Christine

Christine


Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 12. Un poco de historia familiar

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»Rollie le preguntó con aquel maligno y sarcástico tono de voz si quería que rociase su coche con gasolina y le aplicase una cerilla sólo porque su hija había muerto atragantada. Mi hermana se echó a llorar y dijo que le parecía una idea excelente. Finalmente, la cogí del brazo y me la llevé de allí. De nada servía reprender a Rollie, ni entonces ni nunca. El coche era suyo, y él podía seguir hablando y hablando de conservar un coche durante tres años antes de venderlo, podía hablar de kilómetros hasta que se le secase la boca, pero el hecho puro y simple era que lo iba a conservar porque quería conservarlo.

»Marcia y su familia regresaron a Denver en autobús, y, que yo sepa, ella no volvió a ver más a Rollie ni le escribió ninguna carta. No fue al funeral de Verónica.

Su mujer. Primero, la niña, luego, la mujer. Comprendí de alguna manera que había sido simplemente así. Bang-bang. Una especie de entumecimiento me ascendió por las piernas hasta la boca del estómago.

—Ella murió seis meses después. En enero del 59.

—Pero no tuvo nada que ver con el coche —dije—. Nada que ver con el coche, ¿verdad?

—Lo tuvo todo que ver con el coche —respondió, con suavidad.

«No quiero oírlo», pensé. Pero, naturalmente lo oiría. Porque mi amigo tenía ahora ese coche y porque éste se había convertido en algo totalmente desproporcionado a lo que debería haber sido en su vida.

—Después de morir Rita, Verónica sufrió una depresión de la que nunca salió. Había hecho algunos amigos en Libertyville, y ellos intentaron ayudarla…, ayudarla a encontrar de nuevo su camino, podríamos decir. Pero no pudo encontrar su camino. En absoluto.

»Por lo demás, las cosas iban de maravilla. Por primera vez en la vida de mi hermano, había dinero en abundancia. Tenía su pensión del Ejército, su pensión de invalidez, y había conseguido un puesto de vigilante nocturno en la fábrica de neumáticos de la parte oeste de la ciudad. He ido allí después del funeral, pero ya no existe.

—Quebró hace doce años —dije—. Yo era pequeño. Ahora hay allí un restaurante chino de comidas rápidas.

—Estaban pagando la hipoteca a razón de dos plazos mensuales. Y, naturalmente, ya no tenían que ocuparse de ninguna niña. Pero no existía para Verónica ninguna luz ni ningún impulso hacia la recuperación.

»Por lo que he podido averiguar, planeó su suicidio con absoluta sangre fría. Si hubiera libros de texto para aspirantes a suicidas, el suyo podría incluirse como ejemplo a emular. Se fue a la tienda de

Western Auto, aquí, en la ciudad, la misma en que yo adquirí mi primera bicicleta hace muchos, muchos años, y compró siete metros de tubo de goma. Acopló un extremo al tubo de escape de

Christine e introdujo el otro por una de las ventanillas posteriores. No tenía permiso de conducir pero sabía cómo poner en marcha el motor de un coche. En realidad, era todo lo que necesitaba saber.

Fruncí los labios, me los humedecí con la lengua y oí mi voz, apenas más que un ronco graznido.

—Creo que tomaré ahora ese refresco.

—¿Te importa traer otro para mí? —dijo—. Me impedirá dormir, siempre lo hace, pero sospecho que, de todos modos, me pasaría despierto casi toda la noche.

Yo sospechaba que a mí también me pasaría lo mismo. Fui al vestíbulo del motel para coger los refrescos, y, a la vuelta, me detuve a mitad del camino. LeBay era sólo una sombra más intensa delante de su unidad, y sus calcetines blancos relucían como pequeños fantasmas. Pensé: «Quizás el coche está maldito. Quizá se trata de eso. Parece un cuento de fantasmas, sí. Hay un cartel al frente, próxima parada, ¡La Zona del Crepúsculo!».

Pero eso era ridículo, ¿verdad?

Claro que lo era. Eché a andar de nuevo. Los coches no contenían maldiciones, como tampoco las personas, eso eran historias de películas de miedo, buenas para divertirse un sábado por la noche en el cine para automovilistas, pero muy alejadas de los hechos cotidianos que componen la realidad.

Le di su lata de gaseosa y oí el resto de su relato, que podría resumirse en una sola línea: A partir de entonces fue siempre desgraciado. Roland D. LeBay había conservado su casita y había conservado su Plymouth 1958. En 1965 había colgado su gorra de vigilante nocturno y su reloj de control. Y hacia la misma época había abandonado sus penosos esfuerzos por mantener a

Christine funcionando y con aspecto de nueva…, la había dejado consumirse como se deja que a un reloj se le acabe la cuerda.

—¿Quiere decir que ha permanecido allí fuera? —pregunté—. ¿Desde el sesenta y cinco? ¿Durante trece años?

—No, lo metió en el garaje, naturalmente —respondió LeBay—. Los vecinos nunca habrían permitido que un coche permaneciera pudriéndose en el césped. En el campo, quizá, pero no en Suburbia, Estados Unidos.

—Pero estaba allí cuando nosotros…

—Sí, lo sé. Lo puso en el césped con un letrero de «SE VENDE» en la ventanilla. Hice preguntas acerca de eso. Tenía curiosidad así que pregunté. En la Legión. La mayoría habían perdido el contacto con Rollie, pero uno de ellos me dijo que creía haber visto el coche allí afuera por primera vez en mayo.

Empecé a decir algo y, luego, guardé silencio. Se me había ocurrido una idea terrible, y la idea era, simplemente ésta: Era demasiado oportuno. Sumamente oportuno.

Christine había permanecido en aquel oscuro garaje durante años…, cuatro, ocho, una docena, más. Luego, pocos meses antes de que Arnie y yo pasáramos por allí y Arnie lo viera, Roland LeBay lo había sacado de pronto y le había puesto el cartel de «SE VENDE».

Más tarde —mucho más tarde—, revisé numerosos ejemplares de los periódicos de Pittsburgh y del diario de Libertyville, el Keystone. Nunca había anunciado el Fury al menos no en los periódicos, que es lo que se suele hacer cuando se quiere vender un coche. Se limitó a sacarlo a su calle suburbana —ni siquiera una vía muy transitada— y a esperar que apareciese un comprador.

No comprendí plenamente entonces el resto del pensamiento —al menos, no de una forma lógica, intelectual—, pero noté que retornaba aquella fría sensación de terror. Era como si supiera que se presentaría un comprador. Si no en mayo, en junio. O en julio. O en agosto. A no tardar mucho.

No, no concebí lógica ni racionalmente esta idea. Lo que, en su lugar, acudió a mi mente fue una imagen completamente visceral: un atrapamoscas venus a la orilla de un pantano, con sus verdes mandíbulas abiertas, esperando que se introdujese en ellas un insecto.

El insecto adecuado.

—Recuerdo haber pensado que, si renunció al coche, fue porque no quería correr el riesgo de suspender en el examen para renovación del permiso —dije finalmente—. Cuando llega uno a esas edades, le someten a examen cada uno o dos años. Las renovaciones se interrumpen automáticamente.

George LeBay movió la cabeza.

—Eso parece muy propio de Rollie —dijo—. Pero…

—Pero ¿qué?

—Recuerdo que leí en alguna parte, y no puedo recordar quién lo dijo o lo escribió, que hay «épocas» en la existencia humana. Que cuando llegó la «época de la máquina de vapor», una docena de hombres inventaron máquinas. Quizá sólo un hombre obtuvo la patente, o la fama en los libros de Historia, pero todos estaban allí a la vez, trabajando sobre esa única idea. ¿Cómo se explica? Simplemente, porque es la época de la máquina de vapor.

LeBay bebió un sorbo de gaseosa y miró hacia el cielo.

—Viene la Guerra Civil, e inmediatamente es la «época del acorazado». Luego es la «época de la ametralladora». Lo siguiente que se conoce es la «época de la electricidad», «la época del telégrafo» y, finalmente, es la «época de la bomba atómica». Como si todas esas ideas no procediesen de individuos, sino de alguna gran ola de inteligencia que se mantiene siempre flotando…, alguna ola de inteligencia situada fuera de la Humanidad.

Me miró.

—Esa idea me asusta si pienso mucho en ella, Dennis. Parece haber en ella algo…, bueno, decididamente pagano.

—¿Y para su hermano era la «época de vender a

Christine»?

—Quizá. Dice el Eclesiastés que todo tiene su tiempo, que hay tiempo de plantar y tiempo de cosechar, tiempo de herir y tiempo de curar, tiempo de esparcir las piedras y tiempo de amontonarlas. Un negativo para cada positivo. Así que si en la vida de Rollie hubo una «época de

Christine» también pudo haberle llegado una época para deshacerse de ella. De ser así, él lo habría sabido. Era un animal, y los animales escuchan muy bien sus instintos. O quizás es que se cansó finalmente de ella —terminó LeBay.

Hice un gesto de asentimiento, indicando que podría ser principalmente porque deseaba dejar aquello cancelado, no porque lo explicara a mi completa satisfacción. George LeBay no había visto el coche el día en que Arnie me había gritado que volviese. Pero yo si lo había visto. No tenía el aspecto de un coche que hubiera estado descansando pacíficamente en un garaje. Estaba sucio y abollado, con el parabrisas resquebrajado y un parachoques casi totalmente arrancado. Parecía un cadáver que hubiera sido desenterrado para dejarlo descomponerse al sol.

Pensé en Verónica LeBay y me estremecí.

Como si leyera mis pensamientos —parte de ellos, al menos—, LeBay dijo:

—Sé muy poco de cómo vivió mi hermano durante los últimos años de su vida, ni de lo que sintió, pero de una cosa estoy completamente seguro, Dennis. Cuando en el 65, o cuando fuese, sintió que había llegado el momento de dejar el coche, lo dejó. Y cuando sintió que era el momento de ponerlo en venta, lo puso en venta.

Hizo una pausa.

—Y creo que no tengo nada más que decir: salvo que creo, realmente, que tu amigo sería más feliz si se deshiciera de ese coche. He observado con atención a tu amigo. No parecía un joven particularmente feliz. ¿Me equivoco?

Reflexioné un poco. No, la felicidad no era con exactitud atributo de Arnie, y nunca lo había sido. Pero, hasta que empezó el asunto del Plymouth había parecido al menos contento…, como si hubiera llegado a un modusvivendi con la vida. No completamente feliz, pero al menos llevadero.

—No —dije—. No se equivoca.

—No creo que el coche de mi hermano pueda hacerle feliz. En todo caso, justamente lo contrario.

Y, como si hubiera leído mis pensamientos de hacía unos minutos, continuó:

—Yo no creo en maldiciones. Ni en fantasmas ni nada sobrenatural. Pero si creo que las emociones y los acontecimientos tienen una cierta… resonancia subsistente. Quizá sea que las emociones pueden incluso comunicarse en ciertas circunstancias, si las circunstancias son suficientemente peculiares…, al modo como una caja de leche puede adquirir el sabor de ciertos alimentos sazonado en especias fuertes si se la deja abierta en el frigorífico. O quizá se trata sólo de una ridícula imaginación de mi parte. Posiblemente, es sólo que me sentiría mejor sabiendo que el coche en que se asfixió mi sobrina y se suicidó mi cuñada había sido prensado hasta quedar comprimido en un cubo de metal. Quizá lo único que siento es una sensación de propiedad violada.

—Señor LeBay, usted dijo que había contratado a una persona para que cuide la casa de su hermano hasta que sea vendida. ¿Es cierto?

Se revolvió un poco en su silla.

—No. Mentí impulsivamente. No me agradaba la idea de ese coche de nuevo en ese garaje…, como si hubiera conseguido regresar a casa. Si hay emociones y sentimientos que siguen viviendo, estarían allí y también en ella… En el coche —se corrigió rápidamente.

Poco después, me despedí y volví a casa siguiendo el camino que trazaban mis faros y pensando en todo lo que me había dicho LeBay. Me pregunté si supondría alguna referencia para Arnie el que yo le contase que una persona había sufrido un accidente mortal en su coche y otra había muerto realmente en él. Sabía perfectamente que no, a su manera, Arnie sabía ser tan obstinado como el propio LeBay. La escena que había tenido con sus padres a cuenta del coche lo demostraba de modo concluyente. También lo demostraba el hecho de que siguiera tomando clases de mecánica automovilística en la versión de la DMZ en la escuela superior de Libertyville.

Pensé en LeBay al decir:

No me agradaba la idea de ese coche de nuevo en el garaje… como si hubiera conseguido regresar a casa.

También había dicho que su hermano llevó el coche a algún lugar para trabajar en él. Y el único garaje de autoservicio que había en Libertyville era el de Will Darnell. Naturalmente, puede que hubiera otro en los años 1950, pero yo no lo creía. En el fondo de mi corazón, estaba convencido de que Arnie había estado trabajando sobre

Christine en un lugar en que ella había estado antes.

Había estado. Esa era la frase clave. A causa de la pelea con Buddy Repperton, Arnie temía dejarla allí por más tiempo. Así que quizás ese camino de regreso al pasado de

Christine estuviese también bloqueado.

Y, naturalmente, no había maldiciones. Incluso la idea de LeBay sobre la subsistencia de las emociones era bastante disparatada. Yo dudada de que realmente la creyera él mismo. Me había enseñado una vieja cicatriz, y había utilizado la palabra venganza. Y eso estaba probablemente mucho más cerca de la verdad que cualquier pavada sobrenatural.

No, yo tenía diecisiete años, dentro de un año ingresaría en la Universidad, y no creía en cosas tales como maldiciones y emociones que subsisten y se tornan rancias, la leche derramada de los sueños. Yo no había admitido que el pasado pudiera extender horribles manos muertas hacia los vivos.

Pero ahora soy un poco más viejo.

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