Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 29. El Día de Acción de Gracias

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29. El Día de Acción de Gracias

Two-three hours passed us by,

Altitude dropped to 505,

Fuel consumption way too thin,

Let’s get home before we run out of gas.

Now you can’t catch me…

No, baby, you can’t catch me…

'Cause if you get too close,

I’m gone like a cooool breeze.

CHUCK BERRY

En el hospital servían la comida del Día de Acción de Gracias en turnos distribuidos desde las once de la mañana hasta la una de la tarde. Dennis recibió la suya a las doce menos cuarto: tres lonchas de blanca pechuga de pavo, una cucharada de salsa, una bola de puré de patatas, con la forma y el tamaño exactos de una pelota de béisbol («sólo le faltaban las puntadas rojas», pensó con hosco regocijo), un trozo de calabaza congelada que tenía un arrogante color anaranjado fluorescente y un pequeño recipiente de plástico que contenía jalea de arándanos. De postre, había helado. En una esquina de su bandeja reposaba una pequeña tarjeta azul.

Conocedor ya de las costumbres del hospital —Dennis había descubierto que, una vez que le han tratado a uno las primeras úlceras de decúbito, se conoce las costumbres del hospital mejor de lo que uno querría—, preguntó a la camarera que vino a llevarse su bandeja qué comida de Acción de Gracias recibían las tarjetas amarillas y rojas. Resultó que las tarjetas amarillas recibían dos trozos de pavo, nada de salsa, patata ni calabaza y Jell-O de postre. Las tarjetas rojas recibían una sola loncha de carne blanca, con puré y patata.

Dennis lo encontraba todo bastante deprimente. Le era fácil imaginar a su madre llevando a la mesa del comedor un grande y crujiente capón a eso de las cuatro de la tarde, a su padre afilando su cuchillo de trinchar, a su hermana, ruborizándose por la excitación y la importancia del momento, con una cinta de terciopelo rojo en el pelo, sirviéndoles a cada uno un vaso de buen vino tinto. Le era también fácil imaginar los agradables aromas, las risas, mientras se sentaban.

Fácil de imaginar…, pero probablemente un error.

De hecho, fue el Día de Acción de Gracias más deprimente de su vida. Se echó una desacostumbrada siesta a primera hora de la tarde (no había rehabilitación, debido a la fiesta) y tuvo un agitado sueño en el que varias camareras cruzaban la sala de vigilancia intensiva y tiraban despojos de pavo contra la maquinaria de conservación vital.

Sus padres y su hermana habían estado visitándole durante una hora por la mañana y, por primera vez, había notado que Ellie tenía prisa por marcharse. Habían sido invitados a casa de los Callison para tomar un almuerzo ligero de Acción de Gracias, y Lou Callison, uno de los tres hijos de la familia, tenía catorce años y era «mono».

Su descalabrado hermano se había vuelto aburrido. No le habían descubierto una rara y trágica forma de cáncer en los huesos. No se iba a quedar paralítico para el resto de su vida. No había nada sensacional en él.

Hacia las doce y media, habían llamado desde casa de los Callison, y su padre parecía un poco borracho, Dennis supuso que quizás iba por su segundo cóctel y, seguramente, estaba recibiendo desaprobadoras miradas de su madre. El propio Dennis acababa de terminar su dietética comida de tarjeta azul de Acción de Gracias —la única comida de Acción de Gracias que jamás había sido capaz de terminar en quince minutos—, y se las arregló para parecer alegre y contento, no queriendo echarles a perder el día. Ellie se puso unos momentos al teléfono, y su voz sonaba risueña y un poco excitada. Quizás había sido hablar con Ellie lo que le había fatigado hasta el punto de necesitar una siesta.

Se había quedado dormido (y tenido su turbador sueño) hacia las dos de la tarde. El hospital se hallaba insólitamente silencioso hoy, reducido a su mínima expresión el personal de servicio. El habitual murmullo de aparatos de televisión y radios de las otras habitaciones había enmudecido. La camarera que se llevó su bandeja sonrió radiante y dijo que esperaba que le hubiese gustado su «comida especial». Dennis le aseguró que sí. Después de todo, también para ella era el Día de Acción de Gracias.

Y soñó, y el sueño se interrumpió, y durmió profundamente y, cuando despertó, eran casi las cinco de la tarde y Arnie Cunningham se hallaba sentado en la dura silla de plástico en que su novia se había acomodado el día anterior.

Dennis no se sorprendió en absoluto al verle allí, simplemente, supuso que era otro sueño.

—Hola, Arnie —dijo—. ¿Cómo va?

—Bien —repuso Arnie—, pero tú pareces aún dormido, Dennis. ¿Quieres que te haga cosquillas? Eso te despertará.

Tenía una bolsa marrón sobre las piernas y la soñolienta mente de Dennis pensó: Se ha traído su comida después de todo. Quizá Repperton no se la despachurró tanto como pensábamos. Intentó incorporarse, le dolió la espalda y accionó el mecanismo de la cama para situarse en lo que era casi posición de sentado. El motor zumbó.

—Cristo, ¿eres tú realmente?

—¿Esperabas a Ghidrah, el monstruo de tres cabezas? —preguntó cariñosamente Arnie.

—Estaba durmiendo. Supongo que creía que continuaba en sueños —Dennis se frotó la frente, como para despejarse—. Feliz Día de Acción de Gracias, Arnie.

—Lo mismo te digo. ¿Te han dado el pavo y todo lo demás?

Dennis rió.

—Me han dado algo que parecía aquellas comidas de la cocina de juguete de Ellie cuando tenía siete años. ¿Te acuerdas?

Arnie se llevó las manos a la boca e hizo como si fuera a vomitar.

—Me acuerdo. Vaya porquería.

—Me alegra de veras que hayas venido —siguió Dennis, y por un momento estuvo peligrosamente cerca de las lágrimas.

Quizá no se había dado cuenta de lo deprimido que había estado. Reafirmó su determinación de estar en casa por Navidad. Si el día de Navidad continuaba en el hospital, probablemente se suicidaría.

—¿No ha venido tu familia?

—Sí, claro —respondió Dennis—, y volverán otra vez esta noche, al menos mis padres, pero no es lo mismo. Ya sabes.

—Sí. Bueno, he traído unas cosillas. Le he dicho a la señora de la entrada que te traía tu albornoz.

Arnie rió entre dientes.

—¿Qué es eso? —preguntó Dennis, moviendo la cabeza dirección a la bolsa.

No era una bolsa de almuerzo, según vio ahora, era una bolsa de compra.

—He entrado a saco en el frigorífico —explicó Arnie—. Mis padres se han ido a visitar a sus amigos de la Universidad, lo hacen todos los años el día de Acción de Gracias por la tarde. No volverán hasta las ocho o cosa así.

Mientras hablaba, iba sacando cosas de la bolsa. Dennis le miraba, estupefacto. Dos palmatorias de estaño. Dos velas. Insertó las velas en las palmatorias, las encendió con una cerilla de una caja que anunciaba el garaje Darnell’s y apagó la luz de arriba. Luego, cuatro bocadillos desmañadamente envueltos en papel impermeable.

—Por lo que recuerdo —dijo Arnie—, siempre has dicho que un par de bocadillos de pavo a las once y media de la noche del jueves es mejor que la comida de Acción de Gracias. Porque ya ha desaparecido la presión.

—Sí —convino Dennis—. Unos bocadillos viendo la televisión. Carson o alguna película antigua. Pero, de veras, Arnie, no tenías que…

—Déjate de leches. No he venido a verte en casi tres semanas. He tenido suerte de que estuvieras durmiendo cuando he llegado, si no, me habrías echado, probablemente. —Le dio a Dennis dos bocadillos—. Tus favoritos, creo. Carne blanca con mayonesa y pan blanco.

Dennis se echó a reír suavemente y, luego, soltó la carcajada. Arnie se dio cuenta de que eso hacía que le doliera la espalda, pero no podía parar su risa. El pan blanco había sido uno de los grandes secretos comunes de Arnie y Dennis cuando eran pequeños. Sus madres eran inflexibles con respecto al pan, Regina compraba pan dietético de molde, con ocasionales concesiones al pan de centeno. La madre de Dennis se inclinaba por los bollos de pan moreno. Arnie y Dennis comían lo que les daban, pero ambos eran entusiastas secretos del pan blanco y, más de una vez, habían juntado su dinero y se habían comprado una barra de pan blanco y un bote de mostaza. Luego, se metían en el garaje de Arnie (o en la cabaña de troncos de Dennis, lamentablemente destruida por un vendaval hacía casi nueve años) y engullían bocadillos de mostaza y leían historietas de Richie Rich hasta que terminaban con toda la barra.

Arnie se sumó a su risa, y para Dennis esa fue la mejor parte del día de Acción de Gracias.

Dennis había tenido compañeros de habitación durante casi diez días, así que ahora la habitación había quedado para él solo. Arnie cerró la puerta y sacó una caja de seis botellas de cerveza Busch de la bolsa marrón.

—Las maravillas no cesan —dijo Dennis, y rió de nuevo.

—No —repuso Arnie—. Ni creo que cesen nunca —brindó hacia Dennis por encima de las velas con una botella de cerveza—. Prosit.

—Larga vida —respondió Dennis, y bebieron.

Cuando hubieron terminado los bocadillos de pavo, Arnie sacó de su bolsa, aparentemente sin fondo, dos recipientes de Tupperware y levantó las tapas. En su interior había dos pedazos de tarta de manzana de confección casera.

—No, hombre, no puedo —dijo Dennis—. Voy a reventar.

—Come —ordenó Arnie.

—De veras que no puedo —replicó Dennis, cogiendo el recipiente y un tenedor de plástico.

Terminó el trozo de tarta en cuatro grandes bocados y, luego, eructó. Apuró el resto de su segunda cerveza y volvió a eructar.

—En Portugal, eso es un cumplido para la cocinera —explicó.

La cabeza le zumbaba agradablemente a consecuencia de la cerveza.

—Lo que tú digas —respondió Arnie, con una sonrisa.

Se levantó, encendió las luces fluorescentes del techo y apagó las velas. Afuera, una intensa lluvia había empezado a azotar las ventanas, daba una sensación de frío exterior. Y para Dennis, pareció desvanecerse con la luz de las velas parte del cálido espíritu de amistad y de Verdadero día de Acción de Gracias.

—Mañana te estaré odiando —dijo Dennis—. Probablemente me pasaré una hora sentado en ese retrete. Y me duele la espalda.

—¿Te acuerdas cuando Elaine tuvo la pedorrera? —preguntó Arnie, y se echaron a reír los dos—. Le estuvimos tomando el pelo hasta que tu madre la emprendió con nosotros.

—No olían, pero si eran ruidosos —dijo Dennis, sonriendo.

—Como cañonazos —corroboró Arnie, y volvieron a reír.

Pero era una risa triste, si es que existe tal cosa. Había llovido mucho desde entonces. La idea de que la pedorrera de Ellie había tenido lugar hacia siete años era más turbadora que regocijante. Había un hálito de mortalidad en la comprensión de que siete años podían pasar con tan suave y discreta facilidad.

La conversación decayó un poco, sumidos ambos en sus propios pensamientos.

Al fin, Dennis dijo:

—Leigh vino ayer por aquí. Me contó lo de Christine. Lo siento.

Arnie levantó la vista, y su expresión de reflexiva melancolía se trocó en una alegre sonrisa que a Dennis no le pareció realmente sincera.

—Sí —dijo—. Fue duro. Pero ya lo he superado.

—Cualquiera lo haría —dijo Dennis, consciente de que se había tornado súbitamente vigilante, irritado por ello, pero sin poder evitarlo.

La parte de la amistad había terminado, había estado allí, caldeando la habitación y llenándola y ahora se había desvanecido simplemente, como la cosa delicada y efímera que era. Ahora estaban sólo danzando. Los alegres ojos de Arnie se habían vuelto opacos y —lo habría jurado— vigilantes.

—Claro. Le hice pasar un mal rato a mi madre. A Leigh también supongo. Fue sólo el choque de ver todo aquel trabajo…, todo aquel trabajo echado a perder —meneó la cabeza—. Mala cosa.

—¿Podrás hacer algo con él?

Arnie se animó de inmediato, esta vez de verdad, le pareció a Dennis.

—¡Desde luego! Ya lo he hecho. No te lo creerías, Dennis, si hubieras visto el aspecto que ofrecía en aquel aparcamiento. Los hacían fuertes de veras en aquellos tiempos, no como ahora, que todo lo que parece metal no es más que plástico brillante. Ese coche es un autentico tanque. Los cristales fueron lo peor. Y los neumáticos, claro. Rajaron los neumáticos.

—¿Y el motor?

—No le hicieron nada —respondió al instante Arnie, y esa fue la primera mentira.

Claro que se lo habían hecho. Cuando Arnie y Leigh vieron a Christine aquella mañana, la cápsula de distribución estaba en el suelo. Leigh la había reconocido y se lo había contado a Dennis. «¿Qué más habían hecho bajo el capó?», se preguntó Dennis. ¿El radiador? Si alguien iba a utilizar una aguzada barra de hierro para agujerear la carrocería, ¿no podrían emplear el mismo instrumento para horadar por varios sitios el radiador? ¿Y las bujías? ¿Y el regulador de voltaje? ¿Y el carburador?

Arnie, ¿por qué me estás mintiendo?

—¿Y qué vas a hacer ahora con el coche? —preguntó Dennis.

—Gastar dinero en él, ¿qué si no? —respondió Arnie y volvió a lanzar su casi auténtica carcajada.

Dennis podría incluso haberla aceptado como auténtica si no hubiera oído una o dos veces la de verdad mientras comían las cosas que había traído Arnie.

—Nuevos neumáticos, nuevos cristales. Unas cuantas reparaciones en la carrocería, y quedará como nuevo.

Como nuevo. Pero Leigh había dicho que lo que habían encontrado era poco más que un montón de chatarra, una pura ruina como las que se ofrecían en la feria a veinticinco centavos los tres martillazos.

¿Por qué estás mintiendo?

Por un instante, se encontró preguntándose si no habría enloquecido Arnie un poco: pero no, no era esa la impresión que daba. A Dennis le producía una sensación de… furtividad. De clandestinidad. Entonces, por primera vez, se le ocurrió la absurda idea de que Arnie estaba sólo mintiendo a medias, tratando de sentar una base de plausibilidad para…, ¿para qué? ¿Para un caso de regeneración espontánea? Eso era absurdo.

¿No?

«Realmente lo era —pensó Dennis—, a menos que uno hubiera visto cómo una masa de estrías en un parabrisas parecía encogerse de una vez para otra».

Sólo un efecto de luz. Eso es lo que pensaste entonces, y tenías razón.

Pero un efecto de luz no explicaba la caótica forma en que Arnie había reconstruido a Christine, la mezcla de partes viejas y nuevas. No explicaba la extraña sensación que Dennis había experimentado sentado al volante de Christine en el garaje de LeBay, ni la impresión, después de haber puesto el neumático nuevo y camino de Darnell’s, de que estaba mirando una fotografía de un coche viejo que tenía debajo la fotografía de un coche nuevo y que en la primera de ellas había sido practicado un agujero en el lugar en que había estado uno de los neumáticos del coche viejo.

Y nada explicaba ahora la mentira de Arnie: ni la forma pensativa con que estaba mirando a Dennis para ver si su mentira era aceptada. Así que sonrió…, con una sonrisa amplia y aliviada.

—Bueno, eso es estupendo —dijo.

La escrutadora expresión de Arnie se mantuvo unos momento más y, luego, sonrió y se encogió de hombros.

—He tenido suerte —explicó—. Cuando pienso en las cosas que podían haber hecho: azúcar en el depósito de gasolina, melaza en el carburador… Fueron estúpidos. Una suerte.

—¿Repperton y su pandilla? —preguntó en voz baja Dennis.

La suspicaz mirada, tan impropia de Arnie, apareció de nuevo y, luego, desapareció. La expresión de Arnie era ahora sombría. Sombría y triste. Pareció que iba a decir algo, pero se limitó a suspirar.

—Sí —dijo—. ¿Quién si no?

—Pero tú no lo denunciaste.

—Mi padre lo hizo.

—Eso es lo que dijo Leigh.

—¿Qué más te contó? —preguntó Arnie con aspereza.

—Nada, ni yo se lo pregunté —repuso Dennis, extendiendo la mano—. Es asunto tuyo, Arnie. Paz.

—Claro —sonrió levemente y, luego, se pasó la mano por la cara—. Aún no lo he superado. Ni creo que pueda superarlo nunca, Dennis. Entrar en aquel aparcamiento con Leigh, sintiéndome en la cumbre del mundo, y ver…

—¿No volverán a hacerlo si la arreglas?

El rostro de Arnie se endureció.

—No lo volverán a hacer —dijo.

Sus grises ojos habían adquirido la frialdad del hielo, y Dennis se encontró alegrándose de pronto de no ser Buddy Repperton.

—¿Qué quieres decir?

—Tendré el coche aparcado en casa, eso es lo que quiero decir —respondió, y de nuevo se dibujó en su rostro aquella sonrisa amplia, animosa y poco natural—. ¿Qué creías que quería decir?

—Nada —respondió Dennis.

Subsistía la imagen del hielo. Ahora era una sensación de hielo delgado, crujiendo inquietantemente bajo sus pies. Y, debajo, aguas frías y negras.

—Pero no sé, Arnie. Pareces muy seguro de que Buddy quiera dar esto por zanjado.

—Espero que lo considere como un punto final —explicó con sosiego Arnie—. Nosotros hicimos que lo expulsaran de la escuela…

—¡Se expulsó él mismo! —exclamó acaloradamente Dennis—. Sacó una navaja: ¡Diablos, más que una navaja era un cuchillo de carnicero!

—Sólo te estoy diciendo cómo lo verá él —explicó Arnie, y, luego, extendió la mano y rió—. Paz.

—Sí, vale.

—Hicimos que lo expulsaran, o para ser más exactos lo hice yo y él y su pandilla se han vengado en Christine. Estamos en paz. Se acabó.

—Sí, si él lo ve así.

—Creo que si —siguió Arnie—. Los polis le interrogaron a él, y a Moochie Welch y a Richie Trelawney. Los asustaron. Y supongo que estuvieron a punto de hacerle confesar a Sandy Galton —Arnie frunció los labios—. Crío de mierda.

Esto era tan impropio de Arnie —del viejo Arnie—, que Dennis se incorporó en la cama sin pensarlo y, luego, dio un respingo por el dolor de su espalda y volvió a echarse con rapidez.

—Cristo, hombre, parece como si quisieras que él lo obstruyese.

—No me importa lo que hagan él ni ninguno de esos cagones —dijo Arnie, y, luego, con voz extrañamente despreocupada, añadió—. Ya no importa.

Dennis preguntó:

—Arnie, ¿estás bien?

Y, por un momento, una expresión de desesperada tristeza pasó por el rostro de Arnie… Era algo más que tristeza. Parecía acosado y obsesionado. Era el rostro, pensó más tarde Dennis (resulta muy fácil ver estas cosas más tarde, demasiado tarde) de alguien tan aturdido y desorientado y cansado de forcejear que apenas si sabe ya lo que está haciendo.

Luego, esa expresión, como la otra, de sombría suspicacia, se desvaneció.

—Claro —dijo—. Salvo que no eres tú el único al que le duele la espalda. ¿Recuerdas el día en que me lastimé en Philly Plains?

Dennis asintió.

—Mira.

Se puso en pie y se sacó la camisa de los pantalones. Algo pareció bailar ante sus ojos. Algo que giraba vertiginosamente en una profunda tiniebla.

Se levantó la camisa. No era anticuada, como la de LeBay, estaba más limpia también: una pulcra y aparentemente ininterrumpida banda de unos treinta centímetros de anchura. Pero, pensó Dennis, una faja era una faja. Resultaba demasiado semejante a LeBay.

—Volví a lastimármela cuando ayudaba a llevar a Christine al garaje de Will —adujo Arnie—. Ni siquiera recuerdo cómo me lo hice, de trastornado que estaba. Supongo que sería al engancharle a la grúa, pero no estoy seguro. Al principio no fue demasiado malo, pero luego empeoró. El doctor Mascia prescribió… Dennis, ¿estás bien?

Con lo que le pareció un fantástico esfuerzo, Dennis mantuvo una voz serena. Moldeó sus facciones en una expresión que consideró como de cortés interés…, y todavía algo danzando en los ojos de Arnie, danzando y danzando.

—Seguro que acabarás no necesitándola —convino Dennis.

—Sí, me lo imagino —dijo Arnie, volviéndose a bajar la camisa en torno a la faja—. Supongo que en lo sucesivo tendré que tener cuidado con lo que levanto.

Sonrió a Dennis.

—Si vuelve a haber un alistamiento, esto me librará del Ejército —explicó.

De nuevo Dennis se abstuvo de cualquier movimiento que hubiera podido ser interpretado como de sorpresa, pero metió los brazos bajo la sábana. Al ver aquella faja, tan parecida a la de LeBay, se le había puesto carne de gallina.

Los ojos de Arnie: como aguas negras bajo una fina capa de hielo. Agua negra y júbilo danzando en el fondo como el contorsionado cuerpo putrefacto de un hombre ahogado.

—Oye —dijo vivamente Arnie—. Tengo que irme. No creerás que puedo pasarme toda la noche en un sitio piojoso como éste.

—Tú siempre tan solicitado —repuso Dennis—. En serio gracias. Has alegrado un día sombrío.

Por un extraño instante, creyó que Arnie iba a echarse a llorar. Aquella cosa que danzaba en el fondo de sus ojos había desaparecido y su amigo estaba allí, «realmente allí».

Luego, Arnie sonrió sinceramente.

—Recuerda una cosa, Dennis: nadie te echa de menos. Nadie en absoluto.

—Que te den morcilla —replicó con solemnidad Dennis.

Arnie le alargó un dedo.

Se habían cumplido las formalidades, Arnie podía marcharse.

Recogió su bolsa de compra, considerablemente fláccida, tintineando en su interior las palmatorias y las botellas de cerveza vacías.

Dennis tuvo una súbita inspiración. Se golpeó con los nudillos la escayola de la pierna izquierda.

—Fírmame esto, ¿quieres, Arnie?

—Ya lo hice, ¿no?

—Sí, pero se ha borrado. ¿Me la firmas otra vez?

Arnie se encogió de hombros.

—Si me das una pluma…

Dennis sacó una del cajón de la mesilla de noche. Sonriendo, Arnie se inclinó sobre la escayola, mantenida en ángulo sobre la cama mediante una serie de pesas y poleas, encontró un espacio en blanco entre el acumulamiento de nombres y dedicatorias y garabateó:

A Dennis Guilder, el granuja más grande del mundo.

ARNIE CUNNINGHAM

Dio una palmada en la escayola cuando terminó y devolvió la pluma a Dennis.

—¿Vale?

—Sí —repuso Dennis—. Gracias. Cuídate, Arnie.

—Descuida. Feliz día de Acción de Gracias.

—Igualmente.

Arnie se marchó. Horas más tarde, llegaron los padres de Dennis, Ellie, al parecer agotada por la excitación del día, se había ido a casa a acostarse. Durante el camino de regreso, los Guilder comentaron lo retraído que había parecido Dennis.

—Estaba un poco triste, si —convino Guilder—. Los días de fiesta en el hospital no son nada divertidos.

En cuanto a Dennis, se pasó largo rato examinando pensativamente las dos firmas. Arnie le había firmado, en efecto, en la escayola, pero lo había hecho en una época en que las dos piernas de Dennis estaban completamente enyesadas. Aquella primera vez, había estampado su firma en la escayola de la pierna derecha, que era la que estaba suspendida en el aire cuando llegó Arnie. Esta noche, había firmado en la izquierda.

Dennis tocó el timbre para llamar a una enfermera y derrochó todo su encanto personal para persuadirla a que le bajase la pierna izquierda, a fin de poder comparar las dos firmas, una al lado de la otra. La escayola de la pierna derecha había sido cortada, y se la quitarían dentro de una semana o diez días.

La firma de Arnie no se había borrado —esa había sido una de las mentiras de Dennis—, pero había estado a punto de ser cortada.

En la pierna derecha, Arnie no había escrito un mensaje, sólo su firma. Con cierto esfuerzo (y un poco de dolor), Dennis y la enfermera lograron poner ambas piernas lo suficientemente juntas como para poder comparar las dos firmas.

Con la voz seca y quebrada que apenas si pudo reconocer como la suya, preguntó a la enfermera:

—¿Le parecen iguales?

—No —respondió la enfermera—. He oído hablar de falsificar cheques, pero, la verdad, nunca de escayolas. ¿Es una broma?

—Claro —dijo Dennis, sintiendo elevársele un helado escalofrío desde el estómago hasta el pecho—. Es una broma.

Miró las firmas, las miró, una debajo de la otra, y sintió el escalofrío recorrerle todo el cuerpo, haciéndole descender la temperatura y erizándole el vello de la espalda y el cuello:

No se parecían en nada.

Esa noche, se levantó un helado viento primero a ráfagas, y luego en soplo firme y constante. Fueron arrancadas de los árboles las últimas oscuras y marchitas hojas del otoño, y arrastradas luego por las cunetas. Producían un sonido semejante al de huesos rodando y entrechocándose.

El invierno había llegado a Libertyville.

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