Chris

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Chantal estaba de pie, junto a la ventana. En el amplio y luminoso despacho de muebles episcopales, cada detalle revelaba una sobria suntuosidad. Chris abrió la pesada puerta de madera labrada, y por un instante observó a la mujer, sin decir palabra. La otra, de espaldas a ella, no pareció enterarse de su presencia. Envuelta en un conjunto de casaca y pantalones de seda negra, su espigada figura resultaba aún más alta y esbelta al recortarse, inmóvil, contra la diáfana luz del mediodía.

—¿Eres tú, Chris? —preguntó sin volverse, en el tono de quien ya sabe la respuesta.

—Sí, señora —respondió la joven, avanzando hacia ella.

Ambas permanecieron ante el gran ventanal de tres cuerpos, que se abría a la costa rocosa. El tumulto azul del Pacífico estallaba contra las piedras en una nube de furiosa espuma blanca. Chris observó, como hipnotizada, aquella eterna e inútil demostración de fuerza y belleza. Al fondo, un horizonte casi curvo, en el que el agua y el cielo se separaban apenas por un cambio de matiz en su color brumoso.

—Hermoso, ¿verdad? —comentó Chantal, mirando a la joven por primera vez.

Chris asintió sin responder. La mujer sonrió, rozó desvaídamente con los dedos el rostro de la chica en un esbozo de caricia, y luego se dirigió al oval escritorio de caoba. Tomó asiento detrás de él, en un sillón tapizado de terciopelo ocre, y comenzó a hojear unos papeles con aire distraído. La joven dio unos pasos hacia ella y se detuvo en medio de la habitación. Sintió que su determinación comenzaba a flaquear en aquel clima irreal. La segura suavidad de Chantal, la calidez lujosa de su cuarto de trabajo, aquel océano formidable desplegándose tras la ventana, no parecían tener nada que ver con la turbia escena que ella había presenciado minutos antes.

—Quiero irme, Chantal —dijo de pronto, como para asegurarse de recuperar su convicción.

La mujer levantó la vista de sus papeles y la miró detenidamente, sin asombro. Pero la sirenita dorada bordada en la pechera de la casaca se agitaba al ritmo de una respiración nerviosa.

—¿Has visto el trabajo de Rita? —inquirió en tono neutro.

—Sí —afirmó Chris—; y es por eso que voy a irme. No creo que yo pueda hacerlo.

Sus ojos mantuvieron la mirada tersa y firme de Chantal, que después de unos instantes se desvió lentamente hacia el mar.

—No deseo insistir —dijo la mujer—, pero quizá deberías intentarlo. No es tan difícil como parece.

Chris observó fríamente la punta de sus pies, mientras buscaba las palabras adecuadas.

—No se trata de que sea difícil —murmuró por fin—, sino de que no quiero hacer esa clase de cosas.

—Comprendo. —Chantal se echó hacia atrás en su sillón y el cabello renegrido contrastó sobre la tela color oro viejo del respaldo—. Incluso me lo esperaba. —Sus labios dibujaron una especie de sonrisa de despecho—. Pero déjame decirte que te equivocas. Si te vas de aquí, pronto estarás haciendo cosas peores y con menos provecho.

—Es posible —admitió Chris—, pero prefiero intentarlo.

—¿Qué pasará con la policía?

La joven se mordió los labios y luego sonrió con esfuerzo.

—Tal vez se hayan olvidado de mí.

—Allá tú. Yo sólo quise darte una oportunidad.

—Lo sé, Chantal, y se lo agradezco realmente. —Chris levantó la vista y volvió a enfrentar los verdes ojos de su interlocutora—. Pero no puedo aceptarlo.

Chantal se encogió de hombros y encendió un cigarrillo. Su mano tembló ligeramente al sostener el encendedor. Se incorporó y dio la vuelta a la mesa con pasos lentos, acercándose a la chica.

—Es una verdadera lástima —afirmó—. Yo en tu lugar no sería tan escrupulosa.

—Verdaderamente no podría hacerlo —insistió Chris.

—¡Ya lo has dicho! —espetó la mujer, dirigiéndose hacia la puerta. Al volverse, su rostro había recuperado la calma y sonreía con levedad.

—Si alguna vez cambias de idea, no tienes más que regresar. Siempre habrá un sitio para ti en «Sirena de Oro».

—Gracias, señora —musitó la joven.

Chantal hizo un gesto de resignación y le tendió la mano. Chris, impulsivamente, le dio un rápido beso en la mejilla. Luego abrió la puerta.

—Algún día volveré a visitarla —prometió.

—Te estaré esperando —aseguró la mujer, y siguió con la mirada la figura de Chris, que se alejaba por el corredor adornado de mayólicas.

Una vez en su habitación, la joven se quitó la fresca bata verde nilo y volvió a ponerse su gastada ropa de fugitiva. El establecimiento estaba discretamente amurallado y el vigilante del portal de acceso hizo esperar a Chris, mientras consultaba por teléfono si ella estaba autorizada a salir. Luego se mostró algo más amable y le indicó que al llegar a la carretera podría tomar un autobús que la llevaría a la ciudad. Ella echó a andar por el desértico camino privado, bajo el ardiente sol de la tarde.

Los niños que jugaban en el parque, haciendo navegar en el estanque sus veleros de plástico, no prestaron atención a la muchachita desharrapada y de aspecto cansado que parecía dormitar en uno de los bancos. Chris había caminado demasiado esa tarde. Sus últimas monedas se le habían ido en el billete de autobús y un bocadillo que había comprado al llegar. Mordisqueando su reducido almuerzo, recorrió al azar las calles de aquella ciudad desconocida y calurosa, mientras su cabeza embotada se negaba a tomar alguna decisión. Por cierto que no era fácil. Sin dinero, sin amigos y en su situación, le resultaba cada vez más imposible encontrar una salida. La fuga de Tom a México había sido un duro golpe, pero el fracaso de su encuentro providencial con Chantal era ya demasiado. A estas alturas, sólo un milagro le permitiría seguir adelante con su plan. Pero después de lo ocurrido en «Sirena de Oro» sabía que aún los milagros tenían un precio, que ella no estaba dispuesta a pagar. Ahora, con las doloridas piernas estiradas sobre el sendero y las zapatillas en la mano, pensó que si un guardia la reconocía y la detenía en ese mismo instante, se sentiría de algún modo aliviada. «Estás llegando al fin, Chris —se dijo—; ya no te quedan más trucos».

Comenzó a calzarse parsimoniosamente y fue entonces que vio las botas negras y las perneras azules con vivos blancos que se detenían frente a ella. Levantó despacio la cabeza, recordando un refrán que solía decir su abuela materna, cuando ella era muy niña: «Basta con que menciones al Diablo, aunque sea en el pensamiento, para que aparezca». Pues el Diablo estaba allí, mirándola con curiosidad. Era uno de esos viejos policías de aspecto irlandés y aire protector que suelen aparecer en las películas, encontrando niños extraviados o siendo golpeados a traición por delincuentes desaprensivos.

—¿Qué te pasa, muchacha? ¿Tienes algún problema?

La mente de Chris se disparó a cien kilómetros por hora, buscando una excusa convincente, mientras sonreía al paternal guardia inclinado sobre ella y demoraba en anudar el lazo de su zapatilla. Las palabras salieron de sus labios sin que ella lograra controlarlas.

—Acabo de llegar de una excursión a la montaña con los chicos del colegio —se oyó decir, asombrada—. Mi padre me espera en el puerto, para regresar a casa en su yate, pero creo que he perdido el camino.

Ya estaba dicho, y no había forma de volver atrás. La única esperanza consistía en que la historia era demasiado inverosímil para ser inventada. Pero Chris sabía que ésa era una argucia débil en estos tiempos.

El veterano guardia echó el cuerpo hacia atrás y se rascó el cuello con gesto de duda.

—Una excursión, ¿eh? —dijo como para sí mismo—. ¿Y dónde están tus ropas de montaña?

—¡Oh, se las he dejado a Charlie! —afirmó la joven con absoluta candidez.

—¿Charlie?

—Él es mi… Es el chico que sale conmigo, ¿comprende? Llevará mis cosas esta noche al muelle, y espero que papá lo invite a cenar con nosotros a bordo.

—¿Cenar a bordo? —El hombre parecía cada vez más sorprendido o más indignado; era difícil de discernir.

—Será una simple comida marinera, ya sabe usted. Latas, cerveza y café. Lo importante es que Charlie y papá puedan conocerse —arriesgó Chris, tirándose a fondo.

El policía no las tenía todas consigo. Ella admitió para su coleto que si le daba un buen puntapié en el trasero y la llevaba a la comisaría de una oreja, se lo tenía merecido. Pero el hombre no hizo más que suspirar.

—Vaya tiempos —dijo—, ya no es posible distinguir una golfa de una rica heredera. Si eres lo primero, debe de haber más de veinte en este parque y no me darán un ascenso por llevarte a la sombra. Si eres lo segundo, el sargento me pondrá de todos los colores. ¿Qué harías tú en mi lugar?

Chris rió de buena gana, sintiendo que tenía la batalla ganada.

—Sea yo quien sea —dijo envalentonada—, sólo le he pedido que me indique el camino del puerto. Si tiene dudas, puede acompañarme y es posible que papá nos invite a ambos con una cerveza.

—No creas que no me gustaría —afirmó el policía—, pero estoy de servicio y es preferible que intentes llegar sola. Sólo debes salir por la puerta de la izquierda y en la primera avenida seguir la dirección del tránsito. En poco menos de cinco minutos estarás en el puerto.

—¡Oh, no sabe cuánto se lo agradezco! —aseguró Chris—. Yo hubiera tomado para el otro lado.

—Es fácil perderse en esta ciudad —afirmó el guardia, llevándose la mano a la visera.

Chris tomó la dirección indicada y luego de caminar unos treinta metros se volvió para saludar al policía, que le correspondió con otro gesto informal. Se quedó mirando cómo la muchacha se perdía sobre el césped, entre los árboles añosos, hasta que una palmada en el hombro lo sacó de su ensimismamiento. Era un joven colega, que recientemente había sido asignado a esa zona.

—¿Qué haces, tío Bob? —preguntó el recién llegado.

—He estado charlando con la embustera más grande de tu generación —declaró el viejo alegremente.

—Espero que no se tratara de esta chica —dijo el otro alcanzándole una fotografía—; la buscan por fuga, robo y destrucción intencional de documentos. Los del Este suponen que debe de andar por aquí.

El veterano guardia tomó la pequeña cartulina cuadrangular y la colocó frente a sí, alejándola y acercándola hasta enfocar en ella sus ojos cansados.

—No —dijo—, no se le parece en nada.

La tarde caía sin prisa, tiñendo de reflejos purpúreos los cobertizos y almacenes portuarios, detrás de la alambrada. Más allá, los mástiles y chimeneas de los barcos anclados en los muelles erizaban un cielo plomizo. Las tiendas de artículos náuticos comenzaban a cerrar sus puertas, mientras se iluminaban los letreros de neón de los bares y tabernas marineras de los alrededores. La habitual tristeza del atardecer se hacía más sórdida en el puerto y Chris lanzó un hondo suspiro, sin saber qué rumbo tomar. Se sentía desamparada y exhausta. El tobillo había comenzado a molestarle otra vez, tenía hambre, y un cansancio pesado se le colgaba de los hombros y el cuello, agobiando su paso vacilante.

Escogió una calle estrecha y apartada, internándose en ella en busca de un sitio oculto y tranquilo donde poder descansar un poco. El sueño golpeaba sordamente dentro de su cabeza y el hambre le aguijoneaba el estómago. A su izquierda se elevaba la mole oscura de un edificio en construcción. En la acera opuesta, los muros altos y ciegos del depósito de una compañía marítima. La noche se había cerrado ya completamente, sin luna, y sólo la lejana luz de la esquina, unos treinta metros más allá, dibujaba con mortecinos reflejos las estructuras metálicas de la construcción.

Chris comenzó a buscar intersticios en la cerca que rodeaba la obra, hasta que uno de los paneles cedió a sus esfuerzos, dejando una estrecha abertura. Se coló al interior y dio dos o tres pasos, procurando acostumbrar su vista a la penumbra. De pronto, una potente luz se encendió frente a ella, deslumbrándola.

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