Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 36. Buddy y Christine

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36. Buddy y Christine

Well it’s out there in the distance

And it’s creeping up on me

I ain’t got no resistance

Ain’t nothing gonna set me free.

Even a man with one eye could see

Something bad is gonna happen to me…

THE INMATES

El martes 12 de diciembre, los Terriers perdieron con los Buccaneers por 54 a 48 en el gimnasio de la escuela superior de Libertyville. La mayoría de los hinchas salieron a la noche callada, negra y fría, no excesivamente contrariados: todos los periodistas deportivos de la zona de Pittsburgh habían pronosticado que los Terriers perderían otra vez. No podía decirse que el resultado fuese desalentador. Y los hinchas de los Terriers podían sentirse orgullosos de Lenny Barongg: había marcado 34 puntos, estableciendo un nuevo récord de la escuela.

Sin embargo, Buddy Repperton estaba contrariado.

Y como él lo estaba, también se esforzaba en estarlo Richie Trelawney. Y también Bobby Stanton, en el asiento de atrás.

En los pocos meses transcurridos desde que le habían echado de la ESL, Buddy parecía haber envejecido. Ello se debía en parte a la barba. Se parecía menos a Clint Eastwood y más a la encarnación del Capitán Ahab por algún joven actor aficionado al alcohol. Buddy había bebido mucho en las últimas semanas. Había tenido sueños tan terribles que apenas podía recordarlos. Se despertaba sudando y tembloroso con la impresión de que acababa de librarse por los pelos de un hado fatídico que acechaba en la sombra y el silencio.

Pero el licor destruía aquellos sueños. Los partía por la mitad. Vaya que sí. Trabajar de noche y dormir de día: he aquí el remedio.

Bajó el cristal de la ventanilla de su maltrecho y mellado Camaro, dejando entrar una ráfaga de aire frío y arrojó una botella vacía. Alargó un brazo hacia atrás, por encima del hombro y dijo:

—Otro cóctel molotov, follonero de mierda.

—Está bien, Buddy —dijo respetuosamente Bobby Stanton, poniendo otra botella de Texas Driver en la mano de Buddy.

Buddy les había obsequiado con una caja de este material —suficiente para paralizar a toda la Armada Egipcia, había dicho después del partido.

Desenroscó el tapón, conduciendo entretanto con los codos, y engulló la mitad de la botella. Después la tendió a Richie y eructó largamente como una rana. Los faros del Camaro enfilaron la carretera 46, que discurría hacia el Nordeste, recta como un cordel, a través de la Pensilvania rural. Campos cubiertos de nieve yacían dormidos a ambos lados de la carretera, con millones de centelleantes puntos de luz que imitaban la titilación de las estrellas en el negro cielo invernal. Buddy se dirigía —a la manera casual del hombre medio embriagado— a Squantic Hills. Era posible que cambiase caprichosamente de idea durante el trayecto, pero los Hills eran un lugar agradable y reservado para acabar de emborracharse en paz.

Richie pasó de nuevo la botella a Bobby, el cual echó un buen trago a pesar de que le repugnaba el sabor del Texas Driver. Presumía que, cuando se emborrachase un poco más, el sabor dejaría de importarle. Posiblemente mañana tendría resaca, pero mañana distaba mil años de hoy. Bobby estaba encantado de hallarse con ellos, era un novato y Buddy Repperton, con su casi mítica reputación de vigor y de maldad, era un personaje al que miraba con una mezcla de miedo y veneración.

—Unos jodidos payasos —dijo agriamente Buddy—. Son una pandilla de jodidos payasos. ¿Llamáis a eso jugar al baloncesto?

—Un hatajo de retrasados mentales —convino Richie—. A excepción de Barongg. Treinta y cuatro puntos no son uno de anís.

—Odio a ese maldito eunuco —comentó Buddy, dirigiendo a Richie una larga y calculadora mirada de borracho—. ¿Le estás tomando simpatía a ese conejo de la escuela?

—No es eso, Buddy —se apresuró a decir Richie.

—Así está mejor. Le ajustaré las cuentas a ese Barongg.

—¿Qué queréis que os diga primero? —preguntó de súbito Bobby desde el asiento de atrás—. ¿Las buenas noticias o las malas noticias?

—Las malas noticias —repuso Buddy.

Estaba en su tercera botella de Driver y no sentía dolor, sólo una irritación agraviada. Había olvidado —al menos de momento— que le habían expulsado, ahora sólo preocupaba que el viejo equipo del colegio, aquella pandilla de jodidos retrasados mentales, le hubiese abandonado.

—Siempre hay que decir primero las malas noticias.

El Camaro rodaba hacia el Nordeste a ochenta y cinco por hora sobre la carretera asfaltada de dos carriles que era como un brochazo negro sobre el suelo blanco montañoso. El terreno había empezado a elevarse ligeramente cuando se acercaban a Squantic Hills.

—Bueno, la mala noticia es que un millón de marcianos acaban de aterrizar en Nueva York —explicó Bobby—. ¿Queréis saber ahora la buena?

—No hay buenas noticias —replicó Buddy, con voz grave, ronca y apesadumbrada.

Richie había querido decir al muchacho que no había que tratar de alegrar a Buddy cuando estaba de este estado, esto no hacía más que empeorar las cosas. Era mejor dejar que siguiesen su curso.

Buddy estaba de este humor desde que Moochie Welch, aquel pequeño mendigo de cuatro ojos, había sido atropellado por algún loco en JFK Drive.

—La buena noticia es que se comen a los negros que mean gasolina —dijo Bobby, desternillándose de risa.

Estuvo riendo un buen rato, hasta que se dio cuenta de que reía solo. Entonces se calló con rapidez. Levantó la mirada y vio los ojos inyectados en sangre de Buddy que le miraban por encima de las hebras superiores de su barba, y aquella mirada roja de hurón, flotando en el espejo retrovisor le daba un desagradable aspecto amenazador. Bobby Stanton pensó que habría tenido que cerrar la boca un par de minutos antes.

Detrás de ellos, quizás a una distancia de cinco kilómetros, titilaron unos faros gemelos como insignificantes puntos de luz amarilla en la noche.

—¿Piensas que esto es divertido? —preguntó Buddy—. ¿Dices un maldito chiste racista como este y te imaginas que es gracioso? Eres un maldito fanático, ¿lo sabias?

Bobby se quedó boquiabierto.

—Pero tú dijiste…

—Yo dije que no me gustaba Barongg. En general, pienso que esos eunucos son tan buenos como los blancos —Buddy reflexionó—. Bueno, casi tan buenos.

—Pero…

—Ándate con cuidado o tendrás que volver a casa a pie —rezongó Buddy—. Y herniado por añadidura. Entonces podrás escribir ODIO A LOS NEGROS en tu braguero.

—¡Oh! —exclamó Bobby con vocecilla asustada—. Tengo la impresión de haber ido a encender una luz y recibir una descarga eléctrica. Lo siento.

—Dame aquella botella y cierra el pico.

Bobby le alargó el Driver con premura.

Le temblaba la mano.

Buddy apuró la botella. Pasaron frente a un rótulo en el que se leía: SQUANTIC HILLS STATE PARK, 5 Km. El del centro del parque público era una zona de baños más popular en verano, pero el parque estaba cerrado desde noviembre hasta abril. Sin embargo, la carretera que serpenteaba a través del parque hasta Squantic Lake se mantenida en condiciones para las periódicas maniobras de la Guardia Nacional y para las excursiones de invierno de los Explorers Scouts, y Buddy había descubierto una entrada lateral que pasaba alrededor de la verja principal y desembocaba en la carretera del parque. A Buddy le gustaba entrar en el silencioso y ventoso parque, y recorrerlo y beber en él.

Detrás de ellos, las dos lejanas luces gemelas se habían convertido en círculos, en dos faros que ahora brillaban a eso de un kilómetro y medio.

—Pásame otro cóctel molotov, maldito cerdo racista.

Bobby tendió otra botella de Driver, guardando un prudente silencio.

Buddy bebió un largo trago, eructó y después ofreció la botella a Richie.

—No, gracias, hombre.

—Bebe, si no quieres que te dé una lavativa con esto.

—Sí, claro —exclamó Richie, lamentando no haberse quedado en casa esta noche.

Bebió.

El Camaro aumentó su velocidad, perforando la noche con la luz de sus faros.

Buddy miró el espejo retrovisor y vio el otro coche. Se acercaba rápidamente. Echó una mirada al velocímetro y vio que rodaba a ochenta y cinco por hora. El coche que les seguía debía marchar casi a noventa. Buddy sintió algo raro…, una especie de vuelta a unos sueños que no podía recordar del todo. Un dedo frío parecía apretarle ligeramente el corazón.

Delante de ellos, la carretera se dividía en dos: la 46 que seguía hacia el Este en dirección a New Stanton, y otra que llevaba hacia el Norte y al Squantic Hill State Park. Un gran rótulo de color naranja advertía: CERRADO DURANTE LOS MESES DE INVIERNO.

Reduciendo apenas la velocidad, Buddy tomó a la izquierda y empezó a subir con rapidez la cuesta. La carretera que llevaba al parque no estaba tan bien cuidada, los copudos árboles habían impedido que el sol de la tarde fundiese la capa de nieve. El Camaro patinó un poco antes de afirmarse de nuevo en la calzada. En el asiento de atrás, Bobby Stanton murmuró algo en voz baja inquieta.

Buddy observó el espejo retrovisor, esperando ver que el otro coche tomaba la carretera 46 —a fin de cuentas el que seguían ellos era como un callejón sin salida para la mayoría de los conductores—, pero, en vez de esto, dobló el recodo aún a mayor velocidad que Buddy y les siguió ahora a menos de medio kilómetro de distancia.

Sus faros eran cuatro círculos blancos y resplandecientes que iluminaban el interior del Camaro.

Bobby y Richie se volvieron a mirar.

—¿Qué diablos…? —farfulló Richie.

Pero Buddy lo sabía. Lo había sabido de pronto. Era el coche que había atropellado a Moochie. Vaya si lo era. El loco que había pringado a Moochie estaba detrás del volante de aquel coche y ahora le perseguía a él.

Pisó el acelerador, y el Camaro pareció volar. La aguja del velocímetro saltó a noventa y se acercó gradualmente a cien y pico. Los árboles se deslizaban a ambos lados como manchas negras en la noche. Las luces no se alejaban detrás de ellos, en realidad, seguían ganando terreno. Los faros dobles se confundían en dos grandes ojos blancos.

—No vayas tan de prisa, hombre —dijo Richie. Buscando su cinturón de seguridad, ahora francamente asustado—. Si seguimos a esta velocidad…

Buddy no respondió. Se inclinó sobre el volante, lanzando miradas alternativas a la carretera y al espejo retrovisor, donde aquellas luces aumentaban más y más.

—Ahora viene una curva —dijo Bobby con voz ronca, y al acercarse la curva, con su valla de protección reflejando la luz de los faros del Camaro gritó—: ¡Buddy! ¡La curva! ¡La curva!

Buddy cambió a segunda y el motor del Camaro rugió protestando. La aguja marcó 6000 revoluciones por minuto, osciló brevemente en la línea roja de las 7000 y volvió a una posición más normal. Los tubos de escape del Camaro restallaron como ametralladoras. Buddy hizo girar el volante, y el coche entró en la pronunciada curva. Las ruedas de atrás se deslizaron sobre la nieve endurecida. En el último instante posible enderezó el coche, pisó el acelerador y dejó que su cuerpo oscilara libremente al chocar la parte izquierda de atrás del Camaro contra la nieve amontonada en la orilla, dejando en ella un surco del tamaño de un ataúd y rebotando. El coche patinó en la otra dirección. Buddy se dejó llevar por el impulso y apretó de nuevo el acelerador. Por un instante, pensó que el motor no respondería y que seguirían patinando de costado carretera arriba, a cien y pico de kilómetros por hora, hasta que tropezasen con un trecho sin nieve y diesen la vuelta de campana. Pero el Camaro se enderezó.

—Dios mío, Buddy, ve más despacio —chilló Richie.

Buddy se inclinó sobre el volante, sonriendo a través de la barba y desorbitados los ojos inyectados en sangre. Tenía la botella de Driver apretada entre las piernas. «¡Toma! ¡Toma, loco y asesino hijo de perra! ¡Veamos si eres capaz de hacer esto sin volcar!».

Un momento después reaparecieron los faros, más cerca que nunca. La sonrisa de Buddy vaciló y se extinguió. Por primera vez sintió un cosquilleo enfermizo y poco varonil que subía por sus piernas hacia las ingles. El miedo —un miedo verdadero— se apoderó de él.

Bobby, que estaba mirando hacia atrás cuando el coche que les perseguía tomó la curva, se volvió en redondo, fláccido y pálido el semblante.

—Ni siquiera ha patinado —comentó—. ¡Es imposible! Es…

—¿Quién es, Buddy? —preguntó Richie.

Alargó un brazo para tocar el codo de Buddy, y este le empujó la mano con tanta fuerza que los nudillos chocaron contra el cristal de la ventanilla.

—No me toques —silbó Buddy.

La carretera aparecía ahora recta delante de él, no con la negrura del asfalto, sino con la blancura de la nieve, endurecida y traidora. El Camaro rodaba sobre la resbaladiza superficie a más de ciento treinta kilómetros por hora, y sólo su techo y la bolita de color naranja de la punta de la antena de la radio eran visibles por encima de los altos márgenes.

—No me toques, Richie. No, a esta velocidad.

—Es él…

La voz de Richie se quebró y no pudo continuar.

Buddy le dirigió una mirada y, al ver pintado el miedo en sus ojillos rojos, Richie sintió a su vez que el terror subía a su garganta como un aceite cálido y pegajoso.

—Sí —dijo Buddy—. Creo que lo es.

Allí no había casas, estaban ya en terreno público. No había nada, salvo los altos taludes de nieve y los oscuros árboles que entrelazaban sus ramas.

—¡Va a embestirnos! —chilló Bobby en el asiento de atrás.

Su voz era estridente como la de una vieja. Entre sus pies, las botellas restantes de Texas Driver repicaban furiosamente en su estuche.

—¡Buddy! ¡Va a embestirnos!

El coche que les perseguía había llegado a dos metros del parachoques trasero del Camaro. Sus faros iluminaban el coche con tal brillo que habría podido leerse algo impreso en letra menuda dentro de él. Se acercó aún más.

Un momento más tarde, hubo un choque.

El Camaro se ladeó sobre la carretera, mientras el coche perseguidor se separaba un poco, Buddy tuvo la impresión de que flotaba bruscamente y comprendió que estaba a punto de perder la dirección y dar un furioso resbalón, las ruedas de delante y de atrás trocaron sus posiciones hasta que pisaron tierra firme y rodaron de nuevo.

Una gota de sudor, cálida y punzante como una lágrima, se introdujo en uno de sus ojos.

Gradualmente, el Camaro enderezó su posición.

Cuando sintió que podía dominarlo, Buddy pisó suavemente el acelerador a fondo con el pie derecho. Si era Cunningham quien conducía aquel viejo cacharro del 58 —¿No había sido esto parte de los sueños que apenas recordaba?—, el Camaro lo dejaría atrás.

El motor roncaba ahora furiosamente. La aguja volvía a estar al borde de la línea roja de las 7000 revoluciones por minuto. Rodaban a más de ciento sesenta, y los muros de nieve se deslizaban a ambos lados en fantástico silencio. La carretera parecía, delante de ellos, como una vista panorámica de película locamente acelerada.

—¡Oh, Dios mío! —farfulló Bobby—. ¡Oh, Dios mío, no permitas que me mate, por favor! ¡Oh, mierda…!

«Él no estaba allí la noche en que hicimos añicos el coche de Caracoño —pensó Buddy—. No sabe lo que está pasando. Es un pobre y desdichado hijo de puta». En realidad no compadecía a Bobby, pero si hubiera podido compadecer a alguien, habría sido al pequeño novato. A su derecha, Richie Trelawney estaba erguido en su asiento y pálido como una lápida sepulcral, desorbitados los ojos.

Richie conocía perfectamente la situación.

El coche se les acercó zumbando, agrandándose sus faros en el espejo retrovisor.

—¡No puede ser que nos gane terreno! —gritó mentalmente Buddy—. ¡No puede ser!

Pero el coche perseguidor lo estaba ganando, y Buddy sintió que se preparaba para la matanza. Su mente corrió de un lado a otro como una rata en una jaula, buscando la manera de escapar, pero no había ninguna. El hueco en la margen izquierda que indicaba el camino lateral que él solía emplear para entrar en el parque cuando estaba cerrada la verja, había quedado atrás. Se estaban agotando el tiempo, el espacio y las posibilidades.

Hubo otro ligero golpe y de nuevo patinó el Camaro, esta vez a una velocidad superior a los ciento ochenta kilómetros por hora. «No hay esperanza, hombre», pensó Buddy rindiéndose a la fatalidad. Soltó el volante y agarró el cinturón de seguridad. Por primera vez en su vida, se lo ciñó a la cintura.

Al mismo tiempo, Bobby Stanton chilló en el asiento de atrás, en un estridente éxtasis de miedo:

—¡La puerta de la verja, hombre! ¡Jesús, Buddy, la verjaaaa…!

El Camaro había subido la última y empinada cuesta. Ahora la carretera descendía hacia un lugar donde se bifurcaba en la entrada y la salida del parque público. Entre las dos vías se levantaba una casilla en una isla de hormigón, y, en verano, una señora sentada en un rústico sillón cobraba un pavo por cada coche que entraba en el parque.

Ahora la casilla quedó fantásticamente iluminada al acercarse los dos automóviles, escorando el Camaro a babor al hacerse más pronunciada la pendiente.

—¡Jódete, Caracoño! —gritó Buddy—. ¡Jodeos tú y el caballo que montas!

Dio una vuelta completa al volante, torciéndolo con el tirador que sostenía un oscilante dado rojo en alcohol.

Bobby chilló de nuevo. Richie Trelawney se tapó la cara con las manos, repitiendo mentalmente su último pensamiento en el mundo: «Cuidado con los cristales rotos, cuidado con los cristales rotos, cuidado con los cristales rotos…».

El Camaro dio media vuelta, y ahora los faros del coche perseguidor les enfocaron directamente, y Buddy empezó a chillar porque era, sí, el coche de Caracoño, era imposible confundir su radiador, que ahora parecía tener al menos un kilómetro de anchura. Sólo que ahora no había nadie detrás del volante. El coche estaba completamente vacío.

En los dos últimos segundos antes del choque, los faros de Christine se desviaron hacia la que era ahora izquierda de Buddy. La Furia entró disparada en la vía de acceso con la limpieza y la exactitud con que una bala pasa por el cañón de un fusil. Hizo saltar la valla de madera y la lanzó volando a la negra noche, lanzando destellos sus redondos reflectores amarillos.

El Camaro de Buddy Repperton embistió de espalda el islote de hormigón donde se alzaba la casilla. El bordillo de veinte centímetros arrancó todo lo que estaba fijado debajo del chasis, dejando los restos retorcidos de los tubos de escape y los silenciadores sobre la nieve, como una estrafalaria escultura. La parte de atrás del Camaro se encogió primero como un acordeón y quedó después completamente destrozada. Bobby Stanton quedo también destrozado. Buddy tuvo la vaga impresión de que algo que parecía agua caliente se vertía sobre su espalda.

Era sangre de Bobby Stanton.

El Camaro saltó en el aire como un chafado proyectil, entre una nube de astillas volantes y tablas destrozadas, con uno de los faros brillando todavía locamente. Dio una vuelta completa de campana, volvió a caer con un chasquido de cristales y se tumbó de costado. La plancha refractaria se rompió y el motor salió impulsado hacia atrás, aplastando a Richie Trelawney de cintura para abajo. Al inmovilizarse el Camaro se oyeron como unos disparos en el roto depósito de la gasolina.

Buddy Repperton estaba vivo. Los cristales rotos le habían producido varias heridas y le habían cortado una oreja con la limpieza propia de un cirujano, dejando un agujero rojo en el lado izquierdo de la cabeza. También tenía una pierna rota, pero estaba vivo. El cinturón le había salvado. Pulsó el resorte y soltó aquél. El fuego producía unos chasquidos como de papel al quemarse. Sintió un calor abrasador.

Trató de abrir la portezuela, pero esta no cedió.

Jadeando roncamente, se arrojó por el hueco que había dejado el parabrisas…

… y allí estaba Christine.

A cuarenta metros de distancia, enfrentándose a él al final de una ondulada marca de deslizamiento sobre la nieve. El zumbido de su motor era como el lento jadeo de un animal gigantesco.

Buddy se lamió los labios. Algo tiraba y le punzaba en el costado izquierdo a cada inhalación. Algo se había roto allí también. Las costillas.

El motor de Christine roncaba y callaba, roncaba y callaba. Débilmente, como surgiendo de la pesadilla de un lunático, Buddy podía oír a Elvis Presley cantando Jailhouse Rock.

Puntos de luz de un rosa anaranjado sobre la nieve. El sibilante rugido del fuego. Aquello iba a estallar. Iba y estalló. El depósito de gasolina del Camaro saltó con un ruido seco y estruendoso. Buddy sintió como si una mano ruda le golpease la espalda, y voló por el aire y cayó sobre la nieve de lado, por el costado herido. Su chaqueta estaba ardiendo. Gruñó y rodó sobre la nieve, para apagar el fuego. Después trató de ponerse de rodillas. Detrás de él, el Camaro era una pira ardiente en la noche.

El motor de Christine rugía y callaba, rugía y callaba, en una sucesión cada vez más rápida, más apremiante.

Por fin, Buddy consiguió incorporarse sobre las manos y las rodillas. Miró el Plymouth de Cunningham entre los sudados mechones de cabellos que pendían ante sus ojos. El capó se había levantado al romper el Plymouth la barrera, y el radiador vertía una mezcla de agua y liquido anticongelante que humeaba sobre la nieve como orina reciente de animal.

Buddy se lamió de nuevo los labios. Estaban secos como la piel de un lagarto. Sentía un fuerte calor en la espalda, como ligeramente quemada por el sol, olía a ropa chamuscada, pero estaba tan impresionado que no se daba cuenta de que tanto su chaqueta como su camisa y su camiseta habían sido devoradas por el fuego.

—Escucha —dijo, casi sin darse cuenta—. Escucha, tú…

El motor de Christine rugió, y el automóvil se lanzó contra él, meneando la parte de atrás al girar sus neumáticos sobre aquella nieve que parecía azúcar.

El capó levantado era como una boca inmovilizada en una mueca.

Buddy esperó sobre las manos y las rodillas, resistiendo el abrumador impulso de saltar y apartarse al momento, resistiendo —en la medida de sus fuerzas— el pánico frenético que hacía que perdiese su dominio. No había nadie en el coche. Un tipo más imaginativo habría pensado que, quizá, se había vuelto loco.

En el último segundo, rodó hacia la izquierda, gritando al juntarse los extremos astillados de su hueso roto. Sintió que algo como un proyectil pasaba a pocos centímetros de él, y sintió por un instante el olor del tubo de escape en la cara, y la nieve se tiñó de rojo al pasar las luces de atrás de Christine.

El automóvil giró, resbalando, y volvió contra él.

—¡No! —gritó Buddy, y sintió un dolor en el pecho como si le hubiesen dado una lanzada—. ¡No! ¡No! ¡No…

Saltó, obedeciendo a un ciego reflejo, y esta vez aquello pasó más cerca, arrancando un pedazo de cuero de uno de sus zapatos e insensibilizando inmediatamente el pie. Giró con rapidez sobre sus rodillas, como un chiquillo que jugase a policías y ladrones en una fiesta de cumpleaños.

La sangre de la boca se mezcló ahora con los mocos que fluían copiosos de su nariz; una de las costillas rotas le había pinchado un pulmón. Y manaba sangre del agujero donde había estado la oreja, y resbalaba por las mejillas. Una nubecilla de aire helado brotaba de la nariz. Y exhalaba el aliento en sollozos sibilantes.

Christine se detuvo.

Un vapor blanco surgía del tubo de escape; el motor zumbaba y ronroneaba. El parabrisas aparecía negro y vacío. Detrás de Buddy, los restos del Camaro lanzaban llamas grasientas al cielo. El viento cortante las agitaba y aventaba. Bobby Stanton estaba sentado en el infierno de atrás, ladeada la cabeza, con una mueca fija en la cara que se estaba ennegreciendo.

«Jugar conmigo» —pensó Buddy—. «Jugar conmigo, esto es lo que hace. Como un gato con un ratón».

—Por favor —graznó.

La luz de los faros era cegadora y hacía que la sangre que corría por sus mejillas o brotaba de las comisuras de los labios se volviese negra como la de los insectos.

—Por favor…, yo… yo le pediré perdón… Me arrastraré a cuatro patas si es esto lo que quieres… Pero por favor, por…

El motor roncó. Christine saltó contra él como el viejo hado de una edad oscura. Buddy aulló y se tiró de nuevo hacia un lado, y esta vez el parachoques le dio en la espinilla, le rompió la otra pierna y lo arrojó contra el margen de la carretera del parque. Quedó despatarrado y fláccido como un saco de grano.

Christine retrocedió en su dirección, pero Buddy había visto una oportunidad, su única oportunidad. Empezó a trepar furiosamente por el talud, clavando en la nieve las manos desnudas y ya insensibles, hincando los pies, haciendo caso omiso del terrible dolor de sus piernas destrozadas. Ahora su aliento brotaba en débiles quejidos, mientras la luz de los faros se hacía más fuerte y el motor más ruidoso, cada masa de nieve levantada proyectaba una mellada sombra, y Buddy sentía detrás de él aquella cosa, que era como un tigre voraz…

Sonó un golpe y un chasquido metálico, y Buddy chilló al sentir que el guardabarros de Christine hundía uno de sus pies en la nieve. Tiró de él, dejando el zapato profundamente embutido allí.

Riendo, farfullando, llorando, alcanzó la cima del talud levantado días atrás por alguna máquina quitanieves de la Guardia Nacional, se tambaleó en el borde, moviendo los brazos como aspas de molino, y a punto estuvo de rodar de nuevo hacia abajo.

Se volvió para encararse con Christine. El Plymouth había dado marcha atrás en la carretera y embestía de nuevo, girando y resbalando en la nieve los neumáticos de atrás. Se estrelló contra el talud a medio metro por debajo de donde se había encaramado Buddy, haciendo que se tambalease y provocase un pequeño alud de nieve. El choque hizo que el capó se levantase aún más, pero Buddy no fue esta vez alcanzado. El automóvil retrocedió de nuevo entre una nube de nieve batida, y el motor pareció aullar con la furia del fracaso.

Buddy lanzó un grito triunfal y le hizo un ademán levantando el dedo medio de una mano.

—¡Jódete! ¡Jódete! ¡Jódete!

Una rociada de sangre y saliva brotó de sus labios. A cada jadeo, el dolor parecía clavarse más hondo en su costado izquierdo, insensibilizándole y paralizándole.

Christine avanzó rugiendo y golpeó de nuevo el talud. Esta vez, un gran pedazo de éste, aflojado por la primera embestida del coche, se derrumbó, enterrando el morro arrugado y burlón de Christine, y Buddy a punto estuvo de caer también. Lo evitó echándose rápidamente atrás resbalando sobre las posaderas y clavando los dedos en la nieve como si fuesen unos malditos garfios. Ahora las piernas le dolían de una manera atroz, y se tumbó de costado, boqueando como un pez arrojado sobre la arena de una playa.

Christine atacó de nuevo.

—¡Vete de aquí! —gritó Buddy—. ¡Vete de aquí, PUTA loca!

El coche embistió una vez más, y ahora cayó nieve suficiente para cubrir su capó hasta el parabrisas. Las varillas limpiadoras empezaron a moverse adelante y atrás expulsando la nieve medio licuada.

Retrocedió otra vez y Buddy comprendió que el siguiente golpe le haría caer con la nieve sobre el capó de Christine. Se deslizó atrás y bajó rodando por el otro lado del talud, gritando cada vez que sus costillas rotas chocaban contra el suelo. Quedó inmóvil sobre la nieve en polvo mirando el cielo negro y las frías estrellas. Sus dientes empezaron a castañetear irremisiblemente. Corrieron escalofríos por todo su cuerpo.

Christine no volvió, pero se oía el suave murmullo del motor. No venía pero esperaba.

Miró hacia el talud de nieve que se recortaba contra el cielo. Más allá, el resplandor del Camaro incendiado había empezado a menguar. ¿Cuánto tiempo había pasado desde el choque? No lo sabía. ¿Vería alguien el fuego y vendría en su auxilio? Tampoco lo sabía.

Buddy advirtió simultáneamente dos cosas: que fluía sangre de su boca —en gran cantidad— y que tenía mucho frío. Si no venía alguien, moriría por congelación.

Espantado de nuevo, rebulló y forcejeó hasta quedar sentado. Trataba de decidir si podría subir por la pendiente para observar el automóvil —lo peor era no poder verlo— y entonces miró al talud. Se le cortó la respiración.

Un hombre estaba plantado allí.

Sólo que no era un hombre, era un cadáver. Un cadáver en estado de descomposición y que lucía unos pantalones verdes. No llevaba camisa, pero un chaleco ortopédico manchado de moho gris ceñía su torso ennegrecido. Los huesos blancos se traslucían bajo la piel tirante de la cara.

—Llegó tu hora, cagón —murmuró la aparición a la luz de las estrellas.

Buddy acabó de perder el dominio y empezó a chillar histéricamente, desorbitados los ojos, formando los largos cabellos una especie de casco grotesco sobre su cara helada y ensangrentada, al atiesarse las raíces y ponerse punta cada pelo. La sangre brotaba en riachuelos de boca y empapaba el cuello de su chaqueta. Trató de deslizarse hacia atrás, clavando de nuevo los dedos en la nieve y arrastrándose sobre las nalgas al avanzar aquella cosa hacia él. No tenía ojos. Los ojos habían desaparecido, por sabe Dios qué serpenteantes bichos. Y podía olerlo, ¡Oh, Dios!, podía olerlo, y era un olor a tomates podridos, el olor de la muerte.

El cadáver de Roland D. LeBay tendió las corrompidas manos a Buddy Repperton y sonrió.

Buddy chilló. Buddy aulló. Y, de pronto, se quedó rígido, formando con los labios una O definitiva, como si quisiera besar a aquel horror que avanzaba en su dirección arrastrando los pies. Sus manos rascaron la ropa y escarbaron el lado izquierdo de la quemada chaqueta, sobre el corazón, que al fin había sido pinchado por el hueso afilado de una costilla rota. Cayó hacia atrás, abriendo zurcos en la nieve con los pies, y el último aliento brotó la fláccida boca en un largo silbido…, como de un tubo escape de un automóvil.

En el talud, la cosa que había visto se desvaneció y desapareció. Sin dejar rastro.

Al otro lado, el motor de Christine se animó y lanzó rugido de triunfo que sacudió las tierras altas y cubiertas de nieve de Squantic Hills y fue repetido por el cadáver.

En la orilla más lejana de Squantic Lake, a unos quince kilómetros de allí a vuelo de pájaro, un joven que había salido para esquiar a campo traviesa a la luz de la luna oyó el ruido y se detuvo de pronto, apoyándose en los palos y ladeando la cabeza.

Bruscamente, se le puso la piel de gallina, como ante una visión de ultratumba y, aunque sabía que sólo se trataba de un coche en alguna parte a la otra orilla del lago —el sonido se oía a gran distancia en este lugar en las cálidas noches de invierno—, su primera idea fue de que un animal prehistórico se había despertado y atacado su presa: un lobo enorme o tal vez un tigre de colmillos de sable.

El ruido no se repitió y el hombre siguió su camino.

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