Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 32. Regina y Michael

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32. Regina y Michael

She’s real fine, my 409,

My four-speed, dual-quad, Positraction 409.

THE BEACH BOYS

Regina estaba cansada —parecía cansarse con más facilidad últimamente—, y se fueron juntos a la cama alrededor de las nueve, mucho antes de que llegase Arnie. Hicieron el amor, rutinariamente y sin alegría (últimamente hacían mucho el amor, era casi siempre rutinario y carente de alegría, y Michael había empezado a tener la desagradable sensación de que su esposa estaba utilizando su pene como somnífero) y, mientras yacían después tendidos en sus camas gemelas, Michael preguntó, con tono casual:

—¿Qué tal dormiste anoche?

—Muy bien —repuso cándidamente Regina, y Michael supo que estaba mintiendo—. Estupendo.

—Yo me levanté a eso de las once, y Arnie parecía un poco agitado —dijo Michael, conservando el tono indiferente de su voz.

Se sentía profundamente intranquilo: esta noche había habido algo en el rostro de Arnie, algo que no le había sido posible descifrar por culpa de la maldita oscuridad. Probablemente no era nada, nada en absoluto, pero resplandecía en su mente como un funesto letrero de neón que se resistía a apagarse. ¿Había parecido su hijo culpable y asustado? ¿O había sido sólo la luz? A menos que resolviera eso, el sueño tardaba mucho en llegar esta noche… si es que llegaba.

—Yo me levanté a eso de la una —explicó Regina, y se apresuró a añadir—. Sólo para ir al baño. De paso, fui a ver cómo estaba —rió pensativamente—. Cuesta perder las viejas costumbres, ¿verdad?

—Sí —dijo Michael—. Supongo que sí.

—Dormía profundamente entonces. Ojalá pudiese conseguir que se pusiera pijama cuando hace frío.

—¿Estaba en ropa interior?

—Sí.

Se tranquilizó, inconmensurablemente aliviado y un tanto avergonzado de sí mismo. Pero era mejor saber… con seguridad. Estaba muy bien decirle a Arnie que sabía que el muchacho podía cometer un asesinato tanto como podía caminar sobre el agua. Pero la mente, ese mono perverso… la mente puede imaginar cualquier cosa, y parece encontrar un perverso placer en hacerlo. Quizá —pensó Michael, entrelazando las manos detrás de la cabeza y mirando al oscuro techo—, quizás esa sea la peculiar condena de los vivos. En la mente, una esposa puede encelarse, riendo, con el mejor amigo, el mejor amigo puede conspirar contra uno y planear puñaladas por la espalda, un hijo puede asesinar valiéndose de un automóvil. Es mejor avergonzarse y hacer dormir al mono.

Arnie había estado aquí a la una. No era probable que Regina se hubiese confundido respecto a la hora, ya que el radio reloj digital de su escritorio señalaba la hora en números grandes, azules e inconfundibles. Su hijo había estado aquí a la una, y Welch había sido atropellado cinco kilómetros más lejos y veinticinco minutos después. Imposible creer que Arnie hubiera podido vestirse, salir (sin que le oyese Regina, que seguramente se encontraba despierta), ir a Darnell’s, coger a Christine y dirigirse hasta donde Moochie Welch había hallado la muerte. Físicamente imposible.

Y no es que lo hubiera creído ni por un momento.

La mente-mono estaba satisfecha. Michael se volvió sobre el costado derecho, quedó dormido y soñó que él y su hijo de nueve años jugaban al minigolf en una interminable serie de campos en los que giraban molinos de viento y acechaban pequeños charcos de agua: y soñó que estaban solos, completamente solos en el mundo, porque la madre de su hijo había muerto de parto —eso era muy triste—, la gente aún comentaba lo inconsolable que se había quedado Michael, pero cuando su hijo y él fuesen a casa esta la tendrían entera para ellos solos, comerían spaguettis directamente del puchero, como un par de solteros y después de lavar los platos, se sentarían a una mesa de la cocina cubierta de papeles de periódico y construirían automóviles en miniatura con inofensivos motores de plástico.

En su sueño, Michael Cunningham sonrió. Junto a él, en la otra cama, Regina no sonreía. Permanecía despierta, esperando el sonido de la puerta que le indicaría que su hijo había regresado desde el mundo exterior.

Cuando oyese la puerta abrirse y cerrarse, cuando oyese sus pisadas en la escalera…, entonces podría dormir.

Quizá.

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