Christine

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Tercera parte: Christine. Canciones de muerte de adolescentes » 51. Christine

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—Que yo sepa, no hay ninguno —repliqué—. Por consiguiente, te colocarás allí, junto al botón que cierra la puerta —señalé el botón manual situado a la derecha de la puerta, medio metro por encima del destrozado aparato electrónico—. Estarás adosada a la pared, para no ser vista. Cuando entre

Christine, presumiendo que lo haga, pulsarás el botón que hace bajar la puerta y saldrás rápidamente antes de que acabe de cerrarse. Cuando acabe de bajar, ¡pam!, la trampa quedará cerrada.

Su cara se ensombreció.

—También tú quedarás preso en ella. Según la expresión del inmortal Wordsworth, esto te deja empantanado.

—Es de Coleridge, no de Wordsworth. Pero no hay otra manera de hacerlo, Leigh. Si te quedases dentro al cerrarse la puerta,

Christine te atropellaría. Y aunque hubiese un botón en la oficina de Darnell…, bueno, ya viste en el periódico lo que ocurrió a la pared lateral de su casa.

La expresión de Leigh se mantuvo terca.

—Aparca junto al interruptor. Y cuando entre

Christine, sacaré un brazo por la ventanilla, pulsaré el botón y bajaré la puerta.

—Si aparcase allí, estaría a la vista, y si ve este tanque,

Christine no entrará.

—¡No me gusta! —gritó—. ¡No me gusta dejarte solo aquí! ¡Es como si me hubieras engañado!

En cierto modo esto era precisamente lo que había hecho, y si he de ser sincero, hoy no lo haría de la misma manera, pero entonces tenía dieciocho años y no hay machote más chovinista que un machote chovinista de dieciocho años. Le rodeé los hombros con un brazo. Se resistió un momento, rígidamente, y después se acercó a mí.

—No hay otra manera —le dije—. Si no fuese por mi pierna, o si tú pudieses conducir uno de estos cacharros…

Me encogí de hombros.

—Tengo miedo por ti, Dennis. Quiero ayudarte.

—Ya me has ayudado bastante. Tú eres quien está realmente en peligro, Leigh… Cuando entre estarás al descubierto, mientras que yo sólo tendré que estar sentado en esta cabina y hacer añicos a esa perra.

—Confío en que todo salga bien —replicó, y apoyó la cabeza en mi pecho.

Acaricié sus cabellos.

Esperamos.

Con los ojos de mi mente vi a Arnie que salía de la escuela superior de Libertyville con los libros bajo el brazo. Vi a Regina que le esperaba en la furgoneta de los Cunningham radiante de felicidad. Y a Arnie sonriendo vagamente y sometiéndose a su abrazo. «Has hecho lo que debías, Arnie…, no sabes lo aliviados, lo dichosos, que nos sentimos tu padre y yo». «Sí, mamá». «¿Quieres conducir, querido?». «No, conduce tú, mamá». «Muy bien».

Y partir los dos en dirección a Penn State bajo la ligera nevada, con Regina al volante y Arnie sentado en la banqueta plegable, cruzadas rígidamente las manos sobre el regazo, pálido y serio el rostro limpio de barros.

Y en el aparcamiento de los estudiantes,

Christine inmóvil en la calzada. Esperando que se espesara la nieve. Esperando que se hiciese de noche.

A eso de las tres y media, Leigh volvió a la oficina de Darnell para usar el cuarto de baño, y mientras estaba allí, me tomé a secas otros dos

Darvon. Mi pierna era un tormento continuo, abrumador.

Poco después, perdí la noción coherente del tiempo. Supongo que la droga me había emborrachado. Todo empezó a parecerme un sueño: las sombras cada vez más densas, la luz blanca que entraba por las ventanas y cambiaba despacio a un gris ceniciento, el zumbido de la calefacción allá arriba.

Creo que Leigh y yo hicimos el amor…, no de la manera ordinaria, tal como tenía yo la pierna, pero si por medio de algún dulce sucedáneo. Me parece recordar su aliento en mi oído hasta hacerse casi jadeante, me parece recordar sus murmullos de que tuviese cuidado, de que por favor tuviese cuidado, de que había perdido a Arnie y no podría soportar perderme a mi también. Me parece recordar una explosión de placer que hizo desaparecer el dolor de un modo breve pero total, como no habrían podido conseguir todos los

Darvon del mundo… Pero «breve» es la palabra adecuada. Todo fue demasiado breve. Y creo que entonces me adormecí.

Después, lo primero que recuerdo con toda seguridad es que Leigh me sacudía para despertarme y murmuraba una y otra vez mi nombre al oído. Y…

—¿Eh? ¿Qué?

Estaba como en otro mundo, y sentía en la pierna un dolor vidrioso, como si fuese a estallar. También me dolían las sienes y me daba la impresión de que mis ojos no cabían en las cuencas. Pestañeé y miré a Leigh, como un búho enorme y estúpido.

—Ya es de noche —dijo—. Me pareció oír algo.

Pestañeé de nuevo y vi que parecía encogida y cansada. Después miré hacia la puerta y vi que estaba completamente abierta.

—¿Cómo diablos ha…?

—He sido yo —dijo—. Yo la he abierto.

—¡Maldición! —exclamé, irguiéndome un poco y estremeciéndome por el dolor de mi pierna—. Ha sido una locura, Leigh. Si hubiese venido…

—No lo ha hecho —replicó la chica—. Empezó a oscurecer, esto es todo, y a nevar con más fuerza. Por consiguiente, bajé, abrí la puerta y volví. Pensaba despertarte en seguida…, pero murmurabas…, y yo me decía: «Esperaré a que sea noche cerrada, esperaré a que sea noche cerrada, y entonces me di cuenta de que me estaba engañando, porque había anochecido al menos hacía media hora y sólo me imaginaba que aún podía ver alguna luz. Porque quería verla, supongo. Y… precisamente ahora… me pareció oír algo.

Sus labios empezaron a temblar y los apretó.

Miré el reloj y vi que eran las seis menos cuarto. Si todo había ido bien, mis padres y mi hermana estarían ahora con Michael y con la familia de Leigh. Miré a través del parabrisas de

Petunia el cuadrado de la oscuridad nevada donde estaba la entrada del garaje. Oí silbar el viento. Una fina capa de nieve se extendía ya sobre el cemento.

—Sólo has oído el viento —expliqué—, como que sopla y rumorea ahí afuera.

—Tal vez. Pero…

Asentí de mala gana. No quería que abandonase la seguridad de la alta cabina de

Petunia, pero, si no bajaba ahora tal vez nunca lo haría. Yo no la dejaría, y Leigh permitiría que no la dejase. Y entonces, cuando llegase

Christine, si llegaba, lo único que podría hacer sería echarse atrás. Y esperar un momento más oportuno.

—Está bien —manifesté—. Pero recuerda esto: tienes que permanecer oculta en aquel pequeño hueco a la derecha de la puerta. Si viene, se quedará un rato fuera —«Husmeando como un animal», pensé—. No te asustes, no te muevas. No dejes que te obligue a delatarte. Permanece serena y espera a que entre. Entonces aprieta aquel botón y corre como alma que lleva el diablo. ¿Has comprendido?

—Sí —murmuró—. Dennis, ¿crees que esto saldrá bien?

—Tiene que salir bien, si viene.

—Quisiera que todo hubiese terminado.

—También yo.

Se inclinó, apoyó ligeramente la mano en el lado de mi cuello y me besó en la boca.

—Ten cuidado, Dennis —dijo—. Pero mátalo. No es un ser…, es una cosa. Mátala.

—Lo haré —dije.

Me miró a los ojos y asintió con la cabeza.

—Hazlo por Arnie —dijo—. Libérale.

Le apreté la mano y ella apretó la mía. Se deslizó sobre el asiento. Golpeó su pequeño bolso con la rodilla, y este cayó al suelo de la cabina. Se detuvo, irguiendo la cabeza, y una expresión sobresaltada y reflexiva se pintó en sus ojos. Después sonrió, se agachó, recogió el bolso y empezó a hurgar en seguida en él.

—Dennis —preguntó—, ¿recuerdas

Morte D’Arthur?

—Un poco.

Una de las clases que habíamos compartido Leigh, Arnie y yo, antes de mi lesión jugando al fútbol americano, había sido la de «Clásicos de la Literatura Inglesa», de Fudgy Bowen, y una de las primeras obras con las que habíamos tenido que batallar había sido

Morte D’Arthur, de Malory. Por qué me lo preguntaba ahora Leigh, era un misterio para mí.

Había encontrado lo que buscaba. Un fino pañuelo de nailon de color rosa, de esos que suelen llevar las chicas sobre la cabeza en días lluviosos. Lo ató sobre el antebrazo izquierdo de mi chaqueta.

—¿Qué diablos…? —pregunté, sonriendo un poco.

—Sé mi caballero, Dennis —explicó, devolviendo mi sonrisa, pero sus ojos estaban serios—. Sé mi caballero, Dennis.

Cogí la escoba que había encontrado en el cuarto de baño de Will y saludé torpemente con ella.

—Claro que sí —dije—. Pero tienes que llamarme «Sir Cedar».

—Tómalo a broma, si quieres —concluyó—. Pero no bromees realmente con esto. ¿De acuerdo?

—Está bien —dije—. Si así lo quieres, seré tu perfecto y maldito y gentil caballero.

Se rió un poco, y esto me pareció mejor.

—Recuerda aquel botón, pequeña. Apriétalo con fuerza. No queremos que la puerta dé una sacudida y se quede inmóvil. No debe haber escape, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Se apeó de

Petunia y, si cierro ahora los ojos, puedo verla como era entonces, en aquel claro y silencioso momento, antes de que todo se torciese de un modo terrible: una muchacha alta y bonita, de largos cabellos rubios color de miel, caderas esbeltas, piernas largas y aquellos chocantes pómulos nórdicos, vestida ahora con un anorak y unos descoloridos

Lee Riders, y moviéndose con la gracia de una bailarina. Todavía puedo imaginar la escena y todavía sueño con ella, porque mientras nosotros estábamos atareados montando la trampa contra

Christine, el viejo e infinitamente astuto monstruo la estaba montando contra nosotros. ¿Pensábamos realmente que podríamos vencerlo con tanta facilidad? Sospecho que sí.

Mis sueños discurren en un terrible movimiento retardado. Veo el suave y adorable movimiento de las caderas de Leigh al andar, oigo el sordo chasquido de sus botas

Fraye sobre el suelo de cemento manchado de aceite, oigo incluso el suave frufrú del cierre de su anorak al rozar su blusa. Camina despacio y con la cabeza erguida… como un animal, pero no de presa, camina con la gracia cautelosa de una cebra acercándose a un manantial al anochecer. Es la andadura del animal que presiente el peligro.

Trato de gritarle a través del parabrisas de

Petunia. ¡Vuelve atrás, Leigh, vuelve atrás en seguida, tenías razón, oíste algo, ahora está allí sobre la nieve y con las luces apagadas, agazapado, vuelve, Leigh!

Se detuvo de pronto, cerrando los puños, y entonces, súbitamente, brillaron unos furiosos círculos de luz en la nevada oscuridad exterior. Eran como dos ojos blancos que se abriesen.

Leigh se quedó inmóvil, terriblemente expuesta, sobre el suelo despejado. Estaba a diez metros de la puerta y ligeramente hacia la derecha de su centro. Se volvió hacia los faros y pude ver la expresión ofuscada e incierta de su semblante.

Yo estaba igualmente aturdido, y aquel primer momento vital transcurrió sin que pasara nada. Entonces los faros avanzaron rápidamente, y pude ver la oscura y baja forma de

Christine detrás de ellos, pude oír el creciente y furioso ronquido de su motor al lanzarse hacia nosotros desde el otro lado de la calle donde había estado esperando…, quizá desde antes que oscureciese. La nieve resbalaba de su techo y formaba sobre el parabrisas finas redes que eran casi instantáneamente fundidas por el descongelador.

Christine rodó sobre la rampa asfaltada que conducía a la entrada, aumentando la velocidad. Su motor de ocho cilindros en V roncaba furioso.

—¡Leigh! —grité, y agarré la llave de contacto de

Petunia.

Leigh saltó hacia la derecha y corrió en busca del botón de la pared.

Christine entró rugiendo en el momento en que ella lo alcanzaba y lo apretaba. Oí el ruido estruendoso de la puerta al bajar sobre sus ranuras.

Christine torció hacia la derecha, acometiendo a Leigh. Arrancó un gran pedazo de madera seca y astillas de la pared. Se oyó un chirrido metálico al soltarse una parte de su parachoques derecho: un ruido parecido a la chillona carcajada de un borracho. Saltaron chispas del suelo al describir

Christine una larga curva asesina. No alcanzó a Leigh, pero la alcanzaría cuando atacase de nuevo, Leigh estaba atrapada en aquel rincón de la derecha, sin tener un sitio donde ocultarse. Quizá podría salir al exterior, pero temí que la puerta no bajase lo bastante de prisa para cerrarle el paso a

Christine. Quizá la puerta rozaría su techo, pero sabía muy bien que esto no detendría al automóvil.

Rugió el motor de

Petunia y pulsé el botón de mis faros. La luz se derramó sobre la puerta que se estaba cerrando y sobre Leigh. Esta se hallaba de espaldas a la pared, desorbitados los ojos. Su chaqueta adquirió un fantástico y casi eléctrico color azul a la luz de los faros, y pensé, con morbosa y clínica exactitud, que su sangre tendría un brillo purpúreo.

Vi que miraba un momento hacia arriba y volvía después a contemplar a

Christine.

Los neumáticos de la Furia chirriaron violentamente al saltar esta contra Leigh. Brotó humo de las negras huellas sobre el hormigón. Tuve el tiempo justo de advertir que había gente dentro de

Christine, mucha gente. En el instante en que

Christine se lanzaba rugiendo sobre Leigh, esta dio un salto hacia arriba como un gran muñeco disparado por un muelle. Mi mente, que parecía correr a una velocidad próxima a la de la luz, se preguntó por un instante si Leigh pretendía saltar sobre el Plymouth, como si, en vez de

Fryes, llevase unas botas de siete leguas.

Pero, en vez de esto, se agarró a los enmohecidos soportes de metal que sostenían un estante a casi tres metros del suelo y a más de un metro por encima de su cabeza. Aquel estante discurría a lo largo de las cuatro paredes. La noche en que Arnie había traído allí a

Christine por primera vez, todo aquel estante estaba lleno de neumáticos recauchutados y de otros que esperaban ser reparados, y, aunque parezca extraño, me había hecho pensar en un estante de biblioteca bien abastecida Ahora estaba casi vacío. Agarrada a aquellos soportes inclinados, Leigh levantó las piernas enfundadas en los tejanos como un chiquillo que pretendiese hacerlas pasar por encima de los hombros, lo que nosotros solíamos llamar desollar el gato en la escuela de primera enseñanza. El morro de

Christine chocó contra la pared exactamente debajo de ella. Si hubiese tardado un poco más en levantar las piernas, estas habrían sido aplastadas hasta las rodillas. Saltó un trozo de metal cromado. Dos de los neumáticos abandonados cayeron del estante y saltaron locamente sobre el cemento, como rosquillas gigantes de caucho.

La cabeza de Leigh chocó con fuerza terrible y aturdidora contra la pared al dar

Christine marcha atrás, con los cuatro neumáticos pintando rayas de caucho en el suelo y desprendiendo humo azul.

Ustedes se preguntarán qué estaba haciendo yo durante todo aquel tiempo. Les responderé que el término «todo aquel tiempo» es inadecuado. Cuando empleé la

O’Cedar para apretar el pedal del embrague de

Petunia y poner la primera, la puerta sólo empezaba a bajar. Todo había ocurrido en unos segundos.

Leigh seguía agarrada a los soportes del estante de los neumáticos, pero ahora sólo pendía de ellos, cabeza abajo aturdida.

Aflojé el pedal, y la parte más serena de mi mente me dijo:

Cuidado, hombre…, si lo sueltas de golpe y este cacharro se para, puedes darla por muerta.

Petunia arrancó. Forcé el motor al máximo y acabé de soltar el embrague.

Christine roncó de nuevo al lanzarse contra Leigh, casi doblado por la mitad el capó a causa de la primera embestida, mostrando brillantes trozos de metal en los puntos donde había saltado la pintura. Parecía que al capó y al radiador les habían salido dientes de tiburón.

Alcancé a

Christine en el costado, cerca del morro, y giró en redondo, saltando uno de sus neumáticos de la llanta. El cincuenta y ocho fue a dar contra un montón de viejos parachoques y accesorios en un rincón, se oyó un gran estruendo cuando chocó contra la pared, y después, el ronco ruido del motor, subiendo y bajando, subiendo y bajando. Toda la parte delantera izquierda estaba aplastada, pero el coche seguía funcionando.

Pisé el freno de

Petunia con el pie derecho y evité por los pelos aplastar yo mismo a Leigh. El motor de

Petunia se paró. Ahora el único ruido en el garaje era el del motor rugiente de

Christine.

—¡Leigh! —grité con fuerza—. ¡Corre, Leigh!

Me miró aturdida, y ahora pude ver unos mechones pegajosos y ensangrentados en sus cabellos… y la sangre era púrpura, como había presumido. Soltó los soportes, cayó sobre sus pies, se tambaleó y dobló una rodilla sobre el suelo.

Christine avanzó hacia ella. Leigh se levantó, dio dos pasos vacilantes, colocándose en su lado oscurecido, detrás de

Petunia.

Christine giró y embistió la parte delantera del camión. Salí despedido brutalmente hacia la derecha. El dolor se cebó en mi pierna izquierda.

—¡Levántate! —grité a Leigh, tratando de acercarme aún más a la portezuela y de abrirla—.

¡Levántate!

Christine retrocedió y, cuando se acercó de nuevo, se desvió de pronto hacia la derecha y salió de mi campo visual, detrás de

Petunia. Sólo pude verlo un momento en el espejo retrovisor fijado junto a la ventanilla del lado del conductor. Después únicamente oí el chirrido de sus neumáticos.

Casi inconsciente, Leigh se limitó a apartarse, manteniendo ambas manos cruzadas sobre la nuca. Goteaba sangre entre sus dedos. Pasó por delante del radiador de

Petunia, viniendo en mi dirección, y se detuvo.

No tenía que verlo para saber lo que ocurriría ahora.

Christine cambiarla una vez más de dirección, pasaría por mi lado y la aplastaría contra la pared.

Desesperadamente, empujé el pedal del embrague con la

O’Cedar y accioné de nuevo la llave del contacto. El motor arrancó, tosió y se paró. Pude oler gasolina en el aire, un olor fuerte y espeso. Había inundado el carburador.

Christine reapareció en el espejo retrovisor. Avanzó sobre Leigh, que consiguió, tambaleándose, ponerse fuera de su alcance.

Christine chocó de morro contra la pared, con terrible fuerza. Se abrió la portezuela del pasajero y lo que vi colmó mi espanto, me llevé a la boca la mano que no agarraba la fregona y chillé entre los dedos.

En el asiento del pasajero se hallaba Michael Cunningham, como un grotesco muñeco de tamaño natural. Su cabeza, oscilando flojamente sobre el cuello, se dobló hacia un lado al hacer

Christine marcha atrás para embestir de nuevo a Leigh, y vi que su cara tenía el vivo color rosado propio del envenenamiento por monóxido de carbono. No había seguido mi consejo.

Christine había ido, ante todo, a la casa de los Cunningham, tal como yo había sospechado vagamente que haría. Michael había vuelto del colegio a casa, y allí, parado en la calzada, estaba el Plymouth 1958 restaurado por su hijo. Se había acercado y, de algún modo,

Christine se había… apoderado de él. ¿Había subido al coche para sentarse un momento detrás del volante, como había hecho yo aquel día en el garaje de LeBay?

Tal vez sí. Sólo para ver qué vibraciones podía captar. En tal caso, debió captar algunas ciertamente muy terribles durante sus últimos minutos en el mundo. ¿Había

Christine arrancado y marchado al garaje por sí solo? Tal vez. ¿Y había descubierto Michael que no podía parar aquel loco motor o salir del coche? ¿Había vuelto la cabeza y visto, quizás, el verdadero espíritu conductor del Fury 1958 de Arnie, en el asiento de atrás, y se había desmayado de terror?

Ahora no importaba. Lo único que importaba era Leigh.

También ella lo había visto. Sus gritos, agudos, desesperados y estridentes, flotaron en el aire que apestaba a humo de los tubos de escape como globos histéricamente brillantes. Pero al menos había salido de su estupor.

Se volvió y corrió hacia la oficina de Will Darnell, dejando detrás de ella goterones de sangre del tamaño de monedas de diez centavos. También había sangre en el cuello de su chaqueta, demasiada sangre.

Christine hizo marcha atrás, gastando caucho y dejando cristales rotos detrás. Al girar con rapidez para perseguir a Leigh, la fuerza centrífuga cerró de nuevo la portezuela del viajero, pero no antes de que yo pudiese ver la cabeza de Michael doblándose hacia el otro lado.

Christine quedó un momento inmóvil, apuntando con el morro en dirección a Leigh, mientras zumbaba su motor. Quizá LeBay saboreaba el instante que precede a la matanza. Si fue así, me alegro de ello, porque si

Christine se hubiese lanzado de inmediato sobre ella, la habría matado con toda seguridad. Pero aquello me dio un poco de tiempo. Hice girar de nuevo la llave, farfullando algo en voz alta —creo que fue una oración—, y esta vez el motor de

Petunia cobró vida. Solté el embrague y pisé con fuerza el acelerador en el momento en que

Christine avanzaba de nuevo. Esta vez golpeé el coche en el costado derecho. Sonó un ruido estridente de metal desgarrado al penetrar el parachoques de

Petunia en el guardabarro de

Christine este saltó y fue a chocar contra la pared. Se rompieron varios cristales. Su motor rugió con furia. Detrás del volante, LeBay se volvió en mi dirección, con una mueca de odio.

Petunia se paró de nuevo.

Solté todas las maldiciones que sabía al agarrar la llave una vez más. De no haber sido por mi maldita pierna, de no haber sido por mi caída sobre la nieve, todo habría terminado ahora, me habría bastado con acorralar a

Christine y hacerlo añicos contra el bloque que cerraba el horno.

Pero mientras ponía en marcha el motor de

Petunia teniendo cuidado en no pisar demasiado fuerte el acelerador para que no se parase de nuevo,

Christine empezó a moverse con un ensordecedor crujido de metal. Retrocedió entre el radiador de

Petunia y la pared, dejando detrás de él un pedazo retorcido de su roja carrocería y perdiendo el neumático delantero de la derecha.

Conseguí que

Petunia arrancase e hiciese marcha atrás.

Christine había retrocedido hasta el fondo del garaje. Todas sus luces estaban ahora apagadas. El parabrisas se había roto en una galaxia de grietas. El capó doblado parecía reír, burlón.

Su radio atronaba el aire. Pude oír a Ricky Nelson cantando

Waitin in School.

Busqué con la mirada a Leigh y vi que estaba en la oficina de Will, mirando hacia el garaje. Sus cabellos rubios aparecían ensangrentados. Fluía más sangre por el lado izquierdo de su cara, empapando su chaqueta.

Sangra demasiado —pensé tontamente—.

Sangra demasiado, incluso para una herida en la cabeza.

Sus ojos se desorbitaron y señaló detrás de mí, moviendo los labios sin ruido detrás del cristal.

Christine avanzaba rugiendo sobre el suelo despejado y ganaba velocidad.

Y el capó se desarrugaba, se estiraba hacia fuera y hacia abajo para cubrir de nuevo la cavidad del motor. Dos de los faros centellearon y volvieron después a brillar con intensidad. El guardabarro y el lado derecho de la carrocería —sólo lo vi de refilón, pero juro que es verdad— se estaban…

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