Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 30. Moochie Welch

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30. Moochie Welch

The night was dark, the sky was blue,

and down the alley an ice-wagon flew.

Door banged open,

Somebody screamed,

You oughtta heard just what I seen.

BOB DIDDLEY

El jueves siguiente al de Acción de Gracias fue el último de noviembre, la noche en que Jackson Browne actuó en el Pittsburgh Civic Center ante una gran multitud. Moochie Welch fue con Richie Trelawney y Nickey Billingham, pero se separó de ellos antes incluso de que empezase la función. Se dedicó a pedir el cambio a los que iban sacando las entradas, y, ya fuese porque el concierto de Browne que iba a celebrarse había creado vibraciones sumamente propicias o porque se estaba convirtiendo en un tipo atractivo (Moochie, un romántico, prefería creer esto último), había tenido una noche excelente. Había reunido casi treinta dólares en calderilla. La llevaba distribuida por todos los bolsillos; Moochie tintineaba como una hucha. Volver a Libertyville haciendo autostop había sido también muy fácil, con todo el tráfico que salía del Civic Center. El concierto terminó a las doce menos veinte, y estaba de regreso en Libertyville poco después de la una y cuarto.

Su última etapa fue con un tipo joven que se dirigía a Prestonville en la carretera 63. El tipo le dejó en la salida 376 de la JFK Drive. Moochie decidió irse andando hasta la estación de servicio de Vandenberg a ver a Buddy. Buddy tenía un coche, lo cual significaba que Moochie, que vivía en Kingsfield Pike, a bastante distancia, no se vería obligado a regresar a casa andando. No resultaba fácil encontrar quien le llevara a uno en la ciudad. Eso quería decir que no llegaría a casa hasta bastante después de amanecer, pero con el frío que hacía no era de despreciar hacer el viaje en coche. Y quizá Buddy tuviese una botella.

Había recorrido medio kilómetro desde la rampa de salida 376 bajo el intenso frío, resonando las chapas de sus tacones en la desierta acera, alargándose y encogiéndose su sombra bajo las fantasmales luces anaranjadas, y le faltaría aún un kilómetro y medio para llegar cuando vio el coche estacionado en la cuneta, delante de él. Una nubecilla de humo brotaba de sus tubos de escape y permanecía suspendida en el aire inmóvil, velándolo, antes de alejarse perezosamente. La rejilla del radiador, de brillantes cromados punteados por alfilerazos de luz anaranjada, le miraba como la boca sonriente de un idiota. Moochie reconoció el coche. Era un Plymouth de dos colores. A la luz de los focos del alumbrado público, los dos colores parecían marfil y sangre seca. Era Christine. Moochie se detuvo, y una especie de estúpida sorpresa le invadió: no era miedo, al menos no por el momento. No podía ser Christine, era imposible…, habían practicado una docena de agujeros en el radiador del coche de Caracoño, habían echado una botella casi entera de Texas Driver en el carburador, y Buddy había sacado una bolsa de cinco libras de azúcar Domino, que había vertido en el depósito de gasolina mientras Moochie hacía embudo con las manos. Y todo eso era sólo para empezar. Buddy había demostrado una especie de furiosa invención cuando llegó el momento de destruir el coche de Caracoño; le había dejado a Moochie complacido e inquieto a la vez. Habida cuenta de todo, el coche no hubiera debido poder moverse en seis meses, si es que llegaba a conseguirlo. Así que no podía ser Christine. Tenía que ser otro Fury 58.

Salvo que era Christine. Lo sabía.

Moochie permanecía allí, en la desierta acera, con las entumecidas orejas asomándole bajo sus largos cabellos y el aliento condensándosele en el aire.

El coche se hallaba junto a la cuneta, frente a él, gruñendo suavemente su motor. Resultaba imposible decir quién estaba al volante, si es que había alguien; se encontraba aparcado directamente debajo de uno de los focos del alumbrado, y el anaranjado globo brillaba sobre el impoluto parabrisas como un fuego fatuo sobre aguas oscuras y profundas.

Moochie empezó a tener miedo.

Se pasó la lengua por los resecos labios y miró a su alrededor. A su izquierda estaba la JFK Drive, de seis carriles y semejante al lecho seco de un río a esta hora de la mañana. A su derecha había una tienda de fotografía sobre cuyo escaparate figuraba la palabra KODAK en letras anaranjadas ribeteadas de rojo.

Volvió a mirar al coche. Continuaba allí, inmóvil.

Abrió la boca para hablar, y no emitió ningún sonido. Lo intentó de nuevo, y le salió un graznido.

—Eh, Cunningham.

El coche permanecía quieto, pareciendo reflexionar. Ascendía la nubecilla de humo del tubo de escape. El motor ronroneaba ociosamente.

—¿Eres tú, Cunningham?

Dio un paso más. Una chapa arañó el cemento. Le latía el corazón en el cuello. Volvió a mirar a su alrededor, seguramente, vendría otro coche, la JFK Drive no podía estar realmente desierta, ni aun a la una y veinticinco de la mañana, ¿no? Pero no había ningún coche, sólo el anaranjado resplandor de las lámparas eléctricas.

Moochie carraspeó.

—No estás enfadado, ¿verdad?

Los faros de Christine se encendieron de repente, envolviéndole en una intensa luz blanca. El Fury se abalanzó hacia él con un violento rechinar de neumáticos sobre el pavimento. Lo hizo con tan súbita potencia que la parte posterior pareció descender, como las ancas de un perro disponiéndose a saltar: un perro o una loba. Las ruedas interiores montaron sobre la acera, y corrió así hacia Moochie, las ruedas exteriores abajo, las ruedas inferiores sobre la acera, inclinado en ángulo. La parte inferior del coche rozó, chirriante, contra la cuneta y despidió una lluvia de chispas.

Moochie lanzó un grito y trató de echarse a un lado. El borde del parachoques de Christine le rozó la pantorrilla izquierda y se llevó un trozo de carne. Una cálida humedad le corrió por la pierna y se encharcó en su zapato. El calor de su propia sangre le hizo advertir confusamente lo fría que era la noche.

Tropezó con la cadera contra la puerta de la tienda de fotografía, a un palmo del escaparate. Un poco más a la izquierda, y lo habría atravesado, cayendo sobre un lecho de Nikon y Polaroid.

Oyó el motor del coche, acelerando de nuevo. Otra vez aquel horrible chirrido de la parte inferior del coche contra el cemento. Moochie se volvió, jadeando penosamente. Christine estaba dando la vuelta en la cuneta, y, al pasar ante él, vio. Vio.

No había nadie al volante.

Empezó a dominarle el pánico. Moochie echó a correr. Corrió hacia la JFK Drive, tratando de cruzar al otro lado. Había allí un callejón, entre un mercado y una tintorería. Demasiado estrecho para el coche. Si conseguía llegar…

Las monedas tintineaban furiosamente en los bolsillos de su pantalón y en los cinco o seis bolsillos de su chaquetón del Ejército. Las rodillas le pegaban casi en la barbilla al correr. Las chapas de sus botas de mecánico tamborileaban sobre el pavimento. Su sombra le perseguía.

En algún lugar detrás de él, el motor del coche aceleró, se amortiguó y, luego, rugió a toda potencia. Rechinaron los neumáticos, y Christine se lanzó contra la espalda de Moochie Welch, cruzando en ángulo recto los carriles de la JFK Drive. Moochie profirió un grito, y no pudo oírse a sí mismo porque el coche seguía rechinando sobre la calzada, el coche seguía aullando como una mujer herida de locura asesina y aquel aullido llenaba por completo el mundo.

Su sombra ya no le perseguía. Ahora le precedía y se iba alargando. En el escaparate de la tintorería vio florecer unos grandes ojos amarillos.

Ni siquiera estaba cerca.

En el último instante, Moochie trató de desviarse a la izquierda, pero Christine se desvió con él, como si hubiera leído su desesperado pensamiento final. El Plymouth le alcanzó de lleno, todavía acelerando, partiendo la columna vertebral de Moochie Welch y despojándole de sus botas de mecánico. Fue lanzado a doce metros de distancia contra la fachada de ladrillo del pequeño mercado, faltándole también muy poco esta vez para estrellarse contra un escaparate.

La fuerza del golpe fue lo bastante grande como para hacerle rebotar de nuevo a la calle, dejando en el ladrillo una mancha de sangre que semejaba un borrón de tinta roja.

Una fotografía de esta mancha con grandes titulares aparecería al día siguiente en la primera plana del Keystone de Libertyville.

Christine dio marcha atrás, patinando sus ruedas con estridente chirrido al detenerse y volvió a lanzarse hacia adelante. Moochie yacía tendido junto al bordillo, intentando levantarse. No podía hacerlo. Nada parecía funcionar. Todas las señales estaban trastocadas.

Una luz blanca y brillante se derramó sobre él.

—No —murmuró por entre su destrozada dentadura—. N…

El coche le pasó por encima. Volaron monedas por todas partes. Moochie fue arrollado, primero en un sentido y luego en el otro, al hacer Christine marcha atrás de nuevo hacia la calzada. El coche permaneció allí, mientras el ruido del motor se convertía en un leve ronroneo y aceleraba luego otra vez.

Permaneció allí, como pensando.

Luego, embistió de nuevo. Le alcanzó, saltó la cuneta, patinó y volvió a hacer marcha atrás, bajando el bordillo con un sordo golpe.

Avanzó.

Y retrocedió.

Y avanzó.

Relumbraban sus faros. Sus tubos de escape vomitaban un ardiente humo azul.

La cosa tendida en la calle ya no parecía un ser humano: sólo un montón de andrajos desparramados.

El coche retrocedió una vez más, describió, patinando, un semicírculo y aceleró, pasando sobre la ensangrentada piltrafa de nuevo a la calle. Alcanzó JFK Drive, mientras el rugido de su motor rebotaba en las paredes de los dormidos edificios…, que ya no estaban completamente dormidos, comenzaban a iluminarse sus ventanas mientras las gentes que vivían encima de sus tiendas acudían a ver qué había sido todo aquel estruendo y si se había producido un accidente.

Uno de los faros de Christine se había echo añicos. Otro parpadeaba intermitentemente, cubierto por la sangre de Moochie Welch. La rejilla del radiador estaba curvada hacia dentro, y su abolladura se ajustaba a la forma y el tamaño del torso de Moochie con toda la horrible perfección de una mascarilla. Sobre el capó había sangre que se extendía en abanicos al aumentar la velocidad. El tubo de escape producía un ruido estruendoso, uno de los dos silenciadores de Christine se había roto.

Dentro, en el salpicadero, el cuentamillas continuaba moviéndose hacia atrás, como si Christine estuviera retrocediendo en el tiempo, dejando atrás no sólo el escenario del atropello, sino el hecho mismo del atropello.

El silenciador fue lo primero.

De pronto, aquel fuerte y estruendoso ruido disminuyo y se convirtió en un zumbido.

Los abanicos de sangre extendidos sobre el capó empezaron a deslizarse de nuevo hacia la parte delantera del coche, pese al viento producido por la marcha, como en una película proyectada al revés.

El parpadeante faro pasó súbitamente a brillar de forma apagada. Con leve y tintineante sonido —no más fuerte que el ruido de la bota de un chiquillo al quebrar la delgada capa de hielo de un charco—, el cristal se recompuso solo.

Sonó un ¡punk! ¡punk! ¡punk! en la parte delantera, el sonido de metal abollándose, el sonido que a veces se produce al estrujar una lata de cerveza. Pero, en lugar de abollarse, la rejilla del radiador de Christine se estaba enderezando: un veterano carrocero con cincuenta años de experiencia en alisar guardabarros no habría podido hacerlo mejor.

Christine torció por Hampton Street antes aún de que las primeras personas despertadas por el rechinar de neumáticos hubiera llegado hasta los restos de Moochie. La sangre había desaparecido. Había llegado hasta el morro del capó y se había esfumado. Los rasguños en la pintura se habían volatilizado. Mientras rodaba con suavidad hacia la puerta del garaje, con su cartel de TOQUE EL CLAXON se oyó un ¡punk! final al enderezarse la última abolladura la del lado izquierdo del parachoques, el lado con el que Christine había golpeado la pantorrilla de Moochie.

Christine parecía como nueva.

El coche se detuvo ante la gran puerta del garaje, situada en el centro del oscuro y silencioso edificio. Había una cajita de plástico sujeta a un lado de la visera del conductor. Era un regalo que Will Darnell le había hecho a Arnie cuando este empezó a transportar por cuenta suya cigarrillos y licores al Estado de Nueva York.

El abrepuertas zumbó brevemente en el aire inmóvil, y la puerta del garaje se elevó obediente. Quedó conectado otro circuito al ascender la puerta, y se encendieron unas cuantas débiles luces en el interior.

En el salpicadero, el botón de las luces se hundió súbitamente, y se apagaron los faros de Christine. Franqueó la puerta, rodó con suavidad sobre el cemento manchado de grasa hasta el hueco número veinte. Tras ella, la puerta, conectada con un automático de treinta segundos, volvió a bajarse.

Se interrumpió el circuito y el garaje quedó de nuevo a oscuras.

En el conmutador de ignición de Christine, las llaves giraron súbitamente, a la izquierda. El motor se apagó.

Un trozo de cuero con las iniciales grabadas R.D.L. osciló a un lado y otro en arcos decrecientes y quedó finalmente inmóvil. Christine permaneció en la oscuridad y, en el garaje autoservicio Darnell’s, el único sonido era el suave ruido de su motor al enfriarse.

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