Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 23. Arnie y Leigh

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23. Arnie y Leigh

Ridin along in my automobile,

My baby beside me at the wheel,

I stole a kiss at the turn of a mile,

My curiosity running wild

Cruisin and playin the radio,

With no particular place to go.

CHUCK BERRY

La radio del coche estaba sintonizada con WDIL, y Dion cantaba Runaround Sue con su voz áspera y callejera, pero ninguno de los dos le escuchaba.

Había deslizado la mano bajo el jersey que ella llevaba y había encontrado el mórbido esplendor de sus pechos, coronado por pezones tensos y duros de excitación. La muchacha respiraba entrecortada y aceleradamente. Y, por primera vez, su mano había ido adonde él quería, adonde él la necesitaba, a su entrepierna, donde apretaba, y giraba y movía, sin experiencia, pero con deseo suficiente como para compensar la carencia.

Él la besó, y la boca de la chica se abrió, y su lengua estaba allí, y el beso fue como inhalar el límpido aroma/sabor de un bosque bajo la lluvia. Podía sentir la excitación que rebosaba su cuerpo.

Se inclinó hacia ella, se tensó hacia ella y, por un momento, pudo sentirla responder con pura y limpia pasión.

Y entonces ella se apartó.

Arnie quedó allí, ofuscado y estupefacto, un poco a la derecha del volante, mientras se encendía la luz interior de Christine. Fue un instante, la puerta se cerró de golpe, y la luz volvió a apagarse.

Permaneció sentado unos momentos más, sin saber muy bien qué había sucedido, sin saber siquiera muy bien por unos instantes dónde se encontraba. Le hervía el cuerpo en un abigarrado despliegue de emociones y erráticas reacciones físicas que eran medio maravillosas, medio terribles. Le dolían las glándulas, su pene era una barra de hierro, los huevos le palpitaban sordamente. Podía sentir la adrenalina corriéndole velozmente por su corriente sanguínea.

Apretó el puño y se golpeó con fuerza la pierna. Luego se deslizó sobre el asiento, abrió la puerta y fue tras ella.

Leigh estaba de pie en el borde mismo del Embankment, mirando a la oscuridad que se extendía a sus pies. Dentro de un brillante rectángulo en medio de esa oscuridad, Sylvester Stallone atravesaba la noche vestido como un joven dirigente sindical de los años treinta.

Arnie tuvo de nuevo la sensación de estar viviendo un sueño maravilloso que en cualquier momento podía derivar en pesadilla, quizás había empezado ya a suceder.

Ella estaba demasiado cerca del borde…, la cogió del brazo y tiró suavemente hacia atrás. El terreno era seco y desmoronadizo. No había pretila ni barandilla. Si se derrumbaba la tierra del borde, Leigh caería e iría a parar a alguna parte del distrito suburbano que se extendía en torno a la carretera de Liberty Hill.

El Embankment había sido desde tiempo inmemorial el rincón local de los enamorados. Se encontraba al final de Stanson Road, una larga y serpenteante carretera de dos direcciones que se curvaba primero hacia fuera de la ciudad y luego se volvía hacia ella, terminando en Libertyville Heights, donde en otro tiempo había habido una granja.

Era el 4 de noviembre, y la lluvia que había empezado a primera hora de la noche de aquel sábado se había convertido en una leve nevisca. Tenían para ellos solos el Embankment y la vista gratuita (aunque silenciosa) del cine para automovilistas. La llevó hacia el coche —ella no opuso ninguna resistencia— pensando que la nevisca había humedecido sus mejillas. Sólo dentro, al verdoso y fantasmal resplandor de las luces del salpicadero, se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?

La chica meneó la cabeza y lloró con más fuerza.

—¿He hecho…? ¿Era algo que no querías hacer?

Ella volvió a menear la cabeza, pero Arnie no estaba seguro de lo que quería decir. La abrazó, preocupado. Y en el fondo de su mente pensaba en la nevisca, en el viaje de vuelta y en el hecho de que aún no le había puesto a Christine neumáticos para la nieve.

—Nunca le había hecho eso a ningún chico —explicó ella, apoyada en su hombro—. Es la primera vez que toco… ya sabes. Lo hice porque lo deseaba. Porque lo deseaba, eso es todo.

—¿Qué pasa, entonces?

—No puedo… aquí.

Las palabras salían lenta y trabajosamente, de una en una, con una casi terrible renuencia.

—¿El Embankment? —dijo Arnie, pensando estúpidamente que quizá creyera ella que realmente la había llevado ahí para poder ver gratis FIST.

—¡En este coche! —gritó ella, de pronto—. ¡No puedo hacer el amor contigo en este coche!

—¿Qué? —se la quedó mirando, estupefacto—. ¿De qué estás hablando? ¿Por qué no?

—Porque…, porque… ¡No lo sé!

Trató de decir algo más y, luego, rompió a llorar de nuevo. Arnie la mantuvo abrazada hasta que se calmó.

—Es sólo que no sé a quién de los dos amas más —dijo Leigh cuando pudo hablar otra vez.

—Eso es… —Arnie se interrumpió, meneó la cabeza y sonrió—. Eso es absurdo, Leigh.

—¿Sí? —preguntó ella, mirándole escrutadoramente—. ¿Con cuál de nosotras pasas más tiempo? ¿Conmigo… o con ella?

—¿Te refieres a Christine?

Miró a su alrededor, con aquella desconcertada sonrisa que ella podía encontrar adorable o terriblemente odiosa… o ambas cosas a la vez.

—Sí —siguió ella, inexpresivamente. Se miró las manos, que yacían desmadejadamente sobre sus pantalones de lana azul—. Supongo que es estúpido.

—Paso mucho más tiempo contigo —explicó Arnie, y meneó la cabeza—. Esto es absurdo. O quizá sea normal, a mí me parece absurdo sólo porque nunca he tenido una chica.

Alargó la mano y le acarició los cabellos que se derramaban en catarata sobre el hombro de su desabrochado abrigo. Su jersey llevaba el letrero LIBERTYVILLE O MUERTE y sus pezones se marcaban contra el fino tejido de algodón de una manera que Arnie encontraba seductora y excitante.

—Yo creía que las chicas tenían celos de otras chicas. No de coches.

Leigh rió brevemente.

—Tienes razón. Debe ser porque nunca has tenido una chica. Los coches son chicas, ¿no lo sabias?

—Oh, vamos…

—Entonces, ¿por qué no le llamas a este Christopher?

Y, de pronto, golpeó fuertemente el asiento con la palma de la mano. Arnie se sobresaltó.

—Vamos, Leigh. No hagas eso.

—¿No te gusta que le pegue a tu chica? —preguntó ella, con tono hiriente. Luego, vio la dolida expresión de sus ojos—. Lo siento, Arnie.

—¿Sí? —preguntó él, mirándola con frialdad—. Parece que últimamente no le gusta a nadie mi coche: tú, mi padre, mi madre, hasta Dennis. Me he matado a trabajar en él, y eso no significa nada para nadie.

—Para mí significa algo —repuso Leigh suavemente—. El esfuerzo que requirió.

—Ya —dijo Arnie, con aspereza. La pasión, el ardor, habían desaparecido. Tenía frío y sentía unas leves náuseas—. Mira, será mejor que nos vayamos. No tengo neumáticos para la nieve. No les haría ninguna gracia a tus padres que nos diéramos la torta en Stanson Road.

La muchacha soltó una risita.

—Ellos no saben dónde termina Stanson Road.

Arnie la miró enarcando una ceja y recuperando un poco de su buen humor.

—Eso es lo que tú crees —concluyó.

Condujo con lentitud durante el descenso a la ciudad, y Christine recorrió con firmeza el pendiente y serpenteante trayecto. El conglomerado de estrellas que eran Libertyville y Monroeville fue creciendo y acercándose, y luego dejó de tener una forma definida. Leigh lo contemplaba con un poco de tristeza, sintiendo que se había esfumado la mejor parte de una noche potencialmente maravillosa. Se sentía irritada, enojada, malhumorada consigo misma…, frustrada, suponía. Había un sordo dolor en sus pechos. No sabía si había tenido intención de dejarle llegar hasta lo que era eufemísticamente conocido como «el final» o no, pero, una vez llegadas las cosas a cierto punto, nada había sido como ella había esperado: todo porque había tenido que abrir la bocaza.

Su cuerpo estaba sumido en una caótica confusión y también sus pensamientos. Una y otra vez durante el silencioso viaje abrió la boca para tratar de aclarar lo que sentía… Pero luego la cerró de nuevo, temerosa de no ser entendida, porque tampoco ella misma entendía lo que sentía.

No se sentía celosa de Christine…, y, sin embargo, tenía celos de ella. Arnie no había dicho la verdad sobre eso. Ella tenía bastante buena idea del tiempo que él pasaba trabajando con el coche, pero ¿Qué había de malo en eso? Arnie era muy hábil con sus manos, le gustaba trabajar en el coche y este funcionaba como un reloj…, salvo el detalle de los números del cuentamillas corriendo hacia atrás.

Los coches son chicas, había dicho. No había pensado lo que decía, le había salido de forma automática de la boca. Ciertamente, no era siempre verdad, no creía que el Sedan de su familia tuviese un género determinado, simplemente, era un Ford. Pero…

Olvídalo, aleja de ti todas esas engañosas falacias. La verdad era mucho más brutal e, incluso, absurda, ¿no? No podía hacer el amor con él, no podía tocarle de aquella manera intima, y mucho menos pensar en llevarle a un clímax de esa manera (ni de la otra, la verdad…, había estado dándole vueltas y vueltas en la cabeza mientras yacía tendida en su estrecha cama, sintiéndose dominada por una nueva y casi sorprendente excitación), en el coche.

En el coche, no.

Porque lo verdaderamente absurdo era que sentía que Christine les estaba mirando. Que estaba celosa, desaprobaba lo que hacían, quizá les odiaba. Porque había veces (como esta noche, en que Arnie deslizaba tan suave y delicadamente el Plymouth sobre las finas capas de nieve) en que sentía que los dos —Arnie y Christine— estaban unidos en una turbadora parodia del acto del amor. Porque Leigh no sentía que iba sobre Christine cuando iba a alguna parte con Arnie, se sentía engullida dentro de Christine. Y el acto de besarle, de hacer el amor con él, parecía una perversión peor que el voyeurismo o el exhibicionismo…, era como hacer el amor dentro de su rival.

Lo verdaderamente absurdo era que odiaba a Christine.

La odiaba y la temía. Había desarrollado una vaga aversión a pasar por delante de la nueva rejilla del radiador, o muy cerca del maletero, por detrás. Pensaba vagamente que el freno de mano se soltaba o que saltaba la caja de cambios y se ponía, por alguna razón, en punto muerto. Cosas que nunca había pensado del sedán familiar.

Pero, principalmente, era no querer hacer nada en el coche: ni ir a ninguna parte en el coche, si podía evitarlo. Arnie parecía otro distinto en el coche, una persona a la que ella no conocía en realidad. Le gustaba sentir sus manos sobre su cuerpo…, sus pechos, sus muslos (aún no le había permitido tocar su mismo centro, pero deseaba que sus manos estuviesen allí, pensaba que, si la tocaba allí, probablemente se derretiría). Sus caricias llevaban siempre un cobrizo sabor de excitación a su boca, la sensación de que todos sus sentidos estaban vivos y deliciosamente armonizados. Pero en el coche esa sensación parecía embotada: quizá porque en el coche Arnie parecía siempre menos sinceramente apasionado y un poco más lujurioso.

Abrió de nuevo la boca cuando enfilaron su calle, deseando explicar esto y tampoco pudo decir nada. ¿Por qué había de hacerlo? No había realmente nada que explicar… todo eran vapores. Nada más que vagos humores. Bueno… había una cosa. Pero no podía decirle eso, le heriría demasiado. No quería herirle, porque pensaba que estaba empezando a amarle.

Pero estaba allí.

El olor, un espeso y pútrido olor bajo los aromas de la nueva tapicería de los asientos y el líquido limpiador que había utilizado en las alfombrillas. Estaba allí, débil, pero terriblemente desagradable. Casi nauseabundo.

Como si, en algún tiempo, algo hubiera penetrado en el coche y hubiera muerto allí.

Le dio un beso de despedida a la puerta de su casa, resplandeciendo la nevisca con reflejos plateados en el cono de luz proyectado por la lámpara existente al pie de los escalones del porche. Las gotas de aguanieve brillaban como joyas en sus cabellos. Le habría gustado besarla realmente, pero el hecho de que sus padres podrían estar mirando desde el cuarto de estar —y, probablemente, así era— le obligó a besarla como podría besarse a una prima.

—Lo siento —dijo—. Me he portado como una estúpida.

—No —dijo Arnie queriendo, evidentemente, decir sí.

—Es sólo que —y su mente le sugirió algo que era un curioso híbrido de verdad y mentira—, que no parece bien en el coche. En ningún coche. Quiero que estemos juntos, pero no aparcados en la oscuridad, al final de una carretera sin salida. ¿Comprendes?

—Sí —repuso él.

Allí arriba, en el Embankment, en el coche, se había sentido un poco irritado con ella: bueno, para ser sincero se había sentido completamente humillado. Pero ahora, delante de la casa, pensó que podía comprender… y maravillarse de que pudiera querer negarle algo o contrariar su voluntad de cualquier manera.

—Entiendo perfectamente lo que quieres decir.

Leigh le echó los brazos al cuello. Su abrigo continuaba desabrochado, y él pudo sentir la suave y enloquecedora presión de sus pechos.

—Te quiero —dijo ella por primera vez, y entró en la casa y le dejó allí, en el porche, agradablemente sorprendido y mucho más caliente de lo que hubiera debido estar bajo la suave nevisca de final de otoño.

La idea de que a los Cabot podría extrañarles que permaneciese tanto tiempo en el porche y bajo la nevisca penetró por fin en su aturdido cerebro. Arnie echó a andar hacia el coche, haciendo chascar los dedos y sonriendo.

Se detuvo cerca del punto en que el camino de cemento confluía en la acera, y la sonrisa se desvaneció de su rostro. Christine se hallaba junto a la cuneta, y las gotas de aguanieve que perlaban sus cristales tornaban borroso el brillo de las luces rojas del salpicadero. Cayó en la cuenta de pronto de que había dejado el motor de Christine en marcha y ahora estaba parado. Era la segunda vez.

—Se han mojado los cables —murmuró—. Eso es todo.

No podían ser las bujías, había puesto un juego nuevo anteayer mismo, en el garaje de Will. Ocho Champions nuevas y…

«¿Con cuál de nosotras pasas más tiempo? ¿Conmigo… o con ella?».

Reapareció la sonrisa, pero esta vez era de desasosiego. Bueno, pasaba más tiempo con los coches en general, naturalmente. Era consecuencia de trabajar para Will. Pero resultaba ridículo pensar que…

Le has mentido. Esa es la verdad, ¿no?

No —se respondió a si mismo inquieto—. No, no creo que se pueda decir que le he mentido realmente…

¿No? ¿Cómo lo llamarías, entonces?

Por primera y única vez desde que la llevara al partido de fútbol americano en Hidden Hills le había dicho una mentira. Porque la verdad era que pasaba más tiempo con Christine, y detestaba tenerla estacionada en la sección de treinta días del aparcamiento del aeropuerto, expuesta al viento y la lluvia, que no tardaría en convertirse en nieve…

Le había mentido.

Pasaba más tiempo con Christine.

Y eso estaba…

Estaba…

—Mal —gruñó, y la palabra se perdió casi en el suave y misterioso sonido de la nevisca.

Permaneció parado, contemplando su coche, viajero del tiempo, maravillosamente resucitado, de la era de Buddy Holly, y Kruschev, y Laika, la perra espacial, y de pronto lo odió. Le había hecho algo, no estaba seguro qué. Algo.

Las luces del salpicadero, que la humedad de la ventanilla convertía en borrosos ojos rojos de forma de balón de fútbol americano, parecían burlarse de él e increparle al mismo tiempo.

Abrió la puerta del lado del conductor, se sentó al volante y volvió a cerrar la puerta. Cerró los ojos. Se sintió invadido de una inmensa paz, y las cosas parecieron armonizarse de nuevo. Le había mentido, sí, pero era una mentira pequeña. Una mentira muy poco importante. No, una mentira carente por completo de importancia.

Alargó la mano sin abrir los ojos y tocó el rectángulo de cuero al que se hallaban unidas las llaves: un rectángulo viejo y áspero, con las iniciales R.D.L. grabadas a fuego en él. No le había parecido necesario hacerse con un llavero nuevo, o un trozo de cuero con sus propias iniciales.

Pero había algo extraño en el trozo de cuero al que estaban unidas las llaves, ¿no? Sí. Muy extraño realmente.

Cuando había contado el dinero sobre la mesa de la cocina de LeBay, y este le pasó las llaves por encima del mantel rojo y blanco, el rectángulo estaba áspero, mellado por los bordes, oscurecido por los años, casi borradas las iniciales por el paso del tiempo y la constante fricción contra las monedas en el bolsillo del anciano y la tela misma del bolsillo.

Las iniciales destacaban nuevamente ahora con toda nitidez. Habían sido restauradas.

Pero, como la mentira, eso carecía realmente de importancia. Sentado en el interior del metálico cuerpo de Christine, sintió con intensidad que eso era verdad.

Lo sabía. Todo aquello no tenía importancia.

Hizo girar la llave. Zumbó el arranque, pero el motor no agarraba. Cables mojados. Era eso, naturalmente.

—Por favor —murmuró—. Todo va bien, no te preocupes, todo sigue igual.

El motor se encendió, se apagó. El arranque seguía zumbando. El aguanieve golpeaba suavemente el cristal. Se estaba bien aquí, había calor, y todo estaba seco. Si el motor quisiera arrancar…

—Vamos —susurró Arnie—. Vamos, Christine. Vamos, cariño.

El motor se encendió de nuevo y agarró. Las lucecitas rojas del salpicadero parpadearon y se apagaron. La luz señalada con GEN parpadeó débilmente mientras el motor tosía y se estabilizaba finalmente en un suave zumbido.

La calefacción proyectó aire caliente sobre sus piernas, desmintiendo el frío exterior.

Le parecía que había cosas que Leigh no podía comprender, cosas que ella no podría comprender nunca. Porque ella no había estado allí. Los granos. Los gritos de, ¡eh, Cara Pizza! El deseo de hablar, el deseo de comunicarse con otros la imposibilidad de hacerlo. La impotencia. Le parecía que ella no podía comprender el simple hecho de que de no haber sido por Christine, nunca habría tenido valor para llamarla por teléfono, aunque hubiera ido por todas partes con las palabras QUIERO SALIR CON ARNIE CUNNINGHAM tatuadas en la frente. Ella no podía comprender que a veces sentía como si tuviese treinta años más —¡No! ¡Cincuenta!— y no era ya un muchacho sino algún veterano terriblemente herido de una guerra no declarada.

Acarició el volante. Los verdes ojos de los instrumentos del salpicadero le miraban con brillo confortante.

—Muy bien —dijo.

Casi suspiró.

Accionó la palanca de cambios y encendió la radio. Dee Dee Sharp cantando Mashed Potato Time; necedad mística en las ondas de radio surgiendo de la oscuridad.

Arrancó, con la idea de ir al aeropuerto, donde estacionaria el coche y cogería el autobús que le llevaría de nuevo a la ciudad. Y lo hizo, pero no con tiempo para coger el autobús de las once, como había proyectado. En lugar de ello tomó el autobús de las doce, y hasta que no estuvo en la cama, recordando los cálidos besos de Leigh en vez de la forma en que Christine se resistía a arrancar, no se le ocurrió que en alguna parte aquella noche, después de separarse de la casa de los Cabot y antes de llegar al aeropuerto, había perdido una hora. Era tan evidente que se sintió como un hombre que ha estado revolviendo de arriba abajo la casa en busca de una carta de vital importancia, sólo para descubrir que, durante todo el tiempo, la ha estado teniendo en la otra mano. Evidente… y un poco intimidante.

¿Dónde había estado?

Tenía un borroso recuerdo de haberse separado de la cuneta delante de la casa de Leigh y luego…

… paseando nada más.

Sí. Paseando. Eso era todo. No gran cosa.

Paseando por entre la nevisca que iba espesando, atravesando calles desiertas y plateadas por la nieve, rodando sin los neumáticos apropiados (y, sin embargo, Christine, con increíble seguridad, nunca perdía la dirección ni patinaba en una curva, Christine parecía encontrar como por arte de magia el camino menos peligroso, moviéndose tan firmemente como si avanzara sobre raíles), paseando con la radio encendida, que derramaba un constante torrente de viejas canciones que parecían consistir de modo exclusivo en nombres de mujer: Peggy Sue, Carol, Barbara-Ann, Susie Darlin.

Le parecía que, en algún momento, se había asustado un poco y había pulsado uno de los cromados botones del convertidor que él había instalado, pero, en vez de FM y el Festival Fin de Semana, sintonizó otra vez WDIL, sólo que ahora el presentador se parecía extrañamente a Alan Fred y la voz que le siguió era la de Screamin’ Jay Hawkins, cantando roncamente: «Te lanzo un sortilegioooo… porque eres mííííía…».

Y, al fin, había estado el aeropuerto, con sus luces de mal tiempo parpadeando, alternativamente, como un visible latido de corazón. El sonido de la radio se convirtió en un caos de interferencias y la había apagado. Al salir del coche, había sentido una sudorosa e incomprensible sensación de alivio.

Yacía ahora tendido en la cama, necesitando dormir pero sin poder conciliar el sueño. La nevisca se había espesado y caían gruesos copos de nieve.

Algo marchaba mal.

Algo había comenzado, algo estaba pasando. No podía mentirse a sí mismo y decir que no sabía nada. El coche Christine, varias personas habían comentado lo magníficamente que la había restaurado. Lo había llevado a la escuela, y se habían agolpado los chicos del taller automovilístico, se habían arrastrado bajo él para examinar el nuevo sistema de escape, los nuevos parachoques, la carrocería.

Se habían introducido hasta la cintura en el compartimiento del motor, comprobando las correas y el radiador, que estaba milagrosamente libre de la corrosión y verde sedimento que es el residuo de años de anticongelante, comprobando el generador y los relucientes pistones encajados en sus válvulas. Hasta el purificador de aire era nuevo, con los números 318 pintados en la parte superior, inclinado hacia atrás para indicar la velocidad.

Sí, se había convertido en una especie de héroe para sus compañeros y había recibido todos los comentarios y las felicitaciones con la sonrisa adecuada a la ocasión. Pero, aun entonces, ¿no había estado confuso en lo más intimo de su ser? Sin duda.

Porque no podía recordar qué le había hecho a Christine y qué no le había hecho.

El tiempo pasado trabajando sobre ella en Darnell’s no era ahora más que una mancha borrosa, como lo había sido su viaje al aeropuerto de esta noche. Podía recordar haber empezado a trabajar sobre el abollado extremo posterior, pero no podía recordar haberlo terminado. Podía recordar haber pintado el capó —cubriendo el parabrisas y los guardabarros con cinta protectora y colocando la máscara blanca en el taller de pintura de la parte de atrás—, pero no podía recordar exactamente cuándo había remplazado los flejes. Ni tampoco podía recordar dónde los había conseguido. Todo lo que podía recordar con seguridad era el haber permanecido sentado durante largos periodos ante el volante, deslumbrado de felicidad…, sintiendo algo parecido a lo que había sentido cuando Leigh murmuró «te quiero» antes de entrar en su casa. Allí sentado después de que la mayoría de los tipos que trabajaban sobre sus coches en Darnell’s se hubieran ido a casa a cenar. Allí sentado y, a veces, poniendo la radio para escuchar viejas canciones en WDIL.

Quizás el parabrisas era lo peor.

No había comprado un nuevo parabrisas para Christine, de eso estaba seguro. Su libreta de ahorros habría bajado mucho más si lo hubiera hecho. ¿Y no tendría un recibo? Incluso había buscado ese recibo en la carpeta con el letrero COSAS DEL COCHE que tenía en su habitación. Pero no había encontrado ninguno, y la verdad era que lo había buscado sin mucho entusiasmo.

Dennis había dicho algo: que la red de estrías había parecido más pequeña, menos grave. Luego, aquel día en Hidden Hills, había…, bueno, desaparecido. El parabrisas estaba entero y limpio.

Pero ¿cuándo había sucedido? ¿Cómo había sucedido?

No lo sabía.

Cayó al fin dormido y soñó agitadamente, desordenando las sábanas, mientras se abría el velo de nubes que ocultaba el firmamento y brillaban fríamente las estrellas otoñales.

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