Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 31. El día siguiente

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31. El día siguiente

I got a '69 Chevy with a 396,

Feully heads and a Hurst on the floor,

She’s waitin tonight

Down in the parking-lot

Outside the 7-11 store…

BRUCE SPRINGSTEEN

Arnie Cunningham no fue a la escuela el día siguiente. Dijo que le parecía que estaba cogiendo la gripe. Pero aquella noche explicó a sus padres que se sentía lo bastante mejor como para ir a Darnell’s y trabajar un poco sobre Christine.

Regina protestó, aunque no lo dijo: pensaba que Arnie tenía muy mal aspecto. Le habían desaparecido de la cara la acné y las manchas, pero estaba demasiado pálido y había círculos oscuros bajo sus ojos, como si no hubiera dormido. Además, todavía cojeaba. Se preguntó con inquietud si su hijo estaría tomando alguna clase de droga, si no se habría lastimado la espalda más gravemente de lo que había dicho y habría empezado a tomar píldoras para continuar trabajando en el maldito coche. Luego, desechó la idea. Por obsesionado que estuviese con el coche, Arnie no sería tan estúpido.

—De veras que estoy bien, mamá —explicó.

—No tienes buen aspecto. Y apenas si has tocado tu cena.

—Tomaré un bocadillo después.

—¿Qué tal tu espalda? No estarás levantando cosas pesadas allí, ¿verdad?

—No, mamá.

Eso era mentira. Y la espalda le había estado doliendo terriblemente todo el día. Nunca le había dolido tanto desde que se produjera la lesión en Philly Plains (Oh, ¿fue allí donde empezó? —cuchicheó su mente—. ¿De verdad? ¿Estás seguro?). Se había quitado la faja un rato, y la espalda le había dolido terriblemente. Había vuelto a ponérsela al cabo de sólo quince minutos, apretándola con más fuerza que nunca.

Ahora tenía la espalda un poco mejor. Y sabía por qué. Iba a estar con ella. Por eso.

Regina le miró, preocupada y desorientada. Por primera vez en su vida, simplemente, no sabía cómo actuar. Arnie estaba ya fuera de control. Saberlo le producía un horrible sentimiento de desesperación que a veces ascendía por su interior y le llenaba el cerebro. En esas ocasiones se apoderaba de ella una depresión tan absoluta que apenas si podía darle crédito, haciéndola preguntarse para qué había vivido: ¿Para que su hijo se enamorase al mismo tiempo de una chica y de un coche? ¿Era eso? ¿Para poder ver lo aborrecible que se había vuelto para él cuando le miraba a sus grises ojos? ¿Era eso? Y, naturalmente, todo aquello no tenía nada que ver con la chica, ¿verdad? No. Mentalmente, siempre volvía al coche. Le costaba dormir, y, por primera vez desde su aborto, casi veinte años antes, se había encontrado pensando en concertar una cita con el doctor Mascia para ver si le daba alguna píldora para la fatiga y la depresión y el consiguiente insomnio. En sus largas noches insomnes, pensaba en Arnie y en errores que ya no podían ser rectificados, pensaba en cómo el tiempo hacía oscilar sobre su eje la balanza del poder y en cómo la vejez semejaba a veces, vista en un espejo de tocador, la mano de un cadáver emergiendo de un montón de tierra removida.

—¿Volverás pronto? —preguntó, sabiendo que este era el último refugio del padre verdaderamente impotente, odiándolo e incapaz, ahora, de cambiarlo.

—Claro —respondió Arnie, pero ella no confiaba mucho en la forma en que lo había dicho.

—Arnie, quisiera que te quedases en casa. Realmente no tienes muy buen aspecto.

—Estaré bien —explicó—. Tengo que estarlo. Mañana debo llevarle a Will varias piezas de automóvil a Jamesburg.

—Si estás enfermo, no —replicó ella—. Eso está a casi doscientos cincuenta kilómetros.

—No te preocupes.

Y la besó en la mejilla, el frío beso en la mejilla que se da a los conocidos en un cóctel.

Estaba abriendo la puerta de la cocina para salir, cuando Regina preguntó:

—¿Conocías al muchacho que fue atropellado anoche en la Kennedy Drive?

Él se volvió y la miró con rostro inexpresivo.

—¿Qué?

—El periódico dice que iba a Libertyville.

—Oh, el atropello…, es eso de lo que estás hablando.

—Sí.

—Tuve una clase con él en primero —explicó Arnie—. Creo. No, no le conocía realmente, mamá.

—Oh —ella asintió, complacida—. Me alegro. El periódico dice que había restos de drogas en su sangre. Tú nunca tomarías drogas, ¿verdad, Arnie?

—No, mamá —dijo.

—Y, si te empezara a doler la espalda…, quiero decir si te empezara a doler realmente, irías a ver al doctor Mascia, ¿verdad? No le comprarías nada a un…, un traficante de drogas, ¿verdad?

—No, mamá —repitió, y salió.

Había vuelto a nevar. Otra subida de temperatura había derretido casi toda la nieve, pero no la había hecho desaparecer por completo, sólo se había retirado a las sombras, donde formaba una helada capa sobre los setos, las bases de los árboles, el alero del garaje. Pero, pese a la nieve que subsistía en los bordes —o quizás a causa de ella—, el césped parecía extrañamente verde cuando Arnie salió a la media luz del crepúsculo, y su padre semejaba un extraño refugiado del verano mientras recogía las últimas hojas del otoño.

Arnie saludó con un leve ademán de la mano a su padre y fue a seguir sin decirle nada. Michael le llamó. Arnie acudió de mala gana. No quería perder el autobús.

Su padre había envejecido también en las tormentas que habían soplado sobre Christine, aunque otras cosas habían ejercido, indudablemente, su influencia. Había presentado a finales de verano una solicitud para optar a la cátedra del Departamento de Historia de Horlicks, y se la habían rechazado de plano. Y durante su anual chequeo de octubre, el médico había detectado un incipiente problema de flebitis: flebitis, que casi había llevado a la tumba a Nixon, flebitis, problema de los viejos. A medida que el otoño se disponía a dejar paso a otro gris invierno de la Pensilvania occidental, Michael Cunningham parecía más sombrío que nunca.

—Hola, papá. Mira, tengo que darme prisa si quiero coger…

Michael levantó la vista del montoncito de hojas oscuras y heladas que había logrado reunir, el sol poniente iluminó de lleno su rostro, haciendo parecer como si sangrase involuntariamente, Arnie retrocedió un paso. El rostro de su padre estaba macilento.

—Arnold —empezó—. ¿Dónde estuviste anoche?

—¿Qué…? —exclamó Arnie, boquiabierto, y, luego, cerró lentamente la boca—. Pues aquí. Estuve aquí, papá. Tú lo sabes.

—¿Toda la noche?

—Claro. Me fui a la cama a las diez. Estaba reventado. ¿Por qué?

—Porque ayer recibí una llamada telefónica de la policía —explicó Michael—. Acerca del chico que fue atropellado anoche en la JFK Drive.

—Moochie Welch —dijo Arnie.

Miró a su padre con ojos serenos, profundamente hundidos pese a su serenidad. Si el hijo se había sentido sorprendido por el aspecto del padre, también el padre se hallaba sorprendido por el de su hijo: a Michael, las cuencas de los ojos del muchacho le parecían las vacías órbitas de una calavera en aquella desfalleciente luz.

—Se apellidaba Welch, sí.

—Tendría algo que ver con la policía, supongo. ¿Mamá no sabe… que podría haber sido uno de los tipos que atacaron a Christine?

—Por mí, no —convino Arnie.

—Acabará enterándose —siguió Michael—. Casi con toda seguridad. Es una mujer muy inteligente, por si no te has dado cuenta. Pero no se enterará por mí.

Arnie asintió y, luego, sonrió con tristeza.

—«¿Dónde estuviste anoche?». Tu confianza es conmovedora, papá.

Michael enrojeció, pero no bajó la vista.

—Quizá si no hubieras cambiado tanto estos dos últimos meses —dijo—, comprenderías por qué lo he preguntado.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Lo sabes perfectamente. No vale la pena hablar más de ello. Toda tu vida se está desmoronando y me preguntas de qué estoy hablando.

Arnie se echó a reír. Era un sonido áspero y despreciativo. Michael pareció encogerse un poco ante él.

—Mamá me ha preguntado si tomaba drogas —dijo Arnie—. Quizá tú quieres comprobar eso también —Arnie hizo ademán de levantarse las mangas de la chaqueta—. ¿Quieres ver si hay pinchazos de jeringuilla?

—No necesito preguntarte si te entregas a la droga —exclamó Michael—. Te entregas solamente a una cosa que yo sé, y es suficiente. Es ese maldito coche.

Arnie volvió como para marcharse, y Michael le agarró.

—Quita la mano de mi brazo.

Michael dejó caer la mano.

—Quería que tuvieses cuidado —explicó—. No creo que tú fueras capaz de matar a alguien más de lo que creo que fueras capaz de caminar sobre la piscina de los Symond. Pero la policía te va a interrogar, Arnie, y la gente se sorprende cuando la policía se presenta de pronto. Y la sorpresa puede parecerle culpabilidad a la policía.

—¿Todo esto porque algún borracho atropelló a ese cagón de Welch?

—No fue así —dijo Michael—. Lo he sabido por ese tal Junkins que me ha llamado por teléfono. Quienquiera que matase a Welch lo hizo pasando sobre él con el coche, y volviendo a pasar en marcha atrás, y otra vez hacia delante, y otra vez, y otra, y…

—Basta —dijo Arnie.

Pareció de pronto asqueado y asustado, y Michael tuvo la misma impresión que había tenido Dennis el Día de acción de Gracias: que en esta fatiga y en esta desventura el verdadero Arnie estaba de pronto muy cerca de la superficie, quizás asequible de nuevo.

—Fue… increíblemente brutal —dijo Michael—. Eso es lo que dijo Junkins. No parece que fuese un accidente. Parece un asesinato.

—Asesinato —repitió Arnie, aturdido—. No, yo nunca…

—¿Qué? —preguntó ásperamente Michael. Le agarró de nuevo del brazo—. ¿Qué has dicho?

Arnie miró a su padre. Su rostro volvía a ser una mascara.

—Yo nunca pensé que pudiera ser eso —dijo—. Es todo lo que iba a decir.

—Sólo quería que lo supieras. Estarán buscando a alguien con un motivo, por leve que sea. Saben lo que le pasó a tu coche y que ese Welch podría haber estado implicado en ello, o que tú podrías creer que estaba implicado. Es muy posible que Junkins vaya a hablar contigo.

—No tengo nada que ocultar.

—No, claro que no —convino Michael—. Vas a perder el autobús.

—Sí —repuso Arnie—. Tengo que irme.

Pero se quedó un momento más, mirando a su padre.

De pronto, Michael se encontró pensando en el noveno cumpleaños de Arnie. Él y su hijo habían ido al pequeño zoo de Philly Plains, habían almorzado al aire libre y habían terminado el día haciendo dieciocho hoyos en el campo de golf en miniatura situado en el interior de un edificio junto a Basin Drive. Aquel edificio había quedado destruido por un incendio en 1975. Regina no había podido ir, estaba en cama con bronquitis. Se lo habían pasado en grande los dos. Para Michael aquél había sido el mejor cumpleaños de su hijo, el que, por encima de todos los demás, simbolizaba para él la plácida y feliz infancia norteamericana. Habían ido al zoo, y habían vuelto, y no había sucedido gran cosa, salvo que lo habían pasado bien: Michael y su hijo, al que tanto había querido y seguía queriendo.

Se humedeció los labios y dijo:

—Véndela, Arnie, ¿por qué no lo haces? Cuando esté completamente restaurada, véndela. Podrías conseguir mucho dinero. Dos mil…, tres mil quizá.

Aquella expresión fatigada y asustada pareció extenderse de nuevo por el rostro de Arnie, pero Michael no podría decirlo con seguridad. El sol se había puesto ya, dejando una línea anaranjada en el horizonte occidental, y el pequeño patio estaba oscuro. Luego, la expresión, si realmente había estado allí, se esfumó.

—No, no podría hacer eso, papá —repuso Arnie suavemente, como si hablase a un niño—. No podría hacerlo ahora. He puesto demasiado en ella. Demasiado.

Y se marchó, cruzando el patio en dirección a la acera, uniéndose a las otras sombras, y sólo quedó el sonido de sus pisadas, que no tardó en desaparecer.

¿Puesto demasiado en ella? ¿Sí? ¿Qué exactamente, Arnie? ¿Qué has puesto en ella?

Michael miró las hojas apiladas a sus pies y volvió luego la vista por el patio. Bajo el seto y sobre el alero del garaje, relucía en la oscuridad la fría nieve. Esperando, lívida y obstinadamente, refuerzos. Esperando al invierno.

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