Chris

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—¿Crees que podrás correr, con ese pie? —preguntó Janie, ansiosa.

—¿Crees tú que valdrá la pena?

Moe ya estaba intentando atisbar a través de las cortinillas de la ventana, y Joe volvía a oprimir el timbre con insistencia. En ese instante, quizás asustado por el ruido, el pequeño Tommy comenzó a berrear.

—Yo sabré entretenerlos —aseguró Janie—. Un niño que llora es una buena razón para que su madre demore y esté un poco distraída. Tú sal por la puerta trasera; verás un bosquecillo que cubre el resto de la manzana, crúzalo y estarás en la carretera. Es posible que algún automovilista te saque del apuro. Si no…

—… al menos lo habremos intentado —concluyó Chris, incorporándose con renacida esperanza.

Tomó la maleta que había dejado junto a la puerta del dormitorio, y besó apresuradamente a su cuñada. Ésta la retuvo contra sí, por un momento.

—¿Adónde irás? —preguntó.

El timbre zumbaba dentro de la cabeza de Chris.

—Aún hay alguien que quizá pueda ayudarme —murmuró con un viso de confianza—. Luego iré a México, claro.

El rostro de Janie se iluminó, y liberó el brazo de la joven.

—Si encuentras a Tom —pidió—, dile que haga lo que tenga que hacer. Que aquí le esperaremos todo el tiempo que sea necesario.

Chris le dirigió una última sonrisa de solidaridad.

—Se lo diré —prometió, escabulléndose por la puerta trasera.

Janie respiró hondo. Se pasó la mano por el cabello y luego acarició fugazmente su vientre. Alzó al niño en sus brazos y fue hacia la entrada, descorriendo el cerrojo. Joe, que se apoyaba en la puerta, se precipitó involuntariamente en el interior. Moe asomó detrás de él, más ceñudo que de costumbre.

—Si demoraba un instante más, señora, hubiéramos echado la puerta abajo —bramó.

—Eso me pareció —dijo Janie con dignidad—. ¿Qué ocurre?

Joe carraspeó y arregló su uniforme, recuperando su compostura.

—Queremos hablar con Thomas Lee Parker —anunció—. ¿Es su marido?

—Habitualmente lo es. Pero ahora no reside aquí, está en México por asuntos de negocios.

—Negocios, ¿eh? —terció Moe, espiando hacia el interior de la modesta vivienda—. ¿Tendría inconveniente en que echemos un vistazo?

Janie pareció vacilar.

—¿No es necesario para eso una orden del juez? —inquirió con inocencia.

—Podríamos conseguirla —sugirió Joe—. De momento, sólo solicitamos su colaboración.

Janie se mordió los labios e hizo luego un gesto de aquiescencia, indicando a Moe el reducido ámbito de la casa. El guardia lanzó una mirada al comedor y se lanzó dentro del dormitorio. Joe cerró la puerta de la calle con un gesto casual. Se quitó la gorra y sonrió formalmente a la mujer.

—Hace más calor este verano —dijo en tono neutro.

Tommy había dejado de llorar y contemplaba absorto al hombre uniformado. La madre lo dejó deslizar contra su cuerpo, hasta que los piececitos tocaron el suelo. El niño se bamboleó un segundo y luego fue a coger el oso de felpa que Chris había dejado sobre la mesa.

—¿Ha hecho Tom algo malo? —preguntó Janie.

—Oh, no tenemos nada contra él —la tranquilizó Joe, reafirmando sus palabras con un ademán—; sólo buscamos a su hermanita.

Moe emergió del dormitorio. En actitud alerta, se introdujo en el pequeño cuarto de Tommy.

—Ah, esa chica —asintió Janie fingiendo indiferencia—. ¿No estaba recluida en el reformatorio?

—Escapó de casa de sus tutores. Pero volverá a pasar un buen tiempo encerrada, en cuanto logremos echarle el guante.

—Nadie —anunció Moe, regresando de su inspección—. La pájara tuvo tiempo de sobra para volar, si es que estuvo aquí.

—¿Chris aquí? —se asombró la mujer—. No es tan tonta como para eso. Sabe perfectamente que tanto Tom como yo la hubiéramos entregado a la policía apenas cruzara esa puerta.

—¿Denunciarían ustedes a su propia hermana? —interrogó Joe con simulado asombro.

—No nos gusta tener delincuentes en la familia —afirmó Janie con desprecio—. Ella no ha hecho otra cosa que amargar la existencia de Tom y sus padres, desde que tuvo uso de razón. No, señor, no vendrá por aquí, y me alegraré de no volverla a ver en toda mi vida.

Moe lanzó una breve carcajada a sus espaldas. Janie se volvió, crispada.

—Bonita representación, señora —elogió el policía—. Pero no le servirá de nada —e indicó con el pulgar la puerta del lavabo—: Tiene usted allí dentro un par de tejanos llenos de barro y una venda sucia.

Al oírlo, Joe lanzó una maldición. Se caló la gorra de un manotazo y se precipitó por la puerta de atrás, echando mano a su pistolera. Moe lo miró con serena satisfacción y meneó la cabeza, acomodándose en la silla que minutos antes había ocupado Chris.

—El viejo Joe la atrapará, sin duda. Es un verdadero sabueso. —Tomó una tostada del plato y comenzó a mordisquearla—. Sabe, señora, puede usted ser acusada de un delito que se llama…, eh…, encubrimiento, eso es.

—Eso lo veremos —replicó Janie, en un último resto de desafío.

El guardia la observó con una sombra de inquietud, mientras volvía a dejar la tostada en su sitio.

—Oiga —inquirió con desconfianza—, usted no será pariente del fiscal del distrito, ¿verdad?

Chris trotó a través del bosquecillo, sin volver la cabeza. Su pie malo, adormecido por el calmante, ya no le molestaba. Casi sin aliento, trepó la escarpada pendiente en la que la arboleda se hacía menos densa, mientras los duros arbustos le azotaban las piernas. Agotada, se detuvo para tomar aliento. Soltó su maleta, que rodó hacia abajo dando tumbos, y escaló el último tramo ayudándose con ambas manos. Allí estaba el camino, ardiendo bajo el duro sol del mediodía. Ante ella apareció una desolada cinta de asfalto, que circundaba el límite de aquel suburbio, y una doble hilera de vías férreas.

Dos grandes camiones gemelos pasaron bramando, uno tras otro, y Chris ni siquiera atinó a hacerles señas. A lo lejos, en dirección contraria, comenzó a crecer la silueta de un automóvil, que reverberaba como una antorcha en aquel paisaje mustio. La chica agitó ambos brazos sobre su cabeza, llamando la atención del conductor invisible. El coche, un modelo deportivo color fuego, pasó junto a ella aminorando la marcha, y se detuvo unos metros más adelante, clavando los frenos. Las ruedas traseras se deslizaron sobre el pavimento. El vehículo quedó ligeramente atravesado, aguardando. Chris corrió hacia él y se asomó a la ventanilla. Una elegante mujer de unos cuarenta años, de rostro tostado por el sol y enteramente vestida de blanco, se reclinaba en el lujoso tapizado de cuero color tabaco. Con un gesto lánguido, su mano se posó en el bruñido tablero y accionó el interruptor del radio-cassette. La escena pareció envuelta en una campana de silencio.

—Hola —saludó la conductora con voz suave y profunda—, ¿sabes por casualidad cómo llegar a la autopista? Creo que me he extraviado.

—Lo siento, yo también soy forastera —dijo Chris, agitada—. ¿Podría usted llevarme, por favor?

La mujer no respondió inmediatamente. La joven, inquieta, se volvió sobre sus espaldas y miró hacia abajo. En el extremo del bosquecillo distinguió la camisa mojada de sudor de Joe, que se agachaba entre los zarzales para recoger la maleta que ella había abandonado.

—¿En qué dirección vas? —preguntó la mujer.

—En la misma que usted —rogó Chris con voz angustiosa. Luego se pasó la lengua por los labios resecos—. Es una emergencia.

—Ya veo —asintió la otra, inclinándose para abrir la portezuela—. Sube, intentaremos encontrar nuestro camino.

Chris entró de un salto. El automóvil arrancó zigzagueando sobre el borde de la carretera y después recuperó su estabilidad. Cuando Joe asomó en el filo de la cuesta, sólo vio un punto veloz y brillante que se perdía hacia el horizonte.

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