Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 25. Buddy visita el aeropuerto

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25. Buddy visita el aeropuerto

We shut 'em up and then we shut 'em down.

BRUCE SPRINGSTEEN

Una noche, unos diez días después, cuando pavos de cartulina y cornucopias de papel estaban empezando a aparecer en las ventanas de la escuela elemental, un Camaro azul, tan radicalmente levantado por la trasera que su morro parecía rozar casi la carretera, enfiló el acceso al aparcamiento permanente del aeropuerto.

Sandy Galton se asomó nervioso desde su cabina de cristal. Desde la ventanilla del lado del conductor del Ford, el sonriente rostro de Buddy Repperton se inclinó hacia él. El rostro de Buddy tenía barba de una semana, y sus ojos poseían un brillo maníaco que era debido más a la cocaína que al júbilo del Día de Acción de Gracias: él y los demás se habían atizado una buena dosis esa noche. En conjunto, Buddy parecía un depravado Clint Eastwood.

—¿Qué tal se vigila, Sandy? —preguntó Buddy.

Una carcajada del Camaro saludó esta ocurrencia.

Don Vandenberg, Moochie Welch y Richie Trelawney estaban con Buddy, y, entre el gramo de cocaína y las seis botellas de Texas Driver que Buddy había facilitado para la ocasión, se sentían animosos y dispuestos. Habían acudido para hacer un trabajito en el Plymouth de Arnie Cunningham.

—Escuchad, si os cogen perderé mi empleo —dijo Sandy con nerviosismo.

Era el único que estaba sereno y lamentaba haber mencionado que Cunningham aparcaba allí su cacharro. Afortunadamente, no se le ocurrió la idea de que además podría ir a la cárcel.

—Si tú o alguno de los demás participantes en tu Misión Imposible sois apresados, el Secretario negará haber tenido el más mínimo contacto con vosotros —explicó Moochie desde el asiento posterior, y los otros volvieron a reír.

Sandy paseó la vista en derredor por si se acercaban otros coches —testigos—, pero no estaba prevista la llegada de ningún avión en más de una hora, y la zona del aparcamiento estaba tan desierta como las montañas de la Luna. El tiempo había enfriado mucho, y un viento tan cortante como una navaja de afeitar gemía sobre las pistas y ululaba entre las filas de coches vacíos. Arriba y a su izquierda, el cartel de Apco se balanceaba de continuo a un lado y otro.

—Podéis reíros, idiotas —dijo Sandy—. Yo no os he visto, eso es todo. Si os cogen, diré que estaba en el retrete.

—Jesús, qué crío —comentó Buddy. Parecía contristado—. Nunca creí que fueses tan crío, Sandy. De veras.

—¡Arf! ¡Arf! —ladró Richie, y sonaron más risas—. ¡Lárgate y hazte el muerto, Sandy!

Sandy enrojeció.

—No me importa —dijo—. Tened cuidado.

—Lo tendremos, hombre —dijo Buddy, sinceramente. Había reservado una séptima botella de Texas Driver y una ración bastante aceptable de cocaína. Ahora entregó ambas cosas a Sandy—. Toma. Diviértete.

Sandy sonrió, aun a su pesar.

—De acuerdo —dijo, y añadió, para que vieran que no era un calzonazos—. Haced un buen trabajo.

La sonrisa de Buddy se endureció, se hizo metálica. Desapareció el brillo de sus ojos, que se tornaron opacos, fríos y amenazadores.

—Oh, lo haremos —dijo—. Lo haremos.

El Camaro entró en el aparcamiento. Durante un rato, Sandy pudo seguir su avance hacia la parte trasera por la luz de sus pilotos, y, luego, Buddy los apagó. El sonido del motor, borboteando a través de los silenciadores, llegó unos momentos, impulsado por el viento, y luego se extinguió.

Sandy echó la cocaína en el mostrador, junto a su receptor portátil de televisión y la introdujo en un billete de dólar enrollado. Luego, cogió la botella. Sabía que se la cargaría también si le descubrían borracho en su puesto, pero no le importaba mucho. Estar borracho era mejor que estar en vilo, mirando a ver si aparecía uno de los dos coches grises del servicio de seguridad del aeropuerto.

El viento soplaba en su dirección, y pudo oír, pudo oír mucho. Un tintineo de cristales rotos, risas ahogadas, un golpe fuerte y metálico.

Más cristales rotos. Una pausa.

Voces bajas transportadas hasta él por el frío viento. Le era imposible distinguir las palabras, llegaban deformadas.

Sonó de pronto una cerrada descarga de golpes, Sandy dio un respingo. Más cristales en la oscuridad, y un tintineo de metal que caía al pavimento. Deseó que Buddy le hubiera traído más coca. La coca era estimulante, y ahora necesitaba algo que le reanimase. Parecía como si al otro extremo del aparcamiento estuviera ocurriendo algo bastante grave.

Y, luego, una voz más alta, apremiante e imperiosa, la de Buddy sin duda:

—¡Hazlo ahí!

Un murmullo de protesta.

Buddy de nuevo:

—¡No importa! ¡En el salpicadero he dicho!

Otro murmullo.

Buddy:

—¡Me importa un carajo!

Y, por alguna razón, una risa sofocada.

Sudoroso a pesar del cortante frío Sandy cerró de pronto su ventanilla y encendió la televisión. Bebió largamente haciendo una mueca ante el fuerte sabor de la mezcla de zumo de frutas y vino barato. No le gustaba, pero Texas Driver era lo que todos ellos bebían cuando no estaban bebiendo cerveza Iron City. ¿Y que iba a hacer él? ¿Demostrar que era mejor que ellos? Eso daría al traste con él. A Buddy no le gustaban los finolis.

Bebió, y empezó a sentirse un poco mejor: o, al menos, un poco más borracho. Cuando pasó uno de los coches de seguridad del aeropuerto, apenas se inmutó. El policía levantó la mano hacia Sandy. Sandy respondió con el mismo ademán, sereno y frío.

Unos quince minutos después de haber enfilado hacia el fondo del aparcamiento, reapareció el Camaro azul, esta vez por el carril de salida. Buddy iba sereno y relajado al volante, con una botella semi-vacía de Driver entre los muslos. Estaba sonriendo, y Sandy observó con inquietud que sus ojos se hallaban inyectados en sangre. No era sólo por el vino o la cocaína. Buddy Repperton no era una persona a la que se pudiese humillar, como iba a averiguar Cunningham.

—Misión cumplida, muchacho —dijo Buddy.

—Estupendo —explicó Sandy, y trató de sonreír.

No tenía nada a favor ni en contra de Cunningham y no era una persona particularmente imaginativa, pero podía suponer lo que iba a sentir Cunningham cuando viese en qué había ido a parar todo su cuidadoso trabajo de restauración de aquel Plymouth rojo y blanco. Pero eso era cosa de Buddy, no suya.

—Estupendo —repitió.

—No abandones tu puesto —pidió Richie, y rió.

—Descuida —dijo Sandy.

Le alegraba que se fueran. Quizá no volviesen con mucha frecuencia por la estación de servicio de Vandenberg. Esto era cosa seria. Demasiado seria, quizás. Y tal vez se apuntara a un par de cursos nocturnos también tendría que abandonar su empleo, pero quizás eso no fuera tanto…, el trabajo no podía ser más aburrido.

Buddy le estaba mirando todavía, con aquella sonrisa rara y metálica, y Sandy bebió un largo trago de Texas Driver. Casi le dio náuseas. Por un instante, se imaginó vomitando en la cara de Buddy, vuelta hacia arriba y su desasosiego se convirtió en terror.

—Si vienen los polis —explicó Buddy—, tú no sabes nada, no has visto nada. Como has dicho antes, tuviste que ir al retrete a eso de las nueve y media.

—Descuida, Buddy.

—Todos llevábamos puestos nuestros mitones. No hemos dejado ninguna huella.

—Claro.

—Tranquilo, Sandy —concluyó con suavidad Buddy.

—Sí, vale.

El Camaro empezó a rodar de nuevo. Sandy levantó la barrera con el botón manual. El coche enfiló hacia la carretera de salida del aeropuerto con pausada marcha.

Alguien exclamó «¡Arf! ¡Arf!». El sonido llegó hasta Sandy en dirección contraria a la del viento.

Turbado, se sentó a ver la televisión.

Poco antes de que se produjera el aluvión de clientes que habían llegado de Cleveland en el avión de las 10:40, tiró por la ventanilla el resto del Driver… No quería más.

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