Christine

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Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 17. Christine de nuevo en la calle

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17. Christine de nuevo en la calle

I got a 1966 cherry-red Mustang Ford

She got a 380 horsepower overload,

You know she’s way too powerful

To be crawling on these Interstate roads.

CHUCK BERRY

No tuve oportunidad de hablar realmente con Arnie hasta el sábado siguiente, después del partido de fútbol americano. Y esa fue también la primera vez desde que la compró, en que Christine salió a la calle.

El equipo fue a Hidden Hills, a unos 25 kilómetros de distancia, en el viaje escolar en autobús más silencioso que yo he realizado jamás. Podríamos haber estado yendo a la guillotina en vez de a un partido de fútbol americano. Ni aun el hecho de que su palmarés, 1-2, fuese sólo ligeramente mejor que el nuestro animaba gran cosa a nadie. El entrenador, Puffer, iba en el asiento situado tras el conductor, pálido y silencioso, como si tuviera una fuerte resaca.

De ordinario, un viaje para asistir a un partido fuera de casa era una combinación de caravana y circo. Un segundo autobús, cargado con las majorettes, la banda y todos los alumnos que se habían apuntado, seguía al autobús del equipo. Detrás de los dos autobuses, había una cola de quince o veinte coches, la mayoría de ellos llenos de adolescentes, y con pegatinas de APLASTADLOS, TERRIERS, tocando el claxon, encendiendo y apagando las luces, todas esas cosas que, probablemente, recordáis de vuestros tiempos en la escuela superior.

Pero en este viaje sólo iba el autobús de la banda y las majorettes (y ni siquiera iba lleno, en un año de victorias, si para el martes no te apuntaban para el segundo autobús, te quedabas sin ir) y tres o cuatro coches detrás de él. Los amigos de los buenos tiempos se habían esfumado ya. Y yo estaba sentado en el autobús del equipo junto a Lenny Barongg, preguntándome sombríamente si resultaría lesionado esa tarde, ignorante del todo de que uno de los pocos coches que seguían hoy al autobús era Christine.

En el aparcamiento de Hidden Hills. Su banda estaba ya en el campo, se oía con toda claridad el golpeteo del gran tambor, extrañamente magnificado bajo el nublado firmamento. Iba a ser el primer sábado realmente bueno para jugar al fútbol americano, fresco, nublado y otoñal.

Ver a Christine aparcado junto al autobús de la banda era ya bastante sorprendente, pero cuando Arnie se apeó por un lado y Leigh Cabot lo hizo por el otro, quedé totalmente estupefacto…, y un tanto celoso. La chica llevaba un par de ajustados pantalones de lana marrón y un jersey blanco de punto, sobre cuyos hombros se derramaban en cascada sus rubios cabellos.

—Arnie —saludé—. ¿Qué hay?

—Hola, Dennis —respondió con cierta timidez.

Me di cuenta de que algunos de los jugadores que bajaban del autobús estaban mirando también sorprendidos, allí estaba Cara-Pizza Cunningham con la imponente nueva de Massachusetts. ¿Cómo había sucedido eso?

—¿Qué tal estás?

—Muy bien —respondió—. ¿Conoces a Leigh Cabot?

—De clase —dije—. Hola, Leigh.

—Hola, Dennis. ¿Vais a ganar hoy?

Bajé la voz hasta convertirla en un ronco susurro.

—Tenemos que ganar. Por huevos.

Arnie enrojeció ligeramente, pero Leigh se llevó la mano a la boca y soltó una risita.

—Vamos a intentarlo, pero no lo sé —acabé.

—Nosotros os animaremos —siguió Arnie—. Me parece estar viendo ya el titular del periódico: En una gran actuación, Guilder máximo goleador de la Liga.

—Guilder ingresa en el hospital con fractura de cráneo: eso es más probable —dije—. ¿Cuántos han venido? ¿Diez? ¿Quince?

—Así tendremos más sitio en las gradas —explicó Leigh.

Le cogió a Arnie del brazo, sorprendiéndole y complaciéndole, creo. Ya me caía bien. Podría haber sido una zorra o una estúpida —me parece que muchas chicas realmente guapas son una cosa o la otra—, pero ella no era ninguna de las dos.

—¿Qué tal va el cacharro? —pregunté, dirigiéndome hacia el coche.

—Bastante bien.

Me siguió, procurando no sonreír demasiado ampliamente.

El trabajo había progresado, y se habían hecho en el Fury las suficientes reparaciones como para que no pareciese tan destartalado. Había sido sustituida la otra mitad de la vieja y herrumbrosa rejilla del radiador y había desaparecido por completo la telaraña de estrías del parabrisas.

—Has cambiado el parabrisas —comenté.

Arnie asintió con la cabeza.

—Y el capó.

El capó estaba limpio, nuevo y flamante, en agudo contraste con los costados moteados de herrumbre. Era de un intenso color rojo de coche de bomberos. Arnie la tocó posesivamente y el gesto se convirtió en una caricia.

—Sí. Lo he puesto yo mismo.

Esto me chocó. Todo lo había hecho él mismo, ¿no?

—Dijiste que lo ibas a convertir en una pieza de exposición —comenté—. Estoy empezando a creerte.

Di la vuelta hasta el lado del conductor. El tapizado de las puertas y el suelo continuaba sucio y desastrado, pero la tapicería del asiento delantero había sido sustituida ya así como la del trasero.

—Va a quedar estupendo —explicó Leigh, pero había una cierta inexpresividad en su voz.

No era tan naturalmente animada y efervescente como cuando estábamos hablando del partido, y eso me hizo mirarla. Un vistazo fue suficiente. No le gustaba Christine. Lo comprendí completa y absolutamente, como si hubiera captado una de sus ondas cerebrales. Ella intentaría que le gustase el coche porque le gustaba Arnie. Pero…, nunca lo conseguiría realmente.

—Así que ya tienes cubiertos los requisitos para poder circular —dije.

—Bueno… —Arnie pareció desasosegado—. No del todo.

—¿Qué quieres decir?

—El claxon no funciona, y a veces se apagan los pilotos cuando piso el freno. Creo que hay un cortocircuito en alguna parte, pero aún no he podido arreglarlo.

Miré el nuevo parabrisas: tenía pegada una viñeta de inspección. Arnie siguió mi mirada y adoptó una expresión turbada y un poco truculenta al mismo tiempo.

«Y además —pensé—, tenías esta cita, ¿verdad?».

—No es peligroso, ¿no es cierto? —preguntó Leigh, dirigiendo la pregunta a algún lugar situado entre Arnie y yo.

Su ceño se había fruncido levemente…, creo que quizás había percibido una súbita corriente fría entre Arnie y yo.

—No —respondí—. No creo. Cuando vas con Arnie, estás yendo con un as del volante.

Esto rompió un poco la extraña tensión que se había acumulado. Del campo de fútbol americano llegó un discordante estruendo de instrumentos de metal y, luego, la voz del director de la banda, débil, pero perfectamente clara bajo el nublado cielo: ¡Otra vez, por favor! ¡Esto es Rodgers y Hammerstein, no rock and ro-ool! ¡Otra vez, por favor!

Nos miramos los tres. Arnie y yo nos echamos a reír y, al cabo de un momento, se nos unió Leigh. Mirándola, volví a sentirme celoso por unos instantes. Yo no quería nada más que lo mejor para mi amigo Arnie, pero ella era realmente algo: diecisiete años, casi dieciocho, exuberante, perfecta, saludable, abierta a todo. Roseanne era bella en su estilo, pero Leigh la hacía parecer un perezoso echando la siesta.

¿Fue entonces cuando empecé a desearla? ¿Cuando empecé a desear a la chica de mi mejor amigo? Sí, supongo que sí. Pero os juro que nunca habría dado un paso hacia ella si las cosas hubieran rodado de otra manera. Sólo que no creo que pudieran rodar de otro modo. O quizás es que tengo que creerlo.

—Será mejor que nos vayamos, Arnie, si queremos encontrar asiento en las gradas visitantes —dijo Leigh, con señorial sarcasmo.

Arnie sonrió. La chica seguía cogiéndole levemente del brazo y él parecía un tanto desconcertado. ¿Por qué no? En su lugar, con mi primera experiencia con una chica, encima tan guapa como Leigh, habría estado ya a punto de enamorarme perdidamente. Sólo deseaba que todo le fuese bien con ella. Supongo que quiero que me creáis aunque no creáis ninguna otra cosa de las que os diga en lo sucesivo. Si alguien merecía un poco de felicidad, ése era Arnie.

El resto del equipo había entrado en los vestuarios de visitantes, situados en la parte posterior del gimnasio.

El entrenador asomó ahora la cabeza.

—¿Podría hacer el favor de honrarnos con su presencia, señor Guilder? —llamó—. Sé que es mucho pedir, y espero que me perdone si tiene algo más importante que hacer. Pero, en caso contrario, ¿querría venir a estos vestuarios?

Murmuré a Arnie y Leigh:

—Esto es Rodgers y Hammerstein, no rock and roool —troté hacia el edificio.

Me dirigí a los vestuarios —el entrenador había vuelto a meterse—, y Arnie y Leigh echaron a andar hacia las gradas. A mitad de camino, me detuve y volví junto Christine. Al acercarme, lo hice describiendo un círculo, continuaba subsistiendo aquel absurdo prejuicio contra dirigirme de frente hacia ella.

En la parte de atrás vi una placa de Pensilvania sujeta con un muelle. La levanté un poco y vi una cinta Dymo pegada en su cara interior: ESTA PLACA ES PROPIEDAD DEL GARAGE DARNELL, LIBERTYVILLE, PA.

Solté la placa y me incorporé, con el ceño fruncido. Darnell le había dado una viñeta cuando su coche distaba aún mucho de poseer licencia de circulación; Darnell había prestado una placa para que pudiera llevar a Leigh en el coche al partido. Y había dejado de ser Darnell para Arnie, ahora, le había llamado Will. Interesante pero no muy alentador.

Me pregunté si Arnie sería lo bastante estúpido como para creer que los Will Darnell de este mundo hacían más favores por pura bondad de corazón. Esperaba que no, pero no estaba seguro. Ya no estaba seguro de muchas cosas acerca de Arnie. Había cambiado una barbaridad las últimas semanas.

Para sorpresa nuestra, ganamos el partido, en realidad fue uno de los dos únicos que ganamos en toda aquella temporada, y no es que yo estuviera en el equipo cuando la temporada acabó.

No teníamos derecho a ganar, salimos al terreno de juego con espíritu de derrota, y perdimos en la cara y al elegir campo. Los Hillmen (un nombre estúpido para un equipo, pero ¿qué tiene de inteligente llamarse los Terriers si vamos a eso?) hicieron cuarenta yardas en sus dos primeras jugadas, atravesando nuestras líneas defensivas como un cuchillo caliente una barra de mantequilla luego, en la tercera jugada —su tercer uno y diez seguido—, su defensa lateral soltó la pelota. Gary Tardiff la cogió y corrió sesenta yardas para marcar, con una amplia sonrisa en la cara.

Los Hillmen y su preparador se desgañitaban protestando que la pelota había quedado muerta en la línea, pero los árbitros lo rechazaron, y nos pusimos 6-0. Desde mi sitio en el banco, yo podía ver las gradas de visitantes y observé que los pocos hinchas de Libertyville estaban locos de entusiasmo. Supongo que tenían derecho de estarlo, era la primera vez en toda la temporada que estábamos por delante en un partido. Arnie y Leigh agitaban banderines de los Terriers. Les saludé con la mano. Leigh vio, correspondió al saludo y, luego, le dio con el codo a Arnie. Este me saludó también. Parecía como si se estuvieran haciendo muy amigos allí, lo cual me hizo sonreír.

En cuanto al partido, no volvimos a quedarnos atrás después de aquel primer tanto de suerte. Teníamos de nuestro lado esa cosa mítica, ímpetu…, quizá por única vez en el año. No me había convertido en el máximo goleador, como habría predicho Arnie, pero marqué tres veces, una de ellas en una carrera de noventa yardas, la más larga que he hecho jamás. En el medio tiempo íbamos 17-0, y el entrenador era un hombre nuevo. Veía frente a nosotros una recuperación completa, la más rotunda en toda la historia de la Liga. Por supuesto, eso no pasó de ser un sueño, pero estaba excitado ese día, y me alegré por él, lo mismo que me había alegrado el que Arnie y Leigh llegaran a conocerse tan provechosa y fácilmente.

La segunda mitad no fue tan buena, nuestra defensa mudó el aire postrado que había mantenido predominante en nuestros tres primeros partidos, pero nunca estuvimos realmente en peligro. Ganamos 27-18.

Puffer me había sustituido en la última cuarta parte por Brian McNally, que me remplazaría el año siguiente: luego resultó que antes aún que eso. Me duché y me cambie, y salí justo en el momento en que sonaba la campana anunciadora de que faltaban dos minutos.

El aparcamiento estaba lleno de coches, pero vacío de gente. Llegaban del campo fuertes aclamaciones y gritos de los hinchas de Hidden Hills urgiendo a su equipo a hacer lo imposible en los dos últimos minutos de partido.

Desde aquella distancia, todo parecía tan desprovisto de importancia como indudablemente era.

Me dirigí hacia Christine.

Allí estaba, con sus costados moteados de herrumbre, su capó nuevo y sus aletas posteriores que parecían tener mil kilómetros de longitud. Un dinosaurio de los felices años 1950, en que todos los millonarios del petróleo eran de Texas y el dólar yanqui se merendaba al yen japonés, en vez de ser al revés. En los tiempos en que Carl Perkins cantaba sobre bicicletas rosadas, Johnny Horton sobre bailar toda la noche en una pista de madera y el líder de los adolescentes del país era Edd «Kokie» Byrnes.

Toqué a Christine. Intenté acariciarla como había hecho Arnie; tomarle simpatía por consideración a Arnie, como había hecho Leigh. Seguramente, si alguien podía esforzarse a ello, éste tenía que ser yo. Leigh conocía a Arnie desde hacía un mes. Yo le conocía de toda la vida.

Deslicé la mano por la herrumbrosa superficie, y pensé en George LeBay, y en Verónica y Rita LeBay, y en algún momento a lo largo del proceso la mano que se suponía estaba acariciando se cerró, y la descargué con todas fuerzas contra el flanco de Christine: con fuerza suficiente como para lastimarme la mano y proferir una risita inofensiva y preguntarme qué diablos creía que estaba haciendo.

Se percibió el sonido de la herrumbre, que caía al suelo, desmenuzada en pequeños copos.

El sonido de un bombo desde el campo de fútbol americano, con los latidos del corazón de un gigante.

El sonido de mi propio corazón.

Intenté abrir la puerta delantera.

Estaba cerrada.

Me pasé la lengua por los labios y advertí que estaba asustado.

Era casi como si —resultaba gracioso, resultaba hilarante—, era casi como si yo no le agradara al coche, como si sospechase que yo quería interponerme entre él y Arnie, que si yo no quería ponerme delante de él era porque…

Reí otra vez, y luego recordé mi sueño y dejé de reír. Se le parecía demasiado como para sentirse tranquilo. Era Chubby McCarthy tocando la trompeta, naturalmente no en Hidden Hills, pero el resto aportaba una onírica y agria sensación de déjà vu: el sonido de las ovaciones, salido de los choques entre cuerpos almohadillados, el viento silbando por entre los árboles que se alzaban hacia el nublado cielo.

Roncaría el motor. El coche se lanzaría hacia delante, pararía, avanzaría, se pararía. Y, luego, los neumáticos rechinarían al abalanzarse directamente contra mí.

Deseché la idea. Ya era hora de que dejase de pensar tales idioteces. Era hora más que sobrada de que dominase mi imaginación. Esto era un coche, nada de Christine, sino sólo un Plymouth Fury de 1958 que había salido de una cadena de montaje de Detroit juntamente con otros cuatrocientos mil más.

Dio resultado… al menos temporalmente. Sólo para demostrar el poco miedo que le tenía, me arrodillé y miré bajo él. Lo que vi era más extraordinario aún que la desordenada forma en que el coche estaba siendo reconstruido por arriba. Había tres amortiguadores nuevos Pleasurer, pero el cuarto era una oscura ruina embadurnada de grasa seca que parecía cómo si hubiese estado allí desde siempre. El tubo de escape era tan nuevo que todavía estaba plateado, pero el silenciador parecía bastante vetusto y su cabezal se encontraba en muy mal estado. Mirando, pensando en las emanaciones que podían filtrarse al salir desde allí, acudió de nuevo a mi mente la imagen de Verónica LeBay. Porque las emanaciones del tubo de escape pueden matar. Pueden…

—¿Qué estás haciendo, Dennis?

Supongo que estaba más intranquilo aún de lo que creía, porque me puse en pie de un salto, con el corazón en la garganta. Era Arnie. Tenía una expresión fría e irritada. ¿Porque estaba mirando su coche? ¿Tenía que enfadarle eso? Buena pregunta. Pero estaba enfadado, era evidente.

—Estaba mirando tu cacharro —dije, tratando de mostrar despreocupación—. ¿Dónde está Leigh?

—Tenía que ir al lavabo —respondió. Sus grises ojos se apartaban de mi cara—. Dennis, eres el mejor amigo que tengo, el mejor amigo que he tenido jamás. El otro día, cuando Repperton sacó aquella navaja, tal vez me salvaras de ir al hospital, y lo sé. Pero no andes a escondidas mías, Dennis. Nunca hagas eso.

Desde el campo de fútbol americano llegó una tremenda ovación: los Hillmen acababan de conseguir el tanto final del partido, cuando quedaban menos de treinta segundos de juego.

—No sé de qué diablos hablas, Arnie —dije, pero me sentía culpable.

Me sentía culpable, igual que como había pasado al haberme presentado a Leigh, valorándola, deseándola un poco: deseando a la chica que, evidentemente, deseaba él mismo. Pero…, ¿andar a escondidas suyas? ¿Era eso lo que había estado haciendo?

Supongo que él podría haberlo considerado así. Yo sabía que su irracional… interés, obsesión, como quieran llamarlo, su irracional cosa por el coche era la habitación cerrada de la casa de nuestra amistad, el lugar en el que yo no podía entrar sin provocar toda clase de problemas. Y, aunque no me había sorprendido tratando de echar abajo la puerta, si me había encontrado tratando de observar por el ojo de la cerradura.

—Creo que sabes exactamente de qué estoy hablando —dijo, y vi con fatigado desaliento que no estaba sólo un poco enfadado, sino furioso—. Tú y mis padres me están espiando «por mi propio bien». ¿Verdad? Ellos te enviaron a husmear al garaje de Darnell, ¿no?

—Eh, Arnie, espera un…

—¿Creías que no me enteraría? No dije nada entonces… porque somos amigos. Pero no sé, Dennis. Tiene que haber una línea, y creo que la estoy trazando. ¿Por qué no dejas en paz a mi coche y dejas de meter la nariz donde no te importa?

—En primer lugar —repliqué—, no fueron tus padres. Fue sólo tu padre quien me pidió que echara un vistazo a lo que estabas haciendo con el coche. Le dije que lo haría. También yo sentía curiosidad. Tu padre siempre me ha caído bien. ¿Qué es lo que tenía que decir?

—Tenías que haberle respondido que no.

—No lo entiendes. Él está de tu parte. Tu madre todavía espera que no consigas nada: eso es lo que deduje pero Michael espera, realmente, que lo saques adelante. Así lo dijo.

—Claro, él te diría eso —contestó con desprecio—. En realidad, lo único que le interesa es cerciorarse de que continúo maniatado. Eso es lo que realmente les interesa a los dos. No quieren ver que me hago adulto, porque entonces tendrían que enfrentarse al hecho de que ellos envejecen.

—Eso es demasiado duro, hombre.

—Quizá lo creas así. Quizás el hecho de pertenecer a una familia normal te ha reblandecido el cerebro, Dennis. ¿Sabias que me ofrecieron un coche nuevo para mi graduación en la escuela superior? No tenía más que renunciar a Christine, sacar sobresaliente en todo y acceder a ir a Horlicks…, donde podrían tenerme sometido a vigilancia durante otros cuatro años.

No supe qué decir. Era una auténtica torpeza, desde luego.

—Así que no te metas en esto, Dennis. Es lo único que te pido. Será mejor para los dos.

—De todos modos, no le dije nada —aduje—. Sólo que estabas haciendo unas cuantas cosas aquí y allí. Pareció aliviado.

—Sí, lo supongo.

—Yo no tenía ni idea de lo cerca que estaba de hallarse en condiciones de circular. Pero aún le faltaban cosas. He mirado debajo, y ese cabezal del tubo de escape está hecho un desastre. Espero que conduzcas con las ventanillas abiertas.

—¡No me digas cómo tengo que conducir! ¡Entiendo de coches mucho más que tú!

Fue entonces cuando empecé a sentirme irritado con él. No me gustaba —no quería tener una discusión con el especialmente ahora que Leigh se reuniría de un momento a otro con nosotros—, pero pude sentir que algo en mi cerebro comenzaba a accionar uno a uno todos los conmutadores rojos.

—Esto es probablemente cierto —repuse, dominando la voz—. Pero no estoy seguro de que sepas gran cosa acerca de las personas. Will Darnell te dio una viñeta inadecuada: si te cogen, él podría perder su certificado de inspección estatal. Te dio una placa de vendedor. ¿Por qué hizo esas cosas, Arnie?

Por primera vez, Arnie pareció ponerse a la defensiva.

—Ya te lo he dicho. Sabe que estoy haciendo el trabajo.

—No seas tonto. Ese tipo no le daría una muleta a un inválido si no pensara que iba a sacar algo, y tú lo sabes.

—Dennis, ¿querrás dejarlo en paz, por amor de Dios?

—Escucha —dije, dando un paso hacia él—. Me importa un carajo que tengas coche. Lo único que quiero es que no te metas en un lío por eso. De veras.

Me miró, con aire dubitativo.

—Quiero decir que, ¿por qué estamos discutiendo? ¿Porque he mirado debajo de tu coche y he visto que está colgando el tubo de escape?

Pero no era eso todo lo que yo había estado haciendo.

Y creo que ambos lo sabíamos.

En el campo, sonó la señal de final del partido. Había empezado a caer una ligera llovizna y comenzaba a refrescar. Nos volvimos hacia el campo y vimos cómo Leigh se acercaba a nosotros, llevando su banderín y el de Arnie. Nos saludó con la mano, y respondimos al saludo.

—Dennis, puedo cuidarme de mí mismo —dijo.

—De acuerdo. Espero que sea así.

Sentí pronto deseos de preguntarle hasta qué punto estaba comprometido con Darnell.

Y esa era una pregunta que yo no podía formular, no haría sino suscitar una discusión más agria. Se dirían cosas que quizá nunca pudieran remediarse.

—Puedo hacerlo —repitió.

Tocó su coche, y se suavizó la dura expresión rostro.

Experimente una mezcla de alivio y desaliento: vio porque, después de todo, no íbamos a pelearnos, habíamos conseguido evitar decir nada irreparable, pero también me parecía que no se había cerrado sólo una habitación de nuestra amistad, sino toda un ala del edificio. Él había rechazado total y absolutamente lo que yo tenía que decir y había establecido las condiciones para que nuestra amistad se mantuviera: todo irá bien mientras obres como yo quiero.

Que era también la actitud de sus padres, si hubieran podido verla. Pero supongo que tendría que aprenderlo en alguna parte.

Llegó Leigh, salpicados los cabellos de relucientes gotas de lluvia. Tenía el color vivo, y los ojos centelleantes de buena salud y de excitación. Exudaba una ingenua y espontánea sexualidad que me hizo sentirme un poco aturdido. Y no es que fuese yo el objeto principal de su atención, sino Arnie.

—¿Cómo ha terminado? —preguntó Arnie.

—Los hemos aplastado. ¿Dónde estabais?

—Hablando de coches —repliqué, y Arnie me dirigió una regocijada mirada…, al menos su sentido del humor no había desaparecido con su sentido común.

Y en la forma en que miraba a Leigh pensé que había ciertos motivos de esperanza. Se estaba enamorando de ella hasta las cachas. La cosa iba despacio por el momento, pero no había duda de que acelerarían si las cosas marchaban bien. Y yo sentía verdadera curiosidad por saber cómo era que los dos habían acabado saliendo juntos. El cutis de Arnie había mejorado y su aspecto era bastante bueno, pero con su aire intelectual y sus gafas no era la clase de chico con el que uno habría esperado que Leigh Cabot quisiera salir, uno esperaría verla colgada del brazo de la versión en escuela superior del propio Apolo.

Estaba saliendo ya la gente del campo, nuestros jugadores y los suyos, nuestros hinchas y los suyos.

—Hablando de coches —repitió Leigh, con tono burlón.

Levantó la cara hacia Arnie y sonrió. Él correspondió con una débil y tierna sonrisa que me alegró. Con sólo mirarle, podía asegurar que siempre que Leigh le sonriese así, Christine quedaría relegada al último rincón de su mente, convertida en lo que realmente era: un medio de transporte.

Y eso me parecía estupendo.

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