi humano, Dennis! —me cuchicheó Arnie, aparentemente a punto de echarse a llorar de agradecimiento—. ¿Lo has oído? Casi huuuuuumano.

Y quizá también es sólo retrospección —o imaginación— lo que me hace pensar que su humor era forzado e irreal, mera fachada. Recuerdo falso o verdadero, el tema de su espalda quedó abandonado aunque aquella cojera continuó apareciendo y desapareciendo intermitentemente durante todo el otoño.

Yo estaba bastante ocupado. La madrina y yo habíamos roto, pero, generalmente, solía encontrar alguien con quien salir los sábados por la noche: si no estaba demasiado cansado a consecuencia de los entrenamientos de fútbol americano.

El entrenador Puffer no era un tipo del estilo de Darnell, pero no era ninguna malva, como la mitad de los entrenadores de escuela superior de las pequeñas ciudades norteamericanas, había calcado sus técnicas de entrenamiento sobre las del difunto Vince Lombardi, cuyo lema era que ganar no lo era todo, era lo único. Os sorprendería saber la cantidad de personas que deberían tener mejor criterio y que creían esa estupidez.

Un verano de trabajar para Carson Brothers me había dejado hecho polvo, y creo que habría podido pasearme durante toda la temporada…, si hubiera sido una temporada de victorias. Más, para cuando Arnie y yo tuvimos el horrible enfrentamiento cerca del fumadero, detrás del taller, con Buddy Repperton —y creo que eso fue durante la tercera semana de clase—, estaba ya bastante claro que no íbamos a tener una temporada de victorias. Eso hace sumamente dura la vida con Puffer, pues, en sus diez años en la superior de Libertyville, nunca había tenido una temporada de derrotas. Ese fue el año en que Puffer tuvo que aprender una amarga humildad. Fue una dura lección para él…, y tampoco fue nada fácil para nosotros.

Nuestro primer partido, contra los Tigres de Luneburg y en su campo, fue el 9 de setiembre. Luneburg no es más que una destartalada escuela superior rural situada en el extremo oeste de nuestro distrito, y durante los años que pasé en Libertyville el habitual grito de guerra cuando la torpe defensa de Luneburg había permitido mal otro tanto más, era: «¡ADELANTE Y QUE LOS JODAN!». Seguida una grande y sarcástica ovación: «¡RAAAAYYYY LUUUUNEBURG!».

Luneburg no ganaba a Libertyville desde hacía más de siete años pero esta vez se crecieron y nos aplastaron con todas las de la ley. Yo jugaba de extremo izquierdo, hacia la mitad del partido estaba moralmente seguro de que iba a tener la espalda cubierta de cicatrices durante el resto de mi vida. El tanteo era entonces de 17-3. Los hinchas de Luneburg estaban delirando de entusiasmo, arrancaron los postes de la portería, como si hubiera sido el partido del campeonato regional, cargaron del campo a hombros a sus jugadores.

Nuestros hinchas, que habían acudido en autobuses especialmente contratados, permanecían, confusos, en las gradas de visitantes bajo el ardiente calor de setiembre. En los vestuarios, Puffer, estupefacto y pálido, sugirió que nos perdiésemos e implorásemos ayuda para las semanas siguientes. Comprendí entonces que los descalabros no habían hecho más que empezar.

Nos pusimos de rodillas, doloridos, magullados, hechos polvo, deseando solamente meternos en la ducha y empezar a lavarnos aquel olor a derrota, y escuchamos cómo le indicaba Puffer la situación a Dios en una perorata de 10 minutos que finalizó con la promesa de que nosotros haríamos nuestra parte si él hacía la suya.

La semana siguiente nos entrenamos durante tres horas al día (en vez de la hora y media o dos habituales) de ardiente sol. Por la noche, me desplomaba en la cama y soñaba con su rugiente voz: a ¡Dale a ese mamón! ¡Dale! ¡Dale! Yo corría a toda velocidad hasta que empezaba a sentir como si mis piernas fueran a sufrir una descomposición espontánea (al mismo tiempo, se me reventaban probablemente los pulmones). Lenny Barongg, uno de nuestros defensas, padeció una leve insolación y, afortunadamente —al menos para él—, fue dispensado para el resto de la semana.

Arnie acudía a casa a cenar con mis padres, Ellie y yo jueves y viernes por la noche, y echaba una o dos partidas con nosotros los domingos por la tarde, pero, aparte de eso le perdí de vista casi por completo. Estaba demasiado ocupado llevando mis dolores y magulladuras a clase, al entrenamiento y, luego, a casa para hacer los deberes en mi habitación.

Volviendo a mis aflicciones del fútbol americano, yo creo que lo peor era la forma en que nos miraban a mí, a Lenny y a resto del equipo por los pasillos. Toda esa historia del «espíritu de escuela» es puro invento de los administradores escolares, que recuerdan habérselo pasado en grande durante su juventud en los partidos de los sábados por la tarde, pero que han olvidado que gran parte de ello era consecuencia de estar borracho o de jugar a lo salvaje o de ambas cosas. Si se hubiera convocado una manifestación a favor de legalizar la marihuana, se habría visto algún espíritu de escuela. Pero a la mayoría de los estudiantes les importaba un rábano el fútbol americano, el baloncesto y los torneos deportivos. Estaban demasiado ocupados intentando entrar en la Universidad, o desplazar a alguien, o metiéndose en líos.

De todos modos, uno se acostumbra a ser un ganador, empieza a darlo por sentado. Libertyville llevaba mucho tiempo arrollando en los campos de fútbol americano, la última vez en que la escuela había quedado perdedora —al menos, antes de mi último curso— había sido doce años antes, en 1966. Por eso, durante la semana siguiente a la derrota ante Luneburg, si bien no había aún llanto y crujir de dientes, si había miradas dolidas y desconcertadas y algunos abucheos en la habitual reunión del viernes al final de la séptima clase. El rostro de Puffer adquirió una tonalidad purpúrea al oír los abucheos, e invitó a aquellos «malos deportistas y amigos sólo cuando vienen bien dadas» a presenciar el sábado por la tarde el desquite del siglo.

No sé si los malos deportistas y amigos de conveniencia acudieron o no, pero yo estaba allí. Jugábamos en casa, y nuestros adversarios eran los Osos de Ridge Rock. Ahora bien, Ridge Rock es una ciudad minera, y los que iban a la escuela superior de Ridge Rock eran unos tipos realmente duros. El año anterior, el equipo de fútbol americano de Libertyville los había derrotado por muy poco en la conquista del titulo regional, y uno de los comentaristas deportivos locales había dicho que no era porque Libertyville tuviese mejor equipo, sino porque tenía más donde elegir. Esto también le hizo a Puffer subirse por las paredes, os lo aseguro.

Pero éste era el año de los Osos. Nos barrieron. Fred Dann salió conmocionado del campo en el primer periodo. Y en el segundo, Norman Aleppo fue a parar al hospital municipal de Libertyville con un brazo roto. Y en el último, los Osos consiguieron tres tantos consecutivos, dos de ellos de puntapié. El resultado final fue 40-6. Sin falsa modestia, os diré que yo marqué los seis. Pero, también con realismo, he de reconocer que tuve suerte.

Así, pues, otra semana de infierno en el campo de entrenamiento. Otra semana de Puffer gritando «Dale a ese mamón». Un día estuvimos entrenándonos durante casi cuatro horas, y, cuando Lenny sugirió a Puffer que nos dejara tiempo para hacer los deberes, creí —sólo por un instante— que el entrenador iba a pegarle. Había tomado la costumbre de pasarse constantemente las llaves de mano en mano, lo que me recordaba al capitán Queeg de El motín del Caine. Estoy convencido de que la forma que uno tiene de perder revela su carácter mucho mejor que la forma de ganar. Puffer, que en toda su carrera de entrenador nunca había estado 0-2, reaccionó con absurda y desconcertada furia, como un tigre enjaulado al que hostigaban unos niños crueles.

El viernes siguiente por la tarde —sería el 22 de setiembre—, fue cancelada la habitual reunión durante los quince últimos minutos de la clase séptima. No sé que le importara a ninguno de los jugadores, estar allí de pie y ser presentado por doce gráciles y ondulantes majorettes era una pelmada. De todos modos, aquello constituía una ominosa señal. Esa noche Puffer nos invitó a volver al gimnasio, donde nos pasamos dos horas en el cine, contemplando nuestra humillación a manos de los Tigres y de los Osos en las películas de los partidos. Quizá se esperaba que esto nos enardeciera pero a mí sólo me deprimió.

Aquella noche antes de nuestro segundo partido del año en campo propio, tuve un sueño extraño. No era exactamente una pesadilla, ciertamente no como aquella en que desperté a toda la casa con mis gritos, pero era… inquietante. Estábamos jugando contra los Dragones de Filadelfia, y soplaba un fuerte viento. El sonido de los aplausos, la distorsionada y metálica voz de Chubby McCarthy por los altavoces, incluso el sordo ruido de los jugadores al chocar con otros jugadores, todo ello tenía resonancias fantasmales en aquel profundo y constante viento.

Las caras de los espectadores parecían amarillas y extrañamente ensombrecidas, como rostros de máscaras chinas. Las animadoras danzaban y se contorsionaban como espasmódicas autómatas. El cielo estaba gris y encapotado. Íbamos perdiendo. Puffer gritaba en las jugadas, pero nadie podía oírle. Los Dragones nos adelantaban por mucho. La pelota era siempre suya. Lenny Barongg parecía estar jugando con terribles dolores, sus labios se tensaban en tembloroso arco, como una máscara trágica.

Fui golpeado, derribado, pisoteado. Yacía tendido en el campo de juego, muy por detrás de la línea en que estaba jugando, retorciéndome y tratando de recuperar el aliento. Levanté la vista, y allí, aparcada tras las gradas de los visitantes, estaba Christine. Una vez más, aparecía flamante y reluciente como si hubiera salido hacía sólo una hora de la sala de exposición.

Arnie se hallaba sentado en el techo, con las piernas cruzadas a lo Buda, mirándome inexpresivamente. Me gritó algo, pero el constante aullido del viento ocultó casi sus palabras. Sonaba como si hubiera dicho: No te preocupes, Dennis. Nosotros nos ocuparemos de todo. No te preocupes. Todo va bien.

¿Ocuparse de qué?, me pregunté mientras yacía tendido en el onírico campo de juego, forcejeando por cobrar aliento y con la cincha hundiéndoseme cruelmente en la unión de los muslos, justo debajo de los testículos. ¿Ocuparse de qué?

¿De qué?

Ninguna respuesta. Sólo el brillo siniestro de los amarillentos faros de Christine, y Arnie sentado serenamente con las piernas cruzadas sobre su techo, en medio de aquel constante y poderoso viento.

Al día siguiente salimos a luchar de nuevo por la escuela superior de Libertyville. No fue tan malo como lo había sido en mi sueño: aquel sábado no resultó lesionado nadie y, por unos momentos, durante la tercera parte pareció como si tal vez pudiéramos tener la oportunidad, pero luego el zaguero de Filadelfia tuvo suerte con un par de pases largos —cuando las cosas empiezan a ir mal, todo va mal—, y perdimos otra vez.

Cuando el partido terminó, Puffer continuó sentado en el banco. No nos miró a ninguno de nosotros. Nos quedaban once partidos por jugar, pero él era ya un hombre derrotado.

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