Chris

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Acariciada por el frescor del aire acondicionado y envuelta en la suave música que irradiaba el altavoz del coche, Chris sintió que su cuerpo se relajaba sobre el mórbido tapizado, mientras la cinta gris del camino se escurría velozmente frente a ella. La mujer guiaba en silencio, sin esfuerzo aparente. Había encendido un cigarrillo y ofreció otro a Chris, que lo rechazó con un gesto. No hablaron durante los primeros minutos, hasta que la conductora aminoró la marcha al pasar frente a un cartel indicador.

—Me has traído suerte —comentó, volviendo a acelerar—, estamos a sólo quinientos metros de la autopista. ¿Te viene bien ir hacia la costa?

—Es igual —dijo Chris—, mientras salgamos de este Estado.

—No falta mucho para eso —afirmó la otra, riendo para sí misma.

Permanecieron calladas, mientras el coche tomaba un desvío que se elevaba y volvía a descender, en un amplio semicírculo que terminaba insertándose en la imponente recta de la autopista. Una vez en ella, el vehículo tomó velocidad, superando a otros que circulaban más lentamente. La misteriosa mujer apagó la colilla en el cenicero rebatible, y espió de reojo a su acompañante.

—¿Estás en apuros?

La pregunta tuvo un tono casual y fue acompañada de una leve risa, que parecía quitar importancia a la respuesta. Chris decidió jugar la carta de la sinceridad:

—Sería tonto que pretendiera negarlo —dijo, cautelosa.

La mujer hizo un gesto afirmativo. Acomodó innecesariamente el espejo retrovisor, echando una vigilante mirada a su propio rostro.

—Es evidente que huyes de alguien.

—De la policía —precisó Chris.

La otra lanzó un silbido admirativo.

—No habrás asaltado un banco o cometido un crimen, ¿verdad? No tienes el tipo.

La chica la miró, para saber si se estaba burlando de ella. Pero la mujer permanecía seria y le devolvió fugazmente una mirada cordial, llena de interés.

—Es algo complicado de explicar… —balbució la chica.

—Tenemos tiempo —insistió la conductora con voz amable, bajando el volumen del radio-cassette.

Chris tragó saliva y pensó que no tenía escapatoria. Lo menos que se merecía aquella hada salvadora, era enterarse de qué la estaba rescatando. Decidió hacer un relato honesto, dentro de las circunstancias. Quizás a ella misma le hiciera bien resumir sus desventuras frente a una desconocida gentil.

—He pasado la mayor parte de los dos últimos años en una Escuela-Reformatorio —comenzó; e hizo una pausa.

—¿Por qué razón? —preguntó la mujer.

—Me había escapado de casa. Mi padre me pegaba con frecuencia y mi madre bebía demasiado. Aguanté todo lo que pude, hasta que un día eché a correr. Mi propio viejo pidió que me recluyeran. Sé que parece una novela barata, pero supongo que los tipos que escriben esas cosas deben inspirarse en casos como el mío.

—La realidad supera a la ficción —dijo el hada.

Absorta en su relato, Chris asintió, sin captar la ironía.

—La última vez que me llevaron allí, decidí sacrificarme y hacer buena letra, para salir lo antes posible. Las tipas del Comité se tragaron el anzuelo, y logré alcanzar el primer paso: vivir una temporada en una casa particular. ¿Sabe de qué se trata?

—Tengo una idea aproximada —murmuró la mujer—. Prosigue.

—Bien, la cosa iba más o menos sin problemas, hasta que anoche el hombre de la casa y yo quedamos solos. El tipo había bebido demasiado, se puso paternal y pretendió violarme. —La palabra tuvo un regusto amargo en la boca de Chris, que contuvo un estremecimiento—. En un descuido, pude saltar por la ventana. Desde entonces estoy corriendo, con los guardias pegados a los talones. Aquel tío debe haberles contado una sarta de mentiras.

—Debiste denunciarlo tú a él, en aquel mismo momento —dijo la otra sin desviar la vista del camino—. Huir es lo mismo que confesar.

—No hubiera resultado —afirmó la joven.

—Intentó abusar de ti, ¿no? Eso es un delito —replicó la mujer con un matiz de ira. Luego espió el rostro de Chris, semioculto por las descomunales gafas—. Y además, si no me equivoco, te atizó una buena paliza.

—Sí —aceptó la chica—, pero yo vengo del otro lado de la alambrada.

Ambas se sumieron en sus propios pensamientos, envueltas en un silencio tenso. El cassette pasaba una serie de temas de «bossa nova», apenas audibles. El automóvil corría veloz e incansable por la autopista, como si se condujera solo.

—Mi nombre es Chantal —dijo de pronto la mujer—; tal vez pueda ayudarte. ¿Qué piensas hacer? —Chris arqueó las cejas y se encogió de hombros—. ¿Hay algún lugar adonde quieras ir? ¿Tienes alguien que se ocupe de ti?

Chris advirtió un viso de ansiedad en la voz de su interlocutora, pero no le dio importancia. La preocupación de aquella mujer parecía auténtica, y la joven comenzó a pensar que era posible que su suerte estuviera cambiando.

—La única persona que puede sacarme de esto es mi hermano Tom —enunció, reflexionando en voz alta—. Pero está en México.

—Eso es demasiado lejos para mí —suspiró Chantal—. ¿No tienes a nadie más?

—Tuve una maestra, Bárbara Clark, que solía interesarse por mí. Aunque ésa sería una apuesta demasiado arriesgada; en cierta manera, ella forma parte de los carceleros.

—Comprendo.

Chantal volvió a caer en uno de sus frecuentes lapsos de silencio, que Chris tampoco se atrevió a interrumpir.

—Tal vez habría una solución —musitó de pronto la mujer—. ¿Sabes algo de masajes?

—¿Masajes? —preguntó Chris sorprendida—. Sí…, un poco de eso aprendí en el reformatorio… Eileen Johnson solía asegurar que sólo yo lograba hacerla relajar…

—Es una posibilidad —dudó Chantal—. Yo dirijo un instituto de belleza en la costa… Quizá pudieras trabajar allí un tiempo, hasta que reúnas el dinero para viajar a México.

—¡Eso sería algo magnífico! —se entusiasmó Chris. Pero súbitamente recordó su difícil realidad—. Aunque no creo que sea posible —agregó, compungida—; sería demasiado compromiso para usted, por mi situación…

—¿Te refieres a la policía? —rió Chantal con suficiencia—. ¡Tonterías! Eso déjalo de mi cuenta. Estaremos en otro Estado, y tengo amigos muy influyentes.

«Igual que Mortimer H. Jones», pensó Chris. Pero mantuvo la boca cerrada. Aquella mujer le estaba ofreciendo una salida, y ella no tenía demasiadas opciones.

El centro de belleza y descanso «Sirena de Oro» (damas exclusivamente) dominaba un risco apartado sobre el mar, no muy lejos de los barrios residenciales enclavados en suaves colinas, al sur de la ciudad. Su estilo imitaba la sencillez altiva del colonial español, con sus techos de tejas rojas y sus paredes encaladas, bordeadas por galerías de arcos semicirculares. Pero debajo de la aparente rusticidad palpitaba un lujo discreto, refinado, que apuntaba sin duda a una clientela selecta y sin problemas de dinero.

Chris caminó detrás de Chantal, mirando embobada a su alrededor mientras atravesaban los amplios jardines. Pasaron junto a una piscina de formas irregulares y entraron bajo la sombra fresca del patio, cuyos naranjos en flor acentuaban el romanticismo discreto del lugar. Bajo los frutales había un auténtico pozo, recubierto de coloridas cerámicas. Una joven vestida con una bata verde nilo de ribetes dorados, que lucía una sirenita de oro bordada sobre el pecho, avanzó hacia ellas con paso ligero. Tenía una esbelta figura y el rostro sereno y dulce, de rasgos eurasianos.

—Bienvenida, Chantal —dijo con voz musical—, espero que hayas tenido un buen viaje.

—Gracias, Rita —respondió la mujer, besándola suavemente en la mejilla—. Ésta es Chris Parker; trabajará un tiempo con nosotras y quisiera ponerla en tu sección.

—Hola, Chris —saludó la joven, sonriente.

—Hola —dijo Chris.

—Rita es una verdadera experta en masajes —declaró Chantal—, ella te enseñará todos sus secretos.

—De momento, voy a mostrarte tu habitación —propuso Rita tomándole la mano—. Ven.

Atravesaron la umbría galería y entraron a un salón espacioso, decorado con severos y oscuros muebles monacales. Una joven vestida con una idéntica bata verde nilo, cruzó frente a ellas. Miró a Chris con curiosidad, aunque sin detenerse. Rita no le prestó atención, y guió a su huésped hacia el primer piso, subiendo por una escalera de mosaicos violáceos. La habitación destinada a Chris era estrecha pero confortable, con una ventana ojival que daba a un sector de los jardines y desde la cual podía divisarse el mar. Chris se sentó en la cama y luego se dejó caer hacia atrás, seducida por la muelle blandura del colchón.

—Con esto estarás más cómoda —dijo Rita con su voz azucarada, abriendo el armario y señalando una de las verdes y suaves batas de la casa, que colgaba en su interior.

—Parece de mi medida —comentó Chris.

—Si quieres bañarte, la ducha está al otro lado del corredor.

—Quizá más tarde —respondió Chris—, ahora preferiría descansar un rato.

—No es mala idea —aprobó la otra—. Hoy dispones de todo tu tiempo. Mañana asistirás a una sesión de masaje.

—De acuerdo —dijo la chica—, estoy en tus manos.

Rita emitió una risa levemente irónica y en sus ojos hubo como un destello voraz. Chris comenzó a desvestirse. La joven masajista fue tomando las prendas que ella se quitaba, y las colocó en el armario.

—Aquí no las vas a necesitar —explicó.

Luego contempló detenidamente el cuerpo de la muchacha, con un interés al mismo tiempo lejano e inquietante.

—¿Qué tienes en el tobillo?

—Oh, nada especial. Una simple torcedura.

—Déjame verlo —pidió Rita, en tono súbitamente profesional.

Delicadamente, levantó con una mano el dolorido pie, y con la otra palpó suavemente la zona afectada. Sus dedos eran seguros y firmes, e irradiaban una especie de calma al deslizarse sobre la carne lacerada.

—Tienes una luxación —anunció—. ¿Has caminado mucho después del golpe?

—Bastante.

—Bien, vamos a arreglarlo. No te dolerá, pero no es necesario que mires.

Chris dejó caer la cabeza sobre la almohada, como si el sosiego que aquellas expertas manos transmitían a su pie trepara lentamente a lo largo de todo el cuerpo, sumiéndola en una placidez irresistible. Sintió un tirón seco y un sordo chasquido que le pareció muy distante. Cuando levantó la cabeza, Rita sonreía, mientras colocaba un cojín debajo del pie enfermo.

—Ya está, todo ha vuelto a su lugar —declaró con su sonrisa imborrable—. Ahora traeré un poco de hielo para la inflamación y te haré un buen vendaje. Mañana estarás como nueva. ¿Quieres que te suba también algo para comer?

—No, gracias —musitó Chris, sin lograr salir de su enervamiento—. Cuando termines conmigo, creo que dormiré veinte horas seguidas.

Cuando despertó, emergiendo con dificultad de un sueño pesado y tenaz, el sol entraba por la ventana ojival, formando un caprichoso dibujo sobre el piso de baldosas color lacre. El rumor lejano del mar le recordó dónde estaba. Borrosamente, fue reconstruyendo todo lo ocurrido el día anterior. Se dio dos o tres palmadas en la cara, para asegurarse de que estaba bien despierta. Luego saltó de la cama, comprobando con sorprendida alegría que su pie ya no le dolía. Incluso el tobillo había recobrado casi su aspecto natural, y sólo unas sombras amoratadas marcaban tenuemente la piel. Se dio un prolongado baño bajo la ducha de agua tibia y luego se vistió sin prisa, apreciando la fresca y agradable tersura de su flamante bata verde nilo. Estaba preguntándose qué hacer, cuando asomó por la puerta el rostro enigmático y sonriente de Rita.

—Buenos días, Chris —saludó—, ¿has descansado bien? Chantal quiere verte.

La directora de aquel curioso lugar estaba tomando el desayuno en una de las mesas del jardín, cerca de la piscina. La acompañaba un hombre de unos treinta años, de piel asombrosamente tostada, escaso pelo rubio y ojos de un azul casi blanco, que titilaban bajo sus gafas sin aro. Chantal invitó a las dos chicas a compartir la mesa, e hizo las presentaciones. El visitante se llamaba Laffont y era enviado de una revista suiza, cuya especialidad Chris no logró descifrar. Rita y ella desayunaron en un silencio respetuoso y atento, mientras Laffont interrogaba a Chantal. Al parecer, preparaba un artículo sobre «Sirena de Oro» para sus lectores europeos. El hombre había colocado un diminuto magnetófono junto a la azucarera, para registrar la entrevista.

A través de las respuestas de Chantal, Chris logró formarse una idea más clara sobre aquel sitio. «Sirena de Oro», explicó la mujer, dirigiéndose en parte al visitante y en parte al magnetófono, era el único instituto de su tipo en América. A él acudían las mujeres más famosas y sofisticadas de diversos puntos de la costa oeste y del resto de los Estados Unidos. No, Chantal no podía dar nombres; era una de las normas de la casa, cuya discreción avalaba su prestigio. El objetivo del lugar era, si Chris no comprendió mal, «ofrecer paz y placer psicofísicos» a esas señoras. Las técnicas eran exclusivas y combinaban diversos procedimientos. El personal se seleccionaba exclusivamente entre muchachas menores de veinte años y convenía señalar que estaba absolutamente prohibida la presencia masculina, ya fuera en calidad de empleados o de clientes. «Un mundo femenino», remarcó Chantal, y a continuación deslizó una elegante broma, indicando que Laffont debía apreciar su permanencia allí como una verdadera excepción. El periodista sonrió y le respondió en francés. A partir de allí, el diálogo continuó en ese idioma y Chris se consideró liberada de atenderlo, dedicándose con fruición a prepararse una suculenta tostada con mantequilla y mermelada de fresas.

Unos minutos después, Chantal regresó al inglés para sugerir a Laffont que completara su reportaje entrevistando a las dos chicas.

—Son los dos extremos de mi equipo —susurró—: Una experta y una principiante.

El periodista hizo dos o tres preguntas a Rita, que respondió con desenvoltura, dentro de su estilo sosegado y discreto. Explicó que había trabajado en un centro similar en Thailandia, y luego se había perfeccionado en Viena. Enumeró una serie de nombres de difícil pronunciación, a los que Laffont asentía con cabeceos aprobatorios. Chris, por su parte, estuvo realmente inspirada: declaró con mucha soltura que desde niña había soñado con ese trabajo, sabiendo que era su única vocación. Describió cómo había practicado los rudimentos del oficio en el colegio de señoritas donde cursó sus estudios. Agregó luego que Chantal era una persona maravillosa y que ella le estaba muy agradecida por haberle dado la oportunidad de ingresar en «Sirena de Oro». La mujer la escuchó con una sonrisa divertida. Luego se puso de pie, dando por terminada la entrevista. Se despidió amablemente de Laffont, rogando a Rita que lo acompañara hasta la salida.

—Siéntate, Chris. No has terminado tu café —dijo Chantal cuando ambas quedaron solas.

—Ya está frío —murmuró Chris—. Espero no haber sido imprudente ante ese señor.

—Todo lo contrario, querida, estuviste magnífica —rió abiertamente la mujer—. Ahora comenzaremos tu entrenamiento.

Chantal guió a la chica hacia el ala más apartada del edificio, donde estaban las saunas y los salones de masaje. Recorrieron un corredor tenuemente iluminado y la mujer se detuvo ante una de las puertas. Era un cuarto pequeño, amueblado sólo por un cómodo sillón, junto al cual había una mesa baja, con un cenicero, un vaso y una botella de agua mineral. Chantal abrió una cortinilla adosada a la pared, descubriendo una especie de ventana interna, del tamaño y la forma de una pantalla de televisión. A través de ella se veía buena parte de la habitación contigua, totalmente tapizada en moqueta verde. Paredes, pisos y techo formaban algo así como una caja de jade, envuelta en una luz vaporosa que parecía brotar de todas partes y de ninguna. En el centro había un diván completamente blanco, de aproximadamente un metro de altura. Chris contempló embobada aquel extraño decorado y luego miró interrogativamente a su acompañante en espera de una explicación.

—Interesante, ¿verdad? —comentó Chantal—. Es una de nuestras salas de masajes. Dentro de unos instantes Rita atenderá aquí a una cliente. —La mujer consultó mecánicamente su reloj pulsera—. Siéntate allí y observa, será tu primera lección.

Chris se acercó al sillón, vacilante, sin quitar la vista de la ventanilla.

—¿Qué dirá su cliente cuando me vea aquí, espiando? —preguntó.

—Oh, ella no podrá verte. Del otro lado, toda esta pared es un espejo.

La chica parpadeó admirada, sin poder creer lo que oía.

—Vaya trucos que se gastan ustedes —murmuró.

—Nos da buenos resultados —informó la mujer, sonriente—; algunas señoras, que están en el secreto, pagan una bonita suma por sentarse en ese sillón. Ahora debo irme; cuando termine la sesión, ven a verme.

Confundida, Chris tomó asiento e hizo un gesto de resignación. Chantal sonrió una vez más y se esfumó tras la puerta. «Bien —se dijo la chica—, ya que voy a trabajar aquí, será mejor que aprenda cómo lo hacen». En la pantalla, se abrió una puerta disimulada en la pared y Rita entró en la habitación con su paso suave y elástico. Hizo un guiño hacia Chris y desapareció de su campo visual, hacia uno de los lados. «Al menos, ella conoce la trampa», pensó la joven. Rita volvió a cruzar la escena, dándole la espalda, a tiempo para recibir a su cliente. Era una mujer rubia y alta, de mediana edad, que besó a Rita en la mejilla y cambió con ella unas palabras que Chris no pudo oír. Luego la muchacha ayudó a la mujer a quitarse la bata que la cubría. Quedó completamente desnuda. Su cuerpo era aún esbelto y firme, con esas formas plenas y ligeramente lúbricas del comienzo de la madurez. Chris, turbada, desvió la mirada. Tenía la garganta reseca y se sirvió un poco de agua mineral. Cuando volvió la vista a la pantalla, la cliente estaba frente a ella, observándola atentamente a través del cristal. La chica se incorporó, alelada, buscando la puerta para huir. Entonces recordó que la otra cara de la pared era un espejo. Lo único que la mujer hacía era mirar su propio cuerpo.

«Tranquilízate, Chris, te estás comportando como una tonta —se advirtió a sí misma—. Sabes perfectamente que la gente se desnuda para recibir masajes; será mejor que te concentres y estudies el comportamiento de Rita, si no quieres perder tu flamante empleo». Con esta reconvención en mente, la joven volvió a sentarse y se dispuso a prestar atención a lo que ocurría en el otro cuarto. Rita entró en escena desde su invisible rincón, trayendo un alto vaso de whisky con hielo. La mujer lo agradeció con una sonrisa y bebió un largo trago. Luego se dirigió al centro de la habitación, tomó otro sorbo, depositó su bebida en el suelo y se tendió boca abajo en el cómodo diván.

Fue entonces cuando Rita comenzó su trabajo. Sus manos aletearon sobre la nuca, los hombros y la espalda de su cliente, en movimientos igualmente leves y seguros. La mujer cerró los ojos, y al poco tiempo su cuerpo comenzó a relajarse visiblemente, como una muñeca inflable a la cual se le quitara poco a poco el exceso de aire de su interior. Los brazos cayeron hacia abajo, laxos y libres; la silueta tendida pareció perder peso y amoldarse blandamente a las gráciles líneas del diván. Rita suspendió su tarea y volvió a desaparecer del campo de la pantalla. La cliente sonreía apenas, con los ojos cerrados, en estado de beatitud. «¡Vaya! —pensó Chris—. ¡Esta chica es una verdadera maestra!». La aludida regresó, trayendo un bote de cristal. Espolvoreó sobre el cuerpo yacente algo así como una ceniza ambarina, y recomenzó su tarea. Ahora trabajaba sobre la cintura, las caderas y las piernas, suavizando paulatinamente sus movimientos, hasta transformarlos en ligeras caricias. Luego, posó levemente las manos sobre las nalgas, haciéndolas vagar sobre ellas en gestos circulares, que rondaban de vez en cuando la entrepierna. La mujer tuvo un estremecimiento y se volvió sobre sí misma, cayendo de espaldas. Chris pudo ver claramente su rostro: parecía extraviado, apremiante, tenso. Pronunció unas palabras y giró nuevamente la cabeza, con los ojos entrecerrados y un rictus de placer en los labios. Rita sonrió e, inclinándose lentamente, la besó sobre la boca. Chris dio un respingo sobresaltado. Su espalda se puso rígida, separándose del sillón. Una idea inquietante comenzó a abrirse paso borrosamente en su cerebro. Las manos de la joven masajista recorrían hábilmente los senos, los costados y el vientre de la mujer, que se estremecía con los dientes apretados. Luego Rita varió de técnica, centrando su manipulación en torno al pubis, cubierto por un vello espeso y dorado. La mujer, respirando agitadamente, separó los muslos y dejó caer las piernas a los lados del diván. Todo su cuerpo se arqueó hacia arriba, como impulsado por un invisible resorte. Rita, imperturbable, comenzó la parte culminante de su labor.

Chris se negó a presenciarla. Se incorporó bruscamente, temblando, y dio la espalda a la pantalla, aferrándose los brazos con las manos. Había sido una estúpida al no advertir antes la clase de negocio que hacía Chantal en «Sirena de Oro», y qué era lo que esperaban de ella.

Abandonó la habitación con paso inseguro, con un regusto de náusea. Una vez más, se sintió sola y sitiada en medio de un mundo hostil.

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